34

Nunca había tratado de nadar con las manos atadas frente a mí. Espero fervientemente no tener que intentarlo de nuevo. Sólo la fuerte salinidad del océano de este mundo me mantenía a flote mientras pataleaba y braceaba rumbo al norte. No abrigaba auténticas esperanzas de llegar a la balsa; la corriente comenzaba a ser más fuerte a un kilómetro de la plataforma, y nuestro plan era mantener la balsa a la mayor distancia posible de la estructura sin alejarnos del río dentro del mar.

A los pocos minutos los tiburones multicolores comenzaron a acercarse. Sus colores vibrantes y eléctricos, tan visibles bajo las olas, y cuando uno se lanzó al ataque, dejé de nadar y le pateé la cabeza tal como había visto que hacía el difunto teniente. Parecía dar resultado. Esos peces eran mortíferos pero estúpidos. Atacaban uno por vez, como si siguieran un orden jerárquico, yo les pateaba el hocico uno por vez. Pero era agotador. Estaba por quitarme las botas justo antes del ataque del primer tiburón —el pesado cuero me estaba demorando— pero la idea de patear con los pies descalzos esas ahusadas y dentudas cabezas me había hecho dudar. Además comprendí que no podía nadar empuñando la pistola. Las criaturas se sumergían para atacarme, siempre viniendo desde abajo, y dudé que una bala de esa vieja pistola sirviera de algo en un par de metros de agua. Enfundé la pistola, aunque pronto deseé haberla soltado. Flotando, girando para mantener las aletas dorsales a la vista, logré quitarme las botas y las dejé caer a las profundidades. Cuando atacó el próximo tiburón, pateé con más fuerza, sintiendo la aspereza de lija de la piel que cubría su diminuto cerebro. Me lanzó una dentellada pero se alejó y siguió nadando en círculos.

Así fue como nadé hacia el norte, deteniéndome, flotando, pateando, maldiciendo, avanzando unos metros, deteniéndome de nuevo para girar en círculos para aguardar un nuevo ataque. Si no hubiera sido por la combinación de las brillantes lunas y la reluciente piel de esas criaturas, una de ellas me habría arrastrado hacia abajo. En cambio, pronto llegué al punto en que estaba demasiado exhausto para seguir nadando. Sólo podía flotar de espaldas, aspirar aire, defenderme a patadas de esos dientes blancos cada vez que veía la cercanía de esos lomos multicolores.

Las heridas de cuchillo comenzaban a dolerme. Sentía el tajo de las costillas como una terrible quemazón combinada con una sensación pegajosa. Estaba seguro de que me estaba desangrando, y una vez, cuando las aletas dorsales se mantuvieron a suficiente distancia por un momento, bajé las manos hasta mi costado. Cuando las saqué del agua estaban rojas. Me sentía cada vez más débil, y comprendí que mi hemorragia era mortal. El agua se estaba entibiando, como si mi sangre la calentara, y la tentación de cerrar los ojos y hundirme en esa tibieza era cada vez más fuerte.

Cada vez que el oleaje me elevaba, miraba por encima del hombro en busca de la balsa, en busca de un milagro. No veía nada. En parte me complacía: tal vez la balsa hubiera atravesado el portal teleyector sin ser interceptada. Yo no había visto deslizadores ni tópteros en el aire, y la plataforma era una llamarada menguante hacia el sur. Comprendí que lo mejor sería que me recogiera un tóptero de rescate, ahora que la balsa se había ido, pero la idea de semejante rescate no me alegraba. Ya había estado una vez en la plataforma.

Flotando de espaldas, torciendo la cabeza y el cuello para mantener las aletas dorsales a la vista, pataleé con rumbo al norte, alzándome con cada movimiento del mar violáceo, cayendo en anchos valles cuando el mar se entreabría. Rodé sobre mi estómago y traté de patear con más fuerza, con las manos esposadas delante, pero estaba demasiado agotado para mantener la cabeza encima del agua.

Mi brazo derecho parecía sangrar más y lo sentía tres veces más pesado que el izquierdo. Sospeché que el cuchillo del teniente habría cortado algunos tendones.

Al fin desistí de nadar y me concentré en flotar, pateando para mantener la cabeza y los hombros por encima del agua. Los peces parecían intuir mi debilidad; se aproximaban por turnos, la bocaza abierta. Yo alzaba las piernas y pateaba, tratando de acertarles en el hocico o la cabeza con los talones sin que me arrancaran los pies. Su piel rugosa me había raspado las plantas de los pies al punto de que estaba añadiendo más sangre a la esfera que sin duda me rodeaba. Eso incitó a los peces. Sus ataques se volvieron más continuos. Uno de ellos me rasgó la pernera derecha de la rodilla al tobillo, arrancando una capa de piel al alejarse con un coletazo triunfal.

Entretanto una parte de mi fatigada mente se dedicaba a las meditaciones teológicas. No rezaba, sino que se preguntaba por qué un Dios Cósmico permitía que Sus criaturas se torturasen entre sí de esta manera. ¿Cuántos homínidos, mamíferos y billones de otras criaturas habían pasado sus últimos minutos en las garras del espanto, el corazón palpitante, agotadas por el flujo de adrenalina, buscando en vano una escapatoria? ¿Cómo podía un dios describirse como Dios de la Misericordia y llenar el universo de criaturas dentudas como éstas?

Recordé que Grandam me había contado que un científico de vieja Tierra, un tal Charles Darwin —que había elaborado una de las primeras teorías de la evolución, la gravitación o lo que fuera, y que se había criado como cristiano devoto aun antes de la recompensa del cruciforme, se había vuelto ateo estudiando una avispa que paralizaba una especie grande de araña, le plantaba su embrión y dejaba que la araña se recobrara y siguiera su camino… hasta que las larvas de avispa salían por el abdomen de la araña viva.

Me saqué el agua de los ojos y pateé dos aletas dorsales que se aproximaban. Le erré a la cabeza pero acerté en una de las sensibles aletas. Logré arquearme para evitar esa mandíbula batiente. Por un instante dejé de flotar, descendí un par de metros bajo una ola, tragué agua salada y salí jadeante y ciego. Más aletas se aproximaron. Tragando agua de nuevo, luché con las manos entumecidas bajo el agua y saqué la pistola. Comprendí que sería más fácil apoyarme el cañón en la garganta y halar el gatillo que usarla contra esos asesinos del mar. Bien, quedaban bastantes municiones —no la había usado durante la batahola de las dos últimas horas— así que siempre era una opción.

Girando, viendo cómo se acercaba una aleta, recordé una historia que Grandam me había leído cuando yo era niño. También era un antiguo clásico, un relato de Stephen Crane llamado El bote abierto; trataba sobre varios hombres que habían sobrevivido al naufragio de un buque y pasaban varios días en el mar sin agua, sólo para encallar a pocos cientos de metros de la tierra firme, rodeados por olas demasiado altas para cruzarlas sin volcar. Uno de los hombres —no recuerdo qué personaje— había pasado por todos los círculos de la suposición teológica: rezar, creer que Dios era una deidad misericordiosa que se pasaba las noches preocupándose por él, creer que Dios era un canalla cruel, y decidir que nadie estaba escuchando. Comprendí que no había entendido esa historia, a pesar de las socráticas preguntas de Grandam. Recordé el peso de la epifanía que había experimentado ese personaje al comprender que tendría que salvarse a nado y no todos podrían sobrevivir. Había querido que la naturaleza —pues así veía ahora el universo— fuera un enorme edificio de cristal, para poder arrojarle piedras. Pero hasta eso era inútil.

«El universo es indiferente a nuestro destino». Este era el peso aplastante que sobrellevaba ese personaje mientras avanzaba en el oleaje hacia la supervivencia o la extinción. «Al universo le importa un bledo».

Noté que estaba llorando y riendo al mismo tiempo, gritando maldiciones e invitaciones a los peces que estaban a un par de metros. Alcé la pistola y le disparé a la aleta más próxima. Asombrosamente, la empapada pistola disparó, y el ruido que me había parecido tan estruendoso en la balsa ahora fue devorado por las olas y la inmensidad del mar. El pez se alejó. Otros dos me atacaron. Le disparé a uno, pateé al otro, justo cuando algo me pegaba en la nuca.

No estaba tan sumido en la teología y la filosofía como para disponerme a morir. Giré rápidamente, sin saber si me habían herido gravemente pero resuelto a dispararle al maldito pez en la boca si era necesario. Tenía la pistola amartillada y apuntada cuando vi el rostro de la niña a medio metro del mío. Tenía el cabello pegado a la cabeza y sus ojos oscuros brillaban en el claro de luna.

—¡Raul! —Debía de estar llamándome por el nombre, pero yo no lo había oído en medio de los estampidos y el zumbido de mis oídos.

Pestañeé. Esto no podía ser cierto. Cielos, ¿por qué estaba ahí, lejos de la balsa?

—¡Raul! —repitió Aenea—. Flota de espaldas. Usa el arma para mantener alejados a esos peces. Te llevaré.

Sacudí la cabeza. No entendía. ¿Por qué había dejado al vigoroso androide en la balsa y había venido a buscarme? ¿Cómo podía…?

La calva azul de A. Bettik se hizo visible en la próxima ola. El androide nadaba enérgicamente, el largo machete entre los blancos dientes. Reí en medio de mis lágrimas. Parecía el pirata de un holo barato.

—¡Flota de espaldas! —insistió la niña.

Me puse de espaldas. Demasiado cansado para patear cuando un tiburón se lanzó hacia mis piernas, le disparé, acertándole entre los dos ojos negros y opacos. Las dos aletas desaparecieron bajo una ola.

Aenea me rodeó el cuello con un brazo, colocó su mano izquierda bajo mi brazo derecho para no ahogarme y se puso a nadar. A. Bettik iba al lado, nadando con un brazo y empuñando el filoso machete con el otro. Le vi sumergirse y dos aletas dorsales temblaron y viraron a la derecha.

—¿Qué estás…?

—Ahorra el aliento —jadeó la niña, metiéndose en la próxima ola y trepando la pared violácea—. Nos queda un largo trecho.

—La pistola —dije, tratando de dársela. Sentí la oscuridad que me nublaba la visión como un túnel. No quería perder el arma. Demasiado tarde. Sentí que se caía al mar—. Lo lamento —logré decir antes de que el túnel se cerrara por completo.

Mi último pensamiento consciente fue un inventario de lo que había perdido en mi expedición: la valiosa alfombra voladora, mis gafas nocturnas, la antigua pistola automática, mis botas, tal vez mi unidad de comunicaciones, y posiblemente mi vida y la de mis amigos. La oscuridad total puso fin a esta cínica especulación.

Noté vagamente que me subían a la balsa. Me quitaron las esposas. La niña me estaba respirando en la boca, bombeándome el pecho para expulsar el agua de mis pulmones. A. Bettik estaba arrodillado al lado, tirando de un grueso cable.

Después de vomitar agua durante varios minutos, dije:

—¿La balsa? ¿Cómo? Ya debería haber llegado al portal.

Aenea me apoyó la cabeza en una mochila, cortó jirones de mi camisa y mi pernera derecha con un cuchillo.

—A. Bettik preparó una especie de ancla usando la microtienda y la cuerda. Va detrás, demorando nuestro avance pero manteniéndonos en nuestro rumbo. Eso nos dio tiempo para encontrarte.

—¿Cómo? —pregunté, y de nuevo empecé a toser agua salada.

—Cállate —dijo la niña, terminando de rasgar mi camisa—. Quiero revisar tus heridas.

Hice una mueca cuando sus fuertes manos palparon el tajo de mi costado. Sus dedos encontraron la profunda herida del brazo, el lugar donde el pez me había arrancado la piel del muslo y la pantorrilla.

—Ay, Raul —suspiró con tristeza—. Te dejo solo una hora y mira lo que te haces.

La debilidad me estaba venciendo de nuevo, la oscuridad regresaba. Sabía que había perdido mucha sangre. Tenía mucho frío.

—Lo siento —susurré.

—Silencio. —Abrió una venda—. Cállate.

—No —insistí—. He fallado. Yo debía ser tu protector… cuidarte. Lo lamento.

Grité cuando me vertió una solución antiséptica en la herida del costado. Yo había visto hombres que lloraban por esto en el campo de batalla. Ahora era uno de ellos.

Si la niña hubiera abierto mi moderno pak médico, yo habría perecido minutos o segundos después. Pero era el pak más grande, el antiguo pak de FUERZA que habíamos cogido en la nave. Yo había pensado que todos los medicamentos e instrumentos serían inútiles después de tanto tiempo, pero vi que parpadeaban luces en la superficie del pak que la niña me había puesto en el pecho. Algunas eran verdes, otras amarillas, unas pocas eran rojas. Yo sabía que esto no era bueno.

—Recuéstate —susurró Aenea, y abrió un pak de suturación esterilizado.

Me apoyó el saco en el costado y la sutura milpiés despertó y se arrastró hasta mi herida. No tuve una sensación agradable cuando esa criatura artificial se metió en las escabrosas paredes de mi herida, secretó sus secreciones antibióticas y limpiadoras y juntó sus filosas patas de milpiés en una sutura ceñida. Grité de nuevo, y otra vez cuando la niña me aplicó otra sutura en el brazo.

—Necesitamos más cartuchos de plasma —le dijo a A. Bettik mientras metía dos de los pequeños cilindros en el sistema de inyección del pak. Sentí la quemadura en el muslo cuando el plasma entró en mi organismo.

—Esos cuatro son todo lo que tenemos —dijo el androide. Estaba atareado trabajando en mí, poniéndome una máscara osmótica en la cara. El oxígeno puro empezó a penetrar en mis pulmones.

—Maldición —dijo la niña, inyectando el último cartucho de plasma—. Ha perdido demasiada sangre. Caerá en shock profundo.

Quería discutir con ellos, explicarles que mis temblores eran sólo producto del aire frío, que me sentía mucho mejor, pero la máscara osmótica me apretaba la boca, los ojos y la nariz, impidiéndome hablar. Por un momento aluciné que estábamos de vuelta en la nave y el campo de choque me sujetaba de nuevo. Creo que no toda el agua salada que en ese momento me humedecía la cara era del mar.

Cuando vi el inyector de ultramorfina en manos de la niña, empecé a resistirme. No quería perder la consciencia: si iba a morir, quería estar despierto cuando ocurriera.

Aenea me empujó contra la mochila. Entendió lo que intentaba decirle.

—Quiero que estés inconsciente, Raul —murmuró—. Entrarás en shock. Necesitamos estabilizar tus signos vitales. Será más fácil si estás inconsciente.

El inyector siseó.

Me resistí unos segundos más, derramando lágrimas de frustración. Después de tantos esfuerzos, irme mientras estaba inconsciente… Maldición, no era justo, no estaba bien.

Desperté bajo una luz brillante y un calor agobiante. Por un instante creí que aún estábamos en el mar de Mare Infinitus, pero cuando reuní suficientes fuerzas para erguir la cabeza, noté que el sol era diferente —más grande, más tórrido— y que el cielo era mucho más claro. La balsa se desplazaba por un canal de cemento, con sólo un par de metros libres a cada lado. Veía cemento, sol y cielo azul. Nada más.

—Acuéstate —dijo Aenea, acomodándome la cabeza y los hombros en la mochila y ajustando la tela de la microtienda para protegerme el rostro del sol. Obviamente habían recobrado su «ancla».

Traté de hablar, no pude, me relamí los labios secos, que parecían pegados.

—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? —pregunté.

Aenea me dio un sorbo de agua de mi cantimplora.

—Treinta horas.

—¡Treinta horas! —Aunque intenté gritar, apenas me salió un chillido.

A. Bettik se aproximó y se acuclilló a la sombra con nosotros.

—Bienvenido, M. Endymion.

—¿Dónde estamos?

—A juzgar por el desierto, el sol y las estrellas de anoche —respondió Aenea—, es casi seguro que estamos en Hebrón. Al parecer viajamos por un acueducto. En este momento… Bien, tendrías que ver esto. —Me sostuvo los hombros para que pudiera ver por encima del borde del canal. Sólo aire y cerros lejanos—. Hemos recorrido cincuenta metros de este tramo del acueducto —me explicó, recostándome de nuevo—. Así ha sido durante los últimos cinco o seis kilómetros. Si hubo una brecha en el acueducto… —Sonrió amargamente—. No hemos visto a nadie… ni siquiera un buitre. Estamos esperando llegar a una ciudad.

Fruncí el ceño, sintiendo la rigidez en el costado y el brazo mientras cambiaba de posición.

—¿Hebrón? Creí que estaba…

—En manos de los éxters —concluyó A. Bettik—. Sí, era la información que teníamos. No importa. Buscaremos atención médica para ti entre los éxters. Quizá sea mejor que buscarla entre gente de Pax.

Miré el pak médico que había junto a mí. Los filamentos entraban en mi pecho, mi brazo y mis piernas. La mayoría de las luces del pak emitían una luz amarilla. Esto no era buena señal.

—Tus heridas están cerradas y limpias —dijo Aenea—. Te dimos todo el plasma que había en el pak. Pero necesitas más, y parece haber una infección que los antibióticos multiespectro no pueden controlar.

Eso explicaba esa fiebre que sentía bajo la piel.

—Tal vez algún microorganismo marino de Mare Infinitus —dijo A. Bettik—. El pak no puede identificarlo. Lo sabremos en cuanto lleguemos a un hospital. Sospechamos que este tramo del Tetis nos llevará a la única ciudad grande de Hebrón…

—Nueva Jerusalén —susurré.

—Sí. Aun después de la Caída, era famosa por el centro médico Sinaí.

Quise sacudir la cabeza pero me quedé quieto al sentir dolor y mareo.

—Pero los éxters…

Aenea me pasó un paño húmedo por la frente.

—Buscaremos ayuda para ti —dijo—. Con éxters o sin éxters.

Un pensamiento trataba de emerger de mi cerebro aturdido.

Esperé a que llegara.

—Hebrón no tenía… creo que no…

—Tienes razón —dijo A. Bettik. Tocó la guía que tenía en la mano—. Según la guía, Hebrón no formaba parte del río Tetis y sólo permitía un términex teleyector en Nueva Jerusalén, aun en pleno auge de la Red. Los visitantes no podían abandonar la capital. Aquí valoraban la intimidad y la independencia.

Miré las paredes del acueducto. De repente salimos del encierro para avanzar entre altas dunas y rocas calcinadas por el sol. El calor era aplastante.

—Pero el libro debe de estar equivocado —dijo Aenea, enjugándome la frente—. El portal teleyector estaba allí… y nosotros estamos aquí.

—¿Estás segura de que es Hebrón? —susurré.

Aenea asintió. A. Bettik alzó el comlog. Me había olvidado de él.

—Nuestro amigo mecánico obtuvo una lectura fiable de las estrellas. Estamos en Hebrón, y parece que a pocas horas de Nueva Jerusalén.

Sentí un desgarrón de dolor, y no pude contener una contorsión. Aenea sacó el inyector de ultramorfina.

—No —supliqué.

—Será la última por un tiempo —susurró. Oí el siseo y sentí ese bendito aturdimiento. «Si existe Dios —pensé—, es un analgésico».

Cuando desperté, las sombras eran largas y estábamos al pie de un edificio bajo. A. Bettik me llevaba en brazos. Cada paso me causaba dolor. Guardé silencio.

Aenea caminaba delante. La calle era ancha y polvorienta, los edificios bajos —ninguno tenía más de tres pisos— y de un material parecido al adobe. No había nadie a la vista.

—¡Hola! —llamó la niña, haciendo bocina con las manos. Las dos sílabas resonaron en la calle desierta.

Me sentía ridículo porque me llevaban como a un niño, pero a A. Bettik no parecía importarle, y yo sabía que no podría tenerme en pie aunque la vida me fuera en ello.

Aenea regresó hacia nosotros, vio mis ojos abiertos.

—Es Nueva Jerusalén, sin duda —dijo—. Según la guía, aquí vivían tres millones de personas en tiempos de la Red, y A. Bettik dice que había por lo menos un millón según sus últimas noticias.

—Éxters… —murmuré.

Aenea asintió.

—Los edificios de las orillas del canal estaban desiertos, pero da la impresión de que estuvieron habitados hasta hace pocas semanas o meses.

—Según las transmisiones que monitoreamos en Hyperion, este mundo debió de caer en manos éxters hace tres años estándar. Pero hay indicios de habitación mucho más recientes.

—La retícula energética aún está funcionando —dijo Aenea—. La comida que quedó fuera está arruinada, pero los compartimientos refrigeradores aún están fríos. En algunas casas la mesa está puesta, los holofosos zumban con estática, las radios susurran. Pero no hay gente.

—Tampoco hay señales de violencia —dijo el androide, apoyándome delicadamente en la parte trasera de un vehículo que tenía una caja chata detrás de la cabina. Aenea había puesto una manta para proteger mi piel del metal caliente. El dolor del costado me hizo ver manchas ante mis ojos.

Aenea se frotó los brazos. Tenía la carne de gallina a pesar del ardiente calor del atardecer.

—Algo terrible sucedió aquí —dijo—. Puedo sentirlo.

Yo sólo sentía dolor y fiebre. Mis pensamientos eran como mercurio. Se me escurrían antes de que pudiera atraparlos o darles cohesión.

Aenea saltó a la caja del vehículo y se acuclilló junto a mí mientras A. Bettik abría la puerta de la cabina y entraba. Asombrosamente, el vehículo arrancó enseguida.

—Puedo conducir esto —dijo el androide, poniendo el vehículo en marcha.

«También yo —pensé—. Conduje uno en Ursus. Es una de las pocas cosas del universo que sé manejar. Debe de ser una de las pocas cosas que sé hacer bien».

Echamos a andar por la calle mayor. El dolor me hizo gritar algunas veces, a pesar de mis esfuerzos por callarme. Apreté las mandíbulas.

Aenea me sostenía la mano. Sus dedos estaban tan frescos que me hacían tiritar. Comprendí que mi piel estaba en llamas.

—Es esa maldita infección —dijo Aenea—. De lo contrario te estarías recobrando. Algo en ese mar.

—O en su cuchillo —susurré. Cerré los ojos y vi al teniente volando en pedazos cuando lo alcanzaban las nubes de dardos. Abrí los ojos para huir de esa imagen. Aquí había edificios más altos, de diez pisos, y la sombra era más profunda. Pero el calor era espantoso.

—Un amigo que mi madre conoció durante la peregrinación de Hyperion vivió aquí por un tiempo —dijo Aenea. Su voz parecía oscilar como una emisora radial mal sintonizada.

—Sol Weintraub —grazné—. El especialista en los Cantos del viejo poeta.

Aenea me palmeó la mano.

—Siempre olvido que la vida de mi madre se convirtió en harina para el costal de leyendas del tío Martin.

Saltamos sobre un montículo.

Apreté los dientes para no gritar.

Aenea me aferró la mano con más fuerza.

—Sí —dijo—, ojalá hubiera conocido a ese estudioso y su hija.

—Entraron… en la Esfinge. Como… tú.

Aenea se acercó, me humedeció los labios con la cantimplora, asintió.

—Sí, pero recuerdo los cuentos de mi madre sobre Hebrón y los kibbutzim.

—Judíos —susurré, y dejé de hablar. Necesitaba todas mis energías para combatir el dolor.

—Huyeron del Segundo Holocausto —dijo, mirando hacia delante mientras el vehículo doblaba una esquina—. Llamaron Diáspora a su Hégira.

Cerré los ojos: el teniente volando en pedazos, jirones de ropa y carne cayendo lentamente al mar violáceo.

De repente A. Bettik me estaba levantando. Entramos en un edificio más grande y más sinuoso que los demás, plastiacero y vidrio templado.

—El centro médico —dijo el androide.

La puerta automática se abrió con un susurro.

—Tiene energía… si la maquinaria médica estuviera intacta…

Debí de adormilarme, pues cuando abrí los ojos de nuevo, aterrado por las aletas dorsales que se acercaban cada vez más, estaba en una camilla que entraba en el largo cilindro de un autocirujano de diagnóstico.

—Hasta luego —me dijo Aenea, soltándome la mano—. Te veré del otro lado.

Permanecimos en Hebrón trece días locales, siendo cada día de veintinueve horas estándar. En los primeros tres días el autocirujano hizo lo que quiso conmigo: por lo menos ocho intervenciones quirúrgicas y doce tratamientos terapéuticos, de acuerdo con el registro digital.

Era, en efecto, un microorganismo de ese maldito océano de Mare Infinitus que había decidido matarme, aunque al ver la resonancia magnética y los exámenes de biorradar, noté que el organismo no había sido tan micro. Fuera lo que fuese —el equipo de autodiagnóstico era ambiguo— se había aferrado al interior de mi costilla raspada y había crecido allí como un hongo de pantano hasta que empezó a ramificarse hacia mis órganos internos. Otro día estándar sin cirugía, informó el autocirujano, y al hacer la incisión inicial sólo hubiera hallado liquen y putrefacción.

Después de abrirme, limpiarme y repetir el proceso dos veces más cuando rastros infinitesimales del organismo oceánico fundaron nuevas colonias, el autocirujano dictaminó que el hongo estaba liquidado y comenzó a trabajar sobre mis heridas menores. El tajo de cuchillo habría debido de causarme una hemorragia mortal, sobre todo con los pataleos y la elevación del pulso provocados por mis amigos de las aletas dorsales. Evidentemente los cartuchos de plasma del viejo pak médico y las generosas dosis de ultramorfina de Aenea me habían mantenido con vida hasta que el cirujano pudo inyectarme otras ocho unidades de plasma.

La profunda herida del brazo no había cortado ningún tendón, como yo había temido, pero había afectado tantos músculos y nervios importantes que el autocirujano había trabajado en ellos durante la segunda y tercera operaciones. Como el hospital aún tenía energía cuando llegamos, el cirujano había tenido la iniciativa de ordenar a los tanques de órganos del sótano que desarrollaran los nervios de reemplazo que yo necesitaba. El octavo día, cuando Aenea estaba junto a mí y me contaba que el autocirujano continuamente pedía asesoramiento y autorización a los supervisores humanos, pude reírme al saber que el «doctor Bettik» autorizaba cada operación, trasplante y terapia.

La pierna que el tiburón multicolor había tratado de arrancarme resultó ser la parte más dolorosa de esa ordalía. Después de limpiar el hongo de la zona despellejada por los dientes del tiburón, la máquina había trasladado nuevo tejido dérmico y muscular. Dolía. Y cuando dejó de dolerme, picaba. Durante mi segunda semana de internación, sufrí por abstinencia de ultramorfina y habría pensado seriamente en exigirla a punta de pistola si realmente hubiera creído que la intimidación bastaría para reducir esos síntomas y la picazón. Pero la pistola ya no estaba, se había hundido en ese profundo mar violáceo.

En el octavo día, cuando pude incorporarme en la cama y comer comida —aunque sólo fuera papilla de hospital—, le hablé a Aenea de mi breve período heroico.

—En mi última noche en Hyperion, me embriagué con el viejo poeta y le prometí que haría ciertas cosas en este viaje.

—¿Qué cosas? —preguntó la niña, su cuchara en mi plato de gelatina verde.

—No demasiado. Protegerte, acompañarte a casa, encontrar Vieja Tierra y llevarla de vuelta para que él la volviera a ver antes de morir…

Aenea dejó de comer gelatina. Enarcó las oscuras cejas.

—¿Te pidió que llevaras de vuelta Vieja Tierra? Interesante.

—Eso no es todo. También debía hablar con los éxters, destruir Pax, derrocar a la Iglesia y, cita literal, «averiguar qué coño se propone el TecnoNúcleo y detenerlo».

Aenea dejó la cuchara y se secó los labios con mi servilleta.

—¿Eso es todo?

—No todo. También quería que evitara que el Alcaudón te lastimara o destruyera a la humanidad.

Aenea cabeceó.

—¿Nada más?

Me froté la sudorosa frente con mi mano sana, la izquierda.

—Eso creo. Al menos es todo lo que recuerdo. Estaba ebrio, como he dicho. —Miré a la niña—. ¿Cómo me va con esa lista?

Aenea hizo ese ademán desdeñoso con sus manos delgadas.

—No está mal. Debes recordar que hace sólo unos meses estándar que hemos empezado… menos de tres, en realidad.

—Sí —dije, mirando por la ventana las franjas de luz que bañaban el edificio de adobe que había frente al hospital. Más allá de la ciudad, la luz del atardecer enrojecía cerros rocosos—. Sí —repetí, sin fuerzas y sin humor—. Lo estoy haciendo muy bien. —Suspiré y aparté la bandeja de comida—. Hay algo que no entiendo. A pesar de la confusión, no sé por qué el radar no detectó la balsa cuando estábamos tan cerca.

—A. Bettik lo destruyó —dijo la niña, comiendo gelatina verde.

—¿Cómo dices?

—A. Bettik destruyó la antena de radar con tu rifle de plasma. —Terminó ese brebaje verde y dejó la cuchara. Durante la última semana había sido enfermera, doctora, cocinera y lavadora de frascos.

—Creí que no podía disparar contra seres humanos.

—No puede —dijo Aenea, apoyando la bandeja en un mueble—. Se lo pregunté. Pero dijo que no tenía prohibido disparar contra antenas de radar. Y eso hizo. Antes de que te avistáramos y nos zambulléramos para rescatarte.

—Eso fue un disparo de tres o cuatro kilómetros, desde una balsa en movimiento. ¿Cuántos rayos de pulsos utilizó?

—Uno —dijo Aenea, mirando el monitor que había encima de mi cabeza.

Solté un silbido.

—Espero que nunca se enfade conmigo. Ni siquiera a esa distancia.

—Creo que tendrías que ser una antena de radar para empezar a preocuparte —dijo Aenea, acomodando las sábanas limpias.

—¿Dónde está él?

Aenea se acercó a la ventana y señaló el este.

—Encontró un VEM que tenía una carga completa y estaba examinando los kibbutzim de la zona del Gran Mar Salado.

—¿Todos los demás estaban vacíos?

—Todos. Ni siquiera perros, gatos, caballos ni ardillas.

Supe que no estaba bromeando. Habíamos hablado de ello. Cuando las comunidades son evacuadas precipitadamente, o cuando ataca el desastre, los animales a menudo quedan atrás. Las manadas de perros salvajes habían sido un problema durante la revuelta de la Garra del Sur en Aquila. La Guardia Interna tenía que disparar contra las ex mascotas.

—Eso significa que tuvieron tiempo de llevarse sus animales.

Aenea se volvió hacia mí y se cruzó de brazos.

—¿Dejando su ropa? ¿Y sus ordenadores, comlogs, diarios íntimos, holos familiares… todas sus chucherías personales?

—¿Y en ningún lado dice qué sucedió? ¿No hay comentarios finales en los diarios? ¿No hay cámaras de vigilancia ni frenéticas anotaciones de último momento en los comlogs?

—No. Al principio era reacia a meterme en los comlogs privados, pero ahora he examinado docenas. Durante la última semana había las noticias habituales sobre los combates cercanos. La Gran Muralla estaba a menos de un año-luz de distancia y las naves de Pax estaban llenando el sistema. No descendían con frecuencia en el planeta, pero era evidente que Hebrón tendría que unirse al Protectorado de Pax cuando todo hubiera terminado. Entonces hubo algunas emisiones finales sobre éxters irrumpiendo por las líneas. Luego nada. Sospechábamos que Pax había evacuado a toda la población y luego los éxters avanzaron, pero no había noticias de la evacuación en los holos de noticias, ni en las anotaciones de ordenador, ni en ninguna parte. Es como si la gente hubiera desaparecido. —Aenea se frotó los brazos—. Tengo algunos discos de noticiarios, si quieres verlos.

—Quizá más tarde —dije. Estaba muy cansado.

—A. Bettik regresará por la mañana —dijo Aenea, subiéndome la manta hasta la barbilla. Más allá de las ventanas el sol se había puesto pero los cerros relucían literalmente con la luz almacenada. Era un efecto crepuscular de las piedras de este mundo, y uno nunca se cansaba de mirarlo. Pero en ese momento no podía mantener los ojos abiertos.

—¿Tienes la escopeta? —murmuré—. ¿El rifle de plasma? Bettik se ha ido… estamos solos…

—Están en la balsa —dijo Aenea—. Ahora, a dormir.

El primer día que estuve plenamente consciente traté de darles las gracias por haberme salvado la vida. Fueron renuentes.

—¿Cómo me encontrasteis? —pregunté.

—No fue difícil —dijo la niña—. Dejaste el micrófono abierto hasta que el oficial de Pax lo rompió de una puñalada. Lo oímos todo. Y te veíamos por los binoculares.

—No tendríais que haber dejado la balsa. Fue demasiado peligroso.

—No tanto, M. Endymion —dijo A. Bettik—. Además de preparar el ancla, que redujo notablemente la velocidad de la balsa, M. Aenea tuvo la idea de sujetar una cuerda a un tronco para que ésta se arrastrara detrás de la balsa casi cien metros. Si no alcanzábamos la balsa, estábamos seguros de poder llevarte hasta la cuerda antes de que se pusiera fuera de nuestro alcance. Y así fue, como lo demuestran los hechos.

Sacudí la cabeza.

—Aun así fue estúpido.

—No hay de qué —dijo la niña.

El décimo día traté de ponerme de pie. Fue una victoria breve, pero victoria al fin.

El duodécimo día caminé por el corredor hasta el lavabo. Ésa fue una gran victoria. El decimotercer día, la energía se cortó en toda la ciudad.

Los generadores de emergencia del hospital se activaron, pero supimos que nuestra permanencia allí era limitada.

—Ojalá pudiéramos llevar al autocirujano —comenté esa última noche mientras mirábamos las umbrías avenidas desde la terraza del noveno piso.

—Cabría en la balsa —dijo A. Bettik—, pero el cable sería un problema.

—En serio —dije, tratando de no hablar como el paciente paranoico y desmoralizado que era entonces—, debemos revisar las farmacias por si encontramos algo que necesitemos.

—Hecho —dijo Aenea—. Tres paks médicos nuevos y mejorados. Un estuche de ampollas de plasma. Un diagnosticador portátil. Ultramorfina… pero no pidas, porque hoy no te daré.

Extendí la mano izquierda.

—¿Ves esto? Dejó de temblar sólo esta tarde. Pronto dejaré de pedírtela.

Aenea asintió. En el cielo, nubes plumosas resplandecían con la luz del atardecer.

—¿Cuánto crees que resistirán estos generadores? —le pregunté al androide. El hospital era uno de los pocos edificios de la ciudad que aún estaba iluminado.

—Unas semanas, quizá. La retícula energética se ha estado reparando durante meses, pero es un planeta inhóspito. Habrás visto esas tormentas de polvo que soplan desde el desierto todas las mañanas. Aunque la tecnología es avanzada por tratarse de un mundo que no pertenece a Pax, el lugar necesita humanos que lo mantengan.

—La entropía es un fastidio —dije.

—No creas —dijo Aenea, apoyada en el parapeto de la terraza—. La entropía puede ser nuestra amiga.

—¿Cuándo?

Dio media vuelta y se apoyó sobre los codos. El edificio que había a sus espaldas era un rectángulo oscuro que destacaba el fulgor de su tez tostada.

—Derrumba imperios. Y liquida despotismos.

—Esa frase es difícil de decir deprisa. ¿De qué despotismos estamos hablando?

Aenea hizo ese ademán despectivo, y por un instante pensé que no hablaría, pero al fin dijo:

—Los hunos, los escitas, los visigodos, los ostrogodos, los egipcios, los macedonios, los romanos y los asirios.

—Sí, pero…

—Los ávaros, el Wei del norte —continuó—, los mamelucos, los persas, los árabes, los abbasíes y los selyúcidas.

—De acuerdo, pero no entiendo.

—Los kurdos y los gaznawíes —continuó con una sonrisa—. Por no mencionar a los mongoles, los Sui, los Tang, los cruzados, los cosacos, los prusianos, los nazis, los soviéticos, los japoneses, los javaneses, los nordamericanos, los granchinos, los columperuanos y los nacionalistas antárticos.

Alcé una mano. Aenea calló. Mirando a A. Bettik, dije:

—Ni siquiera conozco esos planetas. ¿Tú sí?

—Creo que todos se relacionan con Vieja Tierra, M. Endymion —respondió el androide.

—Válgame.

—Creo que «válgame» es la expresión correcta en este contexto —señaló A. Bettik con voz inexpresiva. Miré a la niña.

—¿Conque éste es nuestro plan para derrocar a Pax, como pidió el poeta? ¿Ocultarnos en alguna parte y esperar a que la entropía surta efecto?

Aenea se volvió a cruzar de brazos.

—Claro que no. Normalmente habría sido un buen plan. Ocultarse unos milenios y dejar que el tiempo siga su curso… pero esos malditos cruciformes complican la ecuación.

—¿En qué sentido? —pregunté con seriedad.

—Aunque quisiéramos derrocar a Pax… cosa que yo no quiero, dicho sea de paso. Ése es tu trabajo. Pero aunque quisiéramos, la entropía ya no está de nuestra parte con ese parásito que vuelve a la gente casi inmortal.

—Casi inmortal —murmuré—. Admito que cuando me estaba muriendo pensé en el cruciforme. Habría sido mucho más fácil… y mucho menos doloroso que la cirugía y la recuperación. Morir y dejar que esa cosa me resucitara.

Aenea me estaba mirando.

—Por eso este planeta tenía la mejor atención médica, dentro o fuera de Pax.

—¿Por qué? —pregunté. Aún estaba aturdido por los medicamentos y la fatiga.

—Eran… son… judíos —murmuró la niña—. Muy pocos aceptaron la cruz. Sólo tenían una oportunidad en la vida.

Nos quedamos un rato en silencio mientras las sombras llenaban las calles de Nueva Jerusalén y el hospital continuaba con vida eléctrica mientras aún podía.

A la mañana siguiente llegué caminando hasta el viejo vehículo que me había llevado al hospital trece días antes, y —sentado en la caja trasera, donde me habían puesto un jergón— di órdenes de encontrar una armería.

Al cabo de una hora de dar vueltas, resultó evidente que no había armerías en Nueva Jerusalén.

—De acuerdo —dije—. Una central de policía.

Había varias. Al entrar en la primera que encontramos, rehusando el ofrecimiento de la niña y del androide de actuar como muletas, pronto descubrí hasta qué punto una sociedad pacífica prescindía de las armas. No había armarios con armamento, ni siquiera rifles antidisturbios o paralizadores.

—Supongo que Hebrón no tendría ejército ni Guardia Interna.

—Creo que no —repuso A. Bettik—. Hasta la incursión éxter de hace tres años estándar, no había enemigos humanos ni animales peligrosos en el planeta.

Seguí inspeccionando de mal humor. Al fin, al abrir una gaveta con triple llave en el escritorio de un jefe de policía, encontré algo.

—Una Steiner-Ginn, creo —dijo el androide—. Una pistola que dispara rayos de plasma de carga reducida.

—Sé lo que es —respondí. Había dos cargadores en la gaveta. Eso representaba sesenta disparos. Salí, apunté el arma hacia una ladera distante y apreté el gatillo. La pistola carraspeó y un relámpago diminuto estalló en la ladera—. Bien —dije, guardándome la vieja arma en la funda vacía. Había temido que fuera un arma con signatura, que sólo podía ser usada por su dueño. La moda de esas armas iba y venía con los siglos.

—Tenemos la pistola de dardos en la balsa —dijo A. Bettik.

Sacudí la cabeza. No quería saber nada con esas armas por un buen tiempo.

A. Bettik y Aenea habían acopiado agua y alimentos mientras yo me recobraba, y cuando regresé al muelle del canal y miré nuestra balsa reaprovisionada y modificada, pude ver las nuevas cajas.

—Una pregunta. ¿Por qué continuamos con esta pila de troncos flotantes cuando hay tantas embarcaciones amarradas aquí? O podríamos coger un VEM y viajar con aire acondicionado.

La niña y el hombre de tez azul se miraron.

—Votamos mientras te recobrabas —dijo ella—. Seguimos con la balsa.

—¿Yo no voto? —rezongué. Había querido fingir furia, pero no era fingida.

—Claro —dijo la niña, de pie en el muelle, las piernas separadas y los brazos en jarras—. Vota.

—Voto por conseguir un VEM y viajar cómodamente —dije, oyendo con disgusto mi tono petulante—. O incluso en uno de estos barcos. Voto por deshacernos de estos troncos.

—Voto registrado. A. Bettik y yo votamos por conservar la balsa. No se quedará sin energía, y flota. Uno de estos barcos habría aparecido en el radar de Mare Infinitus, un VEM no podría haber atravesado ciertos mundos. Dos votos por la balsa, uno en contra. La conservamos.

—¿Quién dijo que esto era una democracia? —pregunté, tentado de darle una zurra a esa niña.

—¿Quién dijo que era otra cosa? —dijo la niña.

A. Bettik se quedó en el borde del muelle tanteando una soga, con esa expresión que pone la mayoría de la gente cuando hay una riña entre miembros de otra familia. Usaba una túnica holgada y pantalones cortos y abombados de lino amarillo. Tenía un sombrero amarillo en la cabeza.

Aenea subió a la balsa y soltó el amarre de popa.

—Si quieres un barco, un VEM o incluso un sillón flotante, cógelo, Raul. A. Bettik y yo iremos en esto.

Eché a andar hacia un esquife amarrado al muelle.

—Espera —dije, girando sobre mi pierna fuerte—. El teleyector no funcionará si intento atravesarlo solo.

—Exacto —dijo la niña. A. Bettik había abordado la balsa, y ella aflojó la cuerda de proa. El canal era aquí mucho más ancho que en el acueducto de cemento: treinta metros de anchura al atravesar Nueva Jerusalén.

A. Bettik empuñó el timón mientras la niña cogía una de las pértigas más largas y empujaba la balsa.

—¡Espera! ¡Maldición, espera!

Corrí a trompicones por el muelle, salté el metro que me separaba de la balsa, aterricé sobre mi pierna mala y tuve que aferrarme con el brazo bueno para no caer rodando en la microtienda.

Aenea me ofreció su mano, pero la desprecié mientras me incorporaba.

—Diantre, eres una mocosa terca.

—Mira quién habla —dijo la niña, y fue a sentarse al frente de la balsa mientras nos internábamos en la corriente central.

Fuera de la sombra de los edificios, el sol de Hebrón era aún más feroz. Me puse el viejo tricornio para guarecerme y me acerqué a A. Bettik.

—Me imagino que estás de parte de ella —dije mientras nos internábamos en el desierto y el río se angostaba nuevamente.

—Soy neutral, M. Endymion.

—¡Ja! Votaste para quedarte en la balsa.

—Hasta ahora nos ha servido bien —dijo el androide, retrocediendo mientras yo me acercaba para empuñar el remo.

Miré las nuevas cajas de provisiones apiladas a la sombra de la tienda, la losa con su cubo calefactor, sus cacharros, la escopeta y el rifle de plasma —recién engrasado y guardado bajo una cubierta de lona—, nuestras mochilas, sacos de dormir, kits médicos y demás. Habían vuelto a poner el «mástil», y una de las camisas blancas de A. Bettik flameaba como un estandarte.

—Bien —dije al fin—, al cuerno.

—Precisamente —dijo el androide.

El próximo portal estaba a sólo cinco kilómetros de la ciudad. Miré el ardiente sol de Hebrón mientras atravesábamos la delgada sombra del arco, luego la línea del portal. En los otros portales teleyectores había un momento en que el aire titilaba y cambiaba, permitiéndonos echar un vistazo a lo que había delante.

Aquí reinaba una negrura absoluta. Y la negrura no cambió cuando avanzamos. La temperatura descendió unos setenta grados centígrados. Al mismo tiempo, la gravedad cambió. De pronto tuve la sensación de estar llevando sobre mis espaldas a alguien que tenía la misma masa que yo.

—¡Las lámparas! —exclamé, sosteniendo el timón en la poderosa corriente. Me esforcé para mantenerme de pie frente al aplastante aumento de gravedad. La combinación de frío, negrura y peso opresivo era aterradora.

Los dos habían encontrado faroles en Nueva Jerusalén, pero lo primero que Aenea encendió fue la vieja lámpara de mano. Su haz hendió un vapor helado, alumbró aguas negras e iluminó un techo de hielo sólido a quince metros de altura. Había estalactitas de hielo sinuoso que llegaban casi hasta el agua. Dagas de hielo sobresalían de la corriente negra en ambos costados y delante. A cien metros, donde el haz de luz se disipaba, parecía haber una sólida muralla de bloques congelados que llegaban hasta la superficie del agua. Estábamos en una caverna de hielo, sin salida a la vista. El frío me quemaba las manos, los brazos y la cara. La gravedad me pesaba en el cuello como collares de hierro.

—Maldición —dije. Trabé el timón y me dirigí hacia los paquetes. Me costaba permanecer erguido con una pierna mala y ochenta kilos sobre la espalda. A. Bettik y la niña ya estaban allí, buscando ropa aislante.

De pronto hubo un estrepitoso crujido. Miré arriba, temiendo que una estalactita nos cayera encima, o que el techo cediera bajo ese peso abrumador, pero era sólo el mástil que se partía al chocar contra un reborde de hielo. El mástil cayó mucho más rápidamente que en la gravedad de Hyperion, precipitándose como en un holo proyectado a mayor velocidad.

Volaron astillas de madera. La camisa de A. Bettik chocó contra la balsa con estruendo. Estaba congelada y cubierta con una fina capa de escarcha.

—Maldición —repetí temblando, y busqué mi ropa interior de lana.