33

Mi recuerdo de los veinte minutos que pasé en ese amplio y luminoso comedor se parece mucho a esas pesadillas que todos tenemos tarde o temprano, donde nos encontramos en un lugar de nuestro pasado pero no recordamos por qué estamos allí ni el nombre de las personas que nos rodean. Cuando el teniente y sus dos hombres me llevaron al comedor, todo estaba teñido con ese desplazamiento onírico de lo familiar. Digo familiar porque había pasado buena parte de mis veintisiete años en campamentos de cazadores y comedores militares, en casinos y en la cocina de viejas barcas. Estaba acostumbrado a la compañía de los hombres: demasiado acostumbrado, habría dicho entonces, pues los elementos que detectaba en esta sala —alarde, fanfarronería y el olor a transpiración de nerviosos tíos de ciudad entregados a la venturera camaradería masculina— me habían cansado tiempo atrás. Pero pronto la familiaridad quedó desmentida por la extrañeza (los acentos dialectales, las sutiles diferencias de vestimenta, el tufo de los cigarrillos) y por el conocimiento de que me delataría de inmediato si era preciso aludir a su dinero, su cultura o su conversación.

Había una cafetera alta en la mesa más alejada —nunca había estado en un comedor donde no la hubiera— y me dirigí allá, tratando de actuar con desenvoltura. Encontré una taza relativamente limpia y me serví café. Entretanto observaba al teniente y sus dos hombres, que me observaban a mí. Cuando parecieron convencidos de que yo estaba donde debía estar, se marcharon. Bebí un café espantoso, noté que la mano con que sostenía la taza no temblaba pese al huracán de emociones que sentía y traté de decidir qué haría a continuación.

Asombrosamente, aún tenía mis armas —cuchillo y pistola— y mi radio. Con la radio podía detonar el explosivo plástico en cualquier momento y correr hacia la alfombra voladora en medio de la confusión. Ahora que había visto a los centinelas de Pax, sabía que necesitaría alguna distracción si quería que la balsa pasara junto a la plataforma sin ser vista. Caminé hacia la ventana; daba a la dirección que habíamos considerado norte, pero veía que el cielo del este fulguraba con el inminente despuntar de las lunas. El arco del teleyector estaba a la vista. Palpé la ventana, pero estaba trabada con un pestillo o clavada. El techo de acero corrugado de otro módulo estaba un metro debajo de la ventana, pero no parecía haber modo de llegar allí.

—¿Con quién estás, hijo?

Di media vuelta. Cinco hombres del grupo más cercano se habían aproximado, y el que me hablaba era el más bajo y el más gordo. Estaba equipado para estar al aire libre: camisa de franela a cuadros, pantalones de lona, un chaleco parecido al mío y un cuchillo para escamar pescado. Comprendí que los soldados de Pax habrían visto la punta de mi funda sobresaliendo bajo el chaleco, pero habrían pensado que era la vaina de un cuchillo.

Este hombre también hablaba en dialecto, pero era muy diferente del que usaban los guardias de Pax. Recordé que los pescadores debían de ser forasteros, así que mi extraño acento no sería del todo sospechoso.

—Klingman —dije, bebiendo otro sorbo de ese café repugnante. Esa palabra había funcionado con los soldados.

No funcionó con estos hombres. Se miraron un instante, y el gordo habló de nuevo.

—Nosotros vinimos con el grupo de Klingman, muchacho. Desde Santa Teresa. Tú no estabas en el hidrofoil. ¿A qué estás jugando?

Sonreí.

—A nada. Se suponía que estaba con ese grupo, pero lo perdí en Santa Teresa. Vine aquí con las Nutrias.

Aún no había acertado. Los cinco hombres cuchichearon. Les oí hablar varias veces de «cazadores furtivos». Dos de ellos salieron. El gordo me encañonó con un dedo rechoncho.

—Yo estaba sentado allá con el guía Nutria. Él tampoco te ha visto nunca. Quédate aquí, hijo.

Era precisamente lo que no haría. Dejando la taza en la mesa, dije:

—No, usted espere aquí. Yo iré a hablar con el teniente para aclarar las cosas. No se mueva.

Esto pareció confundir al gordo, que se quedó en su sitio mientras yo cruzaba el comedor, ahora silencioso, abría la puerta y salía a la pasarela.

No había adónde ir. A mi derecha, los dos soldados de Pax con pistolas de dardos estaban plantados frente a la baranda. A mi izquierda, el delgado teniente con quien había tropezado venía por la pasarela con los dos civiles y lo que parecía un rollizo capitán de Pax.

—Maldición —dije en voz alta. Subvocalizando, expliqué—: Pequeña, estoy en apuros. Tal vez me capturen. Dejaré el micrófono externo abierto para que oigas. Id directamente hacia el portal. ¡No respondáis!

Lo último que necesitaba en esta conversación era una vocecilla que gorjeara por mi auricular.

—¡Oiga! —dije, dirigiéndome hacia el capitán y alzando las manos como si fuera a estrechar la suya—. Lo estaba buscando a usted.

—Es él —exclamó uno de los dos pescadores—. No vino con nosotros ni con el grupo Nutria. Es uno de esos malditos cazadores furtivos de que nos hablaban.

—Espóselo —le ordenó el capitán al teniente, y antes de que yo pudiera zafarme, los soldados me habían aferrado por detrás y el oficial delgado me había puesto las esposas. Eran de las anticuadas, de metal, pero funcionaban muy bien, aferrándome las muñecas por delante y cortándome la circulación.

En ese momento comprendí que nunca serviría para espía. Mi incursión en la plataforma había sido desastrosa. Los hombres de Pax eran chapuceros —se apiñaban contra mí cuando deberían haber mantenido distancia apuntándome con sus armas mientras me cacheaban, y esposarme luego, cuando estuviera desarmado— pero en pocos segundos me registrarían.

Decidí no darles esos segundos. Subiendo rápidamente las manos esposadas, cogí al rollizo capitán por la camisa y lo arrojé contra los dos civiles. Hubo un momento de gritos y empellones durante el cual di media vuelta, pateé a un soldado en los testículos y cogí al otro por el arma que aún llevaba colgada del hombro. El soldado gritó y aferró el arma con ambas manos mientras yo tiraba de la correa y empujaba hacia abajo y a la derecha. El soldado cayó con el arma, se estrelló de cabeza contra la pared y cayó sentado. El primero, el que yo había pateado y que todavía estaba de rodillas, aferrándose la entrepierna, alzó la mano libre y me desgarró el frente del suéter, arrancándome las gafas nocturnas. Le pateé la garganta y cayó.

El teniente había desenfundado la pistola de dardos, notó que no podía dispararme sin matar a los dos soldados y me asestó un culatazo en la cabeza.

Las pistolas de dardos no son tan pesadas. Ésta me hizo ver chispas y me abrió un tajo. Además me enfureció.

Me volví y le di un puñetazo en la cara. El teniente giró encima de la baranda, agitando los brazos, y siguió viaje. Todos se quedaron de una pieza mientras el hombre caía gritando al agua.

Mejor dicho, todos se quedaron de una pieza menos yo, pues mientras las suelas del teniente aún eran visibles desde la baranda, di la vuelta, brinqué sobre el soldado caído, abrí el cancel y entré corriendo en el comedor. Los hombres se dirigieron hacia las puertas y ventanas para averiguar a qué venía ese revuelo, pero yo me abrí paso entre ellos con gambetas de jugador experto. Oí que a mis espaldas el capitán o un soldado gritaban:

—¡Abajo! ¡Fuera del paso! ¡Apartaos!

Sentí otro hormigueo en la espalda al pensar en esos miles de dardos volando hacia mí, pero no reduje la velocidad mientras brincaba a una mesa, me cubría el rostro con las muñecas esposadas y volaba por la ventana, amortiguando el impacto con el hombro derecho.

Aún mientras saltaba, se me ocurrió que si la ventana era de pérspex o cristal resistente mi aventura terminaría en farsa. Rebotaría hacia el comedor para ser acribillado o capturado. Tenía sentido que esa plataforma usara material irrompible en vez de vidrio. Pero me había parecido que era vidrio al tocarla con los dedos unos minutos antes.

Se rompió.

Choqué contra el acero corrugado del techo y seguí rodando, mientras las astillas de vidrio volaban a mi alrededor o crujían debajo de mí. Me había llevado parte del armazón de la ventana y tenía maderas y vidrios rotos clavados en el chaleco y el suéter deshilachado, pero no me detuve para quitármelos. En el borde del techo tenía una opción: el instinto me instaba a seguir rodando, perderme de vista antes de que aparecieran esos hombres armados, y contar con que hubiera otra pasarela abajo; la lógica me instaba a detenerme y mirar antes de seguir rodando; la memoria sugería que no había pasarelas en el linde norte de la plataforma.

Busqué una solución intermedia. Salí rodando por el borde pero me aferré al reborde, mirando hacia abajo mientras mis dedos resbalaban. No había cubierta ni plataforma abajo, sólo veinte metros de aire entre mis botas y las olas violáceas. Las lunas despuntaban y el mar titilaba.

Me alcé para mirar la ventana que había atravesado, vi que los soldados se reunían allí y bajé la cabeza justo cuando uno disparaba. La nube de dardos pasó a un par de centímetros de mis dedos y temblé al oír el furibundo zumbido de abeja de las agujas de acero. No había cubierta abajo, pero vi un tubo horizontal en el costado del módulo. Tenía seis u ocho centímetros de diámetro. Había un hueco angosto entre el interior del tubo y la pared del módulo, tal vez con suficiente anchura para enganchar los dedos, siempre que el tubo no se partiera bajo mi peso, siempre que el choque no me dislocara los hombros, siempre que no me fallaran las manos esposadas, siempre que… No pensé más. Caí. Mis antebrazos y las esposas de acero chocaron contra el tubo, dándome una sacudida, pero mis dedos estaban preparados y se aferraron, deslizándose por el interior del tubo pero sosteniendo mi peso.

La segunda andanada de dardos hizo pedazos el reborde del techo y perforó la pared externa. Astillas y esquirlas de acero volaron en el claro de luna mientras los hombres gritaban y maldecían. Oí pasos en el techo.

Me hamaqué hacia la izquierda. Una cubierta sobresalía bajo la esquina del módulo, tres metros hacia abajo y cinco metros hacia el este. Avancé con enloquecedora lentitud. Mis hombros chillaban de dolor, mis dedos se entumecían por falta de circulación. Sentía astillas de vidrio en el cabello y el cuero cabelludo, y sangre en los ojos.

Los hombres que estaban encima de mí tratarían de llegar al borde del techo antes de que yo pudiera alcanzar un punto por encima de la plataforma.

De repente oí gritos y maldiciones, y un sector del techo se hundió. La andanada de dardos había socavado ese sector del techo y el peso de los hombres lo estaba desmoronando. Oí que retrocedían, maldecían y encontraban otros caminos hacia el borde.

Esta demora me dio sólo diez segundos más, pero fue suficiente para permitirme llegar al extremo del tubo, hamacar el cuerpo un par de veces, soltarme en el tercer vaivén y caer en la plataforma, rodando contra la baranda este y chocando con un golpe que me quitó el aliento.

Sabía que no podía quedarme a recobrarlo. Me desplacé rápidamente, rodando hacia el sector oscuro de la cubierta, bajo el módulo. Dos pistolas dispararon. Una erró y acribilló las aguas quince metros más abajo, la otra acribilló el extremo de la cubierta como cien martillos automáticos golpeando al unísono. Me puse de pie y corrí, esquivando las vigas bajas y tratando de ver a través del laberinto de sombras. Sonaron pisadas arriba. Ellos tenían la ventaja de conocer la configuración de las cubiertas y escaleras, pero sólo yo sabía adónde me dirigía.

Me dirigía a la cubierta más oriental y más baja, donde había dejado la alfombra, pero esta cubierta de mantenimiento daba a una larga pasarela que iba de norte a sur. Cuando hube recorrido la distancia suficiente para estar a la altura de la cubierta este, me colgué de una viga de seis centímetros de anchura, agité los brazos esposados a izquierda y derecha para equilibrarme y crucé un sector abierto hasta llegar al próximo poste vertical. Lo hice de nuevo, yendo hacia el norte o el sur cuando terminaban las vigas, pero siempre encontrando otra viga que iba hacia el este.

Se abrían escotillones y sonaban pasos en las pasarelas, bajo la cubierta principal, pero llegué primero a la cubierta este. Salté, encontré la alfombra donde la había dejado, la desenrollé, toqué las hebras de vuelo y estuve en el aire justo cuando se abría un escotillón encima del tramo de escaleras que bajaba a cubierta. Me tendí de bruces en la alfombra, tratando de ofrecer poco blanco contra las lunas o las relucientes olas, tocando las hebras de vuelo torpemente a causa de las esposas.

Mi instinto me aconsejaba volar hacia el norte, pero comprendí que sería un error. Las pistolas de dardos sólo serían precisas a sesenta o setenta metros de distancia, pero alguien podía tener un rifle de plasma o su equivalente. Toda la atención se concentraba ahora en el lado este de la plataforma. Lo mejor era dirigirme al oeste o al sur.

Viré a la izquierda, descendí por debajo de las vigas y pasé a poca distancia de las olas, dirigiéndome al oeste bajo el borde protector de la plataforma. Sólo una cubierta sobresalía tanto —la cubierta adonde yo había saltado— y vi que estaba vacía en el extremo norte. Además los dardos la habían destrozado y quizá fuera peligroso pararse encima. Volé debajo de ella y continué hacia el oeste. Resonaban botas en las pasarelas superiores, pero si alguien me veía tendría problemas para apuntarme a causa de la cantidad de pilotes y vigas.

Me dirigí hacia la sombra de la plataforma —las lunas se habían elevado— y permanecí a milímetros del agua, tratando de ocultarme detrás del oleaje. Estaba a cincuenta o sesenta metros de la plataforma y dispuesto a suspirar de alivio cuando oí chapoteos y toses unos metros a la derecha, más allá de una ola.

Supe al instante qué era. Quién era. El teniente que había arrojado por la borda. Tuve el impulso de seguir volando. La plataforma era pura confusión a estas alturas —hombres gritando, otros disparando desde el norte, más hombres chillando al este, por donde yo había escapado— pero me pareció que nadie me había visto aquí. Este sujeto me había golpeado la cabeza con su pistola y me habría matado con gusto si sus amigotes no hubieran estado en el camino. Si la corriente lo había arrastrado lejos de la plataforma, mala suerte para él: no había nada que yo pudiera hacer.

«Puedo soltarlo en la base de la plataforma, tal vez en una de las vigas de soporte. Una vez me escapé así. Puedo hacerlo de nuevo. El hombre sólo hacía su trabajo. No merece morir por ello».

Es justo decir que odiaba mi conciencia en esos momentos, aunque no he tenido tantos momentos así.

Detuve la alfombra encima de las olas. Todavía estaba tendido de bruces, bajando la cabeza y los hombros para que los hombres de la plataforma no me localizaran. Me asomé y me estiré a la derecha para localizar los carraspeos y chapoteos.

Primero vi los peces. Tenían aletas dorsales como en esos holos de los tiburones de Vieja Tierra, o los lomos de sable caníbales del mar meridional de Hyperion, pero dos aletas en vez de una. Los vi nítidamente en el claro de luna; parecían relucir con una docena de colores, desde las aletas hasta el largo vientre. Tenían tres metros de longitud, se desplazaban con potentes coletazos de depredadores y tenían dientes muy blancos.

Siguiendo a uno de esos asesinos por encima de las olas, vi al teniente. Chapoteaba y luchaba para mantener la cabeza por encima del agua, mientras giraba tratando de mantener a raya a los peces multicolores.

Una de esas criaturas se lanzó hacia él por el agua violeta, y el teniente la pateó, tratando de golpearle la cabeza o la aleta con la bota. El pez dio una dentellada y se alejó. Otros se estaban acercando. El oficial estaba obviamente agotado.

—Maldición —jadeé.

No podía dejarlo allí.

Tecleé el código que anulaba el campo de deflexión, el minicampo de contención destinado a proteger del viento a los ocupantes de la alfombra. Si quería rescatar a ese hombre, no había razón para dejar que luchara contra el campo EM. Me dirigí hacia él y detuve la alfombra.

Ya no estaba ahí. El hombre se había hundido. Pensé en buscarlo a nado, y entonces vi sus brazos forcejeando bajo las olas. Los tiburones se aproximaban, pero sin atacarlo por el momento. Tal vez la sombra de la alfombra los desconcertó.

Tendí mis manos esposadas, encontré su muñeca derecha y lo alcé. Su peso casi me tiró de la alfombra, pero me eché hacia atrás, recobré el equilibrio y lo subí hasta que pude aferrarle los pantalones y arrojarlo sobre la estera.

El pálido teniente temblaba de frío y eructaba agua salada, pero pronto respiró normalmente. Eso me alegró: no sabía si mi generosidad llegaría al extremo de darle respiración boca a boca. Cerciorándome de que estuviera tendido en la alfombra de modo que los peces no brincaran para arrancarle las piernas, me volví hacia los controles. Fijé un curso de regreso hacia la plataforma, incorporándome levemente. Tanteando en mi chaleco, encontré la unidad de comunicaciones y tecleé el código necesario para detonar el explosivo plástico que había colocado en las cubiertas de deslizadores y tópteros. Nos aproximaríamos a la plataforma desde el sur, donde podría asegurarme de que no hubiera gente en las cubiertas. Entonces transmitiría el código oprimiendo el botón y, durante la batahola, giraría para regresar desde el oeste y dejar al teniente en el primer lugar seco que pudiera encontrarle.

Giré para ver si el hombre aún respiraba y atiné a ver que el oficial de Pax se había incorporado y empuñaba un objeto reluciente.

Me apuñaló el corazón.

O lo habría hecho si yo no me hubiera movido en la fracción de segundo que tardó el cuchillo en atravesar mi chaleco, mi suéter y mi carne. La corta hoja me penetró en el costado y raspó una costilla. En el momento sentí menos dolor que shock, un shock eléctrico literal. Jadeé y le aferré la muñeca. Me lanzó otra puñalada, y mis manos —empapadas de agua marina y sangre— patinaron por su muñeca. Lo único que pude hacer fue tirar hacia abajo, usando el metal que unía las esposas para bajarle el brazo mientras él me apuñalaba de nuevo, con un golpe que me habría acertado en la misma costilla y me habría atravesado el corazón si mi brazo y la unidad de comunicaciones que llevaba en el bolsillo no hubieran desviado la hoja. Aun así, me raspó de nuevo el costado y caí hacia atrás, tratando de conservar el equilibrio.

Oí explosiones a mis espaldas: el cuchillo debió de tocar el botón de transmisión. No giré para mirar mientras recobraba el equilibrio, separando los pies. La alfombra seguía en ascenso. Estábamos a diez metros del mar y continuábamos subiendo.

El teniente también se había puesto de pie, adoptando la postura arqueada de un luchador nato. Siempre odié las armas blancas. He despellejado animales y destripado peces. Aun cuando estaba en la Guardia, no entendía cómo los humanos podían hacer eso a otros humanos. Tenía un cuchillo en el cinturón, pero sabía que no podía competir con ese hombre. Mi única esperanza consistía en desenfundar la automática, pero era un movimiento engorroso.

La pistola estaba en mi cadera izquierda, la culata hacia atrás, de modo que hubiera podido desenfundar pasando la mano delante del cuerpo, pero ahora tenía que pasar ambas manos, apartar el chaleco, levantar la funda, extraerla, apuntar…

Me lanzó un tajo de izquierda a derecha. Retrocedí hasta el frente de la alfombra, pero demasiado tarde. La filosa hoja cortó carne y músculo en mi brazo derecho mientras yo trataba de sacar la pistola. Sentí dolor y grité. El teniente sonrió, mostrando dientes mojados y brillantes. Agazapado, sabiendo que yo no podía ir a ninguna parte, avanzó y alzó el cuchillo en un arco destinado a despanzurrarme.

Mantuve mi posición anterior y salté de la alfombra en una zambullida, mis manos esposadas frente a mí mientras penetraba en el agua. El mar estaba salado y oscuro. Yo no había aspirado profundamente antes de caer, y por un terrible instante no supe para dónde era arriba. Vi el fulgor de las tres lunas y nadé en esa dirección. Mi cabeza asomó a tiempo para ver que el teniente aún estaba de pie sobre la alfombra, más cerca de la plataforma y a veinticinco metros de altura. Estaba agazapado y mirando hacia mí, como si esperase mi regreso para continuar la pelea.

Yo no regresaría, pero sí quería terminar la pelea. Buscando la automática bajo el agua, abrí la funda, extraje la pistola y traté de flotar de espaldas para poder apuntar. Mi blanco subía y desaparecía, pero todavía estaba recortado contra esa luna imposible mientras yo martillaba y estabilizaba los brazos.

El teniente había desistido y observaba lo que sucedía en la plataforma cuando los hombres dispararon. Se me adelantaron por un par de segundos. No sé si yo le hubiera acertado a esa distancia, pero ellos no podían fallar.

Tres andanadas de dardos lo embistieron al mismo tiempo, haciéndole caer de la alfombra como un bulto de ropa sucia que alguien hubiera arrojado al aire. Vi la luz de la luna a través de su cuerpo acribillado mientras caía hacia las olas. Un segundo después uno de esos tiburones multicolores me rozó, dándome un empellón en su afán de llegar a esa masa de carnada sanguinolenta que había sido el teniente de Pax.

Floté allí un instante, mirando la alfombra voladora hasta que alguien la manoteó desde la plataforma. Había abrigado la infantil esperanza de que la alfombra girase y regresara a buscarme, me levantara del mar y me llevara de regreso a la balsa, que estaría un par de kilómetros al norte. Le había cobrado afecto a la alfombra —me agradaba formar parte del mito y la leyenda que representaba— y verla irse para siempre de ese modo me causó una sensación de náusea.

Y es que tenía náusea. Entre las heridas y el agua que había tragado, por no mencionar el efecto del agua salada en las heridas, la sensación era real. Seguí flotando en el mar salobre, pataleando para mantener la cabeza y los hombros por encima del agua, la pesada automática en ambas manos.

Si iba a nadar, tenía que volar las esposas de un disparo. ¿Pero cómo hacerlo? La malla de acero que unía ambos grillos tenía sólo la mitad del grosor de mi muñeca; por mucho que me contorsionara, no podía apuntar el arma de tal modo que partiera la malla de un balazo.

Entretanto, las aletas dorsales se alejaban del lugar donde había caído el teniente. Yo sabía que estaba sangrando. Sentía la humedad más densa en el costado y en el brazo, donde la salada sangre se vertía en el salado mar. Si esas criaturas se parecían a los lomos de sable y los tiburones, podían oler la sangre a kilómetros. Tenía que dirigirme a la plataforma, usar la pistola contra las primeras aletas que se acercaran y tratar de llegar a un pilote y salir del agua o pedir auxilio. Era mi única esperanza.

Me eché hacia atrás, pateé, roté sobre mi estómago y me puse a nadar hacia el norte, hacia el océano. Había estado en la plataforma una vez durante ese largo día. Era suficiente.