Se cansan de la muerte. Después de ocho sistemas estelares en sesenta y tres días, ochenta muertes espantosas y ochenta dolorosas resurrecciones, los cuatro hombres —el padre capitán De Soya, el sargento Gregorius, el cabo Kee y el lancero Rettig— están cansados de la muerte y el renacimiento.
Cada vez que resucita, De Soya se planta desnudo frente a un espejo, la piel inflamada y reluciente como si lo hubieran despellejado vivo, tocándose con delicadeza el cruciforme que palpita bajo la carne del pecho. En los días que siguen a cada resurrección, De Soya está distraído, y las manos le tiemblan cada vez más. Oye voces lejanas y no puede concentrarse, sin importar si su interlocutor es un almirante de Pax, un gobernador planetario o un cura de parroquia. De Soya comienza a vestirse como un cura de parroquia, cambiando su atildado uniforme de padre capitán por la sotana. Lleva un rosario en el cinturón y reza continuamente, usándolo como las cuentas de los árabes. La oración lo calma, ordena sus pensamientos. El padre capitán De Soya ya no sueña que Aenea es su hija; ya no sueña con Vector Renacimiento y su hermana María. Sueña con el Armagedón, sueños pavorosos donde arden bosques orbitales, estallan mundos y rayos de muerte recorren fértiles valles dejando sólo cadáveres.
Después de su primera visita a un mundo del río Tetis, sabe que ha errado en el cálculo. Dos años estándar para cubrir doscientos mundos, había dicho en Renacimiento, calculando tres días de resurrección en cada sistema, una advertencia, y luego la traslación al siguiente. No funciona así.
Su primer mundo es Centro Tau Ceti, ex capital administrativa de la Red de Mundos de la Hegemonía. Albergaba decenas de miles de millones de habitantes en tiempos de la Red, estaba rodeada por un anillo de ciudades y hábitats orbitales, disponía de ascensores espaciales, teleyectores, el río Tetis, la Confluencia, la ultralínea y más, era centro de la megaesfera del plano de datos y sede de la casa de gobierno, el lugar donde turbas enfurecidas mataron a Meina Gladstone cuando ella ordenó a las naves de FUERZA que destruyeran los teleyectores de la Red, CTC resultó muy afectado por la Caída. Edificios flotantes se estrellaron al caer la red de energía. Otras torres urbanas, algunas de cientos de pisos, sólo eran atendidas por teleyectores y carecían de escaleras y ascensores. Decenas de miles murieron de hambre o cayeron antes de que un deslizador pudiera rescatarlos. Ese mundo no tenía agricultura propia e importaba sus alimentos de mil mundos por medio de teleyectores planetarios y grandes portales espaciales. Los disturbios del hambre duraron cincuenta años locales en CTC, más de treinta estándar, y cuando finalizaron, miles de millones habían muerto a manos humanas, sumándose a los miles de millones muertos de hambre.
Centro Tau Ceti era un mundo refinado e inconstante en tiempos de la Red. Pocas religiones habían cobrado arraigo, excepto las más autocomplacientes o violentas. La Iglesia de la Expiación Final —el culto del Alcaudón— era popular entre los sofisticados y los aburridos. Pero durante los siglos de expansión de la Hegemonía, el único objeto de culto auténtico en CTC había sido el poder: la búsqueda de poder, la cercanía del poder, la conservación del poder. El poder había sido el dios de miles de millones, y cuando ese dios fracasó —y arrastró a miles de millones de adoradores en su fracaso— los supervivientes maldijeron los recuerdos del poder entre sus ruinas urbanas, viviendo a duras penas a la sombra de los rascacielos decadentes, arrastrando sus arados en terrenos breñosos entre las autopistas abandonadas y el esqueleto de los centros comerciales de la Confluencia, pescando carpas en un río Tetis que antaño trasladaba miles de yates y barcos de placer todos los días.
Centro Tau Ceti estaba preparado para el nuevo catolicismo cuando los misioneros de la Iglesia y la policía de Pax llegaron sesenta años estándar después de la Caída. La conversión de los pocos miles de millones de supervivientes fue sincera y universal. Las altas y ruinosas pero aún blancas torres de las empresas y del Gobierno fueron derribadas. Los renacidos de Tau Ceti convirtieron los edificios de piedra, cristal y plastiacero en macizas catedrales que todos los días se llenaban de agradecidos feligreses.
El arzobispo de Centro Tau Ceti se convirtió en uno de los humanos más importantes y, sí, poderosos en el resurgente dominio humano ahora conocido como Espacio de Pax, rivalizando en influencia con Su Santidad de Pacem. Este poder creció, encontró fronteras que no podía transgredir sin provocar la ira papal —la excomunión de su excelencia el cardenal Klaus Kronenberg en el Año del Señor de 2978, o 126 después de la Caída, ayudó a fijar esas fronteras— y siguió creciendo dentro de sus límites.
El padre capitán De Soya lo descubre en su primer salto desde Renacimiento. Dos años, había previsto, aproximadamente seiscientos días y doscientas muertes para cubrir todos los ex mundos del río Tetis.
Él y sus guardias suizos permanecen en Centro Tau Ceti ocho días. El Rafael entra en el sistema con su señal automática activa; naves de Pax responden y le salen al encuentro a las catorce horas. Tardan otras ocho horas en sumarse al tráfico orbital de CTC, y otras cuatro en trasladar los cuerpos a un nicho formal de resurrección en la capital planetaria, San Pablo. Así se pierde un día entero.
Al cabo de tres días de resurrección formal y otro día de descanso forzado, De Soya se reúne con la arzobispo de CTC, su excelencia Achilla Silvaski, y debe soportar otro día de formalidades. De Soya lleva el disco papal, una delegación de poder casi inaudita, y los allegados de la arzobispo olisquean el motivo y los presuntos resultados de ese poder como perros de caza siguiendo un rastro. En pocas horas De Soya detecta las capas de intriga y complejidad que hay dentro de esta lucha por el poder provincial. La arzobispo Silvaski no puede aspirar a ser cardenal, pues después de la excomunión de Kronenberg ningún líder espiritual de CTC puede superar el rango de arzobispo sin ser transferido a Pacem y al Vaticano, pero su poder actual en este sector de Pax supera el de la mayoría de los cardenales y la manifestación terrenal de ese poder pone en su lugar a los almirantes de la flota de Pax. Ella debe comprender esta delegación del poder papal en De Soya, y volverlo inocuo para sus fines.
Al padre capitán De Soya le importa un bledo la paranoia de la arzobispo Silvaski y la política de la Iglesia en CTC. Sólo le importa cortar la ruta de escape de los portales teleyectores. Al quinto día de su estancia en Tau Ceti recorre los quinientos metros que hay desde la catedral de San Pablo y el palacio del arzobispado hasta el río, parte de un tributario menor que atraviesa la ciudad en un canal, pero antaño parte del Tetis.
Los enormes portales teleyectores, todavía en pie porque todo intento de desmantelarlos prometía una explosión termonuclear, según los ingenieros, están cubiertos con estandartes de la Iglesia, pero aquí están muy juntos. El Tetis sólo tenía dos kilómetros de portal a portal, pasando frente a la casa de gobierno y los jardines del Parque de los Ciervos. El padre capitán De Soya, sus tres guardias y veintenas de vigilantes tropas de Pax leales a la arzobispo Silvaski se detienen ante el primer portal y miran desde las herbosas orillas un tapiz de treinta metros —el martirio de san Pablo— que cuelga del segundo portal, claramente visible más allá de los florecientes melocotoneros de los jardines del palacio arzobispal.
Como este tramo del ex Tetis está dentro del jardín de su excelencia, hay guardias a lo largo del canal y en todos los puentes que lo cruzan. Aunque no prestan especial atención a los artefactos que antaño eran portales teleyectores, los oficiales de la guardia palaciega aseguran a De Soya que ninguna embarcación ni persona no autorizada han atravesado los portales, ni han sido vistas en las orillas del canal.
De Soya exige que pongan una guardia permanente en los portales. Quiere que instalen cámaras para una vigilancia de veintinueve horas al día. Quiere sensores, alarmas, cables. Los efectivos de Pax deliberan con la arzobispo y aceptan de mala gana este leve atentado contra su soberanía. De Soya se enfurece ante tanta politiquería.
El sexto día el cabo Kee cae presa de una misteriosa fiebre y es hospitalizado. De Soya cree que es resultado de la resurrección: todos han sufrido temblores, vaivenes emocionales y dolencias menores. El séptimo día Kee está en condiciones de caminar e implora a De Soya que lo saque de la enfermería y de ese mundo, pero la arzobispo insiste en que De Soya ayude a celebrar una misa mayor esa noche, en honor de Su Santidad el papa Julio. De Soya no puede negarse. Esa noche, entre cetros y monseñores de botones rosados, bajo el gigantesco emblema de la triple corona y las llaves cruzadas de Su Santidad (que también figuran en el disco papal que De Soya lleva colgado del cuello), en medio del humo del incienso, las mitras blancas y el retintín de las campanillas, bajo el canto solemne de un coro de seiscientos niños, el sencillo sacerdote guerrero de Madre de Dios y la elegante arzobispo celebran el misterio de la crucifixión y resurrección de Cristo. El sargento Gregorius toma la comunión de manos de De Soya —cosa que hace cada día de la misión— así como varios otros también escogidos para recibir la Hostia, secreto del éxito de la inmortalidad del cruciforme en esta vida, mientras tres mil fieles oran y observan en la luz penumbrosa de la catedral.
El octavo día abandonan el sistema, y por primera vez el padre capitán De Soya ansía la muerte inminente como medio de escape.
Resucitan en un nicho de Puertas del Cielo, un mundo yermo que en tiempos de la Red fue terraformado para brindar árboles umbríos y confort. Ahora sólo brinda fétidos pantanos de lodo hirviente, una atmósfera irrespirable y la ardiente radiación de Vega Prima en el cielo. El imbécil ordenador del Rafael ha escogido esta serie de viejos mundos del río Tetis, encontrando el orden más eficiente para visitarlos, pues no había pistas en Vector Renacimiento que demostraran adónde conducía el portal, pero De Soya nota que se aproximan cada vez más al sistema de Vieja Tierra, a menos de veintiocho años-luz de CTC, un poco más de ocho años-luz de Puertas del Cielo. De Soya quisiera visitar el sistema de Vieja Tierra —aunque no haya Vieja Tierra— a pesar de que Marte y los demás planetas, lunas y asteroides habitados se han convertido en mundos remotos y provincianos, tan poco atractivos para Pax como Madre de Dios.
Pero el Tetis nunca pasó por el sistema de Vieja Tierra, así que De Soya debe tragarse la curiosidad y conformarse con saber que en los próximos mundos estará aún más cerca del sistema de Vieja Tierra.
Puertas del Cielo también les lleva ocho días, pero no por problemas de política eclesiástica interna. Hay una pequeña guarnición de Pax en órbita planetaria, pero rara vez baja a ese mundo arruinado. En los doscientos setenta y cuatro años estándar transcurridos desde la Caída, la población de cuatrocientos millones se ha reducido a ocho o diez investigadores chiflados que recorren la superficie lodosa: los enjambres éxters habían asolado ese mundo aun antes que Gladstone ordenara la destrucción de los teleyectores, fulminando la esfera de contención orbital, bombardeando la capital, Ciudad Lodazal, y sus bellos jardines, rociando con plasma estaciones de generación de atmósfera cuya construcción había llevado siglos y arrasando en general ese mundo antes de que la pérdida de los teleyectores salara el terreno al extremo de que nada volvería a crecer allí.
Ahora la guarnición de Pax custodia el planeta yermo porque se rumorea que posee materia prima, pero hay pocos motivos para descender allí. De Soya debe convencer al comandante de la guarnición —el mayor Leem— de que es preciso organizar una expedición. Al quinto día de su llegada al sistema de Vega, De Soya, Gregorius, Kee, Rettig, un tal teniente Bristol y una docena de efectivos de Pax con trajes ambientales bajan en una nave de descenso a los fangales donde antaño pasaba el río Tetis. Los portales teleyectores no están.
—Creí que era imposible destruirlos —dice De Soya—. El TecnoNúcleo los construyó para durar e instaló trampas que vuelven imposible su destrucción.
—No están aquí —dice el teniente Bristol, y ordena regresar a la órbita.
De Soya lo detiene. Usando su disco papal, insiste en realizar una búsqueda con sensores. Encuentran los teleyectores, separados por dieciséis kilómetros y sepultados bajo cien metros de barro.
—Eso resuelve el misterio —dice el mayor Leem por haz angosto—. El ataque éxter o derrumbes posteriores sepultaron los portales y lo que era el río. Este mundo se ha ido literalmente al infierno.
—Tal vez —dice De Soya—, pero quiero que exhumen los teleyectores, los rodeen con burbujas ambientales para que cualquiera que los atraviese sobreviva, y una guardia permanente en cada portal.
—¿Ha perdido la cabeza? —estalla el mayor Leem. Recordando el disco papal, añade—: Señor.
—Todavía no —dice De Soya, con ojos fulminantes—. Quiero que esto se haga dentro de setenta y dos horas, mayor, o pasará sus próximos tres años estándar aquí abajo, en misión planetaria.
Tardan setenta horas en exhumar los arcos, construir los domos y apostar la guardia. Si alguien viaja por el río Tetis, aquí no encontrará el río, sólo lodo hirviente, una atmósfera ponzoñosa e irrespirable y soldados con armadura de combate. Esa última noche en la órbita de Puertas del Cielo De Soya se arrodilla y ruega que Aenea no haya pasado por aquí. No encontraron sus huesos en medio del lodo y el azufre, pero el ingeniero de Pax que está a cargo de la excavación le explica que el suelo es tan tóxico que el ácido bien pudo carcomer los huesos de la niña.
De Soya no cree que haya ocurrido así. El noveno día se marcha del sistema, advirtiendo al mayor Leem que mantenga a sus hombres alerta y los domos habitables, y que sea más cortés con futuros visitantes.
Nadie espera para resucitarlos en el tercer sistema adonde los lleva el Rafael. La nave Arcángel ingresa en el sistema NGCes 2629 con su cargamento de cadáveres y sus señales encendidas. No hay respuesta. Hay ocho planetas en NGCes 2629, pero sólo uno de ellos, conocido con el prosaico nombre de 2629-4BIV, puede soportar vida. Por los registros disponibles para el Rafael, parece probable que la Hegemonía y el TecnoNúcleo se hayan tomado el trabajo de llevar el río Tetis hasta aquí como una forma de autocomplacencia, un aserto estético. El planeta nunca fue seriamente colonizado ni terraformado excepto por algunas siembras aleatorias de ARN durante los primeros días de la Hégira, y parece haber formado parte de la excursión del río Tetis sólo por su paisaje y su fauna.
Ello no significa que no haya seres humanos en este mundo, y el Rafael los detecta en órbita durante los últimos días de resurrección automática de sus pasajeros. En la medida en que los limitados recursos de los ordenadores cuasi IA del Rafael pueden reconstruir y comprender, la reducida población de NGCes 2629-4BIV, integrada por biólogos, zoólogos, turistas y equipos de apoyo, quedó aislada después de la Caída y volvió a la vida salvaje. A pesar de una prodigiosa reproducción durante más de tres siglos, sólo unos miles de seres humanos aún poblaban las junglas y serranías de ese mundo primitivo: las bestias sembradas con ARN eran capaces de comer seres humanos, y lo hacían con deleite.
El Rafael llega al límite de su capacidad en la simple tarea de encontrar los portales teleyectores. Su memoria indica que los portales están situados a intervalos variables en un río de seis mil kilómetros en el hemisferio norte. El Rafael modifica su órbita para llegar a un punto sincrónico sobre el macizo continente que domina ese hemisferio, fotografía el río y traza un mapa. Lamentablemente, hay tres grandes ríos en el continente, dos hacia el este, uno hacia el oeste, y el Rafael no es capaz de priorizar probabilidades. Decide examinar los tres, una tarea analítica que abarca veinte mil kilómetros de datos.
Cuando el corazón de los cuatro hombres comienza a latir al final del tercer día del ciclo de resurrección, el Rafael siente alivio, o su equivalente en silicio.
Escuchando la explicación del ordenador mientras permanece desnudo frente al espejo en su cubículo, Federico de Soya no siente alivio, sino ganas de llorar. Piensa en la madre capitana Stone, en la madre capitana Boulez y en el capitán Hearn, que ahora están en la frontera de la Gran Muralla, quizá trabándose en fiero combate con el enemigo éxter. De Soya les envidia esa tarea simple y honrosa.
Tras deliberar con el sargento Gregorius y sus dos hombres, De Soya revisa los datos, rechaza el río del este como poco atractivo para el Tetis, ya que circula entre profundos desfiladeros, lejos de las junglas y marismas pobladas de vida; rechaza el segundo río por la alta cantidad de cascadas y rápidos —demasiado inhóspito para el tráfico del río Tetis— e inicia una sencilla lectura de radar del río más largo, con sus tramos extensos y suaves. El mapa mostrará docenas o cientos de obstáculos naturales semejantes a portales teleyectores —cascadas, puentes naturales, rocas en los rápidos—, pero el ojo humano puede estudiarlos en pocas horas.
El quinto día localizan los portales, excesivamente alejados entre sí, pero inequívocamente artificiales. De Soya conduce la nave de descenso, dejando al cabo Kee en el Rafael como respaldo por si hay una emergencia.
Es la posibilidad que De Soya temía. No hay modo de saber si la niña estuvo aquí, con o sin la nave. La distancia entre los teleyectores es la más larga que ha visto —casi doscientos kilómetros— y aunque sobrevuelan la jungla y las orillas del río, no hay manera de saber si alguien pasó por aquí, ni testigos, ni efectivos de Pax para dejar una guardia.
Descienden en una isla a poca distancia de un teleyector, y De Soya, Gregorius y Rettig deliberan.
—Han pasado tres semanas estándar desde que la nave atravesó el teleyector de Vector Renacimiento —dice Gregorius. El interior de la nave es estrecho y utilitario. Deliberan en sus sillas de vuelo. Las armaduras de combate de Gregorius y Rettig cuelgan en el armario como pieles metálicas.
—Si entraron en un mundo como éste —dice Rettig—, es probable que se hayan ido en la nave. No hay motivos para que hayan viajado río abajo.
—Es verdad —dice De Soya—. Pero es muy probable que la nave estuviera averiada.
—De acuerdo —dice el sargento—, ¿pero cuánto? ¿Podía volar? ¿Se autorreparaba? ¿Habrá llegado a una base de reparaciones éxter? Aquí no estamos lejos del Confín.
—O bien la niña pudo enviar la nave y atravesar el próximo teleyector —dice Rettig.
—Suponiendo que los demás portales funcionen —suspira De Soya—. Que lo de Vector Renacimiento no haya sido una excepción.
Gregorius se apoya las manazas en las rodillas.
—Señor, esto es ridículo. Encontrar una aguja en un pajar, como se decía antes, sería un juego de niños en comparación con esto.
El padre capitán De Soya mira por las ventanas de la nave.
Los altos helechos ondean en el viento silencioso.
—Presiento que ella viajará río abajo. Creo que usará los teleyectores. No sé cómo… la máquina volante que alguien usó para rescatarla en el Valle de las Tumbas de Tiempo, una balsa inflable, una embarcación robada… No lo sé, pero creo que usará el Tetis.
—¿Qué podemos hacer aquí? —pregunta Rettig—. Si ya ha pasado, la hemos perdido. Si aún no ha llegado, bien… podríamos esperar para siempre. Si tuviéramos cien naves Arcángel para trasladar tropas a cada uno de estos mundos…
De Soya asiente. En sus horas de plegaria piensa que esto sería mucho más sencillo si los correos Arcángel fueran naves robot que se trasladaran a los sistemas de Pax, irradiaran la autoridad del disco papal, ordenaran la búsqueda y se fueran del sistema sin siquiera desacelerar. Por lo que él sabe, Pax no está construyendo naves robot. Lo impiden el odio de la Iglesia por las IAs y su énfasis en el contacto humano. Por lo que sabe, sólo existen tres correos clase Arcángel: el Miguel, el Gabriel, que le había llevado el mensaje, y el Rafael. En el sistema de Renacimiento, quiso enviar el otro correo para la búsqueda, pero el Miguel tenía una importante misión del Vaticano. Intelectualmente, De Soya comprende por qué esta búsqueda es únicamente suya. Pero han pasado casi tres semanas y han examinado dos mundos. Un Arcángel robot podría alcanzar doscientos sistemas y enviar la alarma en menos de diez días estándar. De este modo, De Soya y el Rafael tardarán cuatro o cinco años estándar. El exhausto padre capitán siente ganas de reír.
—Siempre está la nave —dice animadamente—. Si continúan sin ella, tienen dos opciones, enviar la nave a otra parte, o dejarla en uno de los mundos del Tetis.
—Ellos, dice usted —interviene Gregorius—. ¿Está seguro de que hay otros?
—Alguien la rescató en Hyperion. Tiene que haber otros.
—Podría ser toda una tripulación éxter —dice Rettig—. Tal vez ya estén regresando a su enjambre, después de dejar a la niña en cualquiera de estos mundos. O tal vez la hayan llevado consigo.
De Soya alza una mano para interrumpir la conversación. Han hablado sobre esto una y otra vez.
—Creo que la nave recibió un impacto y fue averiada. Si la encontramos, puede llevarnos a la niña.
Gregorius señala la jungla. Allí está lloviendo.
—Hemos recorrido todo este tramo del río entre los portales. No hay indicios de una nave. Cuando lleguemos al próximo sistema de Pax, podemos enviar tropas para que vigilen estos portales.
—Sí, pero tendrán una deuda temporal de ocho o nueve meses. —De Soya mira las estrías de la lluvia en las troneras—. Revisaremos el río.
—¿Qué? —exclama el lancero Rettig.
—Si tuviera una nave averiada y quisiera dejarla, ¿no la escondería? —pregunta De Soya.
Los dos guardias suizos miran a su comandante. De Soya nota que les tiemblan los dedos. La resurrección los está afectando también a ellos.
—Sondearemos el río y parte de la jungla con radar —dice el padre capitán.
—Eso llevará un día más, por lo menos —dice Rettig.
De Soya asiente.
—Pediremos al cabo Kee que ordene al Rafael que analice la jungla con radar profundo, en una franja de doscientos kilómetros sobre ambas orillas. Nosotros usaremos la nave de descenso para estudiar el río. Aquí tenemos un sistema mas tosco, pero menos superficie que cubrir.
Los agotados guardias sólo pueden asentir.
Encuentran algo en el segundo tramo del río. Parece un objeto grande de metal, en un pozo profundo a pocos kilómetros del primer portal.
La nave de descenso revolotea mientras De Soya se comunica con el Rafael.
—Cabo, vamos a investigar. Quiero que la nave esté preparada para bombardear este objeto a los tres segundos de mi orden… pero sólo si lo ordeno.
—Enterado, señor —responde Kee.
De Soya mantiene la nave en sobrevuelo mientras Gregorius y Rettig se ponen los trajes, preparan las herramientas y aguardan en la cámara de presión.
—Adelante —dice De Soya.
Gregorius salta de la cámara, y el sistema EM del traje lo sostiene justo antes de que el sargento choque contra el agua. El sargento y el lancero flotan sobre la superficie, las armas preparadas.
—Tenemos el radar profundo en espacio táctico —comunica Gregorius.
—Alimentación vídeo nominal —dice De Soya desde su silla de mando—. Iniciar inmersión.
Ambos hombres caen, se sumergen. De Soya ladea la nave para ver por la ventana. El río es verde oscuro, pero dos lámparas brillan a través del agua.
—A ocho metros de la superficie —indica.
—Lo tengo —dice el sargento.
De Soya mira el monitor. Ve sedimentos arremolinados, un pez de muchas agallas que huye de la luz, un casco de metal curvo.
—Hay una escotilla o cámara de presión abierta —informa Gregorius—. La mayor parte de esta cosa está sepultada en el lodo, pero ahora veo lo suficiente para estimar que tiene el tamaño adecuado. Rettig se quedará aquí fuera. Yo entraré.
De Soya siente el impulso de decir «buena suerte», pero calla. Estos hombres han pasado juntos tanto tiempo que las palabras sobran. Prepara el tosco cañón de plasma que es el único armamento de la nave.
La alimentación de vídeo se interrumpe en cuanto Gregorius entra por la escotilla. Pasa un minuto. Dos. Dos minutos después, De Soya es un manojo de nervios. Teme que la nave espacial salte del agua, dirigiéndose al espacio en un desesperado intento de fuga.
—¿Lancero?
—Sí, señor —responde Rettig.
—¿No hay voz ni vídeo del sargento?
—No, señor. Creo que el casco bloquea el haz angosto. Aguardaré cinco minutos más y… Un momento, señor. Veo algo.
De Soya también lo ve. La imagen de vídeo del lancero es borrosa en el agua espesa, pero le permite ver el casco, los hombros y los brazos del sargento Gregorius saliendo por la escotilla. El farol del sargento alumbra sedimentos y plantas acuáticas, la luz ciega un instante la cámara de Rettig.
—Padre capitán De Soya —dice Gregorius—, no es esto, señor. Creo que es uno de esos viejos yates, los andadondequiera, que tenían los ricachones en tiempos de la Red. Usted sabe, los que eran sumergibles… creo que incluso volaban.
De Soya suspira.
—¿Qué le sucedió a esa nave, sargento?
El sargento le hace una seña a Rettig y ambos salen a la superficie.
—Tal vez un suicidio, señor —dice Gregorius—. Hay por lo menos diez esqueletos a bordo, quizá más. Dos de ellos son niños. Como decía, señor, esta cosa podía flotar en cualquier océano, sumergirse, así que no hay manera de que todas las escotillas se abrieran por accidente.
De Soya mira por la ventana mientras los dos hombres con armadura emergen del río y flotan a cinco metros de altura, chorreando agua.
—Creo que debieron de quedar aislados aquí después de la Caída —dice Gregorius— y decidieron poner fin a todo. Es sólo una conjetura, padre capitán, pero sospecho…
—Y yo sospecho que usted tiene razón, sargento —dice De Soya—. Regrese aquí. —Abre la escotilla de la nave mientras los hombres con armadura vuelan hacia ella.
Antes de que ambos lleguen, mientras todavía está a solas, De Soya alza la mano y pronuncia una bendición para el río, la nave hundida y los que están sepultados allí. La Iglesia no consagra el suicidio, pero la Iglesia sabe que hay pocas certezas en la vida o en la muerte. Al menos De Soya lo sabe, aun si la Iglesia no.
Dejan detectores de movimiento que envían haces a través de los portales. No detendrán a la niña y sus aliados, pero informarán a las tropas que enviará De Soya si alguien ha pasado por allí en el ínterin. Luego se elevan de NGCes 2629-4BIV, guardan la rechoncha nave de descenso en la fea masa del Rafael, sobre la curva reluciente del planeta cubierto de nubes, y abandonan el pozo de gravedad del planeta para trasladarse a su próxima escala, Mundo de Barnard.
Es el punto más cercano del itinerario al sistema de Vieja Tierra —a sólo seis años-luz— y, como fue una de las primeras colonias interestelares anteriores a la Hégira, el sacerdote capitán quiere creer que será como una ojeada retrospectiva a la Vieja Tierra misma. Sin embargo, al resucitar en la base de Pax a seis UAs de Mundo de Barnard, De Soya ve de inmediato las diferencias. La Estrella de Barnard es una enana roja, con sólo un quinto de la masa de la estrella tipo G de Vieja Tierra, y menos de 1/2.500 de luminosidad. Sólo la proximidad de Mundo de Barnard, 0,126 UAs, y los siglos consagrados a terraformar el planeta, han producido un mundo que figura alto en la escala de adaptación Solmev. Pero como De Soya y sus hombres descubren cuando su escolta de Pax los lleva al planeta, la terraformación ha sido todo un éxito.
Mundo de Barnard ha sufrido mucho por la invasión éxter que precedió a la Caída, y muy poco —relativamente hablando— por la Caída misma. Este mundo era una grata contradicción por las pautas de la Red: abrumadoramente agrícola, con cereales importados de Vieja Tierra tales como maíz, trigo, soja y demás, pero también profundamente intelectual, con cientos de los mejores colegios de la Red. La combinación de lugar apartado y agrícola —Mundo de Barnard imitaba la vida de los pueblos pequeños de la América del Norte hacia el 1900— y centro intelectual había llevado allí a algunos de los mejores eruditos, escritores y pensadores de la Hegemonía.
Después de la Caída, Mundo de Barnard se apoyó más en su tradición agrícola que en su excelencia intelectual. Cuando Pax llegó cinco décadas después de la Caída, el cristianismo renacido y el gobierno de Pacem se encontraron con cierta resistencia. Mundo de Barnard había sido autónomo y deseaba seguir así. Sólo fue incluido formalmente en Pax el Año del Señor de 3061, doscientos doce años después de la Caída, y sólo después de una cruenta guerra civil entre los católicos y las bandas de partisanos agrupadas bajo el nombre general de «librecreyentes».
Ahora, como se entera De Soya durante su breve viaje con el arzobispo Herbert Stern, los muchos colegios están vacíos o se han convertido en seminarios para los jóvenes. Los partisanos han desaparecido, aunque todavía hay cierta resistencia en las zonas agrestes que rodean el río llamado Fuga del Pavo.
Fuga del Pavo había formado parte del Tetis, y allí desean ir De Soya y sus hombres. En su quinto día, viajan allí con sesenta soldados de Pax y parte de la guardia de elite del arzobispo.
No encuentran partisanos. Este tramo del Tetis circula por anchos valles, bajo altos peñascos de esquisto, entre bosques de árboles de hojas caducas trasplantados de Vieja Tierra, y se interna en sembradíos, en general maizales donde hay algunas granjas blancas. No parece un lugar violento, y no encuentra violencia.
Los deslizadores de Pax escudriñan la selva buscando indicios de la nave de la niña, pero no encuentran nada. El río de Fuga del Pavo es demasiado superficial para ocultar una nave. El mayor Andy Ford, oficial de Pax a cargo de la búsqueda, lo llama «el mejor río de canotaje de este lado de Sugar Creek», y el tramo del Tetis tenía aquí pocos kilómetros de distancia. Mundo de Barnard tiene una atmósfera moderna y control de tráfico orbital, y ninguna nave pudo abandonar la zona sin ser detectada. Las consultas con granjeros de la zona no brindan información sobre forasteros. Al final, las fuerzas armadas de Pax, el consejo de la diócesis del arzobispado y las autoridades civiles locales se comprometen a vigilar la zona, a pesar de toda amenaza de acoso librecreyente.
En el octavo día, De Soya y sus hombres se despiden de veintenas de personas a quienes consideran nuevos amigos, se elevan a su órbita, se trasladan a una nave-antorcha y son acompañados hasta la guarnición de órbita profunda de Estrella de Barnard y hasta su nave Arcángel. Lo último que ve De Soya de ese mundo bucólico son los chapiteles gemelos de la gigantesca catedral de la capital.
Alejándose del sistema de vieja Tierra, De Soya, Gregorius, Kee y Rettig despiertan en el sistema Lacaille 9352, que está tan lejos de Vieja Tierra como Tau Ceti de las primeras naves semilleras. Aquí la demora no es burocrática ni militar, sino ambiental. Este mundo de la Red, conocido como Amargura de Sibiatu y llamado Gracia Inevitable por su actual población de pocos miles de colonos de Pax, tenía problemas ambientales entonces y ahora está peor. El río Tetis circulaba por un túnel de pérspex de doce kilómetros que albergaba aire respirable y presión.
Los túneles empezaron a decaer hace más de dos siglos. El agua se evaporó en la presión baja, la atmósfera de metano y amoníaco del planeta llenó las orillas desiertas y los tubos de pérspex astillados.
De Soya ignora por qué la Red incluyó esta roca en su río Tetis. Aquí no hay guarnición militar de Pax, ni una presencia seria de la Iglesia salvo los capellanes que acompañan a los religiosos colonos, que sobreviven a duras penas en sus minas de boxita y azufre, pero De Soya y sus hombres convencen a algunos colonos de llevarlos a lo que era el río.
—Si vino por aquí, murió —dice Gregorius al inspeccionar los enormes portales que cuelgan sobre una línea recta de pérspex ruinoso y cauces secos. El viento de metano sopla, granos de polvo arremolinado tratan de meterse en sus trajes.
—No si permaneció en la nave —dice De Soya, volviéndose pesadamente en su traje para mirar el cielo amarillento y anaranjado—. Los colonos no habrían notado la partida de la nave. Está demasiado lejos de la colonia.
El hombre hirsuto que los acompaña, una figura encorvada a pesar del traje gastado, gruñe detrás del visor.
—Eso verdad, padre. Aquí no miramos mucho el cielo, eso verdad.
De Soya y sus hombres deliberan sobre la inutilidad de enviar tropas de Pax a este mundo para aguardar la llegada de la niña durante meses y años.
—Sin duda sería una misión de mierda en el trasero del mundo, señor —dice Gregorius—. Con perdón de la expresión, padre.
De Soya asiente distraídamente. Han dejado el último sensor de movimiento: han explorado cinco mundos entre doscientos, y ya se están quedando sin material. La idea de enviar tropas también lo deprime, pero no ve otra alternativa. Además del dolor de la resurrección y la confusión emocional que lo acosa constantemente, hay depresión y dudas. Se siente como un gato viejo y ciego que debe cazar un ratón, pero no puede vigilar doscientos escondrijos al mismo tiempo. No es la primera vez que lamenta no estar en el Confín, luchando contra los éxters.
Como leyendo los pensamientos del padre capitán, Gregorius dice:
—Señor, ¿ha mirado el itinerario que Rafael nos fijó?
—Sí, sargento. ¿Por qué?
—Algunos de los lugares adonde nos dirigimos ya no son nuestros, capitán. Es sólo en el último tramo del viaje, en pleno Confín, pero la nave quiere llevarnos a planetas que los éxters han asolado tiempo atrás, señor.
De Soya asiente fatigosamente.
—Lo sé, sargento. No especifiqué zonas de batalla ni las zonas defensivas de la Gran Muralla cuando ordené al ordenador de la nave que planeara el viaje.
—Hay dieciocho mundos que serían peligrosos de visitar —dice Gregorius con una leve sonrisa—. Ya que ahora están en manos de los éxters.
De Soya asiente de nuevo pero no dice nada.
—Si usted quiere ir a mirar allá, señor —dice el cabo Kee—, lo haremos con mucho gusto.
El sacerdote capitán los mira. Piensa que ha dado por sentada la lealtad y la presencia de esos tres hombres.
—Gracias —dice simplemente—. Decidiremos qué hacer cuando lleguemos a esa parte de nuestra… excursión.
—Lo cual puede ser dentro de cien años estándar a partir de ahora —dice Rettig.
—En efecto —dice De Soya—. Sujetémonos y larguémonos de aquí.
Inician la traslación.
Todavía en el Viejo Vecindario, sin haber salido del patio trasero de la Vieja Tierra pre-Hégira, saltan a dos mundos terraformados que danzan en compleja coreografía en el espacio de medio año-luz que separa Epsilon Eridani de Epsilon Indi.
El Experimento de Habitación Eurasiática Omicron2-Epsilon3 había sido un audaz proyecto utópico pre-Hégira para lograr la terraformación y la perfección política —neomarxista— a toda costa en mundos hostiles mientras huían de fuerzas hostiles. Había fracasado por completo. La Hegemonía había reemplazado a los utopistas por bases espaciales de FUERZA y había automatizado las estaciones de aprovisionamiento, pero la presión de las naves semilleras que se dirigían al Confín y luego de las gironaves que atravesaban el Viejo Vecindario durante la Hégira habían logrado la terraformación de estos dos oscuros mundos que giraban entre el opaco sol de Epsilon Eridani y la más opaca estrella Épsilon Indi. La famosa derrota de la flota de Glennon-Height reforzó la fama y la importancia militar del sistema gemelo. Pax ha reconstruido las bases abandonadas de FUERZA, reactivado los sistemas de terraformación.
La investigación de estos dos tramos del río se realiza con sequedad castrense. Cada segmento del Tetis se interna tanto en la reserva militar que pronto resulta obvio que es imposible que la niña —y mucho menos la nave— haya podido pasar en los dos últimos meses sin ser detectada y abatida. De Soya lo sospechaba por lo que sabía sobre el sistema de Epsilon —pues ha pasado por ahí varias veces en sus viajes a la Gran Muralla— pero decidió que debía ver los portales personalmente.
Sin embargo, es bueno encontrarse con una guarnición a esta altura del viaje, pues Kee y Rettig necesitan atención médica. Ingenieros y especialistas eclesiásticos en resurrección examinan el Rafael en dique seco y determinan que hay dos errores pequeños pero graves en el nicho de resurrección automática. Dedican tres días estándar a efectuar reparaciones.
Cuando salen del sistema, con sólo una parada más en el Viejo Vecindario antes de pasar a los confines pos-Hégira de la vieja Red, lo hacen con la ferviente esperanza de que su salud, ánimo y estabilidad emocional mejoren si deben someterse nuevamente a la resurrección automática.
—¿Adónde se dirige ahora? —pregunta el padre Dimitrius, el especialista en resurrección que los ha ayudado en estos días.
De Soya titubea sólo un segundo antes de responder. No pondrá en jaque su misión si revela este dato al viejo sacerdote.
—Mare Infinitus. Es un mundo oceánico, tres pársecs hacia fuera y dos años-luz por encima del plano de…
—Ah sí —dice el viejo sacerdote—. Tuve una misión allá hace tres décadas, rescatando a los pescadores aborígenes del paganismo y llevándoles la luz de Cristo. —El canoso sacerdote alza la mano en una bendición—. Busque lo que busque, padre capitán De Soya, es mi sincero deseo que lo encuentre allí.
De Soya está por irse de Mare Infinitus cuando el mero azar le brinda la clave que estaba buscando.
Es su sexagesimotercer día de búsqueda, sólo el segundo día desde que han resucitado en la estación orbital de Pax, y el comienzo de lo que debería ser su último día en ese planeta.
Un joven parlanchín, el teniente Baryn Alan Sproul, es el enlace de De Soya con el mando de la flota en Setenta Ofiuca A, y al igual que todos los guías turísticos de la historia, el joven brinda a De Soya y sus hombres más datos de los que quieren conocer. Pero es un buen piloto de tópteros, y en este mundo oceánico y en una máquina con la que está poco familiarizado, De Soya se alegra de ser pasajero en vez de piloto, y se relaja un poco mientras Sproul los lleva al sur, lejos de la gran ciudad flotante de Santa Teresa, hacia las desiertas zonas pesqueras donde todavía flotan los teleyectores.
—¿Por qué los portales están tan alejados? —pregunta Gregorius.
—Ah —dice el teniente Sproul—, eso tiene su historia.
De Soya mira de soslayo al sargento. Gregorius casi nunca sonríe, salvo en la inminencia del combate, pero De Soya se ha familiarizado con cierto destello en los ojos del hombretón que es un equivalente de una risotada estentórea.
—Así que la Hegemonía quería construir sus portales aquí, además de la esfera orbital y los teleyectores pequeños que pusieron en todas partes. Una idea tonta, ¿verdad? Hacer pasar parte de un río por el océano. De todos modos, lo querían meter en la Corriente del Litoral Medio, lo cual tiene sentido si los turistas querían ver peces, pues allí están los leviatanes y algunos de los gigacantos más interesantes. Pero el problema es bastante obvio.
De Soya mira al cabo Kee, que dormita bajo la tibia luz solar que entra por la ventanilla del tóptero.
—Es bastante obvio que aquí no hay nada permanente para construir algo grande como esos portales… Y usted los verá pronto, señor, son enormes. Es decir, están los anillos coralinos, pero no están afincados en nada, sólo flotan… y las islas de algas, pero no son… bien, si usted apoya el pie, se hunde. Allá, a estribor. Allá hay algamarillas. No hay muchas tan al sur. De cualquier modo, los ingenieros de la Hegemonía instalaron los portales tal como nosotros hemos hecho con las plataformas y ciudades en los últimos quinientos años. Es decir, instalan cimientos a doscientas brazas, unos trastos enormes, y luego ponen enormes anclas filosas con cables debajo de eso. Pero aquí el fondo del mar es problemático. Habitualmente tiene diez mil brazas. Allí es donde viven los bisabuelos de nuestros peces de superficie como el leviatán, señor… monstruos a esa profundidad, con kilómetros de longitud…
—Teniente —dice De Soya—, ¿qué tiene que ver todo esto con la distancia que hay entre los portales? —El zumbido casi ultrasónico de las alas de libélula del tóptero amenaza con adormilar al sacerdote capitán. Kee está roncando, y Rettig tiene los pies alzados y los ojos cerrados. Ha sido un largo vuelo.
Sproul sonríe.
—A eso iba, señor. Verá usted, con ese peso y veinte kilómetros de cable, nuestras ciudades y plataformas no van muy lejos, ni siquiera en la época de las grandes mareas. Pero estos portales… bien, tenemos mucha actividad volcánica submarina en MI, señor. La ecología es totalmente diferente, créame. Algunas de esas lombrices darían a los gigacantos una batalla, señor, de veras. De cualquier modo, los ingenieros de la Hegemonía instalaron los portales de tal modo que si sus soportes y cables detectaban actividad volcánica debajo de ellos, bien… emigraban. Es la mejor palabra que se me ocurre.
—¿Entonces la distancia entre los portales se ha ensanchado a causa de la actividad volcánica del fondo del mar?
—Sí, señor —responde el teniente Sproul con una amplia sonrisa que parece sugerir que le complace y le asombra que un oficial de la flota pueda entender semejante cosa—. Y allá tiene uno —dice el oficial de enlace con un gesto ufano, ladeando el tóptero en una espiral de descenso. Acerca la máquina al antiguo arco. A veinte metros, el encrespado mar violáceo lame el metal oxidado de la base del portal.
De Soya se frota la cara. Ninguno de ellos puede más con la fatiga. Tal vez deberían pasar más días entre la resurrección y la muerte.
—¿Podemos ver el otro portal, por favor?
—Sí, señor.
El tóptero zumba a pocos metros del agua mientras recorre los doscientos kilómetros que los separan del próximo arco. De Soya se adormila, y cuando el suave codazo del teniente lo despierta, ve el segundo portal. El sol del atardecer proyecta una larga sombra en el mar violáceo.
—Muy bien —dice De Soya—. ¿Y están efectuando búsquedas de radar profundo?
—Sí, señor —dice el joven piloto—. Están ensanchando el radio de búsqueda, pero hasta ahora no han visto nada salvo algún leviatán. Eso tiene entusiasmados a los pescadores deportivos.
—Supongo que es la principal industria local —comenta Gregorius desde su asiento.
—Sí, sargento —dice Sproul, torciendo el largo cuello para mirarlo—. Con la baja de la cosecha de algas, es nuestra mayor fuente de ingresos.
De Soya señala una plataforma a pocos kilómetros de distancia.
—¿Otra plataforma de pesca y reaprovisionamiento?
El sacerdote capitán ha pasado un día con los comandantes de Pax, repasando informes de pequeños puestos de avanzada como éste en todo el mundo. Nadie ha informado sobre un contacto con una nave, ni ha visto a una niña. Durante este largo vuelo al sur, han pasado por docenas de plataformas similares.
—Sí, señor —dice Sproul—. ¿Quiere mirar un rato, o ya ha visto suficiente?
De Soya mira el portal que se arquea sobre ellos mientras el tóptero flota a metros del mar.
—Podemos regresar, teniente. Esta noche tenemos una cena formal con el obispo Melandriano.
Sproul enarca las cejas.
—Sí, señor —dice, elevando el tóptero y trazando un círculo final para regresar hacia el norte.
—Parece que esa plataforma ha sufrido algunas averías —comenta De Soya, inclinándose para mirar desde la ampolla.
—Sí, señor. Tengo un amigo a quien acaban de transferir desde allí, la Estación Tres-veinte-seis Litoral Medio, y me habló de ello. Un cazador furtivo trató de volar el lugar hace pocas mareas.
—¿Sabotaje? —pregunta De Soya, mirando fijamente la plataforma.
—Guerra de guerrillas —dice el teniente—. Los cazadores furtivos son los aborígenes desde antes de que Pax llegara aquí. Por eso tenemos tropas en las plataformas, y naves patrulla durante la temporada de pesca. Debemos mantener los barcos pesqueros amontonados allí, señor, para que los cazadores furtivos no los ataquen. Usted vio esas naves amarradas… bien, es casi tiempo de que vayan a pescar. Las naves de Pax las escoltarán. El leviatán sale cuando despuntan las lunas… como la que ve por allá, señor. Los barcos pesqueros legales tienen luces brillantes que se encienden cuando no están las lunas, atrayendo a los gigacantos. Pero los cazadores furtivos hacen lo mismo.
De Soya mira el extenso océano.
—No parece haber muchos lugares para que se oculten los rebeldes —comenta.
—No, señor. Es decir, sí, señor. En realidad tienen barcos pesqueros camuflados que parecen islas de algamarilla, sumergibles e incluso un gran cosechador submarino que simula un leviatán, créalo o no, señor.
—¿Y esa plataforma resultó dañada por el ataque de un cazador furtivo? —pregunta De Soya, procurando no dormirse. El zumbido de las alas del tóptero es mortal.
—Correcto. Hace ocho grandes mareas. Un hombre… lo cual es inusitado, pues los cazadores suelen atacar en grupo. Voló algunos deslizadores y tópteros. Táctica habitual, aunque en general atacan los barcos.
—Perdón, teniente. Usted dice que esto sucedió hace ocho grandes mareas. ¿Puede traducirlo a estándar?
Sproul se muerde el labio.
—Sí, señor. Lo lamento. Me crié en MI y… bien, ocho grandes mareas equivalen a dos meses estándar.
—¿El cazador fue capturado?
—Sí, señor. Bien, en realidad eso tiene su historia. —El teniente mira al sacerdote capitán para ver si debe continuar—. Para ser breve, señor, el cazador fue aprehendido, luego hizo detonar sus cargas y trató de escapar, y luego los guardias le dispararon y lo mataron.
De Soya asiente y cierra los ojos. El último día ha revisado más de cien informes sobre este tipo de incidentes ocurridos en los últimos dos meses estándar. Volar plataformas y matar cazadores furtivos parece ser el segundo deporte más popular de Mare Infinitus, después de la pesca.
—Lo raro de este tío —dice el teniente, redondeando su historia— es cómo trató de escapar. Una vieja alfombra voladora de tiempos de la Hegemonía.
De Soya se despabila. Mira al sargento y sus hombres. Los tres se incorporan.
—Dé la vuelta —ordena el padre capitán De Soya—. Llévenos de vuelta a esa plataforma.
—¿Y qué ocurrió después? —Repite por quinta vez De Soya. Él y sus guardias suizos están en la oficina del director de la plataforma, en el punto más alto, debajo de la antena de radar. Por la ventana se ve el despuntar de las increíbles lunas.
El director —un capitán de Pax llamado C. Dobbs Powl— es obeso, rubicundo y suda profusamente.
—Cuando resultó evidente que ese hombre no pertenecía a ningún grupo pesquero que tuviéramos a bordo esa noche, el teniente Belius se lo llevó para interrogarlo. Procedimiento normal, padre capitán.
De Soya lo mira fijamente.
—¿Y después?
El director se relame los labios.
—El hombre logró escapar provisionalmente, padre capitán. Hubo una lucha en la pasarela superior. Él arrojó al teniente Belius al mar.
—¿Recobraron al teniente?
—No, padre capitán. Casi seguramente se ahogó, aunque había muchos tiburones arco iris esa noche…
—Describa al hombre que tuvieron arrestado antes de perderlo —interrumpe De Soya, enfatizando perderlo.
—Joven, padre capitán, tal vez veinticinco años estándar. Y alto. Un tío fornido.
—¿Usted lo vio personalmente?
—Sí, padre capitán. Yo estaba en la pasarela con el teniente Belius y el lancero marino Ament cuando el tío inició la pelea y empujó a Belius por la borda.
—Y luego escapó de usted y del lancero —dice De Soya secamente—. Con ambos armados y ese hombre… ¿dijo usted que estaba esposado?
—Sí, padre capitán. —El capitán Powl se enjuga la frente con un pañuelo húmedo.
—¿Notó algo raro en ese joven? ¿Algo que no haya constado en el brevísimo informe que envió al cuartel general?
El director guarda el pañuelo, lo saca de nuevo para enjugarse el cuello.
—No, padre capitán. Es decir, bien, durante la lucha, el suéter del hombre se rasgó. Lo suficiente para que yo notara que él no era como usted y como yo, padre capitán.
De Soya enarca las cejas.
—Quiero decir que no era de la cruz —continúa Powl—. No tenía cruciforme. No le di mucha importancia en el momento. La mayoría de estos cazadores aborígenes no están bautizados. De lo contrario, no serían cazadores furtivos, ¿verdad?
De Soya ignora la pregunta. Aproximándose al sudoroso capitán, dice:
—¿Y el hombre bajó a la pasarela inferior y escapó?
—No escapó, señor. Sólo abordó un aparato volador que debía de haber escondido allí. Toqué la alarma, por supuesto. Toda la guarnición se presentó, respondiendo a su entrenamiento.
—¿Pero el hombre hizo volar ese… aparato? ¿Y despegó de la plataforma?
—Sí —dice el director, enjugándose la frente de nuevo y pensando nerviosamente en su futuro o falta de él—. Pero sólo por un minuto. Lo vimos por el radar y luego con nuestras gafas nocturnas. Esa alfombra podía volar, pero cuando abrimos fuego, regresó hacia la plataforma…
—¿A qué altura estaba entonces, capitán Powl?
—¿Altura? —El director frunce la frente sudada—. Calculo que a veinticinco, treinta metros del agua. Al nivel de nuestra cubierta principal. Venía directamente hacia nosotros, padre capitán. Como si pudiera bombardear la plataforma desde una alfombra voladora. Claro que en cierto modo lo hizo. Es decir, las cargas que había puesto volaron en ese instante. Nos cagamos de miedo… perdón, padre.
—Continúe —dice De Soya. Mira a Gregorius, que está plantado detrás del director. Por la expresión del sargento, parece que le alegraría estrangular al sudoroso capitán.
—Bien, fue toda una explosión. Acudieron los equipos de control de incendios, pero el lancero marino Ament, otros centinelas y yo permanecimos en nuestro puesto de la pasarela norte.
—Muy loable —ironiza De Soya—. Continúe.
—Bien, padre capitán, no hay mucho más —dice tímidamente el hombre sudoroso.
—¿Usted ordenó disparar contra el atacante?
—Sí, señor.
—¿Y todos los centinelas dispararon de inmediato al recibir la orden?
—Sí —dice el director, los ojos vidriosos—. Creo que todos dispararon. Eran seis, además de Ament y yo.
—¿Y ustedes también dispararon? —Insiste De Soya.
—Bien, sí, la estación estaba bajo ataque. La pista estaba en llamas. Y este terrorista volaba hacia nosotros, llevando Dios sabe qué.
De Soya cabecea, poco convencido.
—Aparte de ese hombre, ¿vio a alguien más en esa alfombra voladora?
—No, pero estaba oscuro.
De Soya mira las lunas que despuntan. Una luz naranja y brillante entra por las ventanas.
—¿Las lunas habían salido, capitán?
Powl se relame los labios de nuevo, como tentado de mentir. Sabe que De Soya y sus hombres han entrevistado al lancero marino Ament y los demás, y De Soya sabe que él sabe.
—Acababan de salir —murmura.
—¿Entonces la luz era comparable a ésta?
—Sí.
—¿Vio algo más en ese aparato volador, capitán? ¿Un paquete? ¿Una mochila? ¿Cualquier cosa que pudiera interpretarse como una bomba?
—No —dice Powl, sintiendo furia además de miedo—, pero bastó un puñado de plástico para volar dos deslizadores y tres tópteros, padre capitán.
—Muy cierto —dice De Soya. Acercándose a la ventana iluminada, añade—: ¿Sus siete centinelas, incluido el lancero Ament, portaban pistolas de dardos, capitán?
—Sí.
—También usted, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y alguno de esos dardos alcanzó al sospechoso?
Powl vacila, se encoge de hombros.
—Creo que la mayoría.
—¿Y vio usted el resultado? —murmura De Soya.
—Hicimos trizas a ese canalla, señor —dice Powl, la furia venciendo al miedo—. Vi volar sus pedazos como excremento de gaviota chocando contra un ventilador, señor. Luego cayó de esa estúpida alfombra como si alguien tirase de un cable. Cayó al mar al lado del pilote L-3. Los tiburones arco iris se acercaron y se pusieron a comer a los diez segundos.
—¿Entonces usted no recobró el cadáver?
Powl lo mira con arrogancia.
—Sí lo recobramos, padre capitán. Ordené a Ament y Kilmer que recogieran los restos con garfios, arpones y una red. Eso fue una vez que apagamos el incendio y nos cercioramos de que la plataforma no hubiera sufrido más daños.
El capitán Powl empieza a demostrar más aplomo.
De Soya asiente.
—¿Y dónde está el cuerpo, capitán?
El director forma un arco con los dedos rechonchos. Tiemblan levemente.
—Lo sepultamos. En el mar, por supuesto. La mañana siguiente desde la dársena sur. Atrajo a todo un cardumen de tiburones arco iris, y cazamos algunos para la cena.
—¿Pero usted verificó que el cuerpo fuera el del sospechoso que había arrestado antes?
Powl entorna los ojos diminutos.
—Sí, lo que quedaba de él. Sólo un cazador furtivo. Estos episodios son frecuentes en este mar violeta, padre capitán.
—¿Y los cazadores furtivos pilotan antiguas alfombras voladoras en este mar violeta, capitán Powl?
El director hace una mueca.
—¿Eso era ese artefacto?
—Usted no menciona la alfombra en su informe, capitán.
—No parecía importante.
—¿Y dice usted que ese artefacto siguió viaje? ¿Qué sobrevoló la cubierta y la pasarela y desapareció en el mar? ¿Vacío?
—Sí —dice el capitán Powl, irguiéndose en la silla, y alisándose el marchito uniforme.
De Soya da media vuelta.
—El lancero Ament dice otra cosa, capitán. El lancero Ament dice que la alfombra fue recobrada y desactivada, y que la última vez se vio en manos de usted. ¿Es verdad?
—No —dice el director, mirando a De Soya, Gregorius, Sproul, Kee y Rettig—. No, no la vi después de que siguió de largo. Ament es un mentiroso.
De Soya cabecea.
—Un artefacto tan antiguo, capaz de funcionar, valdría mucho dinero, aún en Mare Infinitus, ¿verdad, capitán?
—No lo sé —murmura Powl, quien observa a Gregorius. El sargento se acerca al armario privado del director. Es de acero y tiene llave—. Ni siquiera sabía qué era esa cosa.
De Soya está de pie junto a la ventana. La luna más grande llena el cielo del este. El arco del teleyector se perfila contra la luna.
—Se llama estera, o alfombra voladora —susurra—. En un lugar llamado el Valle de las Tumbas de Tiempo, tendría la marca de radar adecuada.
Le hace una seña a Gregorius.
El guardia suizo abre el armario de acero con un golpe de su mano enguantada. Aparta cajas, papeles, fajos de billetes, y saca una estera cuidadosamente plegada. La lleva al escritorio del director.
—Arreste a este hombre y quítelo de mi vista —murmura el capitán De Soya. El teniente Sproul y el cabo Kee se llevan al director.
De Soya y Gregorius desenrollan la alfombra sobre el largo escritorio. Las hebras de vuelo refulgen a la luz de la luna. De Soya toca el borde del artefacto, palpando los tajos que los dardos han abierto en la tela. Por todas partes la sangre oscurece los complejos dibujos, opacando el fulgor de las hebras de monofilamento superconductor. Hay jirones de lo que podría ser carne humana apresados en las borlas de la parte trasera.
De Soya mira a Gregorius.
—¿Ha leído ese largo poema llamado los Cantos, sargento?
—¿Los Cantos? No, señor, no soy muy lector. Además, ¿no figura en la lista de libros prohibidos?
—Creo que sí, sargento —dice el padre capitán De Soya. Se aleja de la ensangrentada alfombra y mira las lunas que despuntan y el arco. «Esta es una pieza del rompecabezas —piensa—. Y cuando el rompecabezas esté completo, te atraparé, niña».
—Creo que figura en la lista de prohibidos, sargento —repite. Da media vuelta y se dirige a la puerta, indicando a Rettig que enrolle la alfombra y la lleve—. Vamos —dice, con nueva energía en la voz—. Tenemos trabajo que hacer.