31

—Fascinante —dijo A. Bettik.

No era la palabra que yo habría escogido, pero bastó por el momento. Mi primera reacción fue iniciar un catálogo negativo de la situación: no estábamos en el mundo selvático, no estábamos en un río, el mar se extendía hacia el cielo nocturno por doquier, no estábamos a la luz del día, no nos estábamos hundiendo.

La balsa se desplazaba de otro modo en este suave pero potente oleaje oceánico, pero mi ojo de barquero notó que, aunque las olas saltaban un poco más sobre los bordes, la madera de gimnosperma parecía flotar mejor. Me arrodillé cerca del timón y bebí un sorbo de agua. La escupí rápidamente y me enjugué la boca con agua dulce de mi cantimplora. Este mar era aún más salado que los mares de Hyperion.

—Vaya —murmuró Aenea. Supuse que se refería a las lunas. Las tres eran enormes y anaranjadas, pero la del centro era tan grande que la mitad de su diámetro parecía llenar lo que yo aún consideraba el cielo del este. Aenea se puso de pie, y su silueta se recortó contra el hemisferio anaranjado. Trabé el timón y me reuní con los otros dos en el frente de la balsa.

El suave vaivén de las olas nos obligaba a aferrarnos al poste, donde la camisa de A. Bettik aún flameaba en el viento. La camisa blanca refulgía bajo el claro de luna y la luz de las estrellas.

Por un momento dejé de ser barquero y escruté el cielo con ojos de pastor. Las constelaciones que habían sido mis favoritas en la infancia —el Cisne, el Fulano, las Gemelas, las Semilleras y la Placa— no estaban ahí, o estaban tan distorsionadas que no las reconocía. Pero sí estaba la Vía Láctea: la meandrosa autopista de nuestra galaxia era visible desde el horizonte hasta el fulgor que rodeaba las lunas. Si normalmente las estrellas eran más tenues aun con una luna tipo Vieja Tierra en el cielo, lo eran mucho más con estas gigantes. Supuse que el cielo límpido, la falta de otras fuentes de iluminación y el aire menos denso ofrecían ese increíble espectáculo. Me costaba imaginar cómo serían esas estrellas en una noche sin luna.

Me pregunté dónde estábamos. Tuve una corazonada.

—Nave —le dije al comlog—. ¿Todavía estás ahí?

Me sorprendí cuando el brazalete me respondió.

—Las secciones copiadas todavía están aquí, M. Endymion. ¿Puedo ayudarte?

Los otros dos dejaron de mirar la gigantesca luna.

—¿No eres la nave? —pregunté.

—Si preguntas si estás en comunicación directa con la nave, la respuesta es no —dijo el comlog—. Las bandas de comunicaciones se cortaron cuando cruzasteis el portal teleyector. Esta versión abreviada de la nave, sin embargo, recibe alimentación de vídeo.

Había olvidado que el comlog tenía receptores fotosensibles.

—¿Puedes decirnos dónde estamos?

—Un minuto, por favor. Si alzas un poco el comlog… gracias… estudiaré el cielo para compararlo con coordenadas de navegación.

Mientras el comlog investigaba, A. Bettik dijo:

—Creo que sé dónde estamos, M. Endymion.

Yo también creía saberlo, pero dejé que el androide hablara.

—Esto congenia con la descripción de Mare Infinitus. Uno de los viejos mundos de la Red, ahora parte de Pax.

Aenea callaba. Aún contemplaba la luna con expresión fascinada. Miré la esfera anaranjada que dominaba el cielo y vi nubes color óxido sobre la superficie polvorienta. Mirando de nuevo, discerní los rasgos de la superficie: manchas pardas que podían ser flujos volcánicos, la larga cicatriz de un valle con tributarios, campos de hielo en el polo norte y líneas conectando lo que parecían cordilleras. Me recordó ciertos holos de Marte, en el sistema de Vieja Tierra, previos a su terraformación.

—Mare Infinitus parece tener tres lunas —dijo A. Bettik—, aunque en realidad Mare Infinitus es el satélite de un mundo rocoso de tamaño joviano.

Señalé la luna polvorienta.

—¿Cómo aquél?

—Precisamente —dijo el androide—. He visto imágenes. Está deshabitado, pero durante la Hegemonía había explotación minera a cargo de robots.

—Yo también creo que es Mare Infinitus. He oído a algunos cazadores de Pax hablar de él. Gran pesca en alta mar. Dicen que en el océano de Mare Infinitus hay una criatura cefalocordada con antenas que alcanza más de cien metros de longitud… se traga buques pesqueros enteros a menos que lo capturen primero.

Opté por callarme. Los tres escrutamos las vinosas aguas. En el silencio mi comlog gorjeó de repente:

—¡Lo tengo! Los campos estelares concuerdan perfectamente con mis bancos de datos de navegación. Estáis en un satélite que rodea un mundo subjoviano en órbita de la estrella Setenta Ofiuca. A veinte-siete-coma-nueve años-luz de Hyperion, dieciséis-coma-cero-ocho-dos años-luz del sistema de Vieja Tierra. Es un sistema binario, con Setenta Ofiuca A como estrella primaria a cero-coma-seis-cuatro UAs, y Setenta Ofiuca B como astro secundario a ocho-nueve UAs. Como parece haber atmósfera y agua, es muy probable que estéis en la segunda luna de la primaria subjoviana DB Setenta Ofiuca A, conocida en tiempos de la Hegemonía como Mare Infinitus.

—Gracias —le dije al comlog.

—Tengo más datos astrales —gorjeó el brazalete.

—Más tarde —dije, y lo apagué.

A. Bettik arrió su camisa del improvisado mástil y se la puso.

La brisa oceánica era fuerte, el aire tenue y helado. Saqué un abrigo aislante de la mochila, y los otros dos extrajeron chaquetas. La increíble luna trepaba en el increíble cielo estrellado.

«El segmento del río correspondiente a Mare Infinitus es un grato aunque breve interludio entre pasajes más recreativos», decía la Guía del viajero para la Red de Mundos.

Los tres nos agachamos junto a la losa para leer la página a la luz de nuestro último farol. La lámpara era redundante, en verdad, porque el claro de luna era tan brillante como un día nublado de Hyperion.

«El color violáceo de los mares es causado por una forma de fitoplancton y no por la dispersión atmosférica que brinda al viajero tan bellos ponientes. Aunque el interludio de Mare Infinitus es muy breve —cinco kilómetros de viaje oceánico es suficiente para la mayoría de los que recorren el río— incluye el célebre Acuario Marítimo y Restaurante de Gus. No deje de pedir la gigante marítima asada, la sopa de hectaopus y el excelente vino de hierbamarilla. Cene en una de las terrazas de la plataforma oceánica de Gus para disfrutar de un exquisito atardecer y el aún más exquisito despuntar de la luna. Aunque este mundo es célebre por sus desiertas extensiones oceánicas (no tiene continentes ni islas) y su agresiva fauna marítima (el "leviatán boca de lámpara", por ejemplo), verifique si su buque permanecerá dentro de la Corriente del Litoral Medio de portal a portal, y sí tendrá escolta marítima, de manera que su breve intervalo acuático, coronado por una excelente cena en Gus, sólo deje recuerdos gratos. (Nota: El segmento de Mare Infinitus del Tetis será omitido de la excursión si hay tiempo inclemente o la fauna marítima es peligrosa. Esté preparado para visitar este mundo en una excursión posterior).»

Eso era todo. Le devolví el libro a A. Bettik, apagué la lámpara, fui al frente de la balsa y escudriñé el horizonte con amplificadores de visión nocturna. Las gafas no eran necesarias bajo la brillante luz de las tres lunas.

—El libro miente —dije—. Podemos ver al menos veinticinco kilómetros hasta el horizonte. No hay otro portal.

—Tal vez se desplazó —dijo A. Bettik.

—O se hundió —dijo Aenea.

—Ja —dije, guardando las gafas en mi mochila y sentándome con los otros cerca del tubo calefactor. El aire estaba frío.

—Es posible —dijo el androide— que, al igual que en los demás segmentos del río, haya una versión larga y otra corta de esta sección.

—¿Por qué siempre nos tocan las versiones largas? —pregunté.

Estábamos preparando el desayuno, hambrientos después de la larga noche de tormenta en el río, aunque las tostadas, el cereal y el café parecían más un bocado de medianoche en el mar iluminado por la luna.

Pronto nos habituamos al vaivén de la balsa en las grandes olas y ninguno sufrió mareos. Después de mi segunda taza de café, me sentí mejor. Algo en la guía había despertado mi sentido del absurdo, pero no me gustaba esa alusión al «leviatán boca de lámpara».

—Estás disfrutando de esto, ¿verdad? —me dijo Aenea cuando nos sentamos frente a la tienda. A. Bettik estaba detrás, en el timón.

—¿Porqué? —Alcé las manos—. Es una aventura. Pero nadie ha salido lastimado.

—Creo que faltó poco, en esa tormenta.

—Sí, bien…

—¿Y por qué más te gusta? —preguntó la niña con auténtica curiosidad.

—Siempre me gustó la vida al aire libre —respondí con sinceridad—. Acampar, alejarse de todo. Hay algo en la naturaleza que me hace sentir… no sé… en conexión con algo más vasto. —Callé antes de ponerme a hablar como un gnóstico zen ortodoxo.

La niña se aproximó.

—Mi padre escribió un poema sobre esa idea. En realidad, fue el antiguo poeta pre-Hégira del cual se clonó el cíbrido de mi padre, pero la sensibilidad de mi padre estaba en el poema. —Antes de que yo pudiera hacer preguntas, Aenea continuó—. No era un filósofo. Era joven, más joven que tú, y su vocabulario filosófico era bastante primitivo, pero en este poema intentó expresar las etapas por medio de las cuales nos aproximamos a la fusión con el universo. En una carta considera estas etapas como «una especie de termómetro del placer».

Quedé sorprendido y un poco desconcertado por este breve discurso. Nunca había oído a Aenea hablando seriamente de nada, ni usando palabras tan largas, y lo del «termómetro del placer» sonaba vagamente obsceno. Pero escuché mientras ella continuaba.

—Mi padre pensaba que la primera etapa de la felicidad humana era una «camaradería con la esencia» —murmuró. Noté que A. Bettik escuchaba desde su puesto de timonel—. Con eso se refería a una respuesta imaginativa y sensual a la naturaleza… la sensación que describías antes.

Me froté la mejilla, sintiendo la barba crecida. Si pasaba unos días más sin afeitarme, tendría barba. Bebí mi café.

—Mi padre consideraba que la poesía, la música y el arte forman parte de esa respuesta a la naturaleza. Es un modo falible pero humano de vibrar en consonancia con el universo. La naturaleza crea en nosotros esa energía de creación. Para mi padre la imaginación y la verdad eran lo mismo. Una vez escribió: «La imaginación puede compararse con el sueño de Adán: despertó y encontró que era cierta».

—No sé si entiendo eso. ¿Significa que la ficción es más verdadera que… la verdad?

Aenea sacudió la cabeza.

—No, creo que significa… bien, en el mismo poema hay un himno a Pan.

Fiero abridor de las puertas misteriosas

que llevan al conocimiento universal.

Aenea sopló su té para enfriarlo.

—Para mi padre, Pan se convirtió en símbolo de la imaginación… sobre todo de la imaginación romántica. —Sorbió el té—. ¿Sabías, Raul, que Pan era el precursor alegórico de Cristo?

Parpadeé. Ésta era la misma niña que dos noches atrás pedía cuentos de fantasmas.

—¿Cristo? —pregunté. Yo era hijo de mis tiempos, y la blasfemia me causaba escozor.

Aenea bebió el té y miró las lunas. Se rodeó las rodillas con el brazo izquierdo.

—Mi padre pensaba que esa imaginación pánica y elemental inspiraba a algunas personas, no a todas, cierta respuesta a la naturaleza.

Sé pues el refugio insospechado

de pensamientos solitarios, elusivos

aun hasta el confín del firmamento.

Desnuda tu cerebro; sé pues la levadura

que al crecer en la obtusa, turbia tierra.

Le brinda un aire etéreo, un nuevo nacimiento:

sé pues un símbolo de inmensidad:

un cielo reflejándose en un mar,

un elemento que llena el intersticio,

una incógnita…

Callamos un instante. Yo me había criado escuchando poesía: los toscos poemas épicos de los pastores, los Cantos del viejo poeta, la Épica del jardín del joven Tycho, Glee y el centauro Raul. Estaba acostumbrado a los versos bajo cielos estrellados. Pero la mayoría de los poemas que había oído, aprendido y amado me resultaban más comprensibles.

Al cabo de una pausa sólo interrumpida por el embate de las olas contra la balsa y el viento contra la tienda, dije:

—¿Conque ésta era la idea de tu padre sobre la felicidad?

Aenea echó la cabeza hacia atrás, y su cabello ondeó al viento.

—Oh no —dijo—. Sólo la primera etapa de la felicidad en su termómetro del placer. Había dos etapas superiores.

—¿Cuáles eran? —preguntó A. Bettik. La suave voz del androide me sobresaltó. Me había olvidado de que iba en la balsa con nosotros.

Aenea cerró los ojos y habló de nuevo con voz suave y musical, exenta del sonsonete de los que arruinan la poesía.

Pero hay marañas más tupidas

más autodestructivas, que llevan paso a paso

a la intensa cumbre, y cuya corona,

de amor y amistad forjada,

ciñe la frente de la humanidad.

Miré la tormenta de polvo y los relámpagos volcánicos de la luna gigante. Nubes color sepia cruzaban el paisaje naranja y pardo.

—¿Conque éstos son los otros niveles? —dije, un poco defraudado—. ¿Primero la naturaleza, después el amor y la amistad?

—No exactamente —dijo la niña—. Mi padre pensaba que la verdadera amistad entre los humanos estaba en un nivel superior a nuestra respuesta a la naturaleza, pero que el nivel máximo era el amor.

Asentí.

—Como enseña la Iglesia —dije—. El amor de Cristo, el amor al prójimo.

—No —dijo Aenea, terminando el té—. Mi padre se refería al amor erótico. El sexo. —De nuevo cerró los ojos.

Ahora que he saboreado su dulce alma hasta la médula,

las demás honduras son superficiales: las esencias,

antaño espirituales, apenas son lodosas vegas

destinadas a fertilizar mi raíz terrena

para que un áureo fruto crezca de mis ramas

hacia el cielo floreciente.

No supe qué decir, así que arrojé el resto del café de mi taza, me aclaré la garganta, estudié las lunas y la Vía Láctea.

—¿Y bien? ¿Crees que él había descubierto algo importante? —En cuanto lo dije, quise patearme. Estaba hablando con una niña. Recitaba poesía antigua, tal vez pornografía antigua, pero no había manera de que ella pudiera entenderla.

Aenea me miró. El claro de luna alumbró sus grandes ojos.

—Creo que hay más niveles en el cielo y la tierra, Horacio, de los que sueña la filosofía de mi padre.

—Entiendo —dije, pensando «¿Quién demonios es Horacio?».

—Mi padre era muy joven cuando escribió eso —dijo Aenea—. Fue su primer poema y fue un fracaso. Él quería que su héroe pastor aprendiera la exaltación de estas cosas: la poesía, la naturaleza, la sabiduría, las voces de los amigos, los actos valerosos, la gloria de los lugares extraños, el encanto del sexo opuesto. Pero se detuvo antes de llegar a la verdadera esencia.

—¿Qué verdadera esencia? —pregunté. La balsa se meció con la respiración del mar.

—El sentido de cada forma, movimiento y sonido:

explorar todas las formas y sustancias

hasta llegar a sus simbólicas esencias.

¿Por qué esas palabras me resultaban tan familiares?

Tardé un rato en recordar.

Nuestra balsa siguió surcando la noche y el mar de Mare Infinitus.

Nos dormimos de nuevo antes de que despuntaran los soles, y después de otro desayuno me puse a revisar las armas. La poesía filosófica a la luz de la luna estaba bien, pero las armas certeras eran una necesidad.

No había tenido tiempo de probar las armas de fuego a bordo de la nave ni después de nuestra colisión en el mundo selvático, y me ponía nervioso andar con armas que nunca había disparado ni afinado. En mi breve tiempo en la Guardia Interna y mis largos años como guía de cazadores, había descubierto que la familiaridad con un arma era tanto o más importante que tener un rifle sofisticado.

La luna más grande aún estaba en el cielo cuando se elevaron los soles, primero la binaria más pequeña, una mota brillante en el cielo de la mañana, haciendo palidecer la Vía Láctea y borroneando los detalles de la gran luna, y luego la primaria, más pequeña que el sol de Hyperion —tan parecido al Sol de Vieja Tierra— pero muy brillante. El cielo cobró un profundo color ultramarino y luego azul cobalto, con las dos estrellas llameando y la luna anaranjada llenando el cielo detrás de nosotros. La luz del sol convertía la atmósfera de la luna en un disco brumoso y borroneaba los rasgos de la superficie. El día se puso más templado, luego caluroso, luego tórrido.

El mar se encrespó, y las apacibles ondas se convirtieron en olas de dos metros que hamacaban la balsa pero estaban tan separadas como para permitir que las recorriéramos sin mayores contratiempos. Tal como prometía la guía, el mar era de un perturbador color violeta, entrecruzado por crestas de un azul oscurísimo, casi negro, y en ocasiones por bancos de algas o espuma aún más oscura. La balsa continuó rumbo al horizonte donde habían despuntado las lunas y los soles —el este, desde nuestra perspectiva— y sólo nos cabía abrigar la esperanza de que la fuerte corriente nos llevara a alguna parte. Cuando dudábamos del empuje de la corriente, usábamos una cuerda o arrojábamos un desecho por la borda y observábamos la diferencia entre el tirón del viento y la corriente. Las olas se formaban en lo que percibíamos como sur a norte. Continuamos hacia el este.

Disparé primero la 45, comprobando el cargador para asegurarme de que los cartuchos estuvieran en su sitio. Temía que la arcaica característica de tener la munición separada de la estructura del cargador me hiciera olvidar recargar en un momento difícil. No teníamos muchas cosas sobrantes para practicar puntería, pero cogí algunos envases usados de raciones, arrojé uno y esperé a que estuviera a quince metros.

La automática se disparaba con un rugido ensordecedor. Yo sabía que las armas de fuego eran ruidosas —había disparado algunas durante mi entrenamiento, pues los rebeldes del Garfio de Hielo las usaban con frecuencia—, pero esta detonación casi me hizo soltar la pistola. Aenea, que estaba mirando hacia el sur y reflexionando sobre algo, se levantó de un brinco. Hasta el impasible androide se sobresaltó.

—Lo lamento —dije.

Aferré la pesada pistola con ambas manos y disparé de nuevo.

Después de usar dos cargadores de munición, tuve la certeza de que podía acertarle a algo a quince metros. Más allá de eso… bien, esperaba que mi blanco tuviera oídos y se asustara con el estruendo.

Al desarmar la pistola después de los disparos, volví a mencionar que esa antigua arma podía haber pertenecido a Brawne Lamia.

Aenea la examinó.

—Como dije, nunca vi a mi madre con un arma de mano.

—Se la pudo haber prestado al cónsul cuando él regresó a la Red en la nave —dije, limpiando la pistola abierta.

—No —dijo A. Bettik.

Me volví hacia él mientras se inclinaba sobre el remo.

—¿No? —repetí.

—Vi el arma de M. Lamia cuando ella estaba en la Benarés. Era una pistola anticuada, creo que de su padre, pero tenía una culata perlada, una mira láser, y estaba adaptada para usar cargadores de dardos.

—Ah —bien, la idea había sido atractiva—. Al menos esta cosa está bien preservada y reconstruida —dije. Debían de haberla guardado en una caja de estasis; una pistola de mil años no habría funcionado de otra manera. O tal vez era una ingeniosa reproducción que el cónsul había encontrado en sus viajes. No tenía importancia, pero siempre me había conmovido esa sensación de historia, por llamarla de algún modo, que parecía emanar de las armas antiguas.

A continuación usé la pistola de dardos. Bastó un disparo para comprobar que funcionaba a la perfección. El pak de raciones estalló en mil astillas de flujoespuma a treinta metros de distancia. La cresta de la ola titiló como si la acribillara una lluvia de acero. Las armas de dardos eran destructivas, casi infalibles y muy perversas con el blanco, razón por la cual la había elegido. Le puse el seguro y la guardé en mi mochila.

El rifle de plasma fue más difícil de ajustar. La mirilla óptica me permitía apuntar a cualquier cosa desde el pak de raciones que flotaba a treinta metros hasta el horizonte, a veinticinco kilómetros. Hundí el pak de raciones con el primer disparo, pero costaba discernir su eficacia en disparos más largos. Allí no había nada contra lo cual disparar. Teóricamente, un rifle de pulsos podía acertarle a cualquier cosa —no había margen de desviación ni arco Balístico— y vi por la mira que el rayo abría un boquete en las olas a veinte kilómetros de distancia, pero no creaba la misma confianza que disparar contra un blanco distante. Apunté hacia la luna gigante que ahora se ponía a nuestras espaldas. A través de la mira distinguí una montaña de cumbre blanca —probablemente de pura nieve— y, sólo por gusto, disparé. El disparo del rifle de plasma era silencioso en comparación con la pistola automática, apenas un carraspeo. La mira no tenía potencia suficiente para mostrar un acierto, y a esa distancia la rotación de los dos mundos sería un problema, pero me habría sorprendido no haber acertado en la montaña. En las barracas de la Guardia Interna se contaban anécdotas sobre guardias suizos que habían derribado comandos Éxters disparando a miles de kilómetros contra un asteroide vecino o algo similar. El truco, como había sucedido durante milenios, era ver al enemigo primero.

Pensando en ello después de disparar la escopeta una vez, limpiando y guardando las armas, dije:

—Hoy tenemos que explorar un poco.

—¿Dudas que el otro portal esté allí? —preguntó Aenea.

Me encogí de hombros.

—La guía menciona cinco kilómetros entre portales. Debemos haber recorrido por lo menos cien desde anoche. Tal vez más.

—¿Usaremos la alfombra voladora? —preguntó la niña. Los soles le estaban tostando la piel blanca.

—Pensé en usar el cinturón de vuelo —dije. «Menos perfil de radar si alguien vigila», pensé sin decirlo—. Y tú no irás, niña. Sólo yo.

Saqué el cinturón de la tienda, me ceñí el arnés, cogí el rifle de plasma y activé el controlador de mano.

—Vaya —mascullé. El cinturón ni siquiera intentó levantarme. Por un segundo estuve seguro de que nos hallábamos en un mundo tipo Hyperion, con pésimos campos EM, pero luego miré el indicador de carga. Rojo. Vacío. Muerto—. Maldición.

Me desabroché el arnés y los tres nos reunimos en torno de ese objeto inservible mientras yo revisaba los cables, el pak de baterías y la unidad de vuelo.

—Estaba cargado antes de que saliéramos de la nave —dije—. El mismo momento en que cargamos la alfombra voladora.

A. Bettik trató de aplicar un programa de diagnóstico, pero con energía cero ni siquiera eso funcionaba.

—Tu comlog debería tener el mismo subprograma —dijo el androide.

—¿Sí? —pregunté estúpidamente.

—¿Me permites? —dijo A. Bettik, señalando el comlog. Me quité el brazalete y se lo entregué.

A. Bettik abrió un diminuto compartimiento que yo ni siquiera había visto, sacó un cable minúsculo con un microfilamento y lo enchufó en el cinturón. Parpadearon luces.

—El cinturón de vuelo está roto —anunció el comlog con la voz de la nave—. El pak de baterías se ha agotado prematuramente, unas veintisiete horas antes. Creo que es un fallo en las células de almacenaje.

—Sensacional. ¿Se puede reparar? ¿Retendrá una carga si la encontramos?

—Esta unidad no —dijo el comlog—. Pero hay tres repuestos en el armario de objetos extravehiculares de la nave.

—Sensacional —repetí. Arrojé el enorme cinturón por la borda. Se hundió en las olas violáceas.

—Aquí está todo listo —dijo Aenea. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra voladora, que flotaba a veinte centímetros de la balsa—. ¿Quieres echar un vistazo conmigo?

No discutí, sino que me senté detrás de ella, crucé las piernas y miré cómo tecleaba las hebras de vuelo.

A cinco mil metros de altura, respirando entrecortadamente y asomándome por el borde de la alfombra, sentí más aprensión que en la balsa. Nuestra balsa era apenas una mancha, un diminuto rectángulo negro en ese vasto y desierto océano violeta y negro. Desde esta altitud, las olas que en la balsa parecían tan amenazadoras eran invisibles.

—Creo que hemos encontrado otro nivel de esa reacción a la naturaleza sobre la que escribió tu padre, la «camaradería con la esencia» —comenté.

—¿Y cuál es? —Aenea tiritaba en el aire frío. Sólo tenía la camiseta y el chaleco que había usado en la balsa.

—Estar muerto de miedo —dije.

Aenea se echó a reír. Debo aclarar que entonces amaba la risa de Aenea, y me siento dichoso al evocarla. Era una risa suave, pero plena, desenfadada y melódica. La echo de menos.

—A. Bettik tendría que haber venido a explorar, en lugar de hacerlo tú —dije.

—¿Por qué?

—Por lo que dijo antes sobre su exploración de gran altura, es evidente que no necesita respirar aire, y es inmune a ciertas menudencias tales como la despresurización.

Aenea se apoyó en mí.

—No es inmune a nada. Sólo han diseñado su piel para que sea más resistente que la nuestra. La piel puede actuar como traje de presión por períodos breves, aun en el vacío, y él puede retener el aire más tiempo. Eso es todo.

—¿Sabes mucho sobre androides?

—No. Sólo le pregunté.

Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las hebras de control.

Volamos hacia el este.

Admito que me aterraba la idea de perder contacto con la balsa, de sobrevolar ese planeta oceánico hasta que las hebras de vuelo agotaran su carga y cayéramos al mar, quizá para ser devorados por un leviatán de boca de lámpara. Había programado mi brújula inercial con la balsa como punto de partida, así que encontraríamos el camino de regreso a menos que yo soltara la brújula, lo cual era improbable porque la llevaba colgada del cuello con un cordel. Aun así, estaba preocupado.

—No vayamos demasiado lejos —dije.

—De acuerdo. —Aenea guiaba a poca velocidad, sesenta o setenta kilómetros, y había descendido a un nivel donde respirábamos mejor y el aire no estaba tan frío. El mar violeta seguía vacío en un gran círculo hasta el horizonte.

—Parece que tus teleyectores nos están jugando una mala pasada —dije.

—¿Por qué dices mis teleyectores, Raul?

—Bien, es a ti a quien… reconocen.

Aenea no respondió.

—De veras —dije—, ¿crees que hay algún propósito en los mundos adonde nos envían?

Aenea me miró por encima del hombro.

—Sí, creo que sí.

Esperé. Los campos de deflexión eran mínimos a esta velocidad, así que el viento me arrojaba el cabello de la niña en la cara.

—¿Sabes mucho acerca de la Red? —me preguntó—. ¿Acerca de los teleyectores?

Me encogí de hombros, noté que ella no me estaba mirando y dije en voz alta:

—Estaban a cargo de las IAs del TecnoNúcleo. Según la Iglesia y los Cantos de tu tío Martin, los teleyectores eran una especie de conspiración de las IAs para usar cerebros humanos, neuronas, como una suerte de ordenador de ADN gigante. Cada vez que un humano atravesaba los teleyectores, éstos actuaban como parásitos. ¿Correcto?

—Correcto.

—De manera que cada vez que atravesamos uno de estos portales, las IAs, dondequiera que estén, se adhieren a nuestros cerebros como enormes mosquitos sedientos de sangre, ¿correcto?

—Equivocado —dijo la niña, girando hacia mí—. No todos los teleyectores eran construidos, instalados y mantenidos por los mismos elementos del Núcleo. ¿Los cantos del tío Martin mencionan la guerra civil que mi padre descubrió en el Núcleo?

—Sí. —Cerré los ojos en un esfuerzo por recordar las estrofas de la historia oral que yo había aprendido. Esta vez fui yo quien recitó—. En los Cantos hay una personalidad IA con quien el cíbrido Keats habla en la megaesfera del espacio de datos del Núcleo.

—Ummon. Así se llamaba esa IA. Mi madre viajó allí una vez con mi padre, pero fue mi… mi tío…, el segundo cíbrido Keats, quien tuvo el enfrentamiento final con Ummon. Continúa.

—¿Para qué? Tú debes de conocer esto mejor que yo.

—No. El tío Martin no había vuelto a trabajar sobre los Cantos cuando yo lo conocí. Dijo que no quería terminarlos. Cuéntame cómo describe lo que dijo Ummon sobre la guerra civil en el Núcleo.

Así cavilamos dos centurias

y luego cada cual siguió su rumbo:

los Estables deseaban preservar la simbiosis,

los Volátiles ansiaban exterminar a los humanos,

los Máximos postergaban la elección

hasta que naciera un nuevo nivel de conciencia.

El conflicto estalló entonces,

la guerra se libra ahora.

—Eso fue hace doscientos setenta y pico años estándar —dijo Aenea—. Fue justo antes de la Caída.

—Sí —dije, abriendo los ojos y buscando en el mar algo más que olas violáceas.

—¿El poema de tío Martin explica las motivaciones de los Estables, los Volátiles y los Máximos?

—Más o menos. Es difícil de seguir. En el poema, Ummon y las otras IAs del Núcleo hablan en koans zen.

Aenea asintió.

—Está bien.

—Según los Cantos, las IAs llamadas Estables querían seguir siendo parásitos de nuestros cerebros humanos cuando usábamos la Red. Los Volátiles querían exterminarnos. Y creo que a los Máximos les importaba un rábano mientras pudieran seguir trabajando en la evolución de su propio dios máquina… ¿Cómo lo llamaban?

—La IM —dijo Aenea, bajando la velocidad y descendiendo—. La Inteligencia Máxima.

—Sí. Bastante esotérico. ¿Cómo se relaciona con nuestro tránsito por estos portales teleyectores, siempre que encontremos otro portal?

En ese momento lo ponía en duda: ese mundo era demasiado grande, ese océano demasiado vasto. Aunque la corriente impulsara nuestra balsa en la dirección correcta, la probabilidad de que atravesáramos el arco de cien metros del próximo portal parecía demasiado remota.

—No todos los portales teleyectores eran construidos por los Estables, así que no todos eran, como has dicho, grandes mosquitos en nuestro cerebro.

—Bien, ¿quién más construía los teleyectores?

—Los teleyectores del río Tetis fueron diseñados por los Máximos. Eran lo que podríamos considerar un experimento con el Vacío Que Vincula. Ésa es la frase del Núcleo. ¿La usa Martin en los Cantos?

—Sí —dije. Ahora estábamos a menor altura, a sólo mil metros de las olas, pero no se veía la balsa ni nada más.

—Regresemos —dije.

—De acuerdo. —Consultamos la brújula y fijamos el rumbo de regreso a casa, si una balsa empapada puede llamarse así.

—Nunca entendí qué diablos era el Vacío Que Vincula. Una especie de hiperespacio que usaban los teleyectores y donde se ocultaba el Núcleo mientras se alimentaba de nosotros. Entendí esa parte. Creí que lo habían destruido cuando Meina Gladstone ordenó bombardear los teleyectores.

—No puedes destruir el Vacío Que Vincula —dijo Aenea con voz distante, como si pensara en otra cosa—. ¿Cómo lo describe Martin?

—Tiempo Planck y longitud Planck. No recuerdo con exactitud… habla de combinar las tres constantes fundamentales de la física: la gravedad, la constante de Planck y la velocidad de la luz. Recuerdo que daba unas diminutas unidades de longitud y de tiempo.

—Un 1035 de metro para la longitud —dijo la niña, acelerando un poco—. Y 1043 de segundo para el tiempo.

—Eso no me dice mucho. Joder, es demasiado pequeño y corto… con perdón de la expresión.

—Quedas absuelto —dijo la niña. Recobrábamos altura poco a poco.

—Pero lo importante no era el tiempo ni la longitud, sino el modo en que se entrelazaban con el Vacío Que Vincula. Mi padre intentó explicármelo antes de que yo naciera…

Esa frase me desconcertó, pero seguí escuchando.

—Tú has oído hablar de las esferas de datos planetarias.

—Sí —dije, tocando el comlog—. Esta chuchería dice que Mare Infinitus no tiene una.

—Correcto. Pero la mayoría de los mundos de la Red la tenían. Y a partir de las esferas de datos, existía la megaesfera.

—El medio teleyector… el Vacío… vinculaba esferas de datos, ¿verdad? FUERZA y el gobierno electrónico de la Hegemonía, la Entidad Suma, usaban la megaesfera, además de la ultralínea, para permanecer conectados.

—Así es. La megaesfera existía en un subplano de la ultralínea.

—No sabía eso —dije. Ese medio ultralumínico no había existido en mis tiempos.

—¿Recuerdas cuál fue el último mensaje de ultralínea antes de su colapso, durante la Caída? —preguntó la niña.

—Sí —dije, cerrando los ojos. Esta vez no recordé los versos del poema. El final de los Cantos siempre me había parecido vago y no había logrado memorizar esas estrofas a pesar de la insistencia de Grandam—. Un mensaje crítico del Núcleo. Algo referente a salir de línea y dejar de enlazarla.

—El mensaje era: NO HABRÁ MÁS USO INDEBIDO DE ESTE CANAL. ESTÁIS MOLESTANDO A OTROS QUE LO UTILIZAN CON UN PROPÓSITO SERIO. SE RESTAURARÁ EL ACCESO CUANDO COMPRENDÁIS PARA QUÉ SIRVE.

—Correcto. Eso figura en los Cantos, creo. Y luego el medio de súper cuerdas dejó de funcionar. El Núcleo envió ese mensaje y cerró la ultralínea.

—El núcleo no envió ese mensaje —dijo Aenea. Sentí un escalofrío a pesar del calor de los dos soles.

—¿No? —pregunté estúpidamente—. ¿Y quién lo envió?

—Buena pregunta —dijo la niña—. Cuando mi padre hablaba de la metaesfera, el plano de datos más amplio, siempre decía que estaba lleno de leones, tigres y osos.

—Leones, tigres y osos —repetí. Eran animales de Vieja Tierra. Creo que ninguno llegó a la Hégira. Creo que no quedaba ninguno, ni siquiera su ADN almacenado, cuando Vieja Tierra se precipitó en su agujero negro después del Gran Error del 38.

—Me gustaría conocerlos algún día —dijo Aenea—. Aquí estamos.

Miré por encima de su hombro. Estábamos a mil metros de altura y la balsa era diminuta pero resultaba claramente visible. A. Bettik estaba de pie —nuevamente sin camisa bajo el calor del mediodía— junto al remo. Agitó su brazo azul. Ambos devolvimos el saludo.

—Espero que haya algo bueno para almorzar —dijo Aenea.

—De lo contrario, tendremos que parar en el Acuario y Restaurante oceánico de Gus.

Aenea se echó a reír y descendió hacia la balsa.

Era poco después del anochecer y las lunas no se habían elevado cuando vimos luces parpadeando en el este. Corrimos al frente de la balsa y tratamos de distinguir qué era, Aenea con los binoculares, A. Bettik con las gafas nocturnas en amplificación máxima y yo con la mira del rifle.

—No es el arco —dijo Aenea—. Es una plataforma marina, enorme, apoyada en una especie de zancos.

—Sin embargo veo el arco —dijo el androide, que miraba varios grados al norte de la luz. La niña y yo miramos en esa dirección.

El arco era apenas visible, una cuerda de espacio negativo hendiendo la Vía Láctea sobre el horizonte. La plataforma, con sus luces de navegación para aeronaves y sus ventanas iluminadas, estaba varios kilómetros más cerca. Entre nosotros y el teleyector.

—Maldición —dije—. Me pregunto qué será.

—¿El restaurante de Gus? —sugirió Aenea.

Suspiré.

—Bien, en tal caso, creo que ha cambiado de dueño. Han escaseado los turistas del río Tetis en el último par de siglos. —Estudié la gran plataforma por la mira del rifle—. Tiene muchos niveles. Hay varios barcos amarrados… apuesto a que son barcos pesqueros. Y un par de deslizadores y otras aeronaves. Creo ver un par de tópteros.

—¿Qué es un tóptero? —preguntó la niña, bajando los binoculares.

—Es una aeronave que utiliza alas móviles, como un insecto —explicó A. Bettik—. Eran muy populares en tiempos de la Hegemonía, aunque raros en Hyperion. Creo que también los llamaban libélulas.

—Todavía los llaman así —dije—. Pax tenía algunos en Hyperion. Vi uno en el casquete de hielo de Ursus. —Alzando de nuevo la mira, vi las ampollas semejantes a ojos al frente de la libélula, a la luz de una ventana—. Son tópteros, en efecto.

—Creo que tendremos problemas para pasar por esa plataforma y llegar al arco sin que nos detecten —dijo A. Bettik.

—Deprisa —urgí, dejando de mirar las luces—. Bajemos la tienda y el mástil.

Habíamos reorganizado la tienda para que funcionara como refugio y pared en el estribor de la balsa, cerca de la parte trasera —para propósitos de intimidad y salubridad que no describiré aquí—, pero ahora plegamos la microfibra y la redujimos a un paquete del tamaño de mi palma. A. Bettik bajó el mástil.

—¿El remo? —preguntó.

Lo miré un segundo.

—Déjalo. No tiene perfil de radar, y no es más alto que nosotros.

Aenea estaba estudiando la plataforma con los binoculares.

—No creo que puedan vernos ahora —dijo—. Estamos casi siempre entre estas olas. Pero cuando nos acerquemos…

—Y cuando salgan las lunas —añadí.

A. Bettik se sentó cerca de la piedra.

—Si pudiéramos trazar un arco amplio para llegar al portal…

Me rasqué la mejilla, oyendo el crujido de la barba.

—Sí. Yo pensaba usar el cinturón de vuelo para remolcarnos, pero…

—Tenemos la alfombra —dijo la niña, acercándose al cubo calefactor. La plataforma parecía vacía sin la tienda.

—¿Cómo conectamos un cable de remolque? ¿Abrimos un agujero en la alfombra?

—Si tuviéramos un arnés… —sugirió el androide.

—Teníamos un bonito arnés en el cinturón de vuelo —dije—. Y yo se lo arrojé al leviatán de boca de lámpara.

—Podríamos preparar otro —continuó A. Bettik—, y ceñir el cable a la persona que vuele en la alfombra.

—Claro, pero la alfombra puede ser detectada con el radar. Si allí aterrizan deslizadores y tópteros, ciertamente tienen alguna especie de control de tráfico, por primitivo que sea.

—Podríamos permanecer a baja altura —dijo Aenea—. Mantener la alfombra por encima de las olas… a la misma altura que nosotros.

Me rasqué la barbilla.

—Es posible, pero si hacemos un desvío grande para permanecer fuera de la vista de la plataforma, llegaremos al portal mucho después de que despunten las lunas. Maldición… con esa luz nos verán si la corriente nos lleva hacia ellos. Además el portal sólo está a un kilómetro de la plataforma. Están a suficiente altura para vernos en cuanto nos acerquemos.

—No sabemos si nos están buscando —dijo la niña.

Asentí. La imagen de ese padre capitán que nos aguardaba en los sistemas de Parvati y Renacimiento no dejaba de acuciarme: el cuello romano en ese negro uniforme. No podía quitarme la idea de que nos esperaría en esa plataforma con tropas de Pax.

—No importa si nos están buscando —dije—. Aunque sólo se acercaran para rescatarnos, ¿podemos inventar una historia convincente?

Aenea sonrió.

—¿Salimos en un crucero y nos perdimos? Tienes razón, Raul. Nos «rescatarían» y nos pasaríamos un año tratando de explicar a las autoridades de Pax quiénes somos. Quizá no nos estén buscando, pero dices que están en este mundo.

—Sí —dijo A. Bettik—. Pax tiene grandes intereses en Mare Infinitus. Por lo que averiguamos cuando estábamos escondidos en la ciudad universitaria, es evidente que Pax intervino tiempo atrás para restaurar el orden, fundar conglomerados de cultivo marítimo y convertir a los supervivientes de la Caída en cristianos renacidos. Mare Infinitus era un protectorado de la Hegemonía; ahora es una filial de la Iglesia.

—Mala noticia —dijo Aenea. Se volvió hacia mí—. ¿Alguna idea?

—Creo que sí —dije, poniéndome de pie. Habíamos hablado en susurros, aunque todavía estábamos a quince kilómetros de la plataforma—. En vez de adivinar quiénes están allí y qué se proponen, ¿por qué no voy a echar un vistazo? Tal vez sólo sean los descendientes de Gus y algunos pescadores dormidos.

Aenea resopló.

—Cuando vimos la luz, ¿sabes qué pensé que era?

—¿Qué? —pregunté.

—El lavabo del tío Martin.

—¿Cómo has dicho? —preguntó el androide.

Aenea se palmeó las rodillas.

—De veras. Mi madre me contó que cuando Martin Silenus era un famoso escritor mercenario, en tiempos de la Red, tenía una casa multimundos.

—Grandam me habló de esas cosas. Teleyectores en vez de puertas entre las habitaciones. Una casa con habitaciones en más de un mundo.

—Docenas de mundos en el caso de la casa del tío Martin, si he de creerle a mi madre —dijo Aenea—. Y tenía un cuarto de baño en Mare Infinitus. Nada más… sólo una plataforma flotante con un lavabo. Ni siquiera paredes ni techo.

Miré las olas.

—Vaya, eso sí que es comunión con la naturaleza —dije. Me palmeé la pierna—. De acuerdo, iré antes de que pierda las agallas.

Nadie discutió conmigo ni se ofreció para tomar mi lugar. En tal caso, habrían logrado convencerme.

Me puse pantalones y suéter oscuros, con el chaleco de caza sobre el suéter, sintiéndome un poco melodramático.

«El chico comando va a la guerra», murmuró la parte cínica de mi cerebro. Le dije que cerrara el pico. Conservé el cinturón con la pistola, agregué tres detonadores y una faja de explosivo plástico, me colgué las gafas nocturnas del cuello y me puse un auricular de comunicaciones en la oreja con el micrófono contra la garganta para las subvocales. Probamos la unidad con Aenea. Me quité el comlog y se lo di a A. Bettik.

—Esta cosa refleja la luz estelar —dije—. Y la voz de la nave podría empezar a graznar tonterías sobre navegación estelar en un momento inoportuno.

El androide asintió y se guardó el brazalete en el bolsillo.

—¿Tienes un plan, M. Endymion?

—Trazaré uno cuando llegue allá —dije, elevando la alfombra. Toqué el hombro de Aenea, y el contacto fue como un shock eléctrico. Había notado ese efecto antes, cuando nos tocábamos las manos: no era una cosa sexual, pero aun así era eléctrica.

—No te dejes ver, niña —le susurré—. Gritaré si necesito auxilio.

Me miró con seriedad bajo la brillante luz de las estrellas.

—No servirá de nada, Raul. No podremos llegar a ti.

—Lo sé, sólo bromeaba.

—No bromees —susurró—. Recuerda, si no estás conmigo en la balsa cuando atraviese el portal, te quedarás aquí.

Asentí, pero la idea me asustó más que la idea de que me disparasen.

—Regresaré. Parece que esta corriente nos acercará a la plataforma en… ¿cuánto calculas, A. Bettik?

—Una hora, M. Endymion.

—Sí, eso creo. La maldita luna saldrá para entonces. Ya pensaré en algo para distraerlos.

Dándole otra palmada a Aenea, saludando a A. Bettik, me elevé por encima del agua.

A pesar de la increíble luz estelar y las gafas de visión nocturna, fue difícil conducir la alfombra esos pocos kilómetros. Tenía que mantenerme entre las olas dentro de lo posible, con lo cual procuraba volar a menor altura que las crestas. Era una tarea delicada. No sabía qué sucedería si atravesaba la cresta de una de esas olas largas y lentas —tal vez nada, tal vez las hebras de vuelo sufrieran un cortocircuito—, pero no tenía intención de averiguarlo.

La plataforma parecía enorme cuando me acerqué. Después de no ver nada más que la balsa durante dos días en ese mar, la plataforma era enorme, en parte de acero, pero en general de madera oscura; una veintena de pilotes la mantenían a quince metros del oleaje. Eso me daba una idea de cómo serían las tormentas en ese mar, y me hizo sentir aún más afortunado de no haber enfrentado ninguna. La plataforma tenía varios niveles: cubiertas y embarcaderos donde había por lo menos cinco barcos pesqueros, escaleras, compartimientos iluminados debajo de lo que parecía el nivel principal, dos torres —una de ellas con una pequeña antena de radar— y tres pistas de aterrizaje para aeronaves, dos de las cuales habían sido invisibles desde la balsa. Había una media docena de tópteros, con sus alas de libélula bajas, y dos deslizadores más grandes en la pista circular que estaba cerca de la torre de radar.

Había trazado un plan perfecto mientras volaba hacia allí: crear una distracción —para ello había llevado los detonadores y el explosivo plástico, que cuando menos sería capaz de provocar un incendio—, robar una libélula y usarla para atravesar el portal, si nos perseguían, o bien para arrastrar la balsa a gran velocidad.

Era un buen plan pero tenía un defecto: yo no sabía pilotar un tóptero. Eso nunca sucedía en los holodramas que yo veía en los cines de Puerto Romance ni en las salas de recreación de la Guardia. Los héroes de esas historias siempre sabían pilotar cualquier cosa que robaran: deslizadores, VEMs, tópteros, cópteros, aeronaves rígidas, naves espaciales. Evidentemente yo no tenía entrenamiento básico para héroe; si lograba meterme en uno de esos aparatos, tal vez me estuviera comiendo las uñas y mirando los controles cuando los guardias de Pax me arrestaran. Debía de ser más fácil ser héroe en tiempos de la Hegemonía. Entonces las máquinas eran más listas, lo cual compensaba la estupidez del héroe. Lo cierto —aunque odiara admitirlo ante mis compañeros de viaje— es que yo no sabía conducir muchos vehículos. Una barca. Un vehículo terrestre, siempre que fuera uno de los camiones que usaba la Guardia Interna de Hyperion. En cuanto a pilotar… bien, me había alegrado al enterarme de que la nave espacial no tenía sala de control.

Dejé de lado estas divagaciones sobre mis carencias como héroe y me concentré en el último tramo de viaje hacia la plataforma. Ahora veía las luces con claridad: luces de navegación en las torres, cerca de las pistas, una luz verde intermitente en las dársenas, ventanas iluminadas. Muchas ventanas. Decidí tratar de descender en la parte más oscura de la plataforma, bajo la torre de radar del lado este, y llevé la alfombra en un largo y lento arco para aproximarme desde esa dirección. Mirando por encima del hombro, temí que la balsa se acercara, pero todavía era invisible.

«Espero que sea invisible para estos tíos». Ahora oía voces y risas: voces masculinas, risas estentóreas. Me recordaban a los cazadores que yo había guiado, desbordantes de alcohol y jactancia. Pero también me recordaban a los zopencos que habían sido mis compañeros en la Guardia. Procuré mantener la alfombra baja y seca y me aproximé a la plataforma.

—Casi he llegado —subvocalicé por el comunicador.

—De acuerdo —me susurró Aenea al oído. Habíamos convenido que no iniciaría una conversación y sólo respondería a mis llamadas, a menos que ellos tuvieran una emergencia.

Vi un laberinto de vigas, soportes, subcubiertas y pasajes debajo de la plataforma principal. A diferencia de las iluminadas escaleras del lado norte y oeste, estaban a oscuras. Debían de ser pasarelas de inspección, y escogí la más baja y oscura para aterrizar. Apagué las hebras de vuelo, enrollé la alfombra y la puse en la intersección de dos vigas, cortando con el cuchillo el cordel que había llevado. Enfundando el cuchillo y cubriéndolo con el chaleco, tuve la repentina imagen de tener que apuñalar a alguien con esa arma. La idea me estremeció. Salvo por el accidente que tuve cuando me atacó Herrig, nunca había matado a nadie en combate cuerpo a cuerpo. Rogué a Dios no tener que hacerlo nunca más.

Las escaleras hacían ruido bajo mis botas blandas, pero yo esperaba que ese chillido ocasional no se oyera en medio del chapoteo de las olas contra los pilotes y las risotadas de arriba. Subí dos tramos de escalera, encontré una escalerilla y la seguí hasta un escotillón. No estaba cerrado con llave. Lo alcé lentamente, temiendo que hubiera un guardia sentado encima.

Alzando la cabeza despacio, vi que era la cubierta de vuelo del lado de barlovento de la torre. Diez metros más arriba, la antena giratoria del radar se perfilaba oscuramente contra la rutilante Vía Láctea con cada revolución.

Subí a cubierta, vencí la tentación de andar de puntillas y caminé hasta la esquina de la torre. Había dos grandes deslizadores amarrados a la cubierta, pero se veían oscuros y vacíos. En las cubiertas más bajas vi la luz de las estrellas sobre las alas de insecto de los tópteros. La luz de nuestra galaxia relucía en sus ampollas de observación. Sentí un hormigueo en la espalda, temiendo que me observaran, mientras salía a la cubierta superior, adhería explosivo plástico al vientre de un deslizador, instalaba un detonador —que podría activar con el código de frecuencia apropiado desde mi unidad de comunicaciones—, bajaba por la escalerilla hasta la cubierta de tópteros y repetía la operación. Estaba seguro de que me observaban desde una de las ventanas o troneras iluminadas, pero no hubo gritos de alarma. Con la mayor naturalidad posible, subí por la pasarela de la cubierta inferior y me asomé por la esquina de la torre.

Otra escalera conducía desde el módulo de la torre a uno de los niveles principales. Las ventanas eran muy brillantes y ahora sólo estaban cubiertas con sus escudos antitormenta. Oí más risas, más cantos y ruido de cacharros.

Bajé la escalera, crucé la cubierta y cogí otra pasarela para mantenerme alejado de la puerta. Agachándome bajo las ventanas iluminadas, traté de contener el aliento y calmar mi palpitante corazón. Si alguien salía por esa primera puerta, se interpondría en mi camino de regreso a la alfombra. Toqué la culata de la 45 enfundada y traté de tener pensamientos valerosos. En general pensaba en estar de vuelta en la balsa. Había instalado los explosivos de distracción. ¿Qué más quería? Comprendí que sentía curiosidad: si no eran efectivos de Pax, no quería detonar el explosivo. Las bombas eran el arma favorita de los rebeldes contra los que había combatido en el casquete de la Garra: bombas en las aldeas, bombas en las barracas de la Guardia Interna, masas de explosivos en nievemóviles y pequeñas naves dirigidas no sólo contra la Guardia sino contra los civiles. Siempre me había parecido cobarde y detestable. Las bombas eran armas que no discriminaban, y mataban tanto al inocente como al soldado enemigo. Sabía que este moralismo era una tontería, y pensaba que las pequeñas cargas no tendrían más efecto que incendiar aeronaves vacías, pero no las haría detonar a menos que fuera absolutamente necesario. Estos hombres —y quizá mujeres, y quizá niños— no nos habían hecho nada.

Con dolorosa lentitud, asomé la cabeza y atisbé por la ventana más próxima. Eché un vistazo y me agaché. Los ruidos de cacharros venían de una cocina iluminada. En todo caso, había media docena de personas allí, todos hombres, todos en edad militar, pero no tenían más uniforme que sus paños menores y delantales; limpiaban, apilaban y lavaban platos. Obviamente había llegado tarde para la cena.

Pegado a la pared, avancé por la pasarela, bajé otra escalera y me detuve frente a otra hilera de ventanas. En las sombras de un rincón donde se unían dos módulos, pude ver por algunas de las ventanas sin alzar la cara. Era un comedor. Unos treinta hombres bebían café. Algunos fumaban cigarrillos. Uno parecía beber whisky, o al menos un líquido ambarino. No me hubiera venido mal un trago.

Muchos de ellos vestían ropa caqui, pero no pude discernir si era un uniforme local o sólo el atuendo tradicional de los pescadores deportivos. No veía uniformes de Pax, lo cual era una gran noticia. Tal vez esto sólo fuera una plataforma de pesca, un hotel para ricachones a quienes no les molestaba pagar años de deuda temporal —mejor dicho, que la pagaran sus amigos y parientes en casa— con tal de tener la emoción de matar una criatura grande o exótica. Qué diablos, era posible que conociera algunos de esos tíos: aquí pescadores, cazadores de patos cuando visitaban Hyperion. No quería entrar para averiguarlo.

Sintiéndome más confiado, bajé por la larga pasarela, bajo la luz de las ventanas. No parecía haber guardias. No había centinelas. Tal vez no necesitáramos una distracción. Bastaría con pasar de largo con la balsa, con claro de luna o sin él. Estarían durmiendo, o bebiendo y riendo, y nosotros seguiríamos la corriente hasta el portal teleyector que se veía dos kilómetros al noreste, un borroso arco oscuro contra el cielo estrellado. Cuando llegáramos al portal, enviaría un código de frecuencia que no haría detonar los explosivos sino que desarmaría los detonadores.

Estaba mirando el portal cuando doblé la esquina y tropecé literalmente con un hombre que estaba apoyado en la pared. Había otros dos apoyados en la borda. Uno de ellos empuñaba binoculares de visión nocturna y miraba hacia el norte. Ambos estaban armados.

—¡Oye! —protestó el hombre con quien había tropezado.

—Lo lamento —dije. Nunca había visto esta escena en un holodrama.

Los dos hombres de la borda portaban minipistolas de dardos con correa, y apoyaban los antebrazos en ellas con esa arrogancia displicente que el personal castrense ha practicado durante siglos. Uno de ellos movió el arma para encañonarme. El hombre con quien me había tropezado estaba encendiendo un cigarrillo. Apagó la llama de la cerilla, se sacó el cigarrillo encendido de la boca y me miró con cara de pocos amigos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. Era más joven que yo, con poco más de veinte años estándar. Noté que usaba una variación del uniforme de las fuerzas terrestres de Pax, con la barra de teniente que yo había aprendido a saludar en Hyperion. Su dialecto era marcado, pero no logré identificarlo.

—Respirando un poco de aire —dije tímidamente. Una parte de mí pensó que un auténtico héroe habría desenfundado el arma y empezado a disparar. La parte más lista de mí ni siquiera pensó en ello.

El otro soldado de Pax también movió su pistola de dardos. Oí el chasquido de un seguro.

—¿Estás con el grupo de Klingman? —preguntó con el mismo dialecto—. ¿O con las Nutrias? —Oí «nutrias», pero con esa pronunciación gangosa bien podría haber dicho «neutros» o incluso «autores». Tal vez fuera un campo de concentración marítimo para malos escritores. Tal vez yo hacía un gran esfuerzo para tomar las cosas en solfa porque mi corazón latía con tal fuerza que temí sufrir un infarto allí mismo.

—Klingman —respondí, sin marcar mucho las sílabas. No sabía qué dialecto debía dominar, pero sin duda no lo dominaba.

El teniente de Pax señaló hacia atrás con el pulgar.

—Ya conoces las reglas. Toque de queda al anochecer.

Asentí, tratando de parecer arrepentido. Mi chaleco cubría la funda de la pistola. Tal vez no la hubieran visto.

—Ven —dijo el teniente, señalando de nuevo con el pulgar, pero dando media vuelta para guiarme. Los otros dos aún apoyaban la mano en las pistolas de dardos. A esa distancia, si disparaban, no quedarían suficientes restos de mí como para sepultarlos en una bota.

Seguí al teniente por la pasarela, traspusimos una puerta, y entramos en la sala más iluminada y atestada que jamás había visto.