30

Nuestra alfombra voladora debía de parecer un borrón durante nuestro frenético viaje de regreso a la nave. Pregunté si la nave podía enviarnos un holo en tiempo real del Alcaudón, pero dijo que la mayoría de los sensores del casco estaban cubiertos de fango y no tenía una visión clara de la playa.

—¿Está en la playa? —pregunté.

—Hace un momento, cuando subí para bajar otra carga —dijo A. Bettik.

—Entonces estaba en el anillo acumulador del motor Hawking —dijo la nave.

—¿Qué? No hay entrada en esa parte de la nave… —Callé antes de ponerme en ridículo—. ¿Dónde está ahora?

—No estamos seguros —dijo A. Bettik—. Saldré al casco y llevaré una radio. La nave retransmitirá mi voz.

—Aguarda…

—M. Endymion —interrumpió el androide—, no llamé para que os apresuraseis a regresar, sino para sugerir que alargarais vuestro paseo hasta que la nave y yo tengamos algún indicio de las intenciones de nuestro visitante.

Qué ocurrencia la mía. Yo era el encargado de proteger a esa niña, y cuando aparecía lo que quizá fuera la máquina más mortífera de la galaxia, decidía llevarla precisamente hacia el peligro. En ese largo día me había comportado como un idiota. Tendí la mano para reducir la velocidad y regresar hacia el este.

La manita de Aenea interceptó la mía.

—No —dijo—. Regresaremos.

Yo sacudí la cabeza.

—Esa cosa…

—Esa cosa puede ir adonde le plazca —dijo la niña con toda gravedad—. Si me buscara a mí, o a ti, aparecería en la alfombra.

Esa idea me hizo mirar alrededor.

—Regresemos —insistió Aenea.

Suspiré y regresé río arriba, reduciendo un poco la velocidad. Saqué el rifle de plasma de la mochila e inserté la culata.

—No lo entiendo. ¿Existe alguna constancia de que ese monstruo alguna vez se fuera de Hyperion?

—No lo creo —dijo la niña. Se había inclinado para apoyarme la cara en la espalda, tratando de cubrirse del ventarrón al reducir el campo de deflexión.

—¿Entonces qué ocurre? ¿Te está siguiendo?

—Parece lógico —dijo, la voz ahogada por mi camisa de algodón.

—¿Por qué?

Aenea se apartó con tal fuerza que instintivamente estiré la mano para impedir que se cayera. Ella apartó mi mano.

—Raul, todavía desconozco las respuestas a estas preguntas, ¿de acuerdo? No sabía si esa cosa se iría de Hyperion, y por cierto no era lo que quería. Créeme.

—Te creo —dije. Bajé la mano hacia la alfombra, notando cuán grande era junto a su pequeña mano, su pequeña rodilla, su pie diminuto.

Ella apoyó su mano en la mía.

—Regresemos.

—Correcto.

Metí en el rifle un cargador de cartuchos de plasma. Los casquetes no estaban separados, sino fundidos con el cargador hasta que se disparaban. Cada cargador llevaba cincuenta cartuchos. Cuando se disparaba el último, el cargador desaparecía. Inserté el cargador de un manotazo, como me habían enseñado en la Guardia, sintonicé el selector en un disparo por vez y me cercioré de que el seguro estuviera puesto. Me apoyé el arma en las rodillas.

Aenea me tocó los hombros y me dijo al oído:

—¿Crees que ese rifle servirá de algo contra el Alcaudón?

Moví la cabeza hacia ella.

—No —respondí.

Volamos hacia el sol poniente.

Cuando llegamos, A. Bettik estaba solo en la estrecha playa. Agitó la mano para indicarnos que todo estaba bien, pero antes de descender sobrevolé las copas de los árboles. Hacia el oeste la roja esfera del sol se mecía sobre la techumbre de la selva.

Dejé la alfombra junto a la pila de cajas y equipos en la playa, a la sombra del casco de la nave, y me levanté de un brinco, quitando el seguro del rifle.

—No ha reaparecido —dijo A. Bettik. Nos había comunicado esto al salir de la nave pero yo seguía tenso de expectación. El androide nos condujo a un claro donde había un par de huellas, si se podían llamar huellas. Parecía que alguien hubiera apoyado en la arena una pesada y filosa maquinaria agrícola.

Me agazapé junto a las huellas como el rastreador experimentado que era; comprendí la inutilidad de ese ejercicio.

—¿Apareció aquí, de nuevo en la nave y desapareció?

—Sí —dijo A. Bettik.

—Nave, ¿detectaste al monstruo en radar o visual?

—Negativo —dijo el comlog—. No hay grabadores de vídeo en el acumulador del motor Hawking.

—¿Cómo supiste que estuvo ahí?

—Tengo un sensor de masa en cada compartimiento. Para propósitos de vuelo, debo saber exactamente cuánta masa se desplaza en cada sector de la nave.

—¿Cuánta masa desplazaba? —pregunté.

—Uno-coma-cero-seis-tres toneladas métricas —dijo la nave.

Me quedé petrificado.

—¿Qué? ¿Más de mil kilos? Eso es ridículo. —Miré de nuevo las dos huellas—. Imposible.

—Posible —dijo la nave—. Durante la estancia de la criatura en el anillo acumulador del motor Hawking, medí un desplazamiento exacto de uno-coma-cero-seis-tres mil kilos y…

—Santo cielo —dije, volviéndome hacia A. Bettik—. Me pregunto si alguien habrá pesado antes a este bastardo.

—El Alcaudón tiene casi tres metros de altura —dijo el androide—. Y debe de ser muy denso. También puede modificar su masa según lo requiera.

—¿Lo requiera para qué? —murmuré, mirando la hilera de árboles. La espesura se ennegrecía al ponerse el sol. Las frondas de las plumosas gimnospermas recibieron la última luz y se disiparon. Se habían aproximado nubes durante nuestros últimos minutos de vuelo, y ahora también irradiaban un fulgor rojo y se opacaban a medida que anochecía.

—¿Estás preparado para obtener una lectura de las estrellas? —pregunté al comlog.

—Casi —dijo la nave—, aunque está cubierto de nubes tendrá que despejarse. Entretanto, he realizado algunos cálculos.

—¿Cómo cuáles? —preguntó Aenea.

—Según el movimiento del sol de este mundo en las últimas horas, el día de este planeta es de dieciocho horas, seis minutos y cincuenta y un segundos. Unidades estándar de la Hegemonía, por supuesto.

—Por supuesto —dije. Y a A. Bettik—: ¿Esa guía muestra un día de dieciocho horas en algunos de esos mundos para viajeros del río Tetis?

—No he visto ninguno, M. Endymion.

—De acuerdo. Decidamos qué haremos esta noche. ¿Acampamos aquí, nos quedamos en la nave o cargamos este material en las aeromotos y vamos cuanto antes río abajo hasta el próximo portal? Podemos llevar la balsa inflable. Yo voto por esto. No tengo gran interés en quedarme en este mundo si el Alcaudón anda por aquí.

A. Bettik alzó un dedo como un niño en un aula.

—Debí comunicarlo por radio —dijo con cierto embarazo—. El armario de equipo extravehicular, como sabrás, sufrió algunos daños durante el ataque. No había indicios de una balsa inflable, aunque la nave recuerda que constaba en el inventario, y tres de las cuatro aeromotos están fuera de servicio.

Fruncí el ceño.

—¿Totalmente?

—Sí, totalmente. La cuarta se puede reparar, según la nave, pero tardará varios días.

—Maldición.

—¿Cuánta energía tienen esas aeromotos? —preguntó Aenea.

—Para cien horas en uso normal —explicó mi comlog.

La niña hizo un gesto desdeñoso.

—No creo que sean tan útiles, de todos modos. Una moto no significa una gran diferencia, y quizá nunca encontremos una fuente de recarga.

Me froté la mejilla, palpándome la barba crecida. En la excitación de ese día me había olvidado de afeitarme.

—Pensé en ello, pero si llevamos equipo, la alfombra voladora no tiene tamaño suficiente para trasladarnos a los tres con las armas y demás enseres.

Pensé que la niña se opondría a que lleváramos el equipo. En cambio dijo:

—Llevemos todo, pero no volemos.

—¿Qué no volemos? —La idea de abrirnos paso por esa jungla me daba escalofríos—. Sin una balsa inflable, o volamos o caminamos.

—Todavía podemos tener una balsa —dijo Aenea—. Podemos construir una balsa de madera y llevarla corriente abajo… no sólo en este tramo del río, sino en todos.

De nuevo me froté la mejilla.

—La cascada…

—Podemos trasladar nuestras cosas hasta allá en la alfombra, por la mañana. Construir la balsa al pie de la cascada. A menos que no creas que podamos construir una balsa…

Miré las gimnospermas: altas, delgadas, resistentes, con el grosor ideal.

—Podemos construir una balsa —dije—. En el Kans solíamos armarlas para llevar trastos con las barcazas.

—Bien —dijo Aenea—. Esta noche acamparemos aquí. No será una noche muy larga si el día sólo tiene dieciocho horas estándar. Nos pondremos en marcha en cuanto amanezca.

Vacilé un momento. No quería permitir que una niña de doce años se acostumbrara a tomar decisiones por todos, pero la idea parecía sensata.

—Es una pena que la nave esté averiada. Podríamos ir río abajo en los repulsores.

Aenea se echó a reír.

—No había pensado en ir por el río Tetis con esta nave —dijo, frotándose la nariz—. Sería justo lo que necesitamos… tan discreta como un dachshund gigante pasando bajo arcos de croquet.

—¿Qué es un dachshund? —pregunté.

—¿Qué es un arco de croquet? —preguntó A. Bettik.

—No tiene importancia. ¿Os parece bien que nos quedemos aquí esta noche y mañana construyamos una balsa?

Miré al androide.

—Me parece muy sensato —dijo—, aunque sólo sea una parte de un viaje totalmente insensato.

—Interpretaré que votas por el sí —dijo la niña—. ¿Raul?

—De acuerdo, ¿pero dónde dormimos esta noche? ¿Aquí en la playa, o en la nave, donde estaremos más seguros?

—Procuraré que mi interior sea lo más seguro y hospitalario posible esta noche, dentro de las circunstancias —dijo la nave—. Dos divanes de la cubierta de fuga pueden servir como camas, y se podrían tender hamacas…

—Voto por acampar en la playa —dijo Aenea—. La nave no es refugio contra el Alcaudón.

Miré la oscura arboleda.

—Puede haber otras criaturas que no queremos conocer en la oscuridad. La nave parece más segura.

A. Bettik tocó una caja.

—Encontré algunas alarmas perimétricas —dijo—. Podemos ponerlas alrededor del campamento. Me ofrezco para vigilar durante la noche. Confieso que me agradaría dormir fuera después de tantos días a bordo.

Suspiré y me rendí.

—Nos turnaremos para vigilar —dije—. Ordenemos estos trastos antes de que oscurezca demasiado.

Los «trastos» incluían el equipo de campamento que yo había pedido al androide que bajara: una tienda de polímero, delgada como la sombra de una telaraña, pero resistente, impermeable y liviana como para llevar en el bolsillo; el tubo calefactor de superconductores, frío en cinco lados y capaz de cocinar cualquier comida en el sexto; las alarmas perimétricas que A. Bettik había mencionado, antiguos detectores militares en versión para cazadores, discos de tres centímetros que se clavaban en el suelo en cualquier perímetro de hasta dos kilómetros; sacos de dormir, almohadillas de espuma comprimibles, gafas nocturnas, unidades de comunicaciones, equipos de cocina, utensilios.

Colocamos las alarmas, formando un semicírculo desde el linde del bosque hasta la orilla del río.

—¿Y si esa cosa enorme sale del río y nos come? —preguntó Aenea cuando terminamos de instalarlas. Estaba oscureciendo de veras, pero las nubes ocultaban las estrellas. En las frondas la brisa soplaba con un sonido más siniestro.

—Si esa u otra criatura salen del río para comernos —dije—, lamentarás no haberte quedado una noche más en la nave. —Puse los últimos detectores en la orilla del río.

Instalamos la tienda en el centro de la playa, cerca de la proa de la nave averiada. La microtela no necesitaba postes ni estacas; bastaba con plegar las líneas de tela que uno quería endurecer para que los pliegues permanecieran firmes en medio de un huracán, pero instalar una microtienda era un arte, y los otros dos observaron mientras yo extendía la tela y plegaba los bordes en línea con el centro de la cúpula, tan alto como para ponerse de pie, e insertaba en la arena los bordes rígidos. Había dejado una extensión de tela en el suelo de la tienda, y estirándola con precisión tuvimos una entrada transparente. A. Bettik cabeceó, aprobando mi destreza, y Aenea puso sacos de dormir en su sitio mientras yo apoyaba una sartén en el cubo calefactor y abría una lata de guisado de carne de vacuno. A último momento recordé que Aenea era vegetariana. Había comido ensaladas durante las dos semanas a bordo.

—Está bien —dijo, asomando la cabeza por la entrada de la tienda—. Comeré un poco del pan que A. Bettik está calentando, y tal vez un poco de queso.

A. Bettik arrastraba maderas y colocaba piedras para formar una fogata.

—No necesitamos eso —dije, señalando el cubo calefactor y el guisado burbujeante.

—No —convino el androide—, pero pensé que el fuego sería agradable. Y la luz conveniente.

La luz resultó ser muy conveniente. Nos sentamos bajo el alero de la tienda y miramos cómo las llamas escupían chispas hacia el cielo mientras se aproximaba una tormenta. Era una extraña tormenta, con franjas de luces cambiantes en vez de relámpagos. Las pálidas franjas de color fluctuante bailaban en el vientre de las nubes rozando las frondas de gimnospermas, que giraban salvajemente en el creciente viento. El fenómeno no iba acompañado por truenos, sino por un rumor subsónico que me ponía los nervios de punta. Dentro de la jungla danzaban globos de fosforescencia roja y amarilla, no grácilmente como los radiantes espejines de los bosques de Hyperion, sino nerviosamente, casi con malevolencia. A nuestras espaldas, el río lamía la playa con olas cada vez más furiosas. Sentado junto al fuego, el auricular en la cabeza y sintonizado en la frecuencia de los detectores, el rifle de plasma sobre las rodillas, las gafas nocturnas en la frente, listo para bajarlas en un segundo, debo de haber presentado un aspecto cómico. En el momento no parecía gracioso, teniendo en cuenta las huellas del Alcaudón en la arena.

—¿Actuó en forma amenazadora? —le había preguntado a A. Bettik minutos antes. Había tratado de hacerle empuñar la escopeta, pues ésta es el arma más fácil de usar para un novato, pero él se limitó a conservarla a su lado cuando se sentó junto al fuego.

—No hizo nada en absoluto —me había respondido—. Simplemente se quedó en la playa… alto, erizado de pinchos, oscuro pero reluciente. Sus ojos eran muy rojos.

—¿Te miraba a ti?

—Miraba al este, río abajo.

«Como esperando que Aenea y yo regresáramos», pensé.

Me senté junto al fuego, miré la danza de la aurora sobre la jungla barrida por el viento, seguí las esferas que bailaban en la oscuridad, escuché el voraz rugido del trueno subsónico y me pregunté cómo diablos había llegado allí. Por lo que sabía, podía haber velocirráptors y manadas de carroñeros aproximándose por la selva mientras permanecíamos estúpidamente sentados junto al fuego. O tal vez el río creciera; una muralla de agua podía estar lanzándose contra nosotros en ese mismo instante. Acampar en la playa no era una idea brillante. Tendríamos que haber dormido en la nave, con la cámara de presión cerrada herméticamente.

Aenea estaba echada de bruces, contemplando el fuego.

—¿Conoces un cuento? —preguntó.

—¡Cuentos! —exclamé.

A. Bettik, que se abrazaba las rodillas junto al fuego, nos miró.

—Sí —dijo la niña—. Cuentos de fantasmas, por ejemplo.

Resoplé.

Aenea se apoyó la barbilla en las palmas. El fuego le pintó el rostro con tonos cálidos.

—Pensé que sería divertido —dijo—. Me gustan los cuentos de fantasmas.

Pensé en cuatro o cinco réplicas, pero preferí callar.

—Será mejor que te duermas —dije al fin—. Si la nave tiene razón en cuanto a la duración del día, la noche no será muy larga… —«Por favor, Dios, que sea cierto», pensé. En voz alta añadí—: Será mejor que duermas mientras puedes.

—De acuerdo —dijo Aenea. Echó un último vistazo a la jungla, la aurora y los fuegos de San Telmo de la arboleda, se metió en el saco de dormir y se durmió.

A. Bettik y yo guardamos silencio un rato. En ocasiones yo conversaba con el comlog, pidiendo a la nave que me informara de inmediato si el río crecía, o si detectaba desplazamientos de masa, o si…

—No me molestaría hacer la primera guardia, M. Endymion —dijo el androide.

—No, duérmete —respondí, olvidando que el hombre de tez azul necesitaba poco sueño.

—Vigilaremos juntos, pues —murmuró—. Pero dormita cuando lo necesites, M. Endymion.

Tal vez dormité de cuando en cuando antes del alba tropical que llegó seis horas después. Toda la noche fue nubosa y tormentosa; la nave no logró estudiar las estrellas mientras estuvimos allí. No nos comieron velocirráptors ni carroñeros. El río no creció. La tormenta no nos dañó, y las esferas de gas palúdico no salieron del pantano para quemarnos.

Lo que más recuerdo de esa noche, aparte de mi paranoia galopante y mi terrible fatiga, es a Aenea durmiendo con el cabello castaño y rubio derramado sobre el saco de dormir rojo, el puño en la mejilla como un bebé disponiéndose a chuparse el pulgar. Esa noche comprendí el peso y la dificultad de la tarea que me aguardaba, proteger a esa niña de los filosos bordes de un universo extraño e indiferente.

En esa noche extraña y tormentosa comprendí por primera vez qué significaba ser padre.

Nos pusimos en marcha con las primeras luces, y esa mañana sentí la mezcla de fatiga, ojos arenosos, barba crecida, espalda dolorida y pura alegría que solía embargarme después de mi primera noche en una excursión. Aenea fue al río a lavarse, y se la veía más fresca y limpia de lo que hubieran admitido las circunstancias.

A. Bettik calentó café en el cubo, y él y yo bebimos un poco mientras la niebla matinal se elevaba del rápido río. Aenea bebió agua de una botella que había bajado de la nave, y todos comimos cereal seco de un pak de raciones.

Cuando el sol resplandeció sobre el dosel de la selva disipando la bruma, trasladamos nuestro equipo río abajo en la alfombra voladora. Como Aenea y yo habíamos hecho la parte divertida la noche anterior, dejé que A. Bettik llevara el equipo mientras yo sacaba más bártulos de la nave y me aseguraba de tener lo que necesitábamos.

La ropa era un problema. Yo había empacado todo lo que creía necesario, pero la niña sólo tenía la ropa que había usado en Hyperion y algunas camisas que habíamos sacado del guardarropa del cónsul. Con más de doscientos cincuenta años para planear el rescate de la niña, cualquiera hubiera dicho que el viejo poeta se acordaría de empacarle algunas prendas. Aenea parecía contenta con lo que había llevado, pero yo temía que fuera insuficiente si nos sorprendía el frío o la lluvia.

En esto nos ayudó el armario de equipo extravehicular. Allí había forros para trajes espaciales, y el más pequeño le sentaba bastante bien a la niña.

El material de microporos la mantendría abrigada y seca salvo en las condiciones más árticas. También cogí un forro para el androide y para mí; parecía absurdo llevar ropa invernal en el calor tropical de ese día, pero nunca se sabía. También había un viejo chaleco del cónsul en el armario, largo pero con más de una docena de bolsillos, broches, argollas, compartimientos secretos con cremallera.

También encontramos dos sacos para especímenes geológicos que eran excelentes mochilas. Aenea cogió una para cargar las prendas y enseres adicionales.

Yo todavía estaba convencido de que tenía que haber una balsa en el interior, pero por más que hurgué en los compartimientos no la encontré.

—M. Endymion —dijo la nave cuando le mencioné a la niña lo que estaba buscando—. Tengo el vago recuerdo…

Aenea y yo interrumpimos lo que estábamos haciendo para escuchar. Había un tono extraño, casi doloroso, en la voz de la nave.

—Tengo el vago recuerdo de que el cónsul se llevó la balsa inflable, de que se despidió de mí desde ella.

—¿Dónde fue eso? —pregunté—. ¿En qué mundo?

—No lo sé —dijo la nave con ese tono tímido y dolorido—. Tal vez no fuera un río… Recuerdo estrellas brillando debajo del río.

—¿Debajo del río? —exclamé. Después de la colisión, me preocupaba la integridad mental de la nave.

—El recuerdo es fragmentario —dijo la nave con voz más animada—. Pero recuerdo que el cónsul partió en la balsa. Era una balsa grande, muy cómoda, para ocho o diez personas.

—Magnífico —dije, cerrando la puerta de un compartimiento.

Aenea y yo sacamos la última carga. Habíamos colgado una escalerilla metálica de la cámara de presión, de modo que subir y bajar no era tan agotador como antes.

A. Bettik descendió después de llevar el equipo del campamento y los envases de alimentos hasta la cascada, eché un vistazo a lo que quedaba: mi mochila llena de efectos personales, la mochila y el saco de Aenea, las unidades de comunicaciones y las gafas, algunos paks de comida y bajo la tapa de mi mochila el rifle de plasma y el machete que A. Bettik había hallado el día anterior. Ese largo cuchillo era incómodo de llevar, a pesar de su funda de cuero, pero mis pocos minutos en la selva el día anterior me habían convencido de que lo necesitaríamos. También había encontrado un hacha y una herramienta más compacta, una pala plegable, aunque durante milenios los idiotas que nos listábamos en la infantería habíamos aprendido a llamarla «herramienta para atrincherarse». Nuestros enseres comenzaban a ocupar espacio.

Me habría gustado dejar el hacha y llevar un láser para talar los árboles para la balsa —hasta una vieja motosierra habría sido preferible—, pero mi linterna láser no servía para esa tarea, y en el armario de armas curiosamente faltaban herramientas cortantes.

En un momento de autocomplacencia pensé en llevar el rifle de asalto de FUERZA y talar esos árboles a disparos, cortándolos con rayos si era necesario, pero rechacé la idea. Sería demasiado ruidoso, demasiado desprolijo y demasiado impreciso. Tendría que usar el hacha y sudar un poco. Llevé un equipo de herramientas, con martillo, clavos, destornilladores, tornillos, pernos —todas las cosas que podría necesitar para construir la balsa—, así como algunos rollos de plástico impermeable que podrían servir como tosco pero adecuado piso de la balsa. Encima del conjunto de herramientas había tres rollos de cuerda con funda de nylon. En un saco rojo e impermeable había encontrado bengalas y explosivo plástico, el cual se había usado para volar tocones y rocas durante siglos, así como varios detonadores. Los incluí también, aunque quizá no sirvieran para talar árboles para una balsa. También incluí en esa pila dos kits médicos y un purificador de agua.

Había llevado el cinturón de vuelo EM, pero era un trasto aparatoso con su arnés y su pak de potencia. Aun así, lo apoyé contra mi mochila, pensando que podíamos necesitarlo. También se apoyaba contra mi mochila la escopeta de calibre 16 que el androide no se había molestado en llevar consigo durante su vuelo al este. Al lado había tres cajas de municiones. También había insistido en llevar la pistola de dardos, aunque A. Bettik y Aenea se negaban a usarla.

En mi cinturón estaba la funda con la 45 cargada, un bolsillo para una anticuada brújula magnética que habíamos encontrado en el armario, mis gafas nocturnas y los binoculares diurnos, una botella de agua y dos cargadores adicionales para el rifle de plasma.

—¡Qué vengan los velocirráptors! —musité mientras hacía el inventario.

—¿Qué? —preguntó Aenea.

—Nada.

Aenea acababa de empacar sus cosas en su nuevo saco cuando A. Bettik descendió a la arena. También había empacado las pocas pertenencias personales del androide en el segundo saco.

Siempre me gustó levantar campamento, más que instalarlo. Creo que disfruto de la pulcritud de empacar todo.

—¿De qué nos olvidamos? —pregunté mientras mirábamos los paquetes y las armas.

—De mí —dijo la nave por el comlog. La voz sonaba un poco afligida.

Aenea cruzó la playa para tocar el metal curvo de la nave encallada.

—¿Cómo anda todo?

—He iniciado las reparaciones, M. Aenea. Muchas gracias por preguntar.

—¿Aún proyectas seis meses para las reparaciones? —pregunté.

Las últimas nubes se disipaban en el cielo azul claro, sobre el vaivén de las frondas verdes y blancas.

—Aproximadamente seis meses estándar —dijo la nave—. Eso es para mi estado interno y externo. No tengo macromanipuladores para reparar elementos tales como las aeromotos.

—Está bien —dijo Aenea—. Las dejaremos aquí. Las arreglaremos cuando volvamos a verte.

—¿Cuándo será eso? —preguntó la nave. La voz parecía más baja que de costumbre, viniendo del comlog.

La niña nos miró a A. Bettik y a mí. Ninguno habló.

—Volveremos a necesitar tus servicios, nave —dijo al fin Aenea—. ¿Puedes ocultarte aquí durante meses, o años, mientras te reparas y aguardas?

—Sí —dijo la nave—. ¿El fondo del río servirá?

Miré la gran masa gris de la nave. Aquí el río era ancho y tal vez profundo, pero la idea de que la nave herida se asentara allí parecía extraña.

—¿No tendrás filtraciones? —pregunté.

—M. Endymion —dijo la nave en su tono altanero—, soy una nave interestelar capaz de penetrar nebulosas y de sentirme cómoda dentro de la capa externa de una gigante roja. No tendré filtraciones, como tú dices, por estar sumergida en H2O durante pocos años.

—Lo lamento —dije, y añadí, negándome a dejarle la última palabra—: No te olvides de cerrar la cámara de presión cuando te sumerjas.

La nave no hizo comentarios.

—Cuando regresemos a buscarte —dijo la niña—, ¿podremos llamarte?

—Usad las bandas del comlog o noventa-punto-uno en la banda radial general. Mantendré una antena en la superficie para recibir la llamada.

—Nos has servido bien —dijo Aenea, palmeando el casco—. Ahora recóbrate. Queremos que estés en excelente forma cuando regresemos.

—Sí, M. Aenea. Estaré en contacto y os seguiré el rastro hasta que atraveséis el próximo portal teleyector.

A. Bettik y Aenea se sentaron en la alfombra con sus mochilas. Nuestras últimas cajas de equipo ocupaban el resto. Me sujeté el aparatoso cinturón de vuelo. Eso me obligaba a llevar mi mochila contra el pecho, con una correa por encima del hombro, el rifle en la mano libre, pero daba resultado. Sabía cómo manejar esa cosa sólo por los libros —los cinturones EM no servían en Hyperion—, pero los controles eran sencillos e intuitivos. El indicador de potencia mostraba una carga completa, así que no creía que me cayera al río en ese breve viaje.

La alfombra flotaba a diez metros del río cuando apreté el controlador, salté al aire, esquivé una gimnosperma, recobré el equilibrio y me acerqué a ellos.

Ir colgado de ese arnés acolchado no era tan cómodo como ir sentado en una alfombra voladora, pero la euforia de vuelo era aún más fuerte. Con el controlador en el puño, les indiqué que partieran y volamos al este a lo largo del río, hacia el sol de la mañana.

No había muchas otras playas entre la nave y la cascada, pero había un buen sitio al pie de la cascada, en el lado sur, donde el río se ensanchaba formando un perezoso estanque más allá de los rápidos. Fue allí donde A. Bettik desempacó nuestro equipo de camping y el primer cargamento. El estruendo de la cascada era ensordecedor cuando bajamos la última caja. Cogí el hacha y miré las gimnospermas más cercanas.

—Estaba pensando —murmuró A. Bettik, con voz tan suave que el fragor de la cascada apenas me permitía oírle.

Me detuve con el hacha en el hombro. El sol estaba muy fuerte, y la camisa ya se me pegaba al cuerpo.

—El río Tetis estaba destinado a los cruceros de placer —continuó el androide—. Me pregunto cómo se las apañaban los cruceros de placer con eso. —Señaló la rugiente cascada.

—Lo sé —dijo Aenea—. Yo estaba pensando lo mismo. Entonces tenían barcazas de levitación, pero no todos los que recorrían el Tetis las usaban. Habría sido embarazoso ir en un crucero romántico y andar sobrevolando cascadas con tu novia.

Me quedé mirando la espuma irisada de la cascada y me pregunté si yo era tan inteligente como a veces creía. Esto no se me había ocurrido.

—El Tetis no se ha usado en tres siglos estándar —dije—. Tal vez la cascada sea nueva.

—Tal vez —dijo A. Bettik—, pero lo dudo. Estas cascadas parecen formadas por desplazamientos tectónicos que corren muchos kilómetros al norte y al sur por la jungla. ¿Ves la diferencia de elevación? Y han sufrido erosión durante mucho tiempo. ¿Ves el tamaño de aquellas rocas en los rápidos? Yo creo que esto ha estado aquí desde que existe el río.

—¿Y no figura en tu guía del Tetis? —pregunté.

—No —dijo el androide, examinando el libro. Aenea lo cogió.

—Tal vez no estemos en el Tetis —sugerí. Ambos me miraron—. La nave no pudo examinar las estrellas. ¿Y si estamos en un mundo que no figuraba en la excursión original por el Tetis?

Aenea asintió.

—Pensé en ello. Los portales son los mismos en el resto del Tetis de hoy, ¿pero cómo saber si el TecnoNúcleo no tenía otros portales… otros ríos conectados por teleyector?

Bajé el hacha y me apoyé en el mango.

—En tal caso, estamos en apuros —dije—. Nunca encontrarás a tu arquitecto, y nunca encontraremos nuestro camino de regreso a la nave y a casa.

Aenea sonrió.

—Es demasiado pronto para preocuparnos por eso. Han pasado tres siglos. Tal vez el río abrió un nuevo cauce desde los días del Tetis. O quizás haya un canal y esclusas que pasamos por alto porque la selva creció encima. No tenemos que preocuparnos por esto ahora. Sólo tenemos que ir río abajo para ver si hay otro portal.

Alcé un dedo.

—Otra idea —dije, sintiéndome un poco más listo que un momento antes—. ¿Y si nos tomamos el trabajo de construir una balsa y encontramos otra cascada entre nosotros y el portal? ¿O diez más? Anoche no localizamos el portal teleyector, así que no sabemos a qué distancia está.

—Pensé en ello —dijo Aenea.

Tamborileé el mango del hacha con los dedos. Si la niña volvía a repetir esa frase, pensaría seriamente en usar mi herramienta contra ella.

—M. Aenea me pidió que hiciera un reconocimiento —dijo el androide—. Lo hice durante mi último viaje hasta aquí.

Fruncí el ceño.

—¿Reconocimiento? No tuviste tiempo para volar cien kilómetros o más río abajo.

—No —convino el androide—, pero llevé la alfombra a gran altura y usé los binoculares para escudriñar nuestro trayecto. El río parece ir en línea recta durante doscientos kilómetros. Fue difícil, por cierto, pero vi lo que podría ser el arco ciento treinta kilómetros río abajo. No parecía haber cascadas ni otros obstáculos.

Fruncí aún más el ceño.

—¿Viste todo eso? ¿A qué altura volaste?

—La alfombra no tiene altímetro, pero a juzgar por la visible curvatura del planeta y el oscurecimiento del cielo, creo que llegué a cien kilómetros.

—¿Tenías puesto un traje espacial? —pregunté. A esa altitud la sangre de un ser humano herviría en las venas y los pulmones estallarían por descompresión explosiva—. ¿Un respirador? —Miré en torno, pero no vi nada semejante en nuestras pilas.

—No —dijo el androide, volviéndose para alzar una caja—. Sólo contuve el aliento.

Sacudiendo la cabeza, fui a talar algunos árboles. Pensé que el ejercicio y la soledad me vendrían bien.

Era de noche cuando la balsa estuvo terminada, y habría trabajado toda la noche si A. Bettik no se hubiera turnado conmigo para talar los árboles. El producto terminado no era vistoso, pero flotaba. Nuestra pequeña balsa tenía seis metros de longitud y cuatro de anchura, con una larga estaca que oficiaba de timón sobre un soporte a popa y una plataforma frente al timón. Allí Aenea instaló la tienda con aberturas delante y detrás.

Puso toscos toletes en cada flanco, con largos remos que quedarían a lo largo de la embarcación a menos que los necesitáramos para impulsarnos en aguas muertas o como timones de emergencia en un rápido. Yo temía que los helechos chuparan demasiada agua y se hundieran, pero con sólo dos capas sujetas en forma de panal con nuestra cuerda de nylon, y atornilladas en sitios estratégicos, los leños flotaban bien y mantenían el tope de la balsa a quince centímetros del agua.

Aenea había demostrado cierta fascinación con la microtienda, y tuve que admitir que la montaba con una destreza mayor de la que yo había demostrado en tantos años de usar esas cosas. Era accesible desde el timón, con un toldo delante que nos guarecía del sol y la lluvia sin estorbar la visión, y tenía bonitos aleros en ambos lados para guardar las otras cajas de equipo seco. Aenea ya había extendido nuestros cojines de espuma y sacos de dormir en varios rincones de la tienda; la plataforma del centro, desde donde teníamos la mejor vista de delante, ahora incluía una losa de un metro de anchura que serviría para apoyar nuestros utensilios de cocina y el cubo calefactor; una de las lámparas de mano oficiaba de farol y colgaba de un nudo central. El efecto general era acogedor.

La niña no sólo pasó la tarde haciendo una tienda acogedora. Quizá yo esperaba que ella mirase mientras los dos hombres sudaban haciendo el trabajo pesado —yo me había desnudado hasta la cintura para trajinar en el calor—, pero Aenea se nos sumó casi de inmediato, arrastrando troncos hasta el punto de ensamblaje, cortándolos, clavando clavos, colocando pernos y articulaciones y ayudando en la construcción.

Señaló que el modo en que me habían enseñado a armar un timón era ineficiente, pues si la base del trípode era más baja y estaba a mayor distancia podría mover la pértiga con mayor facilidad y mejor efecto. Dos veces me mostró diferentes modos de sujetar los travesaños de la parte inferior de la balsa para que estuvieran más ceñidos y fueran más resistentes. Cuando necesitábamos dar forma a un leño, Aenea se encargaba de ello con el machete, y A. Bettik y yo sólo podíamos apartarnos para no recibir la lluvia de astillas.

Pero aunque los tres trabajamos con ahínco, atardecía cuando la balsa estuvo terminada y el equipo cargado.

—Podríamos acampar aquí esta noche y zarpar temprano por la mañana —dije.

Aun mientras lo decía, supe que no quería hacer eso. Tampoco querían ellos dos. Subimos a bordo y nos alejamos de la costa con la larga pértiga que yo había escogido como fuente de locomoción cuando fallara la corriente. A. Bettik timoneaba, y Aenea permaneció cerca del frente de la balsa, buscando esquistos o rocas ocultas.

Durante la primera hora, el viaje fue mágico. Después del tórrido calor de la jungla y la abrumadora fatiga de ese día, era paradisíaco bogar en la lenta balsa, empujar de cuando en cuando contra el lodo del río y mirar el paso de las oscuras paredes de jungla. El sol se puso a nuestras espaldas, durante unos minutos el río estuvo rojo como lava derretida, y las gimnospermas de ambas orillas llamearon reflejando la luz. Luego el cielo gris se oscureció y pronto quedó cubierto de nubes, igual que la noche anterior.

—Me pregunto si la nave habrá logrado estudiar las estrellas —dijo Aenea.

—Llamemos para preguntar.

La nave no había podido estudiar su posición.

—Pude confirmar que no estamos en Hyperion ni en Vector Renacimiento —dijo la vocecilla por mi comlog.

—Vaya, qué alivio. ¿Alguna otra noticia?

—Me he desplazado al fondo del río. Es muy cómodo, y me estoy preparando…

De repente los relámpagos de colores ondearon en el norte y el oeste, y el viento azotó el río con tanta fuerza que todos tuvimos que apresurarnos a sujetar las cosas para impedir que volaran. La balsa empezó a zarandearse en el oleaje y el comlog escupió estática. Lo apagué y me concentré en remar mientras A. Bettik volvía a timonear. Durante varios minutos temí que la balsa se desarmara en medio del oleaje y del viento rugiente; la proa bajaba y subía, y los rojizos relámpagos eran la única iluminación. Esta noche el trueno era audible —enormes olas de sonido, como si alguien echara a rodar tambores de acero por escaleras de piedra— y los relámpagos aurorales rasgaban el cielo en vez de bailar como la noche anterior. Quedamos petrificados cuando un rayo cayó en una gimnosperma de la orilla norte del río, haciéndola estallar en llamas y chispas de color. Como ex barquero, maldije mi estupidez por encontrarnos en medio de un río tan ancho —el Tetis volvía a tener un kilómetro de anchura— sin un pararrayos ni esteras de caucho. Nos agachábamos temblando de miedo cuando los rayos de color caían en las orillas o iluminaban el horizonte.

De pronto empezó a llover y los relámpagos cesaron. Corrimos hacia la tienda, Aenea y A. Bettik agazapados cerca de la abertura del frente, aún buscando bancos de arena o leños flotantes, yo de pie en la parte de atrás, donde la niña había arreglado la tienda para que el timonel contara con algún refugio.

Las lluvias eran intensas y frecuentes en el río Kans cuando yo era barquero. Recuerdo estar acurrucado en la chorreante cabina de una vieja barca y preguntarme si el peso de la lluvia la hundiría, pero no recuerdo ninguna lluvia como ésta.

Por un momento pensé que nos habíamos topado con una cascada mucho más grande y sin darnos cuenta habíamos caído bajo la precipitación, pero todavía íbamos río abajo y no había una cascada, solo la terrible fuerza de la peor lluvia que yo había experimentado.

Lo aconsejable habría sido dirigirse a la orilla y aguardar hasta que amainara ese diluvio, pero no veíamos nada, excepto relámpagos de colores detrás de esa muralla vertical de agua, y no sabíamos a qué distancia estaba la orilla ni si era posible amarrar la balsa. Sujeté el timón en su posición más alta, para que se limitara a mantener la proa detrás, abandoné mi puesto y me acurruqué junto a la niña y el androide mientras los cielos se abrían y derramaban ríos, lagos, mares de agua sobre nosotros.

La niña había montado y asegurado la tienda con destreza o con suerte, pues ni una vez se plegó ni se aflojó. Digo que me acurruqué junto a ellos, pero en realidad los tres estábamos ocupados sosteniendo cajas mientras la balsa se zamarreaba y giraba en redondo. Ignorábamos en qué dirección íbamos, si la balsa estaba segura en medio del río o se dirigía a las rocas de un rápido, o bien si enfilaba hacia un acantilado porque el río viraba mientras nosotros seguíamos en línea recta. Ya no importaba a esas alturas: sólo queríamos conservar nuestro equipo, no caer por la borda y mantener a la vista a los otros dos.

En un punto —con un brazo sobre las mochilas y la mano en el cuello de la niña, que se estiró para recobrar un cacharro que salía despedido de la tienda— miré al frente de la balsa y comprendí que toda la balsa estaba bajo el agua excepto nuestra plataforma. El viento arrojaba olas que irradiaban un fulgor rojo o amarillo, según el color de ese telón de relámpagos. Recordé algo que había olvidado buscar en la nave: chalecos salvavidas, dispositivos personales de flotación.

Poniendo a Aenea bajo el techo de la tienda, grité en medio de la tormenta:

—¿Sabes nadar cuando no estás en gravedad cero?

—¿Qué? —Vi que sus labios formaban la palabra, pero no pude oírla.

—¿Sabes nadar?

A. Bettik nos miró desde las cajas. Chorreaba agua por la cabeza calva y la larga nariz. Sus ojos azules parecían violetas cuando estallaban los relámpagos.

Aenea sacudió la cabeza, pero no supe si me respondía negativamente o si me daba a entender que no me oía. Su chaleco empapado chasqueaba como una sábana mojada en una tormenta de viento.

—¿SABES… NADAR? —grité a pleno pulmón. El esfuerzo me dejó sin aliento. Di frenéticas brazadas. El zamarreo de la balsa nos separó y nos aproximó.

Noté que Aenea comprendía. Su largo cabello chorreaba lluvia y espuma. Sonrió y se acercó para gritarme al oído.

—¡GRACIAS! ME GUSTARÍA NADAR. TAL VEZ MÁS TARDE.

Entonces dimos con un remolino, o tal vez el viento infló la tienda y la usó como vela para impulsar la balsa, pero lo cierto es que la balsa giró sobre sí misma, vaciló y siguió girando. Renunciamos a salvar nada salvo nuestro pellejo y nos acurrucamos en el centro de la plataforma. Noté que Aenea gritaba —una especie de «¡Hurra!» de felicidad— y sin darme cuenta repetí el grito. Era agradable gritar en medio del vendaval y el diluvio sin que nos oyeran, sintiendo el eco del grito en el cráneo y los huesos mientras reverberaba el rugido del trueno. Miré a la derecha cuando un relámpago carmesí iluminó el río, vi con asombro que la balsa esquivaba como un trompo una roca que sobresalía del agua, pero me asombró aún más ver a A. Bettik de rodillas, la cabeza echada hacia atrás, gritando «¡Hurra!» con nosotros a voz en cuello.

La tormenta duró toda la noche. Al romper el alba la lluvia amainó hasta convertirse en una mera garúa. Los relámpagos y estruendos debieron de terminar entonces, pero no estoy seguro de ello. Yo, al igual que mi joven amiga y mi amigo androide, estaba profundamente dormido.

Cuando despertamos, el sol estaba alto, no había nubes y el río era ancho y lento. La jungla se desplazaba en ambas orillas como un tapiz ininterrumpido, y el cielo era suave y azul.

Permanecimos un rato sentados, los codos sobre las rodillas, la ropa empapada. No dijimos nada. Creo que aún veíamos la turbulencia de la noche anterior, y las explosiones de color aún estallaban en nuestra retina.

Al cabo de un rato Aenea se levantó con piernas trémulas. La superficie de la balsa estaba mojada, pero todavía encima del agua. Un tronco de estribor se había zafado y había algunas cuerdas deshilachadas en vez de nudos, pero en general nuestra embarcación aún estaba en buenas condiciones.

Revisamos las junturas y realizamos un inventario. La lámpara que habíamos colgado como farol había desaparecido, al igual que un cartón de raciones, pero todo lo demás parecía en orden.

—Bien, podéis remolonear un rato —dijo Aenea—. Yo prepararé un desayuno.

Puso el cubo calefactor al máximo, hizo hervir agua, preparó té para ella y café para nosotros, puso a freír lonjas de jamón con tajadas de patata.

Miré el jamón siseante.

—Creí que eras vegetariana —dije.

—Lo soy. Yo comeré bocadillos de trigo y beberé esa espantosa leche reconstituida por la nave, pero por esta única vez soy el chef y comeréis bien.

Comimos bien, sentados en el frente de la plataforma, donde el sol nos bañaba la piel y nos secaba la ropa. Saqué mi aplastado tricornio de un bolsillo de mi chaleco húmedo, lo estrujé y me lo puse en la cabeza para cubrirme. Aenea se echó a reír. Miré a A. Bettik, pero el androide estaba tan calmo e impasible como siempre, como si esa hora de gritar «¡Hurra!» con nosotros nunca hubiera existido.

A. Bettik enderezó el poste del frente de la balsa, se quitó su harapienta camisa blanca y la colgó para secarla. El sol brilló sobre su perfecta piel azul.

—¡Una bandera! —exclamó Aenea—. Es lo que necesitaba esta expedición.

Me eché a reír.

—Pero no una bandera blanca. Eso significa… —Callé de golpe.

Habíamos avanzado por la lenta corriente virando en un recodo del río. Ahora veíamos el enorme y antiguo portal teleyector que se arqueaba a cientos de metros de altura. Árboles enteros habían crecido sobre su ancho lomo, y largas lianas colgaban de sus frisos y hendeduras.

Ocupamos nuestros puestos: yo en el timón, A. Bettik de pie ante el largo poste, dispuesto a apartar rocas o troncos, y Aenea en el frente.

Durante un largo minuto creí que el teleyector no funcionaría. Veía la jungla y el cielo azul debajo, veía el río que pasaba más allá. La vista era normal, hasta que llegamos a la sombra del arco gigante. Un pez saltó del agua a diez metros. El viento agitaba el cabello de Aenea y las olas del río. Encima de nosotros, toneladas de metal antiguo colgaban como un intento infantil de dibujar un puente.

—No pasó nada… —dije.

El aire se llenó de electricidad de una manera más repentina y aterradora que en la tormenta de la noche anterior. Era como si un telón gigante hubiera caído desde el arco. Caí de rodillas, sintiendo el peso y luego la falta de peso. Por un brevísimo instante tuve la sensación que había tenido cuando el campo de choque nos rodeó en la nave espacial derribada, como un feto luchando contra un saco amniótico.

Lo atravesamos. El sol desapareció. La luz del día desapareció. Las orillas y la jungla desaparecieron. El agua se extendía hasta el horizonte por todas partes. Estábamos bajo un vasto cielo constelado de infinidad de estrellas.

Tres lunas del tamaño de un planeta despuntaban delante, alumbrando a Aenea como reflectores anaranjados.