29

Cuando nos derribaron a cientos de metros del portal teleyector, tuve la certeza de que podíamos darnos por muertos. El campo de contención interna falló en cuanto los generadores sufrieron el impacto, la pared que mirábamos se convirtió súbitamente en nuestro abajo, y la nave cayó como un ascensor con los cables cortados.

Las sensaciones que siguieron son difíciles de describir. Ahora sé que los campos internos pasaron a lo que se conocía como «campo de choque» —un nombre bien puesto, sin duda— y en los próximos minutos fue exactamente como si estuviéramos apresados en un recipiente gigante de gelatina. En cierto sentido, así era. El campo de choque se expandió en un nanosegundo para cubrir todos los milímetros cuadrados de la nave, funcionando como un acolchado que nos mantenía inmóviles mientras la nave se zambullía en el río, botaba en el fondo lodoso, disparaba su motor de fusión —creando un gigantesco penacho de vapor— y avanzaba inexorablemente en medio del lodo, el vapor, el agua y los desechos de la implosión hasta que la nave cumplió la última orden que había recibido, atravesar el portal teleyector. Aunque pasáramos tres metros bajo la hirviente superficie del río, ello no impedía que el portal funcionara. La nave luego nos contó que mientras su popa atravesaba el teleyector, el agua se recalentó de repente, como si una nave de Pax la bombardeara con un rayo de contrapresión. Irónicamente, el vapor desvió el rayo durante los milisegundos necesarios para completar la transición.

Entretanto, desconociendo estos detalles, yo miraba azorado. No podía cerrar los ojos bajo la fuerza aplastante del campo de choque, y miraba los monitores de video y el ápice del casco transparente mientras el teleyector se activaba en medio del vapor y la luz del sol se derramaba sobre la superficie del río. De repente atravesamos la nube de vapor, chocamos nuevamente contra rocas y un cauce fluvial y trepamos a una playa bajo un cielo azul y soleado.

Los monitores se apagaron y el casco se puso opaco. Quedamos varios minutos atrapados en esa negrura cavernosa. Yo flotaba en el aire, o habría flotado en el aire de no ser por el gelatinoso campo de choque. Tenía los brazos extendidos, la pierna derecha arqueada en postura de corredor, la boca abierta en un grito silencioso y no podía pestañear. Al principio sentí miedo de la asfixia —el campo de choque estaba dentro de mi boca abierta— pero pronto noté que mi nariz y mi garganta recibían oxígeno. Resultó ser que el campo de choque funcionaba como las costosas máscaras osmóticas usadas para el buceo en tiempos de la Hegemonía: el aire atravesaba la masa de campo que se apretaba contra el rostro y la garganta. No era una experiencia agradable —siempre detesté la idea de la asfixia—, pero mi angustia era manejable. Más perturbadora era la negrura y la sensación claustrofóbica de estar atrapado en una pegajosa y gigantesca telaraña. Durante esos largos minutos en la oscuridad, temí que la nave quedara atascada allí para siempre y que los tres muriésemos de hambre en posturas indignas, hasta que un día los bancos de energía de la nave se agotaran, el campo de choque se derrumbara y nuestros esqueletos blanqueados cayeran ruidosamente en el interior de la nave como huesos arrojados por un adivino invisible.

En realidad, el campo se disipó lentamente menos de cinco minutos después. Las luces se encendieron, fluctuaron y fueron reemplazadas por una luz de emergencia roja mientras descendíamos suavemente a lo que poco antes había sido la pared. El casco externo se puso transparente de nuevo, pero muy poca luz pasaba por el lodo y los desechos.

Yo no había podido ver a A. Bettik y Aenea mientras estaba inmovilizado —estaban fuera de mi campo de visión—, pero los vi mientras el campo los bajaba hasta el casco. Me asombró oír un grito que salía de mi garganta y comprendí que era el grito que había iniciado en el momento de la colisión.

Los tres nos quedamos en la pared curva del casco, frotándonos y palpándonos brazos, piernas y cabezas para cerciorarnos de que no teníamos lesiones. Luego Aenea habló en nombre de todos.

—Mierda —dijo, y se puso de pie. Le temblaban las piernas.

—¡Nave! —llamó el androide.

—Sí, A. Bettik —respondió la impasible nave.

—¿Estás dañada?

—Sí, A. Bettik. Acabo de completar una evaluación de daños. Las serpentinas de campo, los repulsores y los trasladores Hawking han sufrido grandes daños, al igual que algunos sectores del casco de popa y dos de las cuatro aletas de aterrizaje.

—Nave —dije, poniéndome de pie y mirando por la nariz transparente del casco. Entraba luz por la pared curva, pero la mayor parte del casco exterior estaba embadurnado de fango y arena. El oscuro río cubría hasta dos tercios de los flancos. Al parecer nos habíamos atascado en una orilla arenosa, pero antes habíamos recorrido muchos metros del fondo del río—. Nave, ¿tus sensores funcionan?

—Sólo el radar y el visual.

—¿Hay perseguidores? ¿Alguna nave de Pax atravesó el teleyector?

—Negativo. No hay blancos inorgánicos en tierra ni en el aire dentro de los alcances de mi radar.

Aenea caminó hacia la pared vertical que había sido el piso enmoquetado.

—¿Ni siquiera soldados? —preguntó.

—No —dijo la nave.

—¿El teleyector todavía funciona? —preguntó A. Bettik.

—Negativo —dijo la nave—. El portal dejó de funcionar dieciocho nanosegundos después de que lo atravesamos.

Me relajé un poco y miré a la niña, verificando que no estaba lastimada. Salvo por el cabello desgreñado y los ojos desorbitados, parecía bastante normal. Me sonrió.

—¿Cómo salimos de aquí, Raul?

Miré arriba y entendí a qué se refería. La escalera central estaba tres metros sobre nuestras cabezas.

—Nave —dije—, ¿puedes activar los campos internos para que consigamos salir?

—Lo lamento. Los campos están desactivados y la reparación demorará un tiempo.

—¿Puedes simular una abertura en el casco encima de nosotros? —La sensación de claustrofobia estaba volviendo.

—Me temo que no. En este momento funciono con baterías, y una simulación requeriría mucha más energía de la que tengo. La cámara de presión principal funciona. Si podéis llegar allí, la abriré.

Los tres nos miramos.

—Magnífico —dije al fin—. Debemos arrastrarnos treinta metros en medio de este desquicio…

Aenea aún miraba por la escalera.

—Aquí la gravedad es diferente. ¿La sientes?

Así era. Todo era más liviano. Yo debía de haberlo atribuido a una variación en el campo interno, pero ya no había campo interno. Era otro mundo, con otra gravedad. Miré a la niña sorprendido.

—¿Me estás diciendo que podemos volar hacia allá? —dije, señalando la cama que colgaba de la pared y la escalera.

—No, pero la gravedad parece un poco menor que en Hyperion. Si los dos me impulsáis hacia allá, os arrojaré algo y luego nos arrastraremos hasta la cámara de presión.

Y eso fue precisamente lo que hicimos. Hicimos una hamaca con las manos e impulsamos a Aenea hacia la escalera; ella estiró la mano, arrancó la manta de la cama, la anudó en la balaustrada y nos arrojó el otro extremo. A. Bettik y yo trepamos y los tres caminamos precariamente por el poste del pozo central, aferrándonos a la escalera de caracol para conservar el equilibrio, y poco a poco nos abrimos paso por esa caótica nave iluminada de rojo: la biblioteca, donde los libros y cojines habían caído al casco inferior a pesar de las cuerdas que los sujetaban; el holofoso, donde el Steinway aún estaba atornillado en su sitio, pero donde nuestras pertenencias personales habían caído al fondo de la nave. Nos detuvimos mientras yo descendía para recoger la mochila y las armas que había dejado en el diván. Sujetándome la pistola al cinturón, aferrando la cuerda que había guardado en la mochila, me sentí más preparado para una eventualidad.

Cuando llegamos al corredor, vimos que aquello que había dañado el sector del motor también había causado estragos en los armarios: partes del corredor estaban ennegrecidas y retorcidas, y el contenido de los armarios estaba desparramado por las paredes desgarradas. La cámara de presión interna estaba abierta, pero varios metros encima de nosotros. Tuve que trepar el último tramo vertical de corredor y arrojar la cuerda a los demás. Saltando a la cámara externa y saliendo a la brillante luz del sol, metí la mano en la cámara, encontré la muñeca de Aenea y la saqué. Un segundo después hice lo mismo con A. Bettik. Luego todos miramos alrededor.

¡Un extraño nuevo mundo! Nunca podré explicar la emoción que me estremeció en ese momento, a pesar del choque, a pesar de las circunstancias, a pesar de todo. ¡Estaba mirando un nuevo mundo! El efecto fue más profundo de lo que había esperado en mi anticipación del viaje entre mundos. Este planeta era muy parecido a Hyperion: aire respirable, cielo azul —un poco más claro que el cielo lapislázuli de Hyperion—, nubes, el río a nuestras espaldas —más ancho que el río de Vector Renacimiento— y jungla en ambas márgenes, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista a la derecha, y más allá del portal teleyector cubierto de malezas a la izquierda. Adelante, la proa de la nave había abierto un surco que terminaba en una playa arenosa, y luego la jungla empezaba de vuelta, cubriendo todo como un telón verde y harapiento sobre un escenario estrecho.

Pero aunque todo suene familiar, todo era extraño: los aromas eran sorprendentes, la gravedad era rara, la luz del sol demasiado brillante; los «árboles» no se parecían a nada que yo conociera —los describiría como gimnospermas plumosas y verdes— y en lo alto bandadas de frágiles aves blancas aleteaban alejándose del ruido que habíamos provocado en nuestra torpe entrada en este mundo.

Caminamos por el casco hasta la playa. Brisas suaves hacían ondear el cabello de Aenea y mi camisa. El aire olía a especias sutiles, parecidas a canela y tomillo, aunque más suaves y sabrosas. La proa de la nave no era transparente por fuera, aunque en ese momento no supe si la nave había vuelto a opacar su piel o si nunca parecía transparente desde fuera. Aun tendido de costado, el casco habría sido demasiado alto y demasiado empinado para descender si no hubiera cavado un surco tan profundo en la playa de arena. Usé la soga para bajar a A. Bettik a la arena, luego bajamos a la niña, y al fin me calcé la mochila con el rifle de plasma plegado encima y salté, rodando al tocar el suelo compacto.

Mi primer paso en otro mundo, y no fue un paso sino un tropezón.

La niña y el androide me ayudaron a levantarme. Aenea miraba el casco.

—¿Cómo regresamos arriba? —dijo.

—Podemos construir una escalera o arrastrar un árbol caído. También traje la alfombra voladora.

Escrutamos la playa y la jungla. La playa era estrecha —pocos metros desde la proa hasta la arboleda, con un color más rojo que arenoso bajo la brillante luz del sol— y la jungla era tupida y oscura. La brisa era fresca en la playa, pero el calor era palpable bajo la tupida arboleda. Veinte metros más arriba, las frondas de las gimnospermas susurraban y temblaban como antenas de insectos gigantes.

—Aguardad aquí un minuto —dije, y me interné en la arboleda. La maleza era espesa, en general un tipo de helecho, y el esponjoso suelo contenía mucho humus. La jungla olía a humedad y podredumbre, pero era un olor muy diferente de los marjales y pantanos de Hyperion. Pensé en los mosquitos drácula y los agujines de mi región, y caminé con cuidado. De los troncos de las gimnospermas colgaban lianas que creaban una malla en la penumbra. Comprendí que tenía que haber agregado un machete a mi lista de elementos básicos.

No había penetrado diez metros en la espesura cuando un alto arbusto de gruesas hojas rojas frente a mi rostro se puso en movimiento y las «hojas» se alejaron bajo el dosel de la jungla. Las hojas correosas de la criatura evocaban esos enormes murciélagos que nuestros ancestros habían llevado a Hyperion.

—Maldición —susurré, saliendo con esfuerzo de la húmeda maraña. Tenía la camisa rasgada cuando llegué tambaleando a la playa. Aenea y A. Bettik me miraban con expectación.

—Es una verdadera jungla —dije.

Caminamos hasta la orilla, nos sentamos en un tocón medio hundido y miramos la nave espacial. La pobre parecía una ballena encallada en un viejo holo sobre la fauna de Vieja Tierra.

—Me pregunto si volará de nuevo —murmuré, rompiendo una barra de chocolate y entregando una parte a la niña y otra al hombre de tez azul.

—Oh, creo que sí —dijo una voz en mi muñeca.

Me sobresalté. Me había olvidado del brazalete comlog.

—¿Nave? —pregunté, alzando la muñeca y hablando por el brazalete como si usara una radio portátil de la Guardia Interna.

—No tienes que hacer eso —dijo la voz de la nave—. Oigo todo con claridad, gracias. Preguntabas si volaré de nuevo. La respuesta es: casi con seguridad. Tuve que efectuar reparaciones más complicadas cuando llegué a la ciudad de Endymion después de mi regreso a Hyperion.

—Bien, me alegra que puedas… eh… repararte. ¿Necesitarás materia prima? ¿Repuestos?

—No, gracias, M. Endymion. Se trata de reasignar materiales existentes y rediseñar ciertas unidades dañadas. Las reparaciones no demorarán demasiado.

—¿Cuánto tiempo es demasiado? —preguntó Aenea. Terminó el chocolate y se relamió los dedos.

—Seis meses estándar —dijo la nave—. A menos que me tope con dificultades inesperadas.

Los tres nos miramos.

Escruté la jungla.

El sol estaba más bajo, y sus rayos horizontales iluminaban las copas de las gimnospermas y sumían las sombras en una tiniebla aún más profunda.

—¿Seis meses? —dije.

—A menos que me tope con dificultades inesperadas —repitió la nave.

—¿Alguna idea? —pregunté a mis dos camaradas. Aenea se lavó los dedos en el río, se enjuagó la cara y se alisó el cabello húmedo.

—Estamos en el río Tetis —dijo—. Iremos corriente abajo hasta encontrar el próximo portal teleyector.

—¿Podemos hacer de nuevo ese truco?

Aenea se secó la cara.

—¿Qué truco?

Hice un gesto desdeñoso con la mano.

—Oh, nada… hacer funcionar una máquina que estuvo muerta tres siglos. Ese truco.

Me miró gravemente.

—Yo no sabía si podría hacerlo, Raul. —Aenea se volvió hacia A. Bettik, que nos miraba impasiblemente—. De veras.

—¿Qué hubiera sucedido si no hubieras podido hacerlo? —pregunté.

—Nos habrían capturado. Creo que a vosotros dos os habrían soltado. Me habrían llevado a Pacem. Nadie habría tenido más noticias de mí.

Su voz indiferente y fría me estremeció.

—De acuerdo —dije—, funcionó. ¿Pero cómo lo hiciste?

Ella movió la mano en ese gesto que ya me estaba resultando familiar.

—No estoy segura. Sabía por mis sueños que quizás el portal me dejara entrar…

—¿Te dejara entrar?

—Sí. Creí que me… reconocería. Y así fue.

Me apoyé las manos en las rodillas y estiré las piernas, hundiendo los talones en la arena roja.

—Hablas del teleyector como si fuera un organismo inteligente, viviente.

Aenea miró el arco que estaba a medio kilómetro.

—En cierto modo lo es. Es difícil de explicar.

—¿Pero estás segura de que las tropas de Pax no pueden seguirnos?

—Sí. El portal no se activará para nadie más.

Enarqué las cejas.

—¿Y cómo pasamos A. Bettik, yo y la nave?

Aenea sonrió.

—Estabais conmigo.

Me puse de pie.

—De acuerdo, hablaremos de esto después. Primero, creo que necesitamos un plan. ¿Hacemos un poco de reconocimiento, o primero sacamos nuestras cosas de la nave?

Aenea miró las oscuras aguas del río.

—Y entonces Robinson Crusoe se desnudó, nadó hasta su barco, se llenó los bolsillos con galletas y regresó a la costa.

—¿Qué? —dije, alzando mi mochila con mal ceño.

—Nada —dijo Aenea, poniéndose de pie—. Sólo un viejo libro pre-Hégira que me leía el tío Martin. Decía que los correctores de pruebas siempre han sido imbéciles incompetentes, aun hace mil cuatrocientos años.

Miré al androide.

—¿Tú la entiendes, A. Bettik?

A. Bettik torció los labios finos en esa mueca que yo estaba aprendiendo a interpretar como una sonrisa.

—No es mi función entender a M. Aenea, M. Endymion.

Suspiré.

—De acuerdo, volvamos al tema. ¿Efectuamos el reconocimiento antes de que oscurezca, o sacamos nuestras cosas de la nave?

—Voto por echar un vistazo —dijo Aenea. Miró la oscura jungla—. Pero no por allí.

—De acuerdo —dije, sacando la alfombra voladora de la mochila y desenrollándola sobre la arena—. Veamos si funciona en este mundo. —Alcé el comlog—. De paso, ¿qué mundo es éste, nave?

Hubo un segundo de vacilación, como si la nave estuviera concentrada en sus propios problemas.

—Lo lamento. No puedo identificarlo, dado el estado de mis bancos de memoria. Mis sistemas de navegación podrían guiarnos, por cierto, pero necesitaré avistar estrellas. Os puedo informar que no hay transmisiones electromagnéticas ni de microondas en esta zona del planeta. No hay satélites de repetición ni otros objetos artificiales en órbita sincrónica.

—De acuerdo. ¿Pero dónde estamos?

Miré a la niña.

—¿Cómo iba a saberlo? —dijo Aenea.

—Tú nos trajiste aquí —recalqué. Noté que la estaba tratando con impaciencia, pero me sentía un poco impaciente.

Aenea sacudió la cabeza.

—Yo sólo activé el teleyector, Raul. Mi único plan era escaparme de ese padre capitán y todas esas naves. Eso era todo.

—Y encontrar a tu arquitecto.

—Sí.

Miré la jungla y el río.

—No parece un lugar prometedor para encontrar un arquitecto. Supongo que tienes razón. Tendremos que seguir río abajo hasta el próximo mundo. —El teleyector poblado de malezas por donde habíamos entrado me llamó la atención. Comprendí por qué habíamos encallado: el río formaba un recodo a la derecha a medio kilómetro del portal. La nave había pasado y había seguido en línea recta, abriendo un surco en el bajío hasta la playa.

—Aguarda —dije—, ¿no podemos reprogramar ese portal y usarlo para ir a otra parte? ¿Por qué tenemos que encontrar otro?

A. Bettik se alejó de la nave para echar un buen vistazo al portal.

—Los portales del río Tetis no funcionaban como los teleyectores personales —murmuró—. Tampoco estaban diseñados para funcionar como los portales de la Confluencia, ni los grandes teleyectores del espacio. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un librito. Miré el título: Guía del viajero en la Red de Mundos—. Parece que el Tetis estaba diseñado para paseo y esparcimiento. La distancia entre los portales variaba desde unos pocos kilómetros hasta muchos cientos de kilómetros.

—¡Cientos de kilómetros! —exclamé. Esperaba encontrar el próximo portal a la vuelta del siguiente recodo del río.

—Sí —continuó A. Bettik—. La idea, entiendo, era ofrecer al viajero una amplia variedad de mundos, paisajes y experiencias. Con esa finalidad sólo se activaban los portales río abajo, y se autoprogramaban aleatoriamente… es decir, los tramos de río de diferentes mundos se barajaban constantemente, como naipes de un mazo.

Sacudí la cabeza.

—En los Cantos del viejo poeta dice que los ríos desaparecieron después de la Caída… que se secaron como ojos de agua en el desierto.

Aenea chasqueó los labios.

—A veces el tío Martin dice pamplinas, Raul. Él no vio qué pasó con el Tetis después de la Caída. Estaba en Hyperion, ¿recuerdas? Nunca regresó a la Red. Inventó esa parte.

No era manera de hablar de la mayor obra literaria de los últimos trescientos años, ni del legendario poeta que la había compuesto, pero me eché a reír a carcajadas. Cuando logré calmarme, Aenea me miraba extrañamente.

—¿Estás bien, Raul?

—Sí. Sólo feliz. —Hice un gesto que abarcaba la jungla, el río, el portal, incluso nuestra nave semejante a una ballena encallada—. Por algún motivo, simplemente me siento feliz.

Aenea cabeceó como si entendiera.

—¿Dice el libro en qué mundo estamos? —pregunté al androide—. Jungla, cielo azul… debe de estar nueve-coma-cinco en la escala Solmev. Eso debe de ser bastante raro. ¿Menciona este mundo?

A. Bettik hojeó la guía.

—No recuerdo que en las secciones que leí mencionaran un mundo así, M. Endymion. Leeré con mayor atención después.

—Bien, creo que necesitamos echar un vistazo —intervino Aenea, impaciente por explorar.

—Pero debemos rescatar algunas cosas importantes de la nave —dije—. Preparé una lista.

—Eso podría llevar horas. Cuando terminemos, habrá caído el sol.

—Aun así —dije, dispuesto a discutir—, es preciso organizarse.

—Si se me permite la sugerencia —interrumpió A. Bettik—, tú y M. Aenea podéis iniciar el reconocimiento mientras yo bajo esos artículos necesarios que has mencionado. A menos que os parezca más prudente dormir en la nave esta noche.

Miramos la pobre nave. El río formaba remolinos alrededor, y por encima de la superficie emergían los tocones torcidos y ennegrecidos que habían sido las orgullosas aletas de popa. Pensé en dormir en medio de ese caos, bajo la luz roja de emergencia o en la oscuridad absoluta de los niveles centrales.

—Bien —dije—, sería más seguro dormir dentro, pero saquemos las cosas que necesitaremos para desplazarnos río abajo y luego decidiremos.

El androide y yo deliberamos varios minutos. Yo tenía el rifle de plasma, así como la 45 en el cinturón, pero quería la escopeta calibre 16 que había puesto aparte, además del equipo de camping que había visto en un armario. No sabía cómo llegaríamos río abajo. Tal vez la alfombra nos transportara a los tres, pero dudaba que nos sostuviera con nuestro equipo, así que decidimos sacar tres aeromotos. También había un cinturón de vuelo que me había parecido útil, así como accesorios tales como un cubo calefactor, sacos de dormir, esteras de espuma, linternas láser y los auriculares de comunicación.

—Ah, y un machete, si encuentras —añadí—. Había varias cajas de cuchillos y hojas multiuso en medio del equipo extravehicular. No recuerdo haber visto un machete, pero si hay uno, traigámoslo.

A. Bettik y yo caminamos hasta el extremo de la angosta playa, encontramos un árbol caído en la orilla y lo arrastramos hasta el flanco de la nave para usarlo como escalerilla por donde podríamos trepar al casco.

—Ah, fíjate si hay una escalerilla de cuerdas en medio de ese revoltijo. Y una balsa inflable.

—¿Algo más? —preguntó A. Bettik de mal humor.

—No… bien, una sauna, si encuentras. Y un bar bien provisto. Y tal vez una banda de doce instrumentos que toque un poco de música mientras desempacamos.

—Haré lo posible —dijo el androide, y trepó por el tronco hacia el casco.

Me sentía culpable por dejar que A. Bettik se encargara de cargar con esos bultos, pero parecía conveniente averiguar a qué distancia estaba el próximo portal teleyector, y no pensaba permitir que la niña saliera a solas en una misión de exploración. Se sentó detrás de mí mientras yo tecleaba las hebras activadoras y la alfombra se ponía rígida y se elevaba de la arena húmeda.

—Picarón —dijo ella.

Suspiré de nuevo y toqué las hebras de vuelo. Nos elevamos en espiral sobre el nivel de las copas de los árboles. El sol estaba más bajo en la dirección que consideré el oeste.

—Nave —dije por el comlog.

—¿Sí? —El tono de la nave siempre daba la impresión de que yo la interrumpía durante una tarea importante.

—¿Estoy hablando contigo o con el banco de datos que copiaste?

—Mientras estés dentro del alcance del comunicador, M. Endymion, estás hablando conmigo.

—¿Cuál es el alcance del comunicador? —Nos elevamos treinta metros por encima del río. A. Bettik nos saludó desde la cámara de presión.

—Veinte mil kilómetros o la curva del planeta —dijo la nave—. Lo que venga primero. Como dije antes, no hay satélites de retransmisión en este mundo.

Envié la alfombra hacia delante e iniciamos el vuelo río arriba, hacia el arco poblado de malezas.

—¿Puedes hablarme a través de un portal teleyector? —pregunté.

—¿Un portal activado? —dijo la nave—. Imposible, M. Endymion. Estarías a años-luz de distancia.

La nave se las ingeniaba para hacerme sentir estúpido y provinciano. Normalmente disfrutaba de su compañía, pero no la echaría de menos cuando la dejáramos atrás.

Aenea se apoyó en mi espalda y me habló al oído para hacerse entender a pesar del silbido del viento.

—Los viejos portales tenían líneas de fibra óptica. Eso funcionaba… aunque no tan bien como la ultralínea.

—¿Es decir que podríamos usar cable telefónico si quisiéramos seguir hablando con la nave cuando estemos río abajo?

Por el rabillo del ojo, vi que sonreía. Pero esa ocurrencia tonta me hizo pensar en algo.

—Si no podemos regresar río arriba por los portales, ¿cómo hallamos el camino para regresar a la nave?

Aenea me apoyó la mano en el hombro. El portal se aproximaba rápidamente.

—Seguimos la línea hasta dar la vuelta —dijo por encima del ruido del viento—. El río Tetis era un gran círculo.

Me volví para mirarla.

—¿Estás bromeando? Había doscientos mundos conectados por el Tetis.

—Por lo menos doscientos. Que sepamos.

No entendí eso, pero suspiré de nuevo cuando redujimos la velocidad cerca del portal.

—Si cada tramo del río tenía cien kilómetros, estamos hablando de un trayecto de veinte mil kilómetros para regresar aquí.

Aenea no dijo nada.

Me aproximé al portal, reparando por primera vez en el tamaño de esas cosas. El arco parecía de metal, con ornatos, compartimientos, muescas e inscripciones crípticas, pero la jungla lo había cubierto de lianas y líquenes. Lo que yo había confundido con óxido resultó ser más de esas hojas rojas con alas de murciélago, colgando en racimos de la maraña de lianas. Las eludí.

—¿Y si se activa? —pregunté cuando estábamos a un par de metros de la parte interior del arco.

—Inténtalo —dijo la niña.

Avancé despacio, casi deteniéndome cuando el frente de la alfombra llegó a la línea invisible que había debajo del arco.

No pasó nada. Lo atravesamos, giré y regresamos desde el sur. El portal teleyector era sólo un rebuscado puente de metal que se arqueaba sobre el río.

—Está muerto —dije—. Tan muerto como los huevos de Kelsey. —Era una de las frases favoritas de Grandam, y sólo la usaba cuando supuestamente no la oían los niños, pero comprendí que había una niña que podía oírme—. Perdón —dije por encima del hombro, ruborizándome. Tal vez había pasado demasiados años en el ejército o trabajando con barqueros de río, o como cuidador en los casinos. Me había convertido en un patán.

Aenea echó la cabeza hacia atrás, desternillándose de risa.

—Raul, crecí visitando al tío Martin, ¿recuerdas?

Sobrevolamos la nave y saludamos a A. Bettik mientras el androide bajaba cubos de equipo a la playa. Agitó su mano azul.

—¿Aún quieres ir río abajo para ver cuánto falta para el próximo portal? —pregunté.

—Por supuesto —dijo Aenea.

Volamos río abajo, viendo muy pocas otras playas o claros en la jungla: los árboles y las lianas llegaban hasta la orilla. Me molestaba no saber hacia dónde nos dirigíamos, así que extraje la brújula de guía inercial de mi mochila y la activé. La brújula me había guiado en Hyperion, donde el campo magnético era poco confiable, pero aquí era inservible. Al igual que el sistema de guía de la nave, la brújula funcionaba a la perfección si se conocía su punto de partida, pero habíamos perdido ese lujo en cuanto atravesamos el teleyector.

—Nave —le dije al comlog—, ¿puedes obtener una lectura de brújula magnética?

—Sí —fue la instantánea respuesta—, pero sin saber con precisión dónde está el norte magnético de este mundo, sería una estimación tosca.

—Dame esa estimación tosca, por favor.

La alfombra se ladeó al sobrevolar un ancho recodo. El río se había ensanchado de nuevo. Debía de tener casi un kilómetro de anchura en este punto. La corriente parecía rápida, pero no traicionera. Mi trabajo como barquero en el Kans me había enseñado a observar remolinos, ramas caídas, bancos de arena y demás. Este río parecía muy navegable.

—Os estáis dirigiendo aproximadamente al este-sureste —dijo el comlog—. La velocidad del aire es sesenta y ocho kilómetros por hora. Los sensores indican que el campo de deflexión de la alfombra está en ocho por ciento. La altitud es…

—De acuerdo, de acuerdo. Este-sureste.

El sol bajaba a nuestras espaldas. Este mundo giraba como Vieja Tierra e Hyperion. El río se enderezó y aceleré un poco. En los laberintos de Hyperion había volado a trescientos kilómetros por hora, pero no quería ir a tanta velocidad si no era necesario. Las baterías de las hebras de vuelo eran duraderas, pero no tenía por qué agotarlas antes de lo necesario. Me recordé que debía recargar las hebras en la nave antes de partir, aunque lleváramos las aeromotos.

—Mira —dijo Aenea, señalando a la izquierda. Al norte, iluminada por el poniente, una mole semejante a una meseta o construcción humana se elevó desde el dosel de la selva—. ¿Podemos ir a mirar?

No era conveniente. Teníamos un objetivo, teníamos un límite de tiempo —el sol poniente, por lo pronto— y teníamos mil motivos para no correr riesgos en las inmediaciones de artefactos extraños. Por lo que sabíamos, esa meseta o torre podía ser el cuartel general de Pax en aquel planeta.

—Claro —dije, pateándome mentalmente por ser tan idiota, y dirigí la alfombra hacia el norte.

El objeto estaba a mayor distancia de la que aparentaba. Aceleré a doscientos kilómetros por hora, y aun así tardamos diez minutos en llegar.

—Disculpa, M. Endymion —dijo la voz de la nave—, pero pareces haberte desviado y ahora te diriges al nornoreste, a unos ciento tres grados de tu objetivo anterior.

—Estamos investigando una torre o loma que sobresale de la jungla al norte. ¿La tienes en tu radar?

—Negativo —dijo la nave, y de nuevo creí detectar cierta sequedad en su tono—. Aquí, hundida en el barro, no tengo un punto de observación óptimo. Todo lo que esté por debajo de la inclinación de veintiocho grados a partir del horizonte se pierde en la confusión. Tú estás justo dentro de mi ángulo de detección. Veinte kilómetros más al norte te perderé.

—Está bien. Sólo examinaremos esto y regresaremos al río.

—¿Por qué? ¿Por qué investigar algo que no tiene nada que ver con vuestros planes de viajar río abajo?

Aenea me cogió la muñeca.

—Somos humanos —replicó.

La nave no respondió.

Al fin llegamos a aquella cosa, que se elevaba cien metros sobre el dosel de la jungla.

Sus niveles inferiores estaban tan rodeados de gimnospermas gigantes que la torre parecía un viejo peñasco elevándose en un mar verde.

Parecía natural pero también artificial, o al menos modificada por alguna inteligencia. Tenía setenta metros de anchura y parecía hecha de roca, tal vez algún tipo de piedra arenisca. El sol poniente —a sólo diez grados del horizonte selvático— bañaba el peñasco en una chispeante luz roja. Aquí y allá, en las laderas este y oeste del peñasco, había aberturas que Aenea y yo consideramos naturales al principio, talladas por el viento o el agua; pronto comprendimos que estaban talladas con herramientas. En la ladera este también había nichos, tallados a una distancia apropiada como para ser escalones y agarraderas para pies y manos humanas. Pero eran nichos angostos de escasa profundidad, y la idea de escalar así ese peñasco de más de cien metros me revolvió el estómago.

—¿Podemos acercarnos más? —preguntó Aenea.

Yo mantenía la alfombra a cincuenta metros de distancia mientras sobrevolábamos.

—No creo que sea aconsejable. Ya estamos al alcance de un arma de fuego. No quiero tentar a nadie que tenga lanza o arco y flechas.

—Un arco podría acertarnos a esta distancia —dijo Aenea, pero no insistió.

Por un segundo creí ver algo que se movía dentro de una de las aberturas ovales de la piedra roja, pero luego decidí que era un truco de la luz del atardecer.

—¿Suficiente? —pregunté.

—No —dijo Aenea. Me aferraba los hombros mientras virábamos. La brisa me agitaba el cabello corto, y al mirar hacia atrás vi el cabello ondeante de la niña.

—Pero tenemos que volver a lo nuestro —dije, enfilando hacia el río y acelerando. Cuarenta metros debajo de nosotros, la techumbre de gimnospermas lucía blanda, plumosa y engañosamente continua, como si pudiéramos aterrizar sobre ella en caso de emergencia. Al pensar en las consecuencias de semejante emergencia, sentí un aguijonazo de tensión. «Pero A. Bettik tiene el cinturón de vuelo y las aeromotos —pensé—. Puede venir a buscarnos si es preciso».

Interceptamos el río un kilómetro al sureste de donde lo habíamos dejado, y nuestra visibilidad llegaba a treinta kilómetros. No había ningún portal teleyector.

—¿Hacia dónde? —pregunté.

—Sigamos un poco más.

Asentí y viré a la izquierda, permaneciendo sobre el río. No habíamos visto indicios de vida animal salvo algunas aves blancas y esos murciélagos vegetales rojos. Estaba pensando en los escalones del monolito rojo cuando Aenea me tiró de la manga y señaló abajo. Algo muy grande se movía bajo la superficie del río.

El reflejo de la luz del sol en el agua nos ocultaba los detalles, pero pude distinguir una piel correosa, algo parecido a una cola con pinchos y aletas o zarcillos a los costados. La criatura debía de tener diez metros de longitud. Se sumergió y la pasamos antes de poder ver más.

—Era una especie de manta de río —dijo Aenea por encima de mi hombro. Volábamos rápidamente, y el viento hacía ruido contra el campo de deflexión.

—Más grande —dije.

Yo había trabajado con mantas de río, y nunca había visto una tan larga ni tan ancha. De pronto la alfombra voladora me pareció muy frágil e insustancial. Bajé treinta metros —ahora volábamos muy cerca de los árboles— para que una caída no resultara fatal en caso de que la antigua alfombra decidiera abandonarnos sin advertencia.

Doblamos otro recodo, notamos que el río se estrechaba rápidamente, y pronto fuimos saludados por un rugido y una muralla de espuma. La cascada no era espectacular —apenas diez a quince metros— pero un gran volumen de agua caía por ella. El río de un kilómetro de anchura se angostaba entre peñascos de roca hasta tener sólo cien metros, y el caudal era impresionante. Había más rápidos sobre las rocas, y luego de un ancho remanso el río volvía a ensancharse y a ser relativamente plácido. Por un segundo me pregunté estúpidamente si la criatura fluvial que habíamos visto estaría preparada para esta repentina caída.

—No creo que encontremos el portal a tiempo para regresar antes del anochecer —dije—. Siempre que haya un portal río abajo.

—Hay uno —dijo Aenea.

—Hemos recorrido por lo menos cien kilómetros.

—A. Bettik dijo que los tramos del Tetis tenían esa longitud de promedio. Puede haber doscientos o trescientos kilómetros entre portales. Además había muchos portales a lo largo de diversos ríos. Los tramos del río variaban en longitud aun dentro del mismo mundo.

—¿Quién te contó eso? —pregunté, girando para mirarla.

—Mi madre. Ella era detective. Una vez tuvo un caso de divorcio donde siguió a un tío casado y su novia tres semanas por el río Tetis.

—¿Qué es un caso de divorcio?

—No importa. —Aenea giró para mirar hacia atrás. El cabello le fustigó la cara—. Tienes razón. Regresemos a la nave. Vendremos por aquí mañana.

Viré y aceleré con rumbo al oeste. Cruzamos la cascada y nos reímos cuando la espuma nos mojó la cara y las manos.

—¿M. Endymion? —dijo el comlog.

No era la nave, sino A. Bettik.

—Sí. Estamos regresando. Nos encontramos a media hora de distancia.

—Lo sé —dijo la calma voz del androide—. Estaba mirando la torre, la cascada y todo lo demás en el holofoso.

Aenea y yo nos miramos desconcertados.

—¿Quieres decir que el comlog envía imágenes?

—Desde luego —dijo la nave—. Holo o vídeo. También estuvimos monitoreando el vuelo.

—Aunque la postura es un poco rara —dijo A. Bettik—, pues el holofoso es ahora un hueco en la pared. Pero no llamaba para verificar vuestra posición.

—¿Entonces qué?

—Parece que tenemos un visitante —dijo A. Bettik.

—¿Una gran criatura acuática? —inquirió Aenea—. ¿Una especie de manta, pero más grande?

—No exactamente —respondió la calma voz de A. Bettik—. Es el Alcaudón.