Una vez, mientras guiaba a unos cazadores de patos nacidos en los marjales de Hyperion, pregunté a uno de ellos, un piloto que comandaba el dirigible semanal que unía las Nueve Colas de Equus con Aquila, cómo era su trabajo.
—¿Pilotar un dirigible? Como dice el antiguo dicho, largas horas de aburrimiento interrumpidas por minutos de puro pánico.
Este viaje era parecido. No quiero decir que yo estuviera aburrido —el interior de la nave, con sus libros, sus viejos holos y su piano de cola, contenía suficientes atracciones como para impedir que me aburriera en los próximos diez días, además de que estaba conociendo a mis compañeros de viaje—, pero ya habíamos experimentado estos largos y lentos períodos de grato ocio puntuados por interludios de frenéticos caudales de adrenalina.
En el sistema de Parvati fue perturbador alejarse de la cámara de vídeo y ver cómo la niña amenazaba con suicidarse —matándonos a nosotros— si la nave de Pax no se alejaba. Durante diez meses yo había trabajado en una mesa de blackjack en Felix, una de las Nueve Colas, y había observado a muchos jugadores; esta niña de once años era una excelente jugadora de póquer. Más tarde, cuando le pregunté si habría cumplido la amenaza y abierto nuestro último nivel presurizado al espacio, puso su sonrisa traviesa e hizo un ademán vago y desdeñoso, como si borrara ese pensamiento del aire. Me habitué a ese gesto con los meses y con los años.
—Bien, ¿cómo sabías el nombre de ese capitán? —pregunté.
Esperaba oír una revelación acerca de los poderes de una protomesías, pero Aenea sólo respondió:
—El me estaba esperando en la Esfinge cuando salí hace una semana. Supongo que oí que alguien lo llamaba por el nombre.
Lo puse en duda. Si el padre capitán había estado en La Esfinge, el procedimiento estándar del ejército de Pax le habría obligado a estar enfundado en armadura de combate y comunicarse por canales seguros. ¿Pero por qué mentiría la niña? «¿Y por qué estoy buscando lógica y cordura? —me pregunté—. Hasta ahora no las hubo».
Cuando Aenea bajó a ducharse después de nuestra dramática salida del sistema de Parvati, la nave trató de tranquilizarnos a A. Bettik y a mí.
—No os preocupéis. Yo no habría permitido vuestra muerte por descompresión.
El androide y yo intercambiamos una mirada. Creo que ambos nos preguntábamos si la nave sabía qué habría hecho, o si la niña ejercía sobre ella algún control especial.
Al transcurrir los días del segundo tramo del viaje, me sorprendí meditando sobre esa situación y mi reacción ante ella. Comprendí que el principal problema había sido mi pasividad, casi irrelevancia durante todo el viaje. Tenía veintisiete años, era ex soldado y hombre de mundo aunque mi mundo fuera sólo el remoto Hyperion y había permitido que una niña enfrentara la única emergencia que habíamos tenido. Comprendí por qué A. Bettik había sido tan pasivo en la situación; a fin de cuentas, estaba condicionado por su bioprogramación y por siglos de costumbre para acatar decisiones humanas. ¿Pero por qué yo había sido tan inservible? Martin Silenus me había salvado la vida y me había enrolado en la descabellada misión de proteger a la niña, mantenerla con vida y ayudarla a llegar a destino. Hasta ahora, lo único que había hecho era pilotar una alfombra y ocultarme detrás de un piano mientras la niña se enfrentaba con una nave de guerra.
Los cuatro, incluida la nave, hablamos sobre esa nave de guerra cuando salimos del espacio de Parvati. Si Aenea estaba en lo cierto, si el padre capitán De Soya había estado en Hyperion durante la apertura de la tumba, entonces Pax había encontrado modo de tomar un atajo por el espacio Hawking. Las implicaciones de esa realidad no sólo eran perturbadoras; me mataban de miedo.
Aenea no parecía demasiado preocupada. Pasaron los días y nos adaptamos a esa cómoda aunque claustrofóbica rutina de a bordo: el piano después de la cena, recorrer la biblioteca mirando los holos y bitácoras de navegación de la nave en busca de pistas acerca del destino final del cónsul (había muchas pistas, ninguna definitiva), jugar a los naipes por la noche (la niña era, en efecto, una temible jugadora de póquer) y ejercicios en ocasiones, para lo cual yo pedía a la nave que fijara el campo de contención en uno-coma-tres gravedades en el pozo de la escalera, y luego subía y bajaba los seis pisos corriendo durante cuarenta y cinco minutos. No sé qué efecto tendría sobre el resto de mi cuerpo, pero mis pantorrillas, muslos y tobillos pronto parecieron pertenecer al elefantoide de un mundo joviano.
Cuando Aenea comprendió que el campo se podía limitar a pequeñas zonas de la nave, no hubo manera de detenerla. Empezó a dormir en una burbuja de gravedad cero en la cubierta de fuga. Descubrió que la mesa de la biblioteca se podía transformar en mesa de billar, e insistió en jugar por lo menos dos partidas por día, en cada ocasión con diferente gravedad. Una noche oí un ruido mientras leía en el nivel de navegación, bajé hasta el holofoso y encontré el casco abierto, el balcón extendido y sin el piano y una gigantesca esfera de agua de ocho o diez metros de diámetro flotando entre el balcón y el campo de contención externo.
—¿Qué diablos haces?
—Es divertido —dijo una voz desde el interior de la palpitante burbuja de agua. Una cabeza con cabello mojado hendió la superficie, colgando cabeza abajo a dos metros del piso del balcón—. Entra —exclamó la niña—. El agua está tibia.
Me alejé de esa aparición, apoyando mi peso en la baranda y tratando de no pensar en lo que pasaría si esa burbuja localizada del campo fallaba por un segundo.
—¿A. Bettik ha visto esto?
La niña se encogió de hombros. Más allá del balcón estallaban los fuegos de artificio fractales, arrojando increíbles colores y reflejos sobre la esfera de agua. La esfera era una gran burbuja azul con retazos más claros en la superficie y el interior, donde palpitaban burbujas de aire. Me recordaba fotos de Vieja Tierra.
Aenea hundió la cabeza, su silueta borrosa atravesó el agua un momento y emergió cinco metros más arriba en la superficie curva. Algunos glóbulos más pequeños saltaron y cayeron a la superficie de la esfera más grande, arrastrada —supuse— por la diferencial de campo, enviando complejas ondas concéntricas por la superficie del globo de agua.
—Entra —repitió la niña—. Lo digo en serio.
—No tengo traje.
Aenea flotó un segundo, se arqueó y se sumergió. Cuando emergió, cabeza arriba desde mi perspectiva, dijo:
—¿Quién tiene traje? ¡No lo necesitas!
Yo sabía que no bromeaba porque había entrevisto sus vértebras y costillas, y su breve trasero de varón reflejaba la luz fractal como dos pequeños hongos blancos asomando en un estanque. Vista de atrás, nuestra protomesías de doce años era sexualmente tan atractiva como ver holos de los nietos de una tía lejana en la bañera.
—¡Entra, Raul! —insistió, y se lanzó hacia el lado opuesto de la esfera.
Vacilé sólo un segundo antes de quitarme la bata y la ropa. No sólo conservé mis calzoncillos, sino la camiseta que a menudo usaba como pijama.
Por un instante permanecí en el balcón, sin saber cómo meterme en esa esfera que flotaba encima de mí.
—¡Salta, torpe! —gritó una voz desde el arco superior de la esfera.
La transición a gravedad cero comenzaba a un metro y medio de altura. El agua estaba helada.
Giré, grité, sentí que en mi cuerpo se encogía todo aquello que se podía encoger, y me puse a chapotear, tratando de mantener la cabeza por encima de la superficie curva. No me sorprendió que A. Bettik saliera al balcón para averiguar a qué venían tantos gritos. Se cruzó de brazos y se apoyó en la baranda, cruzando las piernas.
—¡El agua está tibia! —mentí, mientras me castañeteaban los dientes—. ¡Entra!
El androide sonrió y sacudió la cabeza como un padre paciente. Me encogí de hombros, di media vuelta y me sumergí. Tardé un par de segundos en recordar que nadar es como moverse en gravedad cero, que flotar en el agua en gravedad cero es como nadar en otra parte. De cualquier modo, la resistencia del agua hacía que la experiencia se pareciera más a la natación que a la flotación en gravedad cero, aunque estaba la diversión adicional de toparse con una burbuja de aire en el interior de la esfera y hacer una pausa para recobrar el aliento antes de seguir nadando bajo el agua.
Al cabo de un momento de desorientación, llegué a una burbuja de un metro de anchura, me detuve antes de entrar en la esfera y miré encima de mí para ver cómo emergían la cabeza y los hombros de Aenea.
Ella me miró y saludó con la mano. Tenía la carne de gallina en el pecho desnudo, por el agua fría o el aire frío.
—Vaya diversión, ¿eh? —dijo, escupiendo agua y echándose el cabello hacia atrás. El agua le oscurecía el cabello castaño y rubio. La miré tratando de ver en ella a su madre, la morena detective lusiana. No sirvió de nada. Yo nunca había visto una imagen de Brawne Lamia, sólo había oído descripciones de los Cantos.
—Lo difícil es no volar desde el agua cuando llegas al borde —dijo Aenea mientras nuestra burbuja se desplazaba y contraía, la pared de agua curvándose en torno de nosotros—. ¡Una carrera hasta fuera!
Giró y pataleó. Traté de seguirla, pero cometí el error de cruzar la burbuja de aire (por Dios, espero que ni A. Bettik ni la niña vieran ese patético espasmo de brazos y piernas) y terminé en el borde de la esfera medio minuto detrás de ella. Ahí pisábamos agua; la nave y el balcón estaban debajo, fuera de nuestra vista, y la superficie acuosa se curvaba a izquierda y derecha como una catarata, mientras arriba los fractales carmesíes se expandían, explotaban, se contraían y volvían a expandirse.
—Ojalá pudiéramos ver las estrellas —dije, y me sorprendí de haber hablado en voz alta.
—Ojalá —convino Aenea. Irguió el rostro hacia el perturbador espectáculo de luces, y creí ver una sombra de tristeza sobre sus rasgos—. Tengo frío —dijo al fin. Noté que apretaba las mandíbulas en un esfuerzo para impedir que le castañetearan los dientes—. La próxima vez que ordene a la nave que construya una piscina, le recordaré que no use agua fría.
—Será mejor que salgas —dije. Nadamos por la curva de la esfera. El balcón parecía una pared que se elevaba para saludarnos, y la única anomalía era la silueta de A. Bettik al costado, extendiendo una toalla hacia Aenea.
—Cierra los ojos —dijo ella. Cerré los ojos y sentí los gruesos glóbulos de agua en gravedad cero golpeándome el rostro mientras ella salía de la tensión de superficie de la esfera y flotaba más allá. Un segundo después oí el bofetón de sus pies descalzos aterrizando en el balcón.
Aguardé unos segundos y abrí los ojos. Aenea se acurrucaba contra la voluminosa toalla en que la envolvía A. Bettik. Le castañeteaban los dientes a pesar de sus esfuerzos.
—Ten cuidado —dijo—. Rota tan pronto como puedas al salir del agua, o te caerás de cabeza y te partirás la nuca.
—Gracias —dije, sin la intención de salir de la esfera antes de que ella y A. Bettik se fueran del balcón. Se fueron poco después y yo emergí, moví brazos y piernas en un intento de girar ciento ochenta grados antes de que la gravedad se reafirmara, giré más de la cuenta y aterricé sobre mis posaderas.
Cogí la otra toalla que A. Bettik había dejado en la baranda, me sequé la cara.
—Nave, ya puedes anular el microcampo de gravedad cero.
Comprendí mi error al instante, pero no atiné a anular la orden. Varios cientos de litros de agua se desplomaron sobre el balcón, una maciza cascada de peso helado y aplastante. Si hubiera estado justo debajo, bien podría haber muerto, un final levemente irónico para una gran aventura. Como estaba sentado a un par de metros, el diluvio sólo me aplastó contra el balcón, me apresó en su vórtice mientras se derramaba y amenazó con arrojarme al espacio y más allá de la proa, hasta el fondo de la burbuja elipsoide del campo de contención, donde terminaría como un insecto ahogado en una jarra ovoide.
Cogí la baranda y me sostuve mientras pasaba el torrente.
—Lo lamento —dijo la nave, comprendiendo su error y remodelando el campo para contener esa tromba. Noté que el agua no había pasado por la puerta abierta hacia el nivel del holofoso.
Cuando el microcampo hubo elevado el agua en chorreantes esferas, encontré mi toalla empapada y entré. Mientras el casco se cerraba a mis espaldas y el agua era devuelta a sus tanques (donde sería purificada para nuestro uso o serviría como masa de reacción), me detuve de pronto.
—¡Nave!
—¿Sí, M. Endymion?
—Esto no habrá sido una broma de mal gusto, ¿eh?
—¿Te refieres a obedecer tu orden de anular el microcampo de gravedad cero, M. Endymion?
—Sí.
—Las consecuencias fueron producto de una leve omisión, M. Endymion. Yo no hago bromas. Ten la certeza de que no padezco de sentido del humor.
—Hummm —dije, poco convencido. Llevando conmigo mis zapatos y ropas empapadas, fui arriba a secarme y vestirme.
Al día siguiente visité a A. Bettik en lo que él llamaba la «sala de máquinas». El lugar recordaba la sala de máquinas de una nave marítima —tubos calientes, objetos oscuros pero macizos con forma de dínamo, pasarelas y plataformas de metal—, pero A. Bettik me mostró que el propósito primordial de ese sitio era crear una interfaz con los motores y generadores de campo de la nave por medio de varios conectores semejantes a simuladores. Nunca he disfrutado de las realidades generadas por ordenador, y después de probar algunas de las vistas virtuales de la nave me desconecté y permanecí sentado junto a la hamaca de A. Bettik mientras hablábamos. Me contó que había contribuido a mantener y remodelar la nave durante largas décadas, y que había empezado a temer que nunca volara de nuevo. Noté que le alegraba haber emprendido el viaje.
—¿Siempre habías planeado realizar el viaje con quien el viejo poeta escogiera para rescatar a la niña? —pregunté.
El androide me miró de hito en hito.
—Durante este último siglo he pensado en ello, M. Endymion. Pero rara vez lo consideré una realidad potencial. Te agradezco que lo hayas permitido.
Su gratitud era tan sincera que por un instante me avergonzó.
—Será mejor que no me lo agradezcas hasta que hayamos escapado de Pax —dije para cambiar de tema—. Supongo que nos estarán esperando en el espacio de Vector Renacimiento.
—Parece probable. —El hombre de tez azul no parecía preocupado por esta posibilidad.
—¿Crees que la amenaza de Aenea de abrir la nave al espacio dará resultado por segunda vez?
A. Bettik negó con la cabeza.
—Desean capturarla viva, pero esa artimaña no los engañará de nuevo.
Enarqué las cejas.
—¿De veras crees que era una artimaña? Tuve la impresión de que estaba dispuesta a hacerlo.
—Creo que no. No conozco bien a esta niña, pero tuve el placer de pasar unos días con su madre y los demás peregrinos cuando cruzaron Hyperion. M. Lamia era una mujer que amaba la vida y respetaba las vidas ajenas. Creo que M. Aenea habría cumplido la amenaza de haber estado sola, pero no creo que sea capaz de causarnos daño a nosotros.
No supe qué responder, así que hablamos de otras cosas: la nave, nuestro destino, la extrañeza de los mundos de la Red tanto tiempo después de la Caída.
—Si descendemos en Vector Renacimiento —dije—, ¿planeas dejarnos allí?
—¿Dejaros? —A. Bettik demostró sorpresa por primera vez—. ¿Por qué os iba a dejar allí?
Hice un gesto tímido con la mano.
—Bien… supongo… es decir, siempre creí que querías tu libertad y la encontrarías en el primer mundo civilizado donde aterrizáramos. —Callé antes de ponerme más en ridículo.
—Encuentro la libertad al contar con permiso para venir en este viaje —murmuró el androide. Sonrió—. Además, M. Endymion, si me quedara en Vector Renacimiento no podría pasar inadvertido.
Esto planteó un tema en el que había estado pensando.
—Podrías modificar el color de tu piel. El cirujano automático de la nave puede hacerlo… —Callé de nuevo, viendo en su expresión algo que no entendía.
—Como sabes, M. Endymion, los androides no estamos programados como las máquinas, ni siquiera tenemos parámetros básicos y asimotivadores como las primeras IAs de ADN que evolucionaron hasta convertirse en las inteligencias del Núcleo, pero cuando diseñaron nuestro instinto nos impusieron ciertas inhibiciones. Una consiste en obedecer a los humanos cuando sea razonable e impedir que sufran daño. Este asimotivador es más antiguo que la robótica y la bioingeniería, según me han dicho. Pero otro instinto consiste en no modificar el color de mi piel.
—¿No eres capaz de ello? ¿No podrías hacerlo aunque nuestras vidas dependieran de que ocultaras tu piel azul?
—Oh, sí. Soy una criatura dotada de libre albedrío. Podría hacerlo, sobre todo si la acción fuera coherente con asimotivaciones de alta prioridad, tales como vuestra protección, pero mi elección me pondría… incómodo. Muy incómodo.
Asentí sin comprender. Hablamos de otras cosas.
Ese mismo día hice un inventario del contenido de los armarios del nivel de la cámara de presión. Había más cosas de las que había visto en una primera inspección, y algunos objetos eran tan arcaicos que tuve que preguntar a la nave para qué servían. La mayoría de los elementos de equipo extravehicular eran obvios: trajes espaciales y trajes para atmósferas inhóspitas, cuatro aeromotos pulcramente plegadas, resistentes lámparas de mano, equipo de camping, máscaras osmóticas y equipo de buceo con aletas y arpones, un cinturón EM, tres cajas de herramientas, dos kits médicos bien equipados, seis conjuntos de gafas de visión nocturna e infrarroja, igual número de auriculares livianos con micrófonos, videocámaras y comlogs.
Estos aparatos me indujeron a interrogar a la nave; en un mundo sin esfera de datos, nunca había usado esas cosas. Los comlogs iban desde los anticuados brazaletes plateados y delgados que estaban en boga décadas atrás hasta antiquísimos artilugios macizos del tamaño de un libro pequeño. Todos se podían usar como comunicadores y eran capaces de almacenar gran cantidad de datos, hurgar en la esfera de datos local y —sobre todo los más viejos— de conectarse con repetidoras planetarias de ultralínea vía control remoto, dando acceso a la megaesfera.
Sostuve en la palma uno de los brazaletes. Pesaba mucho menos que un gramo. Inútil. Por lo que comentaban los cazadores, volvían a existir algunos mundos con primitivas esferas de datos. Vector Renacimiento era uno de ellos, pero las repetidoras de ultralínea habían sido inservibles durante casi tres siglos. La ultralínea —la banda común de comunicación ultralumínica que usaba la Hegemonía— había callado desde la Caída. Decidí guardar el comlog en su estuche forrado en terciopelo.
—Puede resultarte útil si te alejas de mí durante un tiempo —dijo la nave.
Miré por encima del hombro.
—¿Por qué?
—Información. Me gustaría copiar mis catálogos de datos en uno o más comlogs. Podrías tener acceso a voluntad.
Me mordí el labio, tratando de imaginar de qué serviría llevar la engorrosa masa de datos de la nave en mi pulsera. Luego oí la voz de Grandam: La información siempre debe atesorarse, Raul. Sólo viene después del amor y la honestidad en nuestro intento de comprender el universo.
—Buena idea —dije, sujetándome el brazalete plateado en la muñeca—. ¿Cuándo puedes copiar los bancos de datos?
—Acabo de hacerlo —dijo la nave.
Yo había inspeccionado el armario de armas antes de llegar al espacio de Parvati; ahí no había nada que pudiera detener a un guardia suizo por un segundo. Ahora estudié el contenido del armario con otro propósito en mente.
Qué rara es la vejez de las cosas viejas. Los trajes espaciales, las aeromotos y las lámparas —casi todo lo que había a bordo de la nave— parecía obsoleto. No había dermotrajes, y el volumen, diseño y color de los objetos evocaba un holo de un texto de historia. Pero las armas eran diferentes. Eran viejas, sí, pero muy familiares para mi ojo y mi mano.
Obviamente el cónsul había sido cazador. Había media docena de escopetas bien engrasadas y guardadas. Podría haber cogido cualquiera de ellas e ido a los marjales a cazar patos. Iban desde una pequeña 310 hasta una maciza doble cañón de calibre 28. Escogí una antigua pero bien preservada arma calibre 16 con cartuchos reales y la puse en el corredor.
Los rifles y armas energéticas eran bellos. El cónsul debía de ser un coleccionista, porque esos especímenes eran obras de arte además de artefactos de muerte, con tallas en las culatas, acero azul, elementos cómodos para la mano, equilibrio perfecto. En el milenio y pico transcurrido desde el siglo veinte, cuando las armas personales se producían masivamente para ser increíblemente mortíferas, baratas y feas como cuñas de metal, algunos de nosotros —el cónsul y yo entre ellos— habíamos aprendido a atesorar hermosas armas hechas a mano o de producción limitada. En el bastidor había rifles de caza de alto calibre, rifles de plasma (el nombre era atinado, según había aprendido durante mi entrenamiento en la Guardia Interna: los cartuchos de plasma eran rayos de energía pura cuando salían del cañón, pero aprovechaban las estrías del cañón antes de volatilizarse), dos rifles de energía láser con complejas tallas (este nombre sí era incorrecto, y obedecía más a la tradición que al diseño), no muy diferentes del que Herrig había usado para matar a Izzy pocos días antes, un rifle de asalto negro de FUERZA que quizá se pareciera al que el coronel Fedmahn Kassad había llevado a Hyperion tres siglos atrás, una enorme arma de plasma que el cónsul debía de haber usado para cazar dinosaurios en algún mundo, y tres armas de mano. No había varas de muerte. Me alegré. Odiaba esas cosas.
Saqué un rifle de plasma, el arma de asalto de FUERZA y las armas de mano para inspeccionarlas mejor.
El arma de FUERZA era fea, una excepción en la colección del cónsul, pero entendí por qué había sido útil. Era un instrumento múltiple: un rifle de plasma de 18 milímetros, un arma de energía coherente de haz variable, un lanzagranadas, un lanzador de rayos de electrones de alta energía, un lanzadardos, un cegador de banda ancha, un lanzador de dardos térmicos. Diablos, un arma de asalto de FUERZA podía hacer todo menos cocinar la comida del soldado. (Y en campaña, sintonizando el haz variable en baja potencia, también podía hacer eso).
Antes de entrar en el sistema de Parvati, yo había pensado en saludar a los guardias suizos con el arma de FUERZA, pero los trajes de combate modernos habrían rechazado todo lo que pudiera arrojar y —para ser franco— yo había temido enfurecer a los soldados de Pax.
La estudié con mayor cuidado; un arma tan flexible podía ser útil si nos alejábamos de la nave y tenía que vérmelas con un enemigo más primitivo, como un cavernícola, un avión de caza o algún pobre diablo equipado como nosotros en la Guardia Interna de Hyperion. Al final opté por no llevarlo. Era tremendamente pesado si uno no llevaba un traje de combate FUERZA de exopotencia, no tenía municiones para los lanzadores de dardos, granadas y electrones de alta energía, los cartuchos de 18 milímetros eran imposibles de encontrar, y para usar las opciones del arma energética tendría que estar cerca de la nave u otra fuente de alimentación. Dejé el rifle de asalto en su sitio, comprendiendo que quizás hubiera sido el arma personal del legendario coronel Kassad. No congeniaba con el perfil de la colección personal del cónsul, pero él había conocido a Kassad, y quizá la hubiera conservado por razones sentimentales.
Se lo pregunté a la nave, pero la nave no recordaba.
—Sorpresa, sorpresa —murmuré.
Las armas de mano eran más antiguas que el rifle de asalto, pero mucho más prometedoras. Eran objetos de colección, pero usaban cargadores de cartucho que aún se conseguían, al menos en Hyperion. No sabía si estarían accesibles en los mundos que visitaríamos. El arma más grande era un Steiner-Ginn calibre 60 con penetrador automático. Era un arma respetable pero pesada: los cargadores pesaban tanto como el arma, y estaba diseñada para usar municiones a velocidad prodigiosa. La guardé. Las otras dos eran más prometedoras: una pistola de dardos pequeña, liviana y muy portátil, la bisabuela del arma con que Herrig había intentado matarme. Venía con varios cientos de lustrosos huevos de agujas —el cargador contenía cinco por vez— y cada huevo contenía varios miles de dardos. Era un buen arma para alguien que no fuera necesariamente buen tirador.
El arma final me asombró. Tenía su propia funda de cuero engrasado. La desenfundé con dedos trémulos. La conocía sólo por libros antiguos: una pistola semiautomática calibre 45, con esos cartuchos reales que venían en estuches de bronce, no una plantilla-cargador que las creaba a medida que el arma disparaba; tenía culata con viñetas, mirilla de metal, acero azul. Hice girar el arma en mis manos. Debía de tener más de mil años.
Miré el estuche donde la había encontrado: cinco cajas de cartuchos calibre 45, cientos de municiones. Pensé que también debían de ser antiguas, pero encontré la etiqueta del fabricante: Lusus. Unos tres siglos.
¿Brawne Lamia no portaba una antigua 45, según los Cantos? Más tarde, cuando le pregunté a Aenea, la niña dijo que nunca había visto a su madre con un arma.
Aun así, esta pistola y la pistola de dardos parecían armas que podíamos llevar con nosotros. No sabía si los cartuchos 45 aún servirían, así que llevé uno al balcón, advertí a la nave que el campo externo debía impedir que el proyectil rebotara, y halé el gatillo. Nada. Luego recordé que esos aparatos tenían un seguro manual. Lo encontré, lo destrabé y probé de nuevo. Por Dios, era ensordecedor. Pero las balas aún funcionaban. Guardé el arma en su funda y me enganché la funda al cinturón. Era agradable sentirla encima. Desde luego, cuando hubiera disparado la última bala 45, debería despedirme de ella para siempre a menos que encontrara un club de armas antiguas que las fabricara.
«No planeo disparar cientos de balas», pensé en el momento. Si hubiera sabido…
Más tarde, cuando me reuní con la niña y el androide, les mostré la escopeta y el rifle de plasma que había escogido, la pistola de dardos y la 45.
—Si vamos a merodear por lugares extraños e inhabitados, deberíamos ir armados —dije.
Les ofrecí la pistola de dardos, pero ambos rehusaron. Aenea no quería armas; el androide señaló que no podía usar un arma contra un ser humano, y confiaba en que yo estuviera cerca si una fiera lo perseguía.
De mala gana, guardé el rifle, la escopeta y la pistola.
—Yo llevaré esto —dije, palpando la 45.
—Va bien con tu ropa —dijo Aenea con una leve sonrisa.
Esta vez no hubo una deliberación desesperada de último momento acerca de un plan. Ninguno de nosotros creía que la amenaza de autodestrucción de Aenea funcionara de nuevo si Pax estaba esperando. Nuestra deliberación más seria sobre el futuro próximo se produjo dos días antes de entrar en el sistema de Vector Renacimiento. Habíamos comido bien —A. Bettik había preparado un filete de manta de río con una salsa liviana, habíamos investigado la bodega buscando un buen vino de los viñedos del Pico y al cabo de una hora de música, con Aenea al piano y el androide tocando una flauta que había traído consigo, hablamos del futuro.
—Nave, ¿qué puedes decirnos sobre Vector Renacimiento? —preguntó la niña.
Hubo esa breve pausa que yo había llegado a asociar con una sensación de vergüenza de la nave.
—Lo lamento, M. Aenea, pero me temo que no tengo ninguna información sobre ese mundo, salvo datos de navegación y mapas de aproximación orbitales que están obsoletos desde hace siglos.
—Yo estuve allí —dijo A. Bettik—. También hace siglos, pero hemos monitoreado tráfico de radio y televisión que se refiere al planeta.
—Yo he oído charlas de algunos cazadores —intervine—. Algunos de los más ricos eran de Vector Renacimiento. ¿Por qué no empiezas tú? —le sugerí al androide.
A. Bettik cabeceó y se cruzó de brazos.
—Vector Renacimiento era uno de los mundos más importantes de la Hegemonía. Muy parecido a la Tierra en la escala Solmev, fue colonizado por naves semilleras y estaba totalmente urbanizado en tiempos de la Caída. Era famoso por sus universidades, sus centros médicos (allí se administraba la mayoría de los tratamientos Poulsen para los ciudadanos de la Red que podían pagarlos), su arquitectura barroca y su producción industrial. Allí se fabricaba la mayoría de las naves de FUERZA. De hecho, esta nave debió de construirse allá… era un producto del complejo Mitsubishi-Havcek.
—¿De veras? —preguntó la nave—. Si yo sabía eso, he perdido los datos. Qué interesante.
Por vigésima vez, Aenea y yo intercambiamos miradas de preocupación. Una nave que no recordaba su pasado ni su lugar de origen no inspiraba confianza durante las complejidades del vuelo interestelar.
«Bien —pensé por enésima vez—, ha podido entrar y salir del sistema de Parvati».
—Da Vinci es la capital de Vector Renacimiento —continuó A. Bettik—, aunque toda la masa terrestre y gran parte del único y vasto mar están urbanizados, así que hay poca distinción entre uno y otro centro urbano.
—Es un activo mundo de Pax —añadí—. Fue uno de los primeros en unirse a Pax después de la Caída. Hay efectivos militares en abundancia. Vector Renacimiento y Renacimiento M. tienen guarniciones orbitales y lunares, además de bases en todo el planeta.
—¿Qué es Renacimiento M.? —preguntó Aenea.
—Renacimiento Menor —dijo A. Bettik—. El segundo mundo a partir del sol. Vector Renacimiento es el tercero. Menor también está habitado, pero mucho menos. Es un mundo agropecuario con enormes granjas automatizadas, y alimenta a Vector. Después de la Caída de los teleyectores, ambos mundos se beneficiaron con esta situación; antes de que Pax reiniciara el comercio interestelar regular, el sistema de Renacimiento era bastante autónomo. Vector Renacimiento manufacturaba bienes, Renacimiento Menor suministraba alimentos para los cinco mil millones de habitantes de Vector Renacimiento.
—¿Cuál es la población actual de Vector Renacimiento? —pregunté.
—Creo que es la misma… cinco mil millones, aproximadamente —dijo A. Bettik—. Como decía, Pax llegó tempranamente y ofreció a ambos el cruciforme y el régimen de control de natalidad que lo complementa.
—Dices que estuviste allá. ¿Cómo es ese mundo?
—Ah —dijo A. Bettik con una sonrisa amarga—. Estuve en el puerto espacial de Vector Renacimiento durante menos de treinta y seis horas, mientras me embarcaban desde Asquith, en preparación para nuestra colonización de la nueva tierra del rey Guillermo en Hyperion. Nos despertaron del sueño criogénico pero no nos permitieron abandonar la nave. No tengo muchos recuerdos personales de ese mundo.
—¿La mayoría de los habitantes son cristianos renacidos? —preguntó Aenea. La niña parecía pensativa y algo retraída. Noté que de nuevo se mordía las uñas.
—Sí. La mayoría de los cinco mil millones, me temo.
—Y yo no bromeaba al hablar de los efectivos militares —dije—. Los soldados de Pax que nos entrenaban en la Guardia Interna de Hyperion tenían su base en Vector Renacimiento. Es una guarnición sumamente importante y un punto de trasbordo para la guerra con los éxters.
Aenea asintió, pero aún parecía distraída.
Decidí ir al grano.
—¿Por qué vamos allá? —pregunté.
La niña me miró. En ese momento sus ojos oscuros eran bellos pero lejanos.
—Quería ver el río Tetis.
Sacudí la cabeza.
—El río Tetis existía gracias a los teleyectores. No existía fuera de la Red. Mejor dicho, existía como mil tramos pequeños de otros ríos.
—Lo sé. Pero quiero ver un río que formó parte del Tetis en tiempos de la Red. Mi madre me habló de él. Me dijo que era como la Confluencia, pero más tranquilo. Que uno podía viajar en barca de mundo en mundo durante semanas… meses.
Contuve el impulso de enfurecerme.
—Sabes que es casi imposible burlar las defensas de Vector Renacimiento. Y si llegamos allá, el río Tetis no estará… sólo un tramo que formaba parte de él. ¿Por qué es tan importante?
La niña iba a encogerse de hombros, pero no lo hizo.
—¿Recuerdas que dije que hay un arquitecto con quien quiero estudiar?
—Sí. Pero no sabes su nombre ni su paradero. ¿Por qué venir a Vector Renacimiento para iniciar la búsqueda? ¿No podríamos buscar en Renacimiento Menor, al menos? ¿O saltear este sistema e ir a un sitio desierto como Armaghast?
Aenea sacudió la cabeza. Noté que se había cepillado muy bien el cabello, y los mechones rubios eran muy visibles.
—En mis sueños —dijo—, uno de los edificios del arquitecto está a orillas del río Tetis.
—Hay cientos de otros mundos por donde pasaba el Tetis —dije, acercándome a ella para que notara que hablaba muy en serio—. Y no en todos ellos Pax nos apresaría o mataría. ¿Tenemos que empezar en este sistema?
—Eso creo —murmuró.
Bajé mis manazas. Martin Silenus no había dicho que este viaje fuera fácil o tuviera sentido. Sólo había dicho que me transformaría en héroe.
—De acuerdo —suspiré resignado—. ¿Cuál es el plan?
—No hay plan. Si nos están esperando, simplemente les diré la verdad. Que descenderemos en Vector Renacimiento. Creo que nos dejarán aterrizar.
—¿Y en tal caso? —dije, tratando de imaginar la nave rodeada por miles de soldados de Pax.
—Entonces veremos —dijo la niña, y sonrió—. ¿Queréis jugar al billar en un sexto de gravedad? ¿Esta vez con dinero?
Yo iba a decir una frase cortante, pero cambié el tono.
—No tienes dinero —dije.
La sonrisa de Aenea se ensanchó.
—Entonces no puedo perder, ¿verdad?