23

—¿Cuál es tu plan? —pregunté.

Aenea apartó los ojos del libro que estaba leyendo.

—¿Quién dice que tengo un plan?

Me senté en una silla.

—Falta menos de una hora para que entremos en el sistema de Parvati. Hace una semana dijiste que necesitábamos un plan por si ellos saben que venimos. ¿Cuál es el plan, pues?

Aenea suspiró y cerró el libro.

A. Bettik había subido a la biblioteca y se sentó a la mesa, algo insólito en él.

—No sé si tengo un plan —dijo la niña.

Me lo temía. La semana había sido bastante grata; los tres habíamos leído, charlado y jugado. Aenea era excelente en el ajedrez, buena en el go y mortífera en el póquer, y los días habían transcurrido sin incidentes. Muchas veces yo había intentado sonsacarle sus planes —¿adónde pensaba ir, por qué escoger Vector Renacimiento, se proponía encontrar a los éxters?—, pero sus corteses respuestas eran siempre vagas. Aenea demostró gran talento para hacerme hablar. Yo no había conocido a muchos niños —aun en mi infancia, había pocos en nuestro grupo, y rara vez disfrutaba de su compañía, pues Grandam me resultaba mucho más interesante—, pero los chicos y adolescentes que había conocido a través de los años nunca habían demostrado tanta curiosidad ni capacidad para escuchar. Aenea me indujo a describir mis años de pastor; demostró especial interés en mi aprendizaje como artesano jardinero; hizo mil preguntas sobre mis días de barquero y guía de cazadores. Lo único que no le interesaba eran mis días de soldado. Parecía especialmente interesada en mi perra, aunque hablar de Izzy —su crianza, su entrenamiento, su muerte— me contrariaba bastante.

Noté que incluso podía inducir a A. Bettik a hablar de sus siglos de servidumbre y yo también me prestaba a escuchar pacientemente: el androide había visto y experimentado cosas asombrosas: otros mundos, la colonización de Hyperion con Triste Rey Billy, las primeras incursiones del Alcaudón en Equus, la peregrinación final que el viejo poeta había hecho famosa, incluso las décadas con Martin Silenus resultaban fascinantes.

Pero la niña decía muy poco. En nuestra cuarta noche de viaje, admitió que había salido por la Esfinge hacia el futuro no sólo para escapar de las tropas de Pax, sino para buscar su destino.

—¿Cómo mesías? —pregunté intrigado.

Aenea rió.

—No —dijo—, como arquitecta.

Quedé sorprendido. Ni los Cantos ni el viejo poeta habían dicho que La Que Enseña se ganaría la vida como arquitecta.

Aenea se encogió de hombros.

—Eso es lo que deseo hacer. En mi sueño la persona que podía enseñarme vivía en esta época. Así que vine aquí.

—¿La persona que podía enseñarte? Creí que tú eras La Que Enseña.

Aenea se repantigó en los cojines y apoyó la pierna en el respaldo del diván.

—Raul, ¿qué podría enseñar yo? Tengo doce años estándar y nunca he estado fuera de Hyperion. Demonios, nunca había salido del continente de Equus. ¿Qué puedo enseñar?

No supe qué responder.

—Quiero ser arquitecta, y en mi sueño el arquitecto que puede formarme está allá afuera… —Señaló el casco, pero comprendí que se refería a la Red de la vieja Hegemonía, adonde nos dirigíamos.

—¿Quién es?

—No conozco su nombre.

—¿En qué mundo está?

—No lo sé.

—¿Estás segura de que es el siglo correcto? —pregunté, tratando de disimular mi irritación.

—Sí. Quizás. Eso creo.

Aenea nunca actuaba con petulancia, pero ahora parecía peligrosamente cerca de ello.

—¿Y acabas de soñar con esta persona?

Se sentó en los cojines.

—No sólo soñar. Mis sueños son importantes para mí. Son más que sueños. Ya verás.

Traté de no resoplar de fastidio.

—¿Qué sucederá cuando seas arquitecta?

Ella se mordió una uña. Era una mala costumbre que yo planeaba hacerle abandonar.

—¿A qué te refieres?

—El viejo poeta espera grandes cosas de ti. Ser mesías es sólo una parte. ¿Cómo encaja todo eso?

—Raul —dijo Aenea, levantándose para bajar a su cubículo de fuga—, no te ofendas, ¿pero por qué diablos no me dejas en paz?

Luego se disculpó por esa grosería, pero cuando nos sentamos a la mesa faltando una hora para nuestra traslación a un sistema estelar extraño, temí que mi pregunta sobre su plan provocara la misma respuesta.

No fue así. Empezó a morderse una uña, se contuvo y dijo:

—De acuerdo, tienes razón. Necesitamos un plan. —Miró a A. Bettik—. ¿Tienes uno?

El androide negó con la cabeza.

—El amo Silenus y yo hablamos de ello muchas veces, M. Aenea, pero nuestra conclusión era que si Pax llegaba primero a nuestro destino, todo estaba perdido. No obstante, parece improbable, pues la nave-antorcha que nos persigue no puede viajar más rápido que nosotros en el espacio Hawking.

—No sé —intervine—. Algunos cazadores a quienes guié en estos años mencionaban rumores de que Pax o la Iglesia tenían naves súper veloces.

A. Bettik asintió.

—Hemos oído esos rumores, M. Endymion, pero la lógica sugiere que si Pax hubiera desarrollado esas naves, un logro que la Hegemonía nunca alcanzó, dicho sea de paso, no parece haber motivos para que no equiparan sus naves de guerra y naves Mercantilus con ese dispositivo.

Aenea tamborileó sobre la mesa.

—No importa cómo harán para llegar primeros. He soñado que lo harán. Estuve analizando planes, pero…

—¿Qué hay del Alcaudón? —dije.

Aenea me miró de reojo.

—¿A qué te refieres?

—Bien, obró como conveniente deus ex machina en Hyperion, así que me preguntaba si…

—¡Maldición, Raul! —exclamó la niña—. Yo no pedí que esa criatura matara a esas personas. Ojalá no lo hubiera hecho.

—Lo sé, lo sé —dije, tocándole la manga para calmarla. A. Bettik había recortado viejas camisas del cónsul para ella, pero su vestuario aún era escaso.

Sabía que aquella carnicería la tenía a maltraer. Luego confesó que era una de las razones por las cuales lloraba en su segunda noche de viaje.

—Lo lamento —dije sinceramente—. No quería hablar a la ligera de… esa cosa. Sólo pensé que si alguien intentaba detenernos de nuevo, tal vez…

—No —insistió Aenea—. He soñado que alguien trata de impedir que lleguemos a Vector Renacimiento. Pero no he soñado que el Alcaudón nos ayudara. Tenemos que elaborar nuestro propio plan.

—¿Qué hay del TecnoNúcleo? —sugerí. Era la primera vez que hablaba del TecnoNúcleo desde que ella lo había mencionado el primer día.

Aenea parecía sumida en sus reflexiones, o al menos ignoró mi pregunta.

—Si hemos de liberarnos de los problemas que nos aguardan, tendrá que ser por mérito propio. O quizá… Nave.

—Sí, M. Aenea.

—¿Has escuchado esta conversación?

—Desde luego, M. Aenea.

—¿Tienes alguna idea que pueda ayudarnos?

—¿Ayudaros a evitar la captura si hay naves de Pax esperando?

—Sí —rezongó Aenea. Con frecuencia perdía la paciencia con la nave.

—No tengo ideas originales. He intentado recordar cómo el cónsul eludió a las autoridades locales cuando atravesábamos un sistema…

—¿Y?

—Bien, como he dicho, mi memoria no es tan completa como…

—Sí, sí, ¿pero recuerdas alguna manera ingeniosa de eludir a las autoridades?

—Bien, ante todo, yendo a más velocidad que ellas. Como ya hemos dicho, las modificaciones éxters afectaron el campo de contención y el motor de fusión. Estos cambios me permiten alcanzar velocidades de traslación C-plus mucho más rápidamente que las gironaves estándar… o así era la última vez que viajé entre las estrellas.

A. Bettik entrelazó las manos y le habló a la misma pared donde Aenea fijaba los ojos.

—Estás diciendo que si las autoridades… en este caso las naves de Pax… salieran del planeta Parvati o sus cercanías, podrías efectuar la traslación a Vector Renacimiento antes de que puedan interceptarnos.

—Con seguridad —dijo la nave.

—¿Cuánto tiempo durará la maniobra?

—¿Maniobra?

—El tiempo de permanencia en el sistema, antes que podamos efectuar el salto cuántico para viajar al sistema de Vector Renacimiento —dije.

—Treinta y siete minutos —dijo la nave—. Lo cual incluye reorientación, chequeos de navegación y chequeos de sistemas.

—¿Y si una nave de Pax está esperando cuando regresemos al espacio normal? —preguntó Aenea—. ¿Tienes modificaciones éxters que puedan ayudarnos?

—No lo creo —dijo la nave—. Están los campos de contención mejorados, pero no pueden competir con las armas de una nave de guerra.

La niña suspiró y se apoyó en la mesa.

—He reflexionado sobre esto una y otra vez, pero todavía no veo en qué nos puede ayudar.

A. Bettik estaba pensativo, pero él siempre parecía estar pensativo.

—Durante el tiempo en que estábamos escondidos, cuidando la nave —dijo—, se manifestó otra modificación éxter.

—¿Cuál? —pregunté.

A. Bettik señaló hacia abajo, hacia el nivel del holofoso.

—Mejoraron la capacidad de transformación. El modo en que puede extender el balcón es un ejemplo, así como su aptitud para extender alas durante un vuelo atmosférico. Es capaz de abrir cada nivel viviente a la atmósfera, soslayando así la vieja entrada de la cámara de presión si es necesario.

—Sensacional —dijo Aenea—, pero todavía no entiendo en qué puede ayudarnos, a menos que la nave pueda transformarse al punto de hacerse pasar por una nave-antorcha de Pax. ¿Puedes hacerlo, nave?

—No, M. Aenea —dijo la suave voz masculina—. Los éxters me introdujeron fascinantes recursos piezodinámicos, pero todavía debemos habérnoslas con la conservación de la masa. —Al cabo de un segundo de silencio añadió—: Lo lamento, M. Aenea.

—Una idea tonta —dijo Aenea, y se irguió en el asiento. Era tan obvio que se le había ocurrido algo que ni A. Bettik ni yo interrumpimos sus pensamientos por dos minutos. Al fin dijo—: ¿Nave?

—Sí, M. Aenea.

—¿Puedes simular una cámara de presión o una simple abertura en alguna parte de tu casco?

—En cualquier parte, M. Aenea. Salvo en cápsulas de comunicaciones y zonas que afectan los motores…

—¿Pero en las cubiertas habitables? —interrumpió la niña—. ¿Podrías abrirlas tal como haces que el casco superior se ponga transparente?

—Sí, M. Aenea.

—¿El aire saldría si hicieras eso?

—No permitiría que sucediera, M. Aenea —respondió la nave con voz levemente alarmada—. Al igual que con el balcón del piano, yo preservaría la integridad de todos los campos externos de modo que…

—¿Pero podrías abrir cada cubierta, no sólo la cámara de presión, y despresurizarla? —La obstinación de la niña me resultaba nueva entonces. Ahora me resulta familiar.

—Sí, M. Aenea.

A. Bettik y yo escuchábamos sin comentarios. Yo no podía hablar en nombre del androide, pero personalmente no tenía idea de qué se proponía la niña. Me incliné hacia ella.

—¿Esto es parte de un plan? —pregunté.

Aenea sonrió pícaramente. Era lo que luego yo llamaría su sonrisa traviesa.

—Es demasiado primitivo para ser un plan —dijo—, y si me equivoco en cuanto a las razones por las cuales Pax quiere capturarme… bien, no funcionará. —La sonrisa traviesa se convirtió en mueca—. Tal vez no funcione de todos modos.

Miré la hora.

—Tenemos cuarenta y cinco minutos para la traslación y para averiguar si alguien está esperando. ¿Quieres explicarnos ese plan que tal vez no funcione?

La niña empezó a hablar. No habló demasiado tiempo. Cuando concluyó, el androide y yo nos miramos.

—Tienes razón —dije—, no es un gran plan y tal vez no funcione.

Aenea aún sonreía. Me cogió la mano y miró el cronómetro.

—Tenemos cuarenta y un minutos —dijo—. Inventa uno mejor.