El sargento Gregorius y sus dos hombres aguardan en la cámara de presión del Rafael mientras la nave clase Arcángel se aproxima a la nave no identificada que acaba de trasladarse desde el espacio C-plus. Sus armaduras espaciales son aparatosas y, con sus rifles y armas energéticas colgados, los tres hombres llenan la cámara. El sol de Parvati reluce sobre sus visores dorados cuando se inclinan hacia el espacio.
—En posición —dice el padre capitán De Soya por los auriculares—. Distancia, cien metros y acercándonos.
La ahusada nave con aletas llena la visión cuando se aproximan. Entre ambas naves parpadean campos de contención defensivos, disipando rápidamente los disparos energéticos y de contrapresión. El visor de Gregorius se opaca, se aclara y se opaca con las explosiones.
—Dentro del alcance mínimo de sus rayos —advierte De Soya desde el centro de control de combate—. ¡Ahora!
Gregorius hace una seña y sus hombres salen al mismo tiempo que él. Los propulsores de sus paks de reacción escupen diminutas llamas azules mientras corrigen su arco.
—Campos de irrupción… ¡ya! —ordena De Soya.
Los campos de contención chocan y se anulan mutuamente sólo unos segundos, pero es suficiente: Gregorius, Kee y Rettig están ahora dentro del huevo defensivo de la otra nave.
—Kee —dice Gregorius por radio, y el otro desvía los propulsores y se lanza hacia la proa de la nave que desacelera—. Rettig. —La otra armadura se dirige hacia el tercio inferior de la nave. Gregorius aguarda hasta último momento para anular su velocidad, gira, aplica toda su potencia y siente que sus gruesas suelas tocan el casco en silencio. Activa las grapas de las botas, siente la conexión, separa las piernas, se agazapa sobre el casco haciendo contacto con una sola bota.
—Conectado —dice el cabo Kee por banda angosta.
—Conectado —dice Rettig un segundo después.
El sargento Gregorius coge la cuerda del collar de abordaje, la apoya en el casco, activa el adhesivo y sigue arrodillado sobre él. Está dentro de un círculo negro de un metro y medio de diámetro.
—Al contar tres —dice por el micrófono—. Tres… dos… uno… desplegar. —Toca su controlador de pulsera y pestañea cuando un dosel microdelgado de polímero molecular sale del círculo, se cierra sobre su cabeza y sigue creciendo sobre él. A los dos segundos está dentro de un saco transparente de veinte metros, como un soldado con armadura dentro de un condón gigante.
—Listo —dice Kee. Rettig repite la palabra.
—Colocado —dice Gregorius, poniendo una carga explosiva contra el casco y apoyando el dedo en el control—. A la cuenta de cinco… —La nave rota debajo de ellos, disparando los propulsores y motores principales casi al azar, pero el Rafael la ha encerrado en el férreo abrazo de un campo de contención, y los hombres no se apartan del casco—. Cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡ya!
La silenciosa detonación no tiene fogonazo ni retroceso. Un círculo de casco de ciento veinte centímetros vuela hacia dentro. Gregorius sólo ve el fantasma del saco polímero de Kee en torno de la curva del pasillo, el destello de la luz solar mientras se infla. El saco de Gregorius también se infla como un globo gigante cuando la atmósfera sale de la brecha y llena el espacio que lo rodea. Oye un chillido huracanado por sus antenas externas durante cinco segundos, luego silencio cuando el espacio que lo rodea —ahora lleno de oxígeno y nitrógeno, según sus sensores— se llena de polvo y detritos arrojados durante la breve diferencial de presión.
—Entrando… ¡ya! —exclama Gregorius, empuñando su rifle de plasma mientras se abre paso al interior.
No hay gravedad. Es una sorpresa para el sargento, que está dispuesto a rodar por las cubiertas, pero al cabo de segundos se adapta y gira en círculos, mirando en torno.
Una sala. Cojines, una antigua pantalla de vídeo, anaqueles con libros…
Un hombre sube flotando por el pozo central.
—¡Alto! —exclama Gregorius, usando bandas de radio comunes y el altoparlante del casco. El hombre no se detiene. Trae algo en la mano.
Gregorius dispara. El proyectil de plasma abre un boquete de diez centímetros de anchura. Sangre y vísceras saltan de la figura tambaleante, y algunos glóbulos manchan el visor de Gregorius y su peto blindado. El muerto suelta el objeto, y Gregorius lo mira mientras lo patea hacia la escalera. Es un libro.
—Maldición —masculla el sargento. Ha matado a un hombre desarmado. Perderá puntos por ello.
—Adentro, nivel superior, nadie aquí —transmite Kee—. Bajando.
—Sala de máquinas —dice Rettig—. Un hombre aquí. Trató de huir y tuve que abatirlo. Ni rastro de la niña. Subiendo.
—Debe de estar en el nivel medio o el nivel de la cámara de presión —ruge el sargento—. Avancen con cautela.
Las luces se apagan, y el farol del casco de Gregorius y la linterna de su rifle se encienden automáticamente, con haces claramente visibles en un aire lleno de polvo, globos de sangre y artefactos que ruedan. Se detiene frente a la escalera.
Alguien o algo se acerca flotando. Gregorius mueve el casco, pero la luz del rifle de plasma ilumina primero esa silueta.
No es la niña. Gregorius ve una confusa mole de gran tamaño, superficies filosas, espinos, brazos, ardientes ojos rojos. Debe decidir en un segundo: si dispara rayos de plasma por el pozo abierto, puede herir a la niña. Si no hace nada, morirá. Las filosas garras se le acercan mientras vacila.
Gregorius ha amarrado la vara de muerte al rifle de plasma antes de abordar la nave. Se aleja de un puntapié, encuentra un ángulo, activa la vara.
La silueta filosa sigue de largo, los cuatro brazos flojos, los ojos rojos tenues. «La maldita cosa no es invulnerable a las varas de muerte», piensa Gregorius. Tiene sinapsis. Entrevé a alguien encima de él, apunta el rifle, identifica a Kee. Los dos hombres descienden de cabeza por el pozo. «Será embarazoso si alguien enciende el campo interno y vuelve la gravedad —piensa Gregorius—. Tenlo en cuenta».
—La tengo —anuncia Rettig—. Estaba escondida en un cubículo de fuga.
Gregorius y Kee descienden hasta el nivel de fuga. Una silueta maciza en armadura de combate aferra a la niña. Gregorius repara en el cabello castaño con mechones rubios, los ojos oscuros y los puños que golpean en vano la armadura de Rettig.
—Es ella —dice. Se comunica con el Rafael—. Nave despejada. Tenemos a la niña. Esta vez, sólo dos defensores y la criatura.
—Enterado —responde De Soya—. Dos minutos quince segundos, impresionante. Pueden regresar.
Gregorius asiente, echa un vistazo más a la niña cautiva, que ya no se resiste, y teclea los controles del traje.
Parpadea y ve a los otros dos tendidos junto a él, los trajes conectados umbilicalmente a la realidad virtual táctica. De Soya ha apagado los campos internos del Rafael, para mantener mejor la ilusión. Gregorius se quita el casco, ve que los otros dos hacen lo mismo, y ayuda a Kee a quitarse la aparatosa armadura.
Los tres se reúnen con De Soya en la sala. Podrían reunirse en el simulador de espacio táctico, pero prefieren la realidad física para sus deliberaciones.
—Fue sencillo —dice De Soya mientras ocupan sus sitios en torno de la mesa.
—Demasiado sencillo —dice el sargento—. No creo que las varas de muerte maten al Alcaudón. Y la pifié con ese tío de la cubierta de navegación… Sólo tenía un libro.
De Soya asiente.
—Hizo lo correcto, sin embargo. Mejor eliminarlo que correr riesgos.
—¿Dos hombres desarmados? —dice el cabo Kee—. Lo dudo. Esto es tan poco realista como los doce tíos armados del tercer ejercicio. Deberíamos proyectar más enfrentamientos con los éxters… Ellos son mortíferos.
—No sé —murmura Rettig. Lo miran y esperan.
—Seguimos capturando a la niña sin que ella sufra ningún daño —dice al fin.
—Esa quinta simulación… —comienza Kee.
—Sí, ya sé —dice Rettig—. Sé que entonces la matamos por accidente. Pero en esa simulación la nave estaba preparada para estallar. Dudo que eso ocurra. ¿Quién oyó hablar de una nave de cien millones de marcos con un botón de autodestrucción? Es estúpido.
Los otros tres se miran y se encogen de hombros.
—Es una idea tonta —dice el padre capitán De Soya—, pero programé los planes tácticos para varios parámetros de…
—Sí —interrumpe el lancero Rettig, su delgado rostro filoso y amenazador como un cuchillo—. Sólo quiero decir que si hay combate, las probabilidades de que la niña salga herida son mucho mayores de lo que sugieren nuestras simulaciones. Eso es todo.
Rara vez el parco Rettig habla tanto.
—Tiene razón —dice De Soya—. En nuestra próxima simulación, elevaré el nivel de peligro para la niña.
Gregorius sacude la cabeza.
—Capitán, sugiero que dejemos las simulaciones y regresemos a los ejercicios físicos. Es decir… —Mira su cronómetro de pulsera. El recuerdo del voluminoso traje de combate le entorpece los movimientos—. Dentro de sólo ocho horas esto será real.
—Sí —dice el cabo Kee—. De acuerdo. Prefiero estar fuera haciéndolo en serio, aunque así no podamos simular la otra nave.
Rettig asiente de mala gana.
—Acepto —dice De Soya—. Pero primero comeremos raciones dobles. Sólo han sido ejercicios tácticos, pero ustedes tres han perdido diez kilos la última semana.
El sargento Gregorius se inclina sobre la mesa.
—¿Podemos ver la trayectoria, señor?
De Soya teclea el monitor. La larga trayectoria elipsoide del Rafael y el punto de traslación de la nave fugitiva están por intersectarse. El rojo punto de intersección parpadea.
—Un nuevo ensayo en espacio real —dice De Soya— y luego todos dormiremos por lo menos dos horas, revisaremos nuestro equipo y calmaremos los ánimos. —Mira su propio cronómetro, aunque el monitor exhibe la hora de a bordo y la hora de intercepción—. Salvo un accidente, la niña debería estar en nuestras manos dentro de siete horas y cuarenta minutos… y estaremos preparados para la traslación a Pacem.
—Señor —dice el sargento Gregorius.
—Sí, sargento.
—Con todo respeto, señor, en el puñetero universo del Buen Señor no hay manera de impedir accidentes u otras contingencias.