¿Has notado que en los viajes, aunque sean largos, con frecuencia la primera semana es la que más se graba en la memoria? Quizá sea la agudeza de percepción que brindan los viajes, o quizá sea un efecto de la reorientación de los sentidos, o quizá sea que incluso el encanto de la novedad se gasta pronto, pero ha sido mi experiencia que los primeros días en un lugar nuevo, o de conocer a nuevas personas, fijan el tono del resto del viaje. O, en este caso, del resto de mi vida.
Pasamos el primer día de nuestra magnífica aventura durmiendo. La niña estaba exhausta y también yo, como tuve que admitir al despertar después de dieciséis horas de sueño ininterrumpido. No sé qué habrá hecho A. Bettik durante ese primer día sonámbulo de la travesía —entonces yo no sabía que los androides duermen, aunque mucho menos que los humanos—, pero había colocado su pequeña mochila de posesiones en la sala de máquinas, preparándose una hamaca para dormir, y pasaba mucho tiempo ahí abajo. Yo pensaba dejar a la niña la «alcoba principal» del ápice de la nave; ella se había duchado allí, en el baño contiguo, esa primera mañana, pero pronto se acomodó en uno de los divanes de la cubierta de fuga y ocupó ese espacio. Yo disfrutaba del tamaño y la blandura de la gran cama de la sala circular de arriba y al cabo de un tiempo superé mi agorafobia y permití que el casco se pusiera traslúcido para observar el espectáculo de luces fractales en el espacio de Hawking. Sin embargo, nunca mantenía el casco transparente mucho tiempo, pues esas geometrías pulsátiles me perturbaban indescriptiblemente.
El nivel de la biblioteca y el nivel del holofoso eran, por acuerdo tácito, terreno común. La cocina estaba empotrada en la pared del nivel del holofoso, y habitualmente comíamos en la mesa baja del holofoso, o bien llevábamos la comida a la mesa redonda que estaba cerca del cubículo de navegación. Inmediatamente después de despertar y «desayunar» (la hora de a bordo indicaba que era de tarde en Hyperion, ¿pero para qué respetar la hora de Hyperion cuando quizá nunca volviera a ver ese mundo?), me dirigía a la biblioteca. Todos los libros eran antiguos, publicados durante la época de la Hegemonía o antes, y me sorprendió encontrar un ejemplar de un poema épico de Martin Silenus —La Tierra moribunda— así como volúmenes de varios autores clásicos que yo había leído en mi infancia y a menudo releía en la cabaña del marjal o cuando trabajaba en el río.
Ese primer día A. Bettik se reunió conmigo y extrajo un pequeño volumen verde de los anaqueles.
—Esto podría ser interesante —dijo.
Se llamaba Guía del viajero para la Red de Mundos, con secciones especiales sobre la Confluencia y el río Tetis.
—Podría ser muy interesante —comenté, abriendo el libro con dedos trémulos. Creo que el temblor se debía al hecho de que nos dirigíamos hacia allí: estábamos viajando a la ex Red de Mundos.
—Estos libros son doblemente interesantes como artefactos —señaló el androide—, pues vienen de una época en que toda la información era instantáneamente accesible para todos.
Asentí. De niño, cuando escuchaba las historias de Grandam sobre los viejos tiempos, había tratado de imaginar un mundo donde todos usaban implantaciones y tenían acceso a la esfera de datos en todo momento. Hyperion no tenía esfera de datos ni siquiera entonces, y nunca había pertenecido a la Red, pero para la mayoría de los miles de millones de miembros de la Hegemonía, la vida debía de haber sido un incesante estímulo de información visual, auditiva e impresa. No era de extrañar que la mayoría de los humanos no hubiera aprendido a leer en los viejos tiempos. El alfabetismo había sido una de las primeras metas de la Iglesia y de Pax una vez que la sociedad interestelar volvió a unirse mucho después de la Caída.
Ese día, de pie en la enmoquetada biblioteca de la nave, frente al lustre de la teca bruñida y las paredes de cerezo, saqué media docena de libros de los estantes y los llevé a la mesa para leer.
Esa tarde Aenea también incursionó en la biblioteca, sacando La Tierra moribunda de los anaqueles.
—No había ejemplares en Jacktown, y el tío Martin se negaba a dármelo cuando lo visitaba —dijo—. Sostenía que, aparte de los Cantos, era el único de sus escritos que valía la pena leer.
—¿De qué trata? —pregunté, sin apartar los ojos de la novela de Delmore Deland que estaba hojeando. La niña y yo masticábamos manzanas mientras leíamos y hablábamos. A. Bettik había regresado por la escalera de caracol.
—Los últimos días de Vieja Tierra —dijo Aenea—. Esto trata realmente sobre la infancia mimada de Martin en la gran finca de su familia, en la Reserva de América del Norte.
Dejé mi libro.
—¿Qué crees que sucedió con Vieja Tierra?
La niña dejó de masticar.
—En mis tiempos, todos creían que el agujero negro del Gran Error del 38 la había devorado. Que había desaparecido. Kaput.
Masqué y asentí.
—La mayoría de la gente aún lo cree, pero los Cantos del viejo poeta sostienen que el TecnoNúcleo robó la Vieja Tierra y la envió a alguna parte.
—El Cúmulo de Hércules o las Nubes Magallánicas —dijo la niña, dando otro mordisco a la manzana—. Mi madre lo descubrió cuando ella y mi padre estaban investigando su asesinato.
Me incliné hacia delante.
—¿Te molesta hablar de tu padre?
Aenea sonrió.
—No, ¿por qué? Supongo que soy una especie de mestiza, siendo hija de una lusiana y de un cíbrido clonado, pero eso nunca me ha molestado.
—No tienes aspecto de lusiana —dije. Los residentes de ese mundo de alta gravedad eran bajos y robustos. La mayoría era de tez pálida y cabello oscuro; esta niña era menuda pero esbelta, con una talla normal en mundos de gravedad uno; su cabello castaño tenía mechones rubios. Sólo sus luminosos ojos castaños me evocaban la descripción de Brawne Lamia en los Cantos.
Aenea rió. Era un sonido agradable.
—Me parezco a mi padre. John Keats era bajo, rubio y flaco.
—Dijiste que hablaste con tu padre —dije, al cabo de un instante de vacilación.
Aenea me miró por el rabillo del ojo.
—Sí, y sabes que el Núcleo mató su cuerpo antes de que yo naciera. ¿Pero sabías que mi madre llevó su personalidad durante meses en un bucle Schron encastrado detrás de la oreja?
Asentí. Figuraba en los Cantos.
La niña se encogió de hombros.
—Recuerdo que hablé con él.
—Pero no habías…
—Nacido —dijo Aenea—. Correcto. ¿Qué conversación podría tener la personalidad de un poeta con un feto? Pero hablamos. Su personalidad aún estaba conectada con el TecnoNúcleo. El me mostró… bien, es complicado, Raul. Créeme.
—Te creo. ¿Sabías que los Cantos dicen que cuando la personalidad de tu padre abandonó el bucle Schron residió un tiempo en la IA de esta nave?
—Sí —dijo Aenea con una sonrisa burlona—. Ayer, antes de dormirme, pasé una hora hablando con la nave. En efecto, mi padre estuvo aquí. La personalidad coexistió con la mente de la nave cuando el cónsul regresó para comprobar qué había sucedido con la Red después de la Caída. Pero él ya no está aquí. La nave no recuerda mucho sobre esas circunstancias, y no recuerda qué le sucedió a él… si se fue después de la muerte del cónsul o qué. Así que no sé si aún existe.
—Bien —dije, tratando de escoger palabras diplomáticas—, el Núcleo ya no existe, así que no sé cómo podría existir una personalidad cíbrida.
—¿Quién dijo que el Núcleo no existe?
Esa pregunta me sobresaltó.
—El último acto de Meina Gladstone y la Hegemonía fue destruir los enlaces teleyectores, las esferas de datos, la ultralínea y toda la dimensión donde existía el Núcleo. Hasta los Cantos concuerdan con ello.
La niña aún sonreía.
—Oh, volaron en pedazos los teleyectores que había en el espacio, y los otros dejaron de trabajar. Y las esferas de datos también habían desaparecido en mi época. ¿Pero quién dice que el Núcleo ha muerto? Es como decir que la araña está muerta porque eliminaste algunas telarañas.
Admito que miré por encima del hombro.
—¿Conque crees que el TecnoNúcleo aún existe? ¿Qué esas IAs todavía conspiran contra nosotros?
—No sé nada sobre la conspiración, pero sé que el Núcleo existe.
—¿Cómo?
Ella alzó un dedo.
—Ante todo, la personalidad cíbrida de mi padre aún existía después de la Caída. El fundamento de esa personalidad era una IA del Núcleo que ellos habían modelado. Eso prueba que el Núcleo aún estaba en alguna parte.
Pensé en ello. Como he dicho, los cíbridos —igual que los androides— eran para mí una especie mítica. Era como estar hablando sobre las características físicas de los duendes.
—En segundo lugar —dijo, alzando un segundo dedo y uniéndolo con el primero—, yo me comuniqué con el Núcleo.
Parpadeé.
—¿Antes de nacer?
—Sí. Y cuando vivía con mi madre en Jacktown. Y después de la muerte de mi madre. —Alzó sus libros y se puso de pie—. Y esta mañana.
La miré pasmado.
—Tengo hambre, Raul —dijo desde la escalera—. Quiero ver qué nos ofrece la cocina de esta vieja nave para el almuerzo.
Pronto fijamos una rutina a bordo, adoptando los horarios de Hyperion como horas de sueño y vigilia. Comenzaba a entender por qué la costumbre de la Hegemonía de mantener el sistema de veinticuatro horas de Vieja Tierra había sido tan importante en tiempos de la Red. En alguna parte había leído que casi el noventa por ciento de los mundos terroides o terraformados de la Red tenían días que estaban a tres horas del día estándar de Vieja Tierra.
A Aenea aún le agradaba extender el balcón y tocar el Steinway bajo el cielo del espacio Hawking, y yo a veces me quedaba allí escuchando unos minutos, aunque prefería la sensación de protección que me brindaba el interior de la nave. Ninguno se quejaba de los efectos del entorno C-plus, aunque los sentíamos: sobresaltos emocionales, la sensación constante de que alguien nos observaba y sueños muy extraños. Mis sueños me despertaban con el corazón palpitante, la boca seca y ese sudor que sólo provocan las peores pesadillas. Pero nunca recordaba los sueños. Quería preguntar a los demás acerca de sus sueños, pero A. Bettik nunca mencionaba los suyos —yo ignoraba si los androides soñaban— y Aenea, aun reconociendo que sus sueños eran extraños y los recordaba, no los contaba nunca.
El segundo día, mientras estábamos sentados en la biblioteca, Aenea sugirió que «experimentásemos» el vuelo espacial. Le pregunté cómo podíamos experimentarlo más de lo que estábamos experimentando —pensaba en los fractales Hawking—, y ella se echó a reír y pidió a la nave que cancelara el campo de contención interna. Inmediatamente perdimos peso.
Cuando era niño, yo había soñado con la gravedad cero. Nadando en el salado Mar del Sur cuando era soldado, había cerrado los ojos, había flotado y me había preguntado si así era el viaje espacial de antaño.
No lo es. La gravedad cero, y sobre todo la gravedad cero repentina que la nave nos dio a petición de Aenea, es aterradora. Consiste simplemente en caer.
O eso parece.
Aferré la silla, pero la silla también estaba cayendo. Era como si hubiéramos pasado dos días en uno de esos enormes funiculares de la Cordillera de la Brida y de pronto se partiera el cable. Mi oído medio protestó, tratando de encontrar un horizonte que fuera creíble. No lo encontró.
A. Bettik emergió desde abajo y preguntó con calma si había algún problema.
—No —rió Aenea—, sólo vamos a experimentar el espacio por un rato.
A. Bettik asintió y se zambulló en el hueco de la escalera para regresar a sus tareas.
Aenea lo siguió hasta la escalera, impulsándose con las piernas.
—¿Ves? Este pozo de escaleras se convierte en un pozo central cuando la nave está en gravedad cero. Igual que en las antiguas gironaves.
—¿No es peligroso? —pregunté, pasando la mano del respaldo de la silla a un anaquel. Por primera vez reparé en las cuerdas elásticas que mantenían los libros en su sitio. Todo lo que no estaba sujeto (el libro que yo había dejado en la mesa, las sillas que rodeaban la mesa, un suéter que yo había arrojado en el respaldo de otra silla, restos de la naranja que estaba comiendo) flotaba.
—No es peligroso —dijo Aenea—. Pero es desordenado. La próxima vez tendremos todo a punto antes de cancelar el campo interno.
—¿Pero el campo interno no es importante?
Aenea flotaba cabeza abajo, desde mi perspectiva. Mi oído interior rechazaba esto aún más que el resto de la experiencia.
—El campo impide que choquemos y nos zarandeemos cuando nos desplazamos por el espacio normal —dijo, dirigiéndose al centro del pozo de veinte metros, aferrando la baranda de la escalera—, pero en el espacio C-plus no podemos acelerar ni reducir la velocidad, así que… ¡allá voy! —Manoteó una agarradera, en el centro de lo que había sido el pozo de la escalera, y se zambulló de cabeza.
—Cielos —jadeé. Me alejé de la biblioteca, pateando la pared opuesta, y la seguí por el pozo central.
Durante una hora jugamos en gravedad cero: tocar y parar gravedad cero, escondite gravedad cero (descubrí que uno podía esconderse en los sitios más raros cuando no había gravedad), fútbol gravedad cero, usando uno de los cascos espaciales de plástico que hallamos en un armario, e incluso lucha gravedad cero, que era mas difícil de lo que yo hubiera imaginado. Mi primer intento de aferrar a la niña nos lanzó a tumbos a lo largo, ancho y alto de la cubierta de fuga.
Al final, exhaustos y sudados (la transpiración colgaba en el aire hasta que uno se movía o el aire de los ventiladores la desplazaba), Aenea ordenó que el balcón se abriera de nuevo. Grité de miedo, pero la nave me recordó que el campo exterior estaba intacto, y flotamos por encima del Steinway atornillado, hasta la baranda y más allá; nos alejamos por esa tierra de nadie que había entre la nave y el campo y miramos la nave, rodeada por fractales explosivos, reluciendo en una fría gloria de fuegos artificiales, mientras el espacio Hawking se plegaba y contraía en torno a nosotros varios miles de millones de veces por segundo.
Al fin regresamos adentro (descubrí que era una hazaña lograrlo cuando no había ningún apoyo), avisamos a A. Bettik por el interfono que se apoyara en el suelo y reactivamos el campo interno. Nos echamos a reír, pues suéters, emparedados, sillas, libros y varias gotas de agua de un vaso que había quedado fuera se estrellaron en la moqueta.
Ese mismo día —esa noche, mejor dicho, pues la nave había atenuado las luces para el período de sueño— bajé al nivel del holofoso para prepararme un bocado y oí ruidos suaves por la abertura de la cubierta de fuga.
—¿Aenea? —murmuré. No hubo respuesta. Fui hasta la escalera, mirando el oscuro centro y sonriendo al recordar nuestras piruetas de horas antes—. ¿Aenea?
Tampoco hubo respuesta, pero los ruidos suaves continuaban. Lamentando no tener una linterna, bajé por la escalera de metal.
Los monitores de sueño de fuga irradiaban un fulgor tenue encima de los divanes de los cubículos. Los ruidos venían del cubículo de Aenea, que me daba la espalda. Estaba cubierta hasta los hombros, pero vi el collar de la vieja camisa del cónsul que ella usaba como bata. Me acerqué sin hacer ruido y me arrodillé.
—¿Aenea?
La niña lloraba y trataba de sofocar los sollozos.
Le toqué el hombro y se volvió. Aun en ese tenue fulgor noté que hacía rato que lloraba; tenía los ojos rojos e hinchados, las mejillas húmedas.
—¿Qué pasa, pequeña? —susurré. Estábamos a dos cubiertas de la sala de máquinas, donde A. Bettik dormía en su hamaca, pero la escalera estaba abierta.
Aenea tardó un instante en responder, pero al final logró calmarse.
—Lo lamento —dijo.
—Está bien. Dime qué ocurre.
—Dame un pañuelo de papel y lo haré.
Hurgué en los bolsillos de la vieja bata que el cónsul había dejado. No tenía pañuelos, pero había usado una servilleta con la torta que estaba comiendo arriba. Se la entregué.
—Gracias. —Aenea se sonó la nariz—. Me alegra no estar en gravedad cero —dijo—. Mis mocos flotarían por todas partes.
Sonreí y le estrujé el hombro.
—¿Qué sucede, Aenea?
Intentó reírse. No pudo.
—Todo. Todo anda mal. Tengo miedo. Todo lo que sé sobre el futuro me mata de miedo. No sé cómo escaparemos de esos tíos de Pax, y sé que estarán esperándonos dentro de pocos días. Extraño mi hogar. No puedo regresar, y todos los que conocí se han ido para siempre excepto Martin. Sobre todo extraño a mi madre.
Le apreté el hombro. Brawne Lamia, su madre, era un personaje legendario, una mujer que había muerto dos siglos y medio atrás. Algunos de sus huesos ya eran polvo, dondequiera que estuviesen sepultados. Para esta niña, la muerte de su madre había ocurrido sólo dos semanas atrás.
—Lo lamento —musité, y de nuevo le apreté el hombro, sintiendo la textura de la vieja camisa del cónsul—. Todo saldrá bien.
Aenea asintió y me cogió la mano. La suya aún estaba mojada. Su palma y sus dedos parecían diminutos contra mi manaza.
—¿Quieres venir a la cocina y comer un poco de torta de chalma conmigo? —susurré—. Es sabrosa.
Ella meneó la cabeza.
—Creo que ahora me dormiré. Gracias, Raul.
Me estrujó la mano antes de soltarla, y en ese instante comprendí la gran verdad: La Que Enseña, la nueva mesías, aquello que la hija de Brawne Lamia resultara ser, también era una chiquilla, una pequeña que reía haciendo piruetas en gravedad cero y lloraba de noche.
Subí silenciosamente la escalera, deteniéndome para mirarla antes de que mi cabeza llegara al nivel de la cubierta siguiente. Estaba acurrucada bajo la manta, mirando hacia el otro lado, y su cabello reflejaba el fulgor de las consolas.
—Buenas noches, Aenea —susurré, sabiendo que no me oiría—. Todo saldrá bien.