Los supervivientes del equipo del sargento Gregorius son el cabo Bassin Kee y el lancero Ahranwhal Gaspa K. T. Rettig. Kee es un hombre menudo, compacto y rápido en reflejos e inteligencia, mientras que Rettig es alto —casi tan alto como el gigantesco Gregorius— y delgado. Rettig es oriundo de los Territorios del Anillo de Lambert y tiene cicatrices de radiaciones, un físico esquelético y ese carácter independiente tan típico de los habitantes de asteroides. El hombre nunca pisó un mundo grande de gravedad plena hasta cumplir los veintitrés años estándar. La medicación ARN y el ejercicio militar lo han fortalecido al punto de que puede luchar en cualquier mundo. Reservado al extremo de la mudez, Rettig sabe escuchar, sabe obedecer y —como ha mostrado en la batalla de Hyperion— sabe sobrevivir.
El cabo Kee es tan efusivo como Rettig es silencioso. Durante su primer día de deliberaciones, las preguntas y los comentarios de Kee revelan intuición y lucidez, a pesar de la confusión que causa la resurrección.
Los cuatro están conmocionados por la experiencia de la muerte. De Soya trata de convencerlos de que la repetición facilita las cosas, pero su desorientación general da un mentís a estas palabras tranquilizadoras. Aquí, sin asesoramiento, sin terapia y sin los capellanes de resurrección, los soldados de Pax enfrentan el trauma como pueden. Sus deliberaciones del primer día en el espacio de Parvati sufren frecuentes interrupciones cuando los vencen la fatiga o la mera emoción. Sólo el sargento Gregorius parece inmune a la experiencia.
El tercer día se reúnen en la diminuta sala del Rafael para planear su curso de acción.
—Dentro de dos meses y tres semanas, la nave se trasladará a este sistema, a menos de mil kilómetros de donde estamos apostados —dice el padre capitán De Soya—, y debemos estar seguros de que podemos interceptarla y detener a la niña.
Los guardias suizos no preguntan por qué deben detener a la niña. Nadie menciona el asunto hasta que el oficial al mando lo plantea. Están dispuestos a morir, si es necesario, para cumplir la críptica orden.
—No sabemos quién más está a bordo de la nave, ¿verdad? —dice el cabo Kee. Han comentado estos problemas, pero la memoria es defectuosa en los primeros días de su nueva vida.
—No —dice De Soya.
—No conocemos el armamento de la nave —dice Kee, como revisando una lista mental.
—Correcto.
—Quizá —propone el cabo Kee— la nave deba reunirse aquí con otra nave… o quizá la niña se propone reunirse con alguien en el planeta.
De Soya asiente.
—El Rafael no tiene los sensores de mi vieja nave-antorcha, pero estamos inspeccionándolo todo entre la Nube de Oort y Parvati. Si otra nave se traslada antes que la de la niña, lo sabremos de inmediato.
—¿Éxter? —sugiere el sargento Gregorius.
De Soya alza las manos.
—Todo es especulación. Puedo decirles que se considera que la niña es una amenaza para Pax, así que es razonable presumir que los éxters desean capturarla, siempre que sepan de su existencia. Estamos preparados, si lo intentan.
Kee se frota la lisa mejilla.
—Todavía no puedo creer que podríamos regresar a casa en un día si quisiéramos. O ir en busca de ayuda. —La «casa» del cabo Kee es la República Jamnu en Deneb Drei. Han discutido por qué sería inútil pedir ayuda. La nave de guerra de Pax más próxima es el San Antonio, que debería estar persiguiendo la nave de la muchacha, si ha obedecido las órdenes de De Soya.
—Envié un mensaje al comandante de la guarnición de Pax en Parvati —dice De Soya—. Por lo que mostró nuestro inventario informático, sólo tienen sus naves de patrulla orbital y un par de naves interplanetarias. Le he ordenado que ponga todas sus naves espaciales en posiciones defensivas cislunares, que alerte a todos los puestos de avanzada del planeta y que aguarde nuevas órdenes. Si la niña se nos escabullera y aterrizara allí, Pax la encontraría.
—¿Qué clase de mundo es Parvati? —pregunta Gregorius. Su voz profunda siempre llama la atención de De Soya.
—Fue colonizado por hinduistas reformados poco después de la Hégira —explica De Soya, que ha buscado esta información en el ordenador de a bordo—. Un mundo desierto. No tiene oxígeno suficiente para los humanos, en general es una atmósfera de CO2. La terraformación no fue un éxito, de modo que ni el medio ambiente ni los habitantes están transformados. La población nunca fue numerosa… pocas decenas de millones antes de la Caída. Ahora son menos de medio millón, y la mayoría vive en la gran ciudad de Gandhiji.
—¿Cristianos? —pregunta Kee. De Soya sospecha que la pregunta no responde a mera curiosidad. Kee no hace preguntas ociosas.
—Algunos miles se han convertido en Gandhiji. Allí hay una nueva catedral, San Malaquías, y la mayoría de los renacidos son eminentes personas de negocios que están a favor de unirse a Pax. Han persuadido al gobierno planetario, una especie de oligarquía electiva, de que invitara a la guarnición de Paz, hace cincuenta años estándar. Están demasiado cerca del Confín y tienen miedo de los éxters.
Kee asiente.
—Me preguntaba si la guarnición podía contar con que la población le informara si la nave de la niña aterriza.
—Lo dudo. El noventa y nueve por ciento de ese mundo está desierto, porque nunca fue colonizado o porque volvió a convertirse en dunas de arena y campos de liquen. La mayoría de la gente está apiñada en torno de las grandes minas de boxita de Gandhiji. Pero las patrullas orbitales pueden detectarla.
—Si ella llega tan lejos —dice Gregorius.
—Cosa que no hará —dice el padre capitán De Soya. Toca un monitor que muestra el gráfico que él ha preparado—. He aquí el plan de intercepción. Nos ocultamos hasta T menos tres días. No se preocupen. Recuerden que la fuga no tiene el efecto de resaca de la resurrección. Media hora para despabilarnos. Bien. En T menos tres días, suena la alarma. Rafael ha llegado aquí… —Señala un punto que está a dos tercios de camino en la trayectoria elipsoide—. Conocemos la velocidad de entrada de su nave, lo cual significa que conocemos su velocidad de salida. Estará en coma-cero-tres C, de modo que si desaceleran en Parvati a la misma velocidad con que dejaron Hyperion… —Diagramas cronológicos y de trayectoria llenan la pantalla—. Esto es hipotético, pero el punto de traslación estaría aquí. —Toca un punto rojo a diez UAs del planeta. Su trayectoria elipsoide se dirige hacia ese punto—. Y aquí los interceptaremos, a menos de un minuto de su punto de traslación.
Gregorius se inclina sobre el monitor.
—Todos andaremos como un murciélago saliendo del jodido infierno, con perdón de la expresión, padre.
De Soya sonríe.
—Estás absuelto, hijo mío. Sí, las velocidades serán elevadas, al igual que nuestros delta-V combinados si su nave inicia su desaceleración dirigiéndose a Parvati, pero las velocidades relativas de ambas naves serán casi cero.
—¿Cuán cerca estaremos, capitán? —pregunta Kee. Su cabello negro reluce bajo las lámparas.
—Cuando se trasladen, nos aproximaremos a una distancia de seiscientos kilómetros. A los tres minutos podremos arrojarles una piedra.
Kee frunce el ceño.
—¿Pero qué nos arrojarán ellos?
—Lo ignoro. Pero el Rafael es resistente. Apuesto a que sus escudos pueden resistir cualquier cosa que esta nave no identificada nos arroje.
El lancero Rettig gruñe.
—Mala apuesta si perdemos.
De Soya se vuelve hacia el soldado. Casi se había olvidado de Rettig.
—Sí, pero tenemos la ventaja de estar cerca. No sé qué nos arrojarán, pero tendrán un tiempo limitado para hacerlo.
—¿Y qué arrojaremos nosotros? —pregunta Gregorius.
De Soya hace una pausa.
—He revisado el armamento del Rafael con ustedes —dice al fin—. Si se tratara de una nave de guerra éxter, podríamos freírla, hornearla, arrollarla o incendiarla. O podríamos lograr que su tripulación muriera en silencio. —El Rafael puede lanzar rayos de muerte. A quinientos kilómetros, no habría dudas sobre su eficacia.
—Pero no usaremos nada de eso. A menos que tengamos la necesidad imperiosa de… incapacitar la nave.
—¿Se puede hacer sin peligro de lastimar a la niña? —pregunta Kee.
—No tendremos un ciento por ciento de seguridad de no lastimarla a ella… ni a quien esté con ella —dice De Soya. Hace otra pausa, respira, continúa—. Por eso ustedes van a abordarla.
Gregorius sonríe. Tiene dientes muy grandes y muy blancos.
—Nos aprovisionamos con armaduras espaciales antes de salir del Santo Tomás Akira —gruñe el gigante con satisfacción—. Pero sería mejor que practicáramos con ellas antes del abordaje.
De Soya asiente.
—¿Tres días es suficiente?
Gregorius aún sonríe.
—Preferiría una semana.
—De acuerdo —dice el padre capitán—. Despertaremos una semana antes de la intercepción. He aquí un plano de la nave no identificada.
—Pensé que era… no identificada —dice Kee, mirando los planos que ahora llenan los monitores. La nave es una aguja con aletas en un extremo, una caricatura infantil.
—No conocemos su identidad o registro específicos, pero el San Antonio envió un vídeo que tomó con el Buenaventura antes de nuestra traslación. No es éxter.
—No es éxter, ni Pax, ni Mercantilus. No es una gironave ni una nave-antorcha —dice Kee—. ¿Qué diablos es?
De Soya muestra un croquis en la pantalla.
—Es una nave particular de tiempos de la Hegemonía —murmura—. Sólo fabricaron una treintena. Tiene por lo menos cuatrocientos años, tal vez más.
El cabo Kee silba suavemente. Gregorius se frota la enorme mandíbula. Hasta el impasible Rettig parece impresionado.
—No sabía que habían existido naves espaciales privadas —dice el cabo—. Naves C-plus, quiero decir.
—La Hegemonía recompensaba con ellas a altos funcionarios —dice De Soya—. La primer ministro Gladstone tenía una. También el general Horace Glennon-Height…
—La Hegemonía no lo recompensó a él —dice Kee, riendo entre dientes. Glennon-Height era el oponente de peor fama que había tenido la Hegemonía, el Aníbal del Confín ante la Roma de la Red de Mundos.
—No —concede el padre capitán De Soya—, el general robó su nave al gobernador planetario de Sol Draconi Septem. De un modo u otro, el ordenador dice que todas estas naves particulares fueron inventariadas antes de la Caída, destruidas, reconfiguradas para FUERZA y luego dadas de baja. Pero el ordenador parece estar equivocado.
—No es la primera vez —gruñe Gregorius—. ¿Estas imágenes muestran armas o sistemas de defensa?
—No, las naves originales eran civiles y no portaban armas, y los sensores del San Buenaventura no detectaron radares ni lecturas de pulsos antes de que el Alcaudón matara al equipo de detección. No obstante, esta nave tiene siglos de existencia, así que podemos asumir que la han modificado. Pero aunque tenga armamentos éxters modernos, Rafael podría acercarse rápidamente mientras resistimos sus impactos. Una vez que estemos al lado, no podrán usar armas cinéticas. Cuando nos enganchemos, las armas energéticas serán inservibles.
—Mano a mano —murmura Gregorius, estudiando los croquis—. Estarían aguardando en la cámara de presión, así que abriremos una nueva puerta aquí… y aquí…
De Soya siente un hormigueo de alarma.
—No podemos impedir que se escape la atmósfera… la niña…
Gregorius muestra una sonrisa de tiburón.
—No se preocupe, señor. Se tarda menos de un minuto en adherir un costal al casco, y traje varios con el blindaje. Luego volaremos ese sector del casco hacia dentro y entraremos. —Teclea para aproximar la imagen—. Prepararé una simulación, así podremos practicar unos días en 3D. Me gustaría otra semana para simulación. —El rostro negro se vuelve hacia De Soya—. Quizá no tengamos nuestro sueño de belleza durante la fuga, señor.
Kee se toca el labio con un dedo.
—Una pregunta, capitán.
De Soya lo mira.
—Entiendo que no podemos dañar a la niña en ninguna circunstancia, ¿pero qué hay de los demás que se interpongan en el camino?
De Soya suspira. Esperaba esta pregunta.
—Preferiría que nadie más muera en esta misión, cabo.
—Sí, señor, ¿pero qué ocurre si intentan detenernos?
El padre capitán De Soya desactiva el monitor. El atestado cubículo huele a aceite, sudor y ozono.
—Me ordenaron no dañar a la muchacha —dice con lentitud—. No se dijo nada sobre los demás. Si alguien o algo trata de interponerse, considérenlos prescindibles. Defiéndanse, aunque sea preciso disparar antes de tener la certeza del peligro.
—Los matamos a todos salvo a la niña, y que Dios se encargue de clasificarlos —murmura Gregorius.
De Soya siempre ha odiado esa antigua broma de mercenarios.
—Hagan lo que tengan que hacer sin poner en peligro la vida ni la salud de la niña —dice.
—¿Y si hay sólo otra persona a bordo, interponiéndose entre nosotros y la niña? —dice Rettig. Los otros tres miran al hombre de los asteroides—. ¿Pero es el Alcaudón? —concluye.
El cubículo está en silencio excepto por los omnipresentes ruidos de la nave: metal que se dilata y contrae en el casco, el susurro de los ventiladores, el zumbido del equipo, el eructo ocasional de un impulsor.
—Si es el Alcaudón… —comienza el padre capitán De Soya.
—Si es nuestro pequeño Alcaudón —dice el sargento Gregorius— creo que podemos llevarle algunas sorpresas. Tal vez esta partida no resulte tan fácil para ese pinchudo hijo de puta, con perdón de la expresión, padre.
—Como sacerdote, les advierto una vez más sobre el uso de juramentos. Como oficial al mando, les ordeno que usen todas las sorpresas posibles para liquidar a ese pinchudo hijo de puta.
Se retiran para cenar y planificar sus respectivas estrategias.