19

Yo sabía poco sobre los principios del viaje Hawking cuando lo experimenté por primera vez hace años; ahora no sé mucho más. El hecho de que el concepto fuera esencialmente (aunque accidentalmente) de alguien que vivió en el siglo veinte de la era cristiana me desconcertaba y me desconcierta, pero no tanto como la experiencia en sí.

Nos reunimos en la biblioteca —formalmente conocida como el nivel de navegación, nos informó la nave poco antes de la traslación a velocidades C-plus. Yo vestía mi muda de ropa y tenía el cabello húmedo, como Aenea. La niña usaba sólo una túnica gruesa. La debía de haber encontrado en el armario del cónsul, pues la prenda le quedaba demasiado holgada. Cubierta con todos esos metros de tela de algodón, Aenea no aparentaba ni siquiera sus doce años.

—¿No deberíamos ir a los divanes de fuga criogénica? —pregunté.

—¿Por qué? —dijo Aenea—. ¿No quieres ver la diversión?

Fruncí el ceño. Todos los cazadores extranjeros e instructores militares con quienes había hablado se habían pasado el tiempo C-plus en fuga. Así era como los humanos pasaban el tiempo en su viaje entre los astros. Se relacionaba con el efecto del campo Hawking sobre el cuerpo y la mente. Me habían hablado de alucinaciones, pesadillas y dolores indescriptibles. Eso dije, tratando de aparentar calma.

—Mi madre y el tío Martin me dijeron que el C-plus puede aguantarse —dijo la niña—. Incluso disfrutarse. Aunque hay que acostumbrarse.

—Y los éxters modificaron esta nave para facilitarlo —dijo A. Bettik. Aenea y yo estábamos sentados a la mesa de vidrio del centro de la biblioteca; el androide estaba de pie en un costado. Por mucho que yo intentaba tratarlo como a un igual, A. Bettik insistía en actuar como un criado. Resolví dejar de portarme como un idiota igualitario y permitir que actuara a su antojo.

—Las modificaciones —explicó la nave— incluyen una capacidad realzada del campo de contención, con lo cual los efectos laterales del viaje C-plus son mucho menos desagradables.

—¿Cuáles son exactamente esos efectos? —pregunté, reacio a mostrar mi ignorancia, pero poco dispuesto a sufrir si podía evitarlo.

El androide, la niña y yo nos miramos.

—Yo he viajado entre las estrellas en siglos pasados —dijo al fin A. Bettik—, pero siempre estaba en fuga. Mejor dicho, en almacenaje. Los androides éramos embarcados en bodegas, apilados como carne vacuna, según me han dicho.

La niña y yo nos miramos, sin animarnos a mirar de frente al hombre de tez azul.

La nave hizo un ruido muy parecido a un carraspeo.

—En verdad, según mis observaciones de los pasajeros humanos, las cuales, fuerza es reconocerlo, son dudosas porque…

—Porque tu memoria es borrosa —dijimos la niña y yo al unísono. Nos miramos de nuevo y reímos—. Lo lamento, nave —dijo Aenea—. Continúa.

—Sólo iba a decir que, según mis observaciones, el efecto primario del entorno C-plus sobre los humanos consiste en confusión visual y depresión mental provocadas por el campo y por el mero aburrimiento. Creo que la fuga criogénica se desarrolló para viajes largos, y se usa por comodidad en viajes cortos como éste.

—¿Y las modificaciones éxters atenúan estos efectos laterales? —pregunté.

—Están diseñados para ello —replicó la nave—. Todos menos el aburrimiento, por cierto. Éste es un fenómeno específicamente humano para el cual, creo, no se ha hallado ninguna cura. —Hubo un momento de silencio, y luego la nave informó—: Llegaremos al punto de traslación dentro de diez minutos diez segundos. Todos los sistemas funcionan óptimamente. Aún no hay persecución, aunque el San Antonio nos está rastreando con sus detectores de largo alcance.

Aenea se levantó.

—Vamos a contemplar el paso a C-plus.

—¿A contemplarlo? —pregunté—. ¿Dónde? ¿El holofoso?

—No —dijo la niña desde la escalera—. Desde fuera.

La nave espacial tenía un balcón. Yo no lo sabía. Uno podía estar en él aun mientras la nave surcaba el espacio, preparándose para trasladarse a seudovelocidades C-plus. Yo no lo sabía, y si lo hubiera sabido no lo habría creído.

—Extiende el balcón, por favor —le dijo la niña a la nave, y la nave extendió el balcón, junto con el Steinway, y salimos al espacio por la arcada abierta. Desde luego, no salimos realmente al espacio; hasta un rústico como yo sabía que nuestros tímpanos habrían estallado, nuestros ojos reventado y nuestra sangre hervido si hubiéramos salido al vacío. Pero ésa era la impresión que uno tenía.

—¿Esto es seguro? —pregunté, apoyándome en la baranda. Hyperion era una mancha del tamaño de una estrella, y la estrella de Hyperion un sol ardiente a babor, pero la estela de plasma de nuestro motor de fusión, con decenas de kilómetros de longitud, daba la impresión de que estábamos precariamente posados en una alta columna azul. El efecto alentaba la acrofobia, y la ilusión de hallarse en el espacio sin protección creaba algo emparentado con la agorafobia. Hasta ese momento yo no sabía que era susceptible a ciertas fobias.

—Si el campo de contención falla un segundo en esta carga gravitatoria y velocidad —dijo A. Bettik—, moriremos de inmediato. Importa poco si estamos dentro o fuera de la nave.

—¿Y la radiación?

—El campo desvía la radiación cósmica y la radiación solar nociva —explicó el androide—, y opaca la vista del sol de Hyperion para que no nos enceguezca cuando lo miramos de frente. Aparte de eso, deja pasar el espectro visible.

—Ajá —murmuré, poco convencido. Me alejé de la baranda.

—Treinta segundos para traslación —dijo la nave. Incluso ahí fuera, su voz parecía surgir del aire.

Aenea se sentó al piano y se puso a tocar. No reconocí la melodía, pero parecía clásica, tal vez algo del siglo veintiséis.

Supongo que esperaba que la nave hablara de nuevo antes del momento de la traslación —una cuenta regresiva o algo parecido—, pero no hubo anuncio. De pronto el motor Hawking reemplazó al motor de fusión; un zumbido momentáneo pareció brotar de mis huesos, un vértigo terrible me inundó y me atravesó. Tuve la indolora pero inexorable sensación de que me daban la vuelta como a un guante, pero esta sensación desapareció antes de que yo pudiera comprenderla.

El espacio también había desaparecido. Por espacio me refiero a la escena que presenciaba menos de un segundo antes: el brillante sol de Hyperion, el disco del planeta, el brillante resplandor del casco de la nave, las pocas estrellas brillantes visibles en ese resplandor, la columna de llama azul sobre la que estábamos posados. Todo desapareció. En su lugar había… es difícil de describir.

La nave aún estaba «encima y debajo» de nosotros, y el balcón aún parecía sólido, pero no parecía recibir ninguna luz. Comprendo que esto parece absurdo —tiene que haber luz refleja para que veamos algo—, pero el efecto creaba la impresión de que una parte de mis ojos había dejado de funcionar; aunque percibían la forma y la masa de la nave, la luz parecía ausente.

Más allá de la nave, el universo se había contraído en una esfera azul cerca de la proa, y una esfera roja detrás de las aletas de popa. Tenía conocimientos científicos básicos como para esperar un efecto Doppler, pero este efecto era falso, pues no habíamos estado cerca de la velocidad de la luz hasta la traslación a C-plus y ahora estábamos mucho más allá de ella, dentro del pliegue Hawking. No obstante, los círculos azul y rojo —si miraba con atención, distinguía cúmulos estelares en ambas esferas— se alejaron aún más de la proa y la popa, reduciéndose a diminutos puntos de color. En el medio, llenando el vasto campo de visión… no había nada. No hablo de negrura u oscuridad. Hablo de vacío. Hablo de esa sensación de mareo que se tiene al tratar de mirar un punto ciego. Hablo de una nada tan intensa que daba vértigo, y el vértigo se convertía en náusea, provocando una conmoción tan violenta como esa transitoria sensación de ser vuelto como un guante.

—¡Dios mío! —atiné a decir, aferrando la baranda y cerrando los ojos con fuerza. No sirvió de nada. El vacío también estaba allí. En ese instante comprendí por qué los viajeros interestelares siempre optaban por la fuga criogénica.

Increíblemente, Aenea seguía tocando el piano. Las notas eran claras, cristalinas, como si ningún medio las modificara. Aun con los ojos cerrados yo veía a A. Bettik de pie junto a la puerta, el rostro azul dirigido al vacío. No, comprendí, ya no era azul. Aquí no existían los colores. Tampoco el negro, el blanco ni el gris. Me pregunté si los humanos que eran ciegos de nacimiento soñaban con la luz y los colores de esta manera descabellada.

—Compensando —dijo la nave, y su voz tenía la misma cualidad cristalina que las notas del piano.

De repente el vacío se derrumbó sobre sí mismo, la visión regresó y las esferas roja y azul regresaron a proa y popa. Al cabo de segundos la esfera azul de popa se desplazó a lo largo de la nave como si ésta atravesara una rosquilla, se fusionó con la esfera roja en la proa. Geometrías multicolores estallaron en la esfera de proa como criaturas volantes naciendo de un huevo. Digo «geometrías multicolores», pero esto no basta para describir la compleja realidad: formas generadas por fractales palpitaban, serpeaban y fluctuaban en lo que había sido un vacío. Formas espiraladas, erizadas de sus propias subgeometrías, se curvaban sobre sí mismas, escupiendo formas más pequeñas con el mismo brillo cobalto y rojo sangre. Ovoides amarillos se convertían en explosiones de luz precisas como púlsares. Hélices de color malva e índigo, semejantes al ADN del universo, caracoleaban en torno. Yo oía estos colores como truenos distantes, como el murmullo del oleaje más allá del horizonte.

Comprendí que tenía la boca abierta. Me alejé de la baranda y traté de concentrarme en la niña y el androide. Los colores del universo fractal jugaban sobre ellos. Aenea aún tocaba suavemente, acariciando las teclas mientras me miraba a mí y los cielos fractales que había a mis espaldas.

—Tal vez deberíamos ir adentro —dije. Las palabras que pronunciaba colgaban del aire como carámbanos de una rama.

—Fascinante —dijo A. Bettik, aún cruzado de brazos, escrutando el túnel de formas que nos rodeaba.

Su tez era nuevamente azul.

Aenea dejó de tocar.

Tal vez intuyendo mi vértigo y terror, se levantó, me cogió la mano y me condujo al interior de la nave. El balcón nos siguió. El casco se reestructuró. Pude respirar de nuevo.

—Tenemos seis días —dijo la niña. Estábamos sentados en el holofoso porque allí los cojines eran confortables. Habíamos comido, y A. Bettik nos había llevado zumos de fruta fríos. La mano no me temblaba tanto cuando nos sentamos a conversar.

—Seis días, nueve horas y veintisiete minutos —dijo la nave.

Aenea miró hacia arriba.

—Nave, puedes permanecer callada un rato, a menos que tengas algo vital que decir o que tengamos una pregunta para hacerte.

—Sí, M. Aenea —dijo la nave.

—Seis días —repitió la niña—. Tenemos que prepararnos.

Bebí un trago.

—¿Para qué?

—Creo que nos estarán esperando. Tenemos que encontrar una manera de pasar por el sistema de Parvati y continuar hacia Vector Renacimiento sin que nos detengan.

Examiné a la niña. Parecía cansada. Aún tenía el cabello en desorden, por la ducha. Con tantas referencias a La Que Enseña, yo había esperado una persona extraordinaria: una joven mesías con toga, un prodigio pronunciando frases crípticas. Pero lo único extraordinario de esta niña era el potente brillo de sus ojos oscuros.

—¿Cómo podrían estar esperando? —pregunté—. Hace siglos que la ultralínea no funciona. Las naves de Pax que nos persiguen no pueden adelantarse con un mensaje, como en tus tiempos.

Aenea sacudió la cabeza.

—No, la ultralínea cayó antes de mis tiempos. Recuerda que mi madre estaba encinta de mí durante la Caída. —Miró a A. Bettik. El androide estaba bebiendo zumo, pero no se había sentado—. Lamento no recordarte. Como decía, yo solía visitar la Ciudad de los Poetas y creía conocer a todos los androides.

Él inclinó levemente la cabeza.

—No hay motivos para que me recuerdes, M. Aenea. Yo me había ido de la Ciudad de los Poetas aun antes de la peregrinación de tu madre. Mis hermanos y yo trabajábamos a orillas del río Hoolie y en el Mar de Hierba. Después de la Caída, abandonamos ese servicio y vivimos a solas en diferentes lugares.

—Entiendo. Hubo muchas locuras después de la Caída. Recuerdo que los androides corrían peligro al oeste de la cordillera de la Brida.

La miré a los ojos.

—Insisto, ¿cómo es posible que alguien nos espere en Parvati? No pueden ir más rápido, ya que nosotros pasamos primero a velocidad cuántica. A lo sumo podrán trasladarse al espacio de Parvati un par de horas después que nosotros.

—Lo sé —dijo Aenea—, pero aun así presiento que nos estarán esperando. Tenemos que encontrar un modo de burlar a una nave de guerra con esta nave desarmada.

Hablamos varios minutos, pero ninguno de nosotros —ni siquiera la nave, cuando se lo preguntamos— tuvo una idea ingeniosa. Mientras hablábamos, yo observaba a la niña, el modo en que fruncía los labios en una sonrisa cuando reflexionaba, la leve arruga de su frente cuando hablaba apasionadamente, la suavidad de su voz. Comprendí por qué Martin Silenus quería protegerla de todo daño.

—Me pregunto por qué el viejo poeta no nos llamó antes de que abandonáramos el sistema —reflexioné en voz alta—. Habrá querido hablar contigo.

Aenea se peinó el cabello con los dedos.

—El tío Martin nunca me saludaría por banda angosta ni por holo. Habíamos convenido en hablar cuando concluyera este viaje.

La miré.

—¿Conque vosotros dos habéis planeado todo esto? ¿Tu escape, la alfombra voladora… todo?

Aenea sonrió de nuevo.

—Mi madre y yo planeamos los detalles esenciales. Cuando ella murió, el tío Martin y yo comentamos el plan. Él se despidió de mí en la Esfinge esta mañana…

—¿Esta mañana? —exclamé confundido. Luego comprendí.

—Ha sido un largo día para mí —suspiró la niña—. Esta mañana di unos pasos y cubrí la mitad del tiempo que los humanos han estado en Hyperion. Todos mis conocidos, excepto el tío Martin, deben de estar muertos.

—No necesariamente —dije—. Pax llegó poco después de tu desaparición, así que es posible que muchos amigos y parientes hayan aceptado la cruz. Todavía vivirían.

—Aceptado la cruz —repitió la niña, tiritando—. No tengo ningún pariente. Mi única familia era mi madre, y dudo que muchos amigos míos o de mi madre hubieran… aceptado la cruz.

Nos miramos en silencio, y comprendí cuán exótica era esta joven criatura; la mayoría de los acontecimientos históricos de Hyperion con los que yo estaba familiarizado no habían sucedido cuando esta niña había entrado en la Esfinge «esta mañana».

—Como sea —dijo—, no planeamos las cosas hasta el último detalle. Por ejemplo, no sabíamos si la nave del cónsul regresaría con la alfombra voladora. Pero lo cierto es que mi madre y yo planeamos usar el Laberinto si estaba prohibido el acceso al Valle de las Tumbas. Eso salió bien. Y esperábamos que la nave del cónsul estuviera aquí para sacarme de Hyperion.

—Háblame de tu época —dije.

Aenea sacudió la cabeza.

—Lo haré —dijo—, pero no ahora. Tú sabes algo sobre mi época. Para vosotros es historia y leyenda. Yo no sé nada sobre la vuestra, excepto por mis sueños, así que háblame del presente. ¿Cuán ancho es? ¿Cuán hondo es? ¿Cuánto de él podré guardar?

En estas preguntas había una alusión que entonces no reconocí, pero empecé a hablarle de Pax, de la gran catedral de San José y de…

—¿San José? ¿Dónde queda eso?

—Antes se llamaba Keats. La capital. También se llamó Jacktown.

—Ah —dijo Aenea, recostándose en los cojines, el vaso de zumo de frutas en sus dedos delgados—. Cambiaron ese nombre pagano. Bien, a mi padre no le importaría.

Era la segunda vez que mencionaba a su padre, y di por sentado que hablaba del cíbrido Keats, pero no se lo pregunté.

—Sí —afirmé—, muchas localidades cambiaron de nombre cuando Hyperion se sumó a Pax hace dos siglos. Hasta se habló de cambiar el nombre del mundo, pero se conservó Hyperion. De cualquier modo, Pax no gobierna en forma directa, aunque los militares impusieron orden en… —Continué un buen rato, dándole detalles sobre tecnología, cultura, idioma y gobierno. Le describí lo que había oído, leído y observado de la vida en mundos de Pax más avanzados, incluidas las glorias de Pacem.

—Vaya —comentó Aenea cuando hice una pausa—, las cosas no han cambiado tanto. Aunque parece que la tecnología se ha atascado… que aún no ha alcanzado los niveles de tiempos de la Hegemonía.

—Bien, Pax es en parte responsable de ello. La Iglesia prohíbe las máquinas pensantes, las IAs verdaderas, y enfatiza el desarrollo humano y espiritual por encima del avance tecnológico.

Aenea asintió.

—Claro, pero cualquiera creería que habrían alcanzado los niveles de la Red de Mundos en dos siglos y medio. Es como la Edad Oscura.

Sonreí al comprender que me ofendía, que me molestaban las críticas a la sociedad de Pax, a la que había optado por no pertenecer.

—No es para tanto. Recuerda que el mayor cambio ha sido el otorgamiento de una inmortalidad virtual. A causa de ello, el crecimiento demográfico está regulado y hay menos incentivos para cambiar las cosas externas. La mayoría de los cristianos renacidos considera que tiene un largo trecho en esta vida (por lo menos muchos siglos, con suerte milenios), así que no lleva prisa por cambiar las cosas.

Aenea me miró atentamente.

—¿La resurrección con el cruciforme funciona de veras?

—Sí.

—¿Has… aceptado la cruz?

Por tercera vez en los últimos días, me costó explicarme. Me encogí de hombros.

—Perversidad, supongo. Soy terco. Además, hay muchos que no se interesan en ello cuando son jóvenes. Todos planeamos vivir para siempre, pero nos convertimos cuando empieza la vejez.

—¿Eso harás? —preguntó vivazmente.

Iba a encogerme de hombros, pero el gesto de mi mano fue un equivalente.

—No lo sé —dije. Aún no le había hablado de mi «ejecución» y mi resurrección en casa de Martin Silenus—. No lo sé —repetí.

A. Bettik entró en el círculo del holofoso.

—Pensé que convenía mencionar que hemos aprovisionado la nave con una generosa provisión de helado. En varios sabores. ¿Algún interesado?

Pensé una frase para recordar al androide que no era un criado en este viaje, pero Aenea no me dejó hablar.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Chocolate!

A. Bettik asintió, sonrió y se volvió hacia mí.

—¿M. Endymion?

Había sido un largo día: un vuelo en alfombra voladora por el laberinto, tormentas de polvo, batalla (¿el Alcaudón, decía Aenea?) y mi primera travesía por el espacio. Vaya día.

—Chocolate —dije—. Sí, definitivamente. Chocolate.