17

Escribiendo esto tantos años después, había pensado que sería difícil recordar a Aenea cuando niña. No lo es. Mis recuerdos están tan llenos de años e imágenes posteriores —la rutilante luz del sol en el cuerpo de la mujer mientras flotábamos en las ramas del bosque orbital, la primera vez que hicimos el amor en gravedad cero, nuestros paseos por los pasadizos de Hsuan-k'ung-Su bajo el reflejo de los rojizos peñascos de Hua Shan—, que temía que esos primeros recuerdos fueran demasiado insustanciales. No lo son. Tampoco he cedido al impulso de saltar a los años posteriores, a pesar de mi temor de que esta narración sea interrumpida en cualquier momento por el chistido cuantomecánico del gas venenoso de Schrödinger. Escribiré lo que pueda escribir. El destino determinará el punto final de esta narración.

A. Bettik nos guió por la escalera de caracol hasta la habitación del piano mientras ascendíamos al espacio. El campo de contención mantenía la gravedad constante, a pesar de la frenética aceleración, pero yo todavía sentía euforia, aunque quizá sólo fuera consecuencia de tanta adrenalina en tan poco tiempo. La niña estaba sucia, desgreñada y enfadada.

—Quiero ver dónde estamos —dijo—. Por favor.

La nave transformó una pared en ventanal. El continente de Equus retrocedía bajo una nube de polvo rojo. Al norte, donde las nubes cubrían el polo, el limbo de Hyperion trazaba una nítida curva. Al cabo de un minuto el mundo entero fue una esfera donde dos de los tres continentes se veían bajo nubes desperdigadas; el Gran Mar del Sur era sobrecogedoramente azul, mientras que el archipiélago de las Nueve Colas aparecía rodeado por el verdor de los bajíos. Luego el planeta se encogió, se convirtió en una esfera azul, roja y blanca y desapareció. Nos marchábamos deprisa.

—¿Dónde están las naves-antorcha? —pregunté al androide—. Ya deberían habernos cerrado el paso. O volado en pedazos.

—La nave y yo estuvimos monitoreando sus canales de banda ancha —dijo A. Bettik—. Estaban… preocupados.

—No entiendo —dije, recorriendo el borde del holofoso, demasiado agitado para sentarme en los mullidos cojines—. La batalla… quién…

—El Alcaudón —dijo Aenea, y me miró de veras por primera vez—. Mi madre y yo teníamos la esperanza de que no sucediera así, pero así sucedió. Lo lamento. Lo lamento muchísimo.

Comprendiendo que la niña quizá no me hubiera oído en la tormenta, me detuve y me agaché.

—No tuvimos una presentación formal. Yo soy Raul Endymion.

Los ojos de la niña eran brillantes. A pesar del lodo y la suciedad de su mejilla, reparé en la blancura de su tez.

—Lo recuerdo —dijo—. Endymion. Como el poema.

—¿Poema? No sé de ningún poema. Es Endymion, como la vieja ciudad.

Ella sonrió.

—Yo sólo conozco el poema porque mi padre lo escribió. Qué típico del tío Martin escoger un héroe con semejante nombre.

Me alarmé al oír la palabra «héroe». Todo este proyecto ya era bastante absurdo sin necesidad de eso. La niña tendió su manita.

—Aenea —dijo—. Pero tú ya lo sabes.

Sentí en la palma la frescura de sus dedos.

—El viejo poeta dijo que te habías cambiado el nombre varias veces.

Ella aún sonreía.

—Y apuesto a que lo haré de nuevo. —Retiró la mano y se la ofreció al androide—. Aenea. Huérfana del tiempo.

A. Bettik le estrechó la mano más grácilmente que yo, se inclinó en una profunda reverencia y se presentó.

—A tu servicio, M. Lamia —dijo.

Ella sacudió la cabeza.

—Mi madre es… era… M. Lamia. Yo soy sólo Aenea. —Reparó en mi cambio de expresión—. ¿Has oído hablar de mi madre?

—Es famosa —dije, sonrojándome levemente sin saber por qué—. Todos los peregrinos de Hyperion lo son. Legendarios, en verdad. Hay un poema, una historia oral épica, en verdad…

Aenea se echó a reír.

—¡Caray! El tío Martin terminó esos jodidos Cantos.

Admito que me escandalicé. Debió de habérseme notado en la cara. Me alegra que esa mañana no estuviera jugando al póquer.

—Lo lamento —dijo Aenea—. Obviamente las garrapatas del viejo sátiro se han convertido en un invaluable patrimonio cultural. ¿Todavía vive? El tío Martin.

—Sí, M. Aenea —dijo A. Bettik—. He tenido el privilegio de servir a tu tío por más de un siglo.

La niña hizo una mueca.

—Debes de ser un santo, M. Bettik.

—A. Bettik, M. Aenea. Y no, no soy santo. Sólo un admirador y viejo conocido de tu tío.

Aenea asintió.

—Conocí a algunos androides cuando viajábamos desde Jacktown para visitar al tío Martin en la Ciudad de los Poetas, pero no a ti. Más de un siglo, dices. ¿Qué año es?

Se lo dije.

—Bien, al menos esa parte salió bien —comentó la niña. Guardó silencio, mirando el holo del mundo que se alejaba. Hyperion era sólo una chispa.

—¿De veras vienes del pasado? —pregunté. Era una pregunta estúpida, pero yo no me sentía muy brillante esa mañana.

Aenea asintió.

—El tío Martin te lo habrá contado.

—Sí. Huyes de Pax.

Ella me miró con ojos brillantes de emoción.

—¿Pax? ¿Así lo llaman ahora?

Parpadeé.

La idea de que alguien desconociera el concepto de Pax me desconcertó.

—Sí —dije.

—¿Conque ahora la Iglesia lo gobierna todo?

—Bien, en cierto modo —dije. Le expliqué el papel de la Iglesia en la compleja entidad que era Pax.

—Lo gobiernan todo —concluyó Aenea—. Temíamos que ocurriera. También vi eso en mis sueños.

—¿Tus sueños?

—No importa —dijo Aenea. Se levantó, echó un vistazo y caminó hacia el Steinway. Tocó algunas notas en el teclado—. Y ésta es la nave del cónsul.

—Sí —dijo la nave—, aunque sólo tengo recuerdos borrosos de ese caballero. ¿Tú lo conoces?

Aenea sonrió, acariciando las teclas con los dedos.

—No, mi madre lo conocía. Ella le regaló eso… —Señaló la alfombra llena de arena—. Cuando él se fue de Hyperion después de la Caída. Regresaba a la Red. No regresó durante mi época.

—Nunca regresó —dijo la nave—. Como he dicho, mi memoria está dañada, pero estoy seguro de que murió allá. —La suave voz de la nave cambió, cobró un tono más perentorio—. Recibimos una advertencia al abandonar la atmósfera, pero desde entonces no hemos encontrado objeciones ni persecuciones. Hemos salido del espacio cislunar y dentro de diez minutos habremos salido del pozo de gravedad de Hyperion. Necesito fijar el curso para la traslación. Instrucciones, por favor.

Miré a la niña.

—¿Los éxters? El viejo poeta dijo que querrías ir allá.

—Cambié de parecer —dijo Aenea—. Nave, ¿cuál es el mundo habitado más próximo?

—Parvati. Uno-coma-dos-ocho pársecs. Seis días y medio en tránsito a bordo. Tres meses de deuda temporal.

—¿Parvati formaba parte de la Red? —dijo la niña.

—No —respondió A. Bettik—. No en tiempos de la Caída.

—¿Cuál es el mundo de la vieja Red más cercano, viajando desde Parvati? —dijo Aenea.

—Vector Renacimiento —respondió la nave—. Son diez días más de viaje, con cinco meses de deuda temporal.

Fruncí el ceño.

—No sé —dije—. Los cazadores, es decir, los turistas para quienes trabajaba yo venían habitualmente de Vector Renacimiento. Es un gran mundo de Pax, muy activo. Hay muchas naves y tropas.

—Pero es el mundo más próximo de la Red —dijo Aenea—. Antes tenía teleyectores.

—Sí —dijeron la nave y A. Bettik al mismo tiempo.

—Fija el curso para Vector Renacimiento vía Parvati —decidió Aenea.

—Ir directamente a Vector Renacimiento representaría un día de a bordo y dos semanas de deuda temporal menos, si allí está nuestro destino —aconsejó la nave.

—Lo sé —dijo Aenea—, pero quiero ir allí pasando por el sistema de Parvati. —Debió de ver mi mirada inquisitiva, pues aclaró—: Ellos nos seguirán, y no quiero que conozcan el destino real cuando salgamos de este sistema.

—Ahora no nos persiguen —dijo A. Bettik.

—Lo sé. Pero lo harán dentro de pocas horas. Entonces y por el resto de mi vida. —Miró el holofoso como si la personalidad de la nave residiera allí—. Cumple la orden, por favor.

Las estrellas cambiaron en la holopantalla mientras la nave obedecía.

—Veintisiete minutos para punto de traslación hacia sistema Parvati —dijo—. Todavía no hay perseguidores, aunque la nave-antorcha San Antonio está en camino, al igual que el transporte.

—¿Qué hay de la otra nave-antorcha? —pregunté—. La San Buenaventura.

—Las bandas de comunicación comunes muestran que está expuesta al espacio y emitiendo señales de auxilio. El San Antonio está respondiendo.

—Cielos —susurré—. ¿Fue un ataque éxter?

La niña meneó la cabeza y se alejó del piano.

—Sólo el Alcaudón. Mi padre me lo advirtió.

—¿El Alcaudón? —preguntó el androide—. Que yo sepa, en la leyenda y en los antiguos documentos, la criatura llamada Alcaudón nunca salió de Hyperion, y solía habitar una región que abarcaba varios cientos de kilómetros alrededor de las Tumbas de Tiempo.

Aenea se repantigó en los cojines. Aún tenía los ojos inflamados y parecía cansada.

—Sí, me temo que ahora se está alejando un poco más. Y si mi padre tiene razón, es sólo el comienzo.

—Hace casi trescientos años que nadie ha visto al Alcaudón ni tiene noticias de él —dije.

La niña asintió distraídamente.

—Lo sé. Desde que se abrieron las tumbas, antes de la Caída. —Miró al androide—. Rayos, estoy muerta de hambre. Y muy sucia.

—Ayudaré a la nave a preparar el almuerzo —dijo A. Bettik—. Hay duchas arriba, en el dormitorio principal, y abajo, en la cubierta de fuga.

—Hacia allá me dirijo. Estaré abajo antes del salto cuántico. Os veré dentro de veinte minutos. —Rumbo a la escalera se detuvo para cogerme de nuevo la mano—. Raul Endymion. Lamento parecer ingrata. Gracias por arriesgar tu vida por mí. Gracias por acompañarme en este viaje. Gracias por meterte en algo tan vasto y complicado que ninguno de los dos puede imaginar en qué terminará.

—No hay de qué —dije estúpidamente.

La niña sonrió.

—Tú también necesitas una ducha, amigo. Algún día la tomaremos juntos, pero ahora creo que deberías usar la de la cubierta de fuga.

Pestañeando, sin saber qué pensar, la seguí con los ojos mientras ella subía la escalera.