—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
El padre capitán De Soya aferra la túnica del enfermero.
—Eh… treinta, cuarenta minutos, señor —dice el enfermero, tratando de zafarse. No lo consigue.
—¿Dónde estoy?
Ahora De Soya siente el dolor. Es muy intenso —se centra en la pierna y se irradia a todas partes— pero soportable. Lo ignora.
—A bordo del Santo Tomás Akira, padre.
—El transporte… —De Soya se siente mareado, desconectado. Se mira la pierna, ahora libre del torniquete. La parte inferior está unida a la superior sólo por fragmentos de músculo y tejido. Comprende que Gregorius debió de darle un analgésico, insuficiente para bloquear el torrente de dolor, pero suficiente para provocar esta reacción.
—Me temo que los cirujanos tendrán que amputar —dice el enfermero—. Los quirófanos no dan abasto. Pero usted es el siguiente, señor. Hemos realizado una selección y…
De Soya advierte que todavía aferra la túnica del enfermero. La suelta.
—No.
—¿Cómo dice, padre?
—Me ha oído. No habrá cirugía hasta que me haya reunido con el capitán del Santo Tomás Akira.
—Pero señor… padre… morirá si no lo hacen…
—He muerto antes, hijo. —De Soya lucha contra el mareo—. ¿Un sargento me trajo a la nave?
—Sí, señor.
—¿Todavía está aquí?
—Sí, padre. El sargento necesitaba puntos para las heridas.
—Mándelo aquí de inmediato.
—Pero, padre, sus heridas requieren…
De Soya mira el rango del joven enfermero.
—¿Alférez?
—Sí, señor.
—¿Ha visto el disco papal? —De Soya ha verificado si el disco de platino aún cuelga de la cadena irrompible que le rodea el cuello.
—Sí, padre, es lo que nos indujo a dar prioridad a su…
—So pena de ejecución… peor aún… so pena de excomunión, mande buscar al sargento de inmediato, alférez.
Gregorius se ha quitado la armadura de combate, pero sigue siendo enorme. El padre capitán mira los vendajes y los paks médicos en el cuerpo de ese hombre fornido y comprende que el sargento estaba malherido incluso mientras sacaba a De Soya de peligro. En algún momento tendrá que comentarlo. No ahora.
—¡Sargento!
Gregorius se cuadra.
—Traiga al capitán de esta nave inmediatamente. Pronto, antes de que vuelva a desmayarme.
El capitán del Santo Tomás Akira es un lusio maduro, bajo y fuerte como todos los lusios.
Es calvo pero luce una barba gris pulcramente recortada.
—Padre capitán De Soya, soy el capitán Lempriére. La situación es muy apremiante, señor. Los cirujanos me aseguran que usted requiere atención inmediata. ¿En qué puedo ayudar?
—Descríbame la situación, capitán. —De Soya no conoce personalmente al capitán, pero han hablado por radio. Nota deferencia en la voz del otro. Por el rabillo del ojo, ve que el sargento Gregorius se marcha de la habitación.
—Quédese, sargento. ¿Capitán?
Lempriére se aclara la garganta.
—La comandante Barnes-Avne ha muerto. Por lo que sabemos, ha muerto la mitad de los guardias suizos del Valle de las Tumbas de Tiempo. Están llegando miles de bajas. Tenemos enfermeros en tierra que instalan centros quirúrgicos móviles, y aquí estamos tratando los casos más urgentes. Estamos recobrando los muertos y clasificándolos para resucitarlos cuando regresemos a Vector Renacimiento.
—¿Vector Renacimiento? —De Soya se siente como si flotara en el espacio estrecho de la sala de preparación quirúrgica. Está flotando, dentro de lo que le permiten las amarras de la camilla—. ¿Qué diablos ha pasado con la gravedad, capitán?
Lempriére sonríe tímidamente.
—El campo de contención fue dañado durante la batalla, señor. En cuanto a Vector Renacimiento… bien, era nuestra base de operaciones, señor. Las órdenes estipulan que regresemos allá cuando se haya completado la misión.
De Soya ríe, deteniéndose sólo cuando se oye. No es una risa del todo cuerda.
—¿Quién dijo que la misión se ha completado, capitán? ¿De qué batalla estamos hablando?
El capitán Lempriére mira al sargento Gregorius. El guardia suizo clava los ojos en la pared.
—Las naves de apoyo y vigilancia que estaban en órbita también fueron diezmadas señor.
—¿Diezmadas? —El dolor está enfureciendo a De Soya—. Eso significa una de cada diez, capitán. ¿El diez por ciento del personal de las naves está en la lista de bajas?
—No, señor. El sesenta por ciento. El capitán Ramírez del San Buenaventura ha muerto, al igual que su oficial ejecutivo. Mi primer oficial también ha muerto. La mitad de los tripulantes del San Antonio no han dado el presente.
—¿Las naves están averiadas? —pregunta el padre capitán De Soya. Sabe que sólo tiene minutos de conciencia, quizá de vida.
—Hubo una explosión en el San Buenaventura. La mitad de los compartimientos de popa quedaron expuestos al espacio. El motor está intacto…
De Soya cierra los ojos.
Como capitán, sabe que una nave expuesta al espacio es la penúltima pesadilla. La última pesadilla es la implosión del núcleo Hawking, pero al menos esa indignidad es instantánea. Una fractura en el casco es —como esta pierna astillada— un camino lento y doloroso hacia la muerte.
—¿El San Antonio?
—Averiado pero operable, señor. El capitán Sati está vivo y…
—¿La niña? —pregunta De Soya—. ¿Dónde está? —Una creciente nube de manchas negras baila en la periferia de su visión.
—¿Niña? —dice Lempriére.
El sargento Gregorius le dice al capitán algo que De Soya no oye. Siente un zumbido en los oídos.
—Oh sí —prosigue Lempriére—, el objetivo. Evidentemente una nave la recogió y está acelerando hacia traslación C-plus.
—¡Una nave! —De Soya combate contra la inconsciencia con puro esfuerzo de voluntad—. ¿De dónde diablos salió esa nave?
Gregorius habla sin dejar de mirar la pared.
—Del planeta, señor. De Hyperion. Durante el… durante el episodio crítico, la nave atravesó la atmósfera, se posó en el castillo… en Fortaleza de Cronos… y recogió a la niña y al que la llevaba.
—¿Llevaba? —interrumpe De Soya. Le cuesta oír en medio del creciente zumbido.
—Una especie de VEM monoplaza —explica el sargento—. Aunque los técnicos ignoran cómo funciona.
De un modo u otro, esta nave los recogió, burló la patrulla de combate durante la carnicería y se aproxima al punto de traslación.
—Carnicería —repite estúpidamente De Soya. Nota que está babeando. Se enjuga la barbilla con el dorso de la mano, tratando de no mirar su pierna triturada—. Carnicería. ¿Qué la causó? ¿Contra quién luchábamos?
—No lo sabemos, señor —responde Lempriére—. Fue como en los viejos tiempos, los tiempos de FUERZA de la Hegemonía, cuando las tropas de asalto llegaban por teleyector. Miles de cosas blindadas aparecieron por todas partes y al mismo tiempo. La batalla duró apenas cinco minutos. Eran miles de ellos. Y de pronto desaparecieron.
De Soya se esfuerza por oír en medio de la creciente oscuridad y el rugido de sus oídos, pero las palabras no tienen sentido.
—¿Miles? ¿De qué? ¿Y adónde se fueron?
Gregorius se adelanta y mira al padre capitán.
—No miles, señor. Sólo uno. El Alcaudón.
—Eso es una leyenda… —comienza Lempriére.
—Sólo el Alcaudón —continúa el fornido negro, ignorando al capitán—. Mató a la mayoría de los guardias suizos y a la mitad de los efectivos regulares de Pax en Equus, derribó todos los cazas Escorpión, abatió dos naves-antorcha, mató a todos a bordo de la nave C3, dejó su tarjeta de visita aquí y se fue en menos de treinta segundos. Todo lo demás fueron nuestros hombres disparándose entre sí, presa del pánico. El Alcaudón.
—¡Pamplinas! —grita Lempriére. La agitación le enrojece la calva—. Eso es una fantasía, un cuento de viejas, incluso una herejía. Lo que nos atacó hoy no…
—Cállese —dice De Soya. Tiene la sensación de estar mirando por un túnel largo y oscuro. Debe hablar deprisa—. Escuche, capitán Lempriére, bajo mi responsabilidad, por autoridad papal, autorice al capitán Sati a llevar a los supervivientes del San Buenaventura a bordo del San Antonio para redondear la tripulación. Ordene a Sati que siga a la niña, a la nave que lleva a la niña, que la siga hasta la traslación, que fije las coordenadas y que siga…
—Pero, padre capitán…
—Escuche —grita De Soya sobre el rugido de sus oídos. Ahora sólo ve manchas—. Escuche, ordene al capitán Sati que siga esa nave adondequiera que sea… aunque tarde una vida… y que capture a la niña. Ésa es su directiva primordial. Capturar a la niña y llevarla a Pacem. ¿Gregorius?
—Sí, señor.
—No deje que me operen, sargento. ¿Mi nave correo todavía está intacta?
—¿El Rafael? Sí, señor. Estaba vacío durante la batalla y el Alcaudón no lo tocó.
—¿Todavía está Hiroshe, mi piloto?
—No, señor. Pereció.
De Soya apenas oye la tonante voz del sargento.
—Requise un piloto y una lanzadera, sargento. Usted, yo y el resto del escuadrón…
—Sólo quedan dos hombres, señor.
—Escuche. Los cuatro debemos ir al Rafael. La nave sabrá qué hacer. Dígale que seguiremos a la niña… y al San Antonio. Dondequiera que vayan esas naves, vamos nosotros. Sargento.
—Sí, padre capitán.
—Usted y sus hombres son renacidos, ¿verdad?
—Sí, padre capitán.
—Bien, prepárese para renacer de veras, sargento.
—Pero su pierna… —dice el capitán Lempriére desde muy lejos. Su voz se aleja con un efecto Doppler.
—Se reconstituirá cuando resucite —murmura el padre capitán De Soya.
Quiere cerrar los ojos para decir una plegaria, pero no tiene que cerrar los ojos para ahuyentar la luz. La oscuridad que lo rodea es absoluta. Se dirige a ese rugido y ese zumbido sin saber si alguien lo oye o si está hablando de veras.
—¡Deprisa, sargento! ¡Ya!