15

Desde mi infancia en los brezales —mirando el humo de las fogatas de turba dentro del círculo protector de casas rodantes, esperando a que despuntaran las estrellas frías e indiferentes en el profundo cielo lapislázuli y preguntándome por mi futuro mientras esperaba la llamada que me traería calidez y alimento— tuve una percepción de la ironía de las cosas. Muchos sucesos importantes acontecen rápidamente, sin que los comprendamos en el momento. Muchos momentos poderosos quedan sepultados bajo el absurdo. Lo vi ocurrir en mi infancia, y lo he visto ocurrir toda mi vida.

Volando hacia la evanescente luz anaranjada de la explosión, me topé de pronto con la niña, Aenea. Primero había entrevisto dos figuras, la pequeña atacando a la grande, pero cuando llegué poco después, en medio del ronco aullido de la arena, sólo estaba la niña.

Así la vi en ese momento: una expresión de alarma y furia, los ojos rojos y entornados de rabia o para protegerse de la arena, sus pequeños puños apretados, su camisa y su suéter flojo flameando como banderas al viento, el cabello —castaño pero con mechones rubios que yo notaría más tarde— pegoteado y ondeante, lodosas estrías de llanto y moco en las mejillas, zapatos de lona y suela de goma totalmente inapropiados para la aventura en que se había embarcado, una mochila barata colgando de un hombro.

Yo debía presentar un espectáculo más descabellado: un joven fornido y musculoso de veintisiete años, con aire de tener pocas luces, tendido de bruces en una alfombra voladora, el rostro oscurecido por el pañuelo y las gafas oscuras, el pelo corto mugriento y desmelenado, la mochila colgada de un hombro, el chaleco y los pantalones sucios de arena y polvo.

La niña abrió los ojos sorprendida, pero tardé sólo un segundo en comprender que se sorprendía por la alfombra voladora, no por mí.

—¡Sube! —grité. Siluetas armadas pasaron de largo, disparando. Otras sombras acechaban en la tormenta.

La niña me ignoró, volviéndose como para buscar la sombra que estaba atacando. Noté que le sangraban los puños.

—Maldito sea —gritaba, casi llorando—. Maldito sea. —Fueron las primeras palabras que oí decir a nuestra mesías.

—¡Sube! —volví a gritar, y me dispuse a bajar de la estera para aferrarla.

Aenea dio media vuelta, me miró por primera vez y con cierta claridad a pesar de la tormenta de arena dijo:

—Quítate esa máscara.

Recordé el pañuelo. Al bajarlo, escupí una arena que era lodo rojo.

La niña pareció aprobarme. Se acercó y subió a la estera. Ahora ambos íbamos sentados en la ondulante alfombra, la niña detrás de mí, las mochilas entre ambos. Volví a ponerme el pañuelo y grité:

—¡Agárrate a mí!

Ella agarró los bordes de la alfombra.

Vacilé un momento, arremangándome para estudiar mi cronómetro de pulsera. Quedaban menos de dos minutos para el momento en que la nave haría su rápido descenso en la Fortaleza de Cronos. Ni siquiera podía encontrar la entrada de la tercera Tumba Cavernosa en ese tiempo, y quizá nunca pudiera en medio de ese caos. Como para enfatizar ese punto, un escarabajo con orugas se encaramó a una duna, casi aplastándonos hasta que viró a la izquierda, disparando contra algo que estaba hacia el este.

—¡Agárrate! —grité de nuevo, y puse la estera en plena aceleración, cobrando altura, observando mi brújula y concentrándome en volar hacia el norte hasta que salimos del valle. Aquél no era momento para estrellarse contra una pared de roca.

Una gran ala de piedra pasó debajo de nosotros.

—¡Esfinge! —le grité a la niña que iba detrás de mí. Al instante comprendí cuán estúpido era mi comentario. Ella acababa de salir de esa tumba.

Calculando que estábamos a varios cientos de metros de altitud, estabilicé la alfombra y aumenté la velocidad. El escudo protector se activó, pero la arena todavía giraba en torno de nosotros dentro del bolsón de aire atrapado.

—No deberíamos chocar con nada a esta alti… —grité por encima del hombro, pero me interrumpió la forma acechante de un deslizador que volaba hacia nosotros desde la nube de la tormenta. No tenía tiempo para reaccionar, y sin embargo lo hice, bajando tan abruptamente que sólo el campo de contención nos mantuvo en nuestro sitio. El deslizador pasó a menos de un metro. La pequeña estera se zarandeó en la estela de esa enorme máquina.

—Córcholis y recórcholis —dijo Aenea a mis espaldas—. Mierda y remierda.

Fue el segundo comentario que oí decir a nuestra futura mesías.

Estabilicé de nuevo la alfombra, miré sobre el borde de la estera, tratando de distinguir algo en el suelo. Era una imprudencia volar tan alto. Todos los sensores tácticos, detectores, radares y procesadores de imágenes de la zona nos estarían siguiendo el rastro. Salvo por el desquicio que dejábamos atrás, yo ignoraba por qué aún no nos habían disparado. A menos que… Miré de nuevo por encima del hombro. La niña se apoyaba en mi espalda, protegiéndose de la ardiente arena.

—¿Estás bien? —pregunté.

Ella asintió, tocándome la espalda con la frente. Sospeché que estaba llorando.

—Soy Raul Endymion —grité.

—Endymion —dijo ella, alzando la cabeza. Tenía los ojos rojos, pero secos—. Sí.

—Tú eres Aenea… —Callé. No se me ocurría nada inteligente que decir. Mirando la brújula, ajusté nuestra dirección de vuelo y esperé que nuestra altitud fuera suficiente para no chocar con las dunas más allá del valle. Sin mucha esperanza, miré arriba preguntándome si la estela de plasma de la nave sería visible a través de la tormenta. No vi nada.

—El tío Martin te envió —dijo la niña. No era una pregunta.

—Sí —respondí—. Estamos yendo… bien, hacia la nave. Habíamos convenido en encontrarnos en la Fortaleza de Cronos, pero llegaremos tarde.

Un rayo rasgó las nubes a treinta metros. Ambos nos sobresaltamos. Aún hoy no sé si fue una descarga eléctrica o un disparo. Por centésima vez en ese día interminable, maldije la tosquedad de este antiguo artilugio volante, sin velocímetro ni altímetro. El rugido del viento detrás del campo de deflexión sugería que estábamos viajando a toda velocidad, pero era imposible saberlo sin tener más puntos de referencia que las cambiantes cortinas de nubes. Era tan desagradable como atravesar el Laberinto, pero al menos allá el programa de pilotaje automático era confiable. Aquí tendría que desacelerar pronto aunque tuviéramos a toda la Guardia Suiza detrás: la Cordillera de la Brida, con sus paredes verticales, se encontraba a poca distancia. A trescientos kilómetros por hora, llegaríamos a las montañas y la fortaleza en seis minutos. Yo había mirado mi cronómetro cuando acelerábamos. Lo miré de nuevo. Cuatro minutos y medio. Según los mapas que había estudiado, el desierto terminaba abruptamente en los peñascos de la Brida. Le daría otro minuto y…

Todo sucedió de golpe.

Súbitamente estuvimos fuera de la tormenta; no amainó, sino que salimos de ella tal como si emergiéramos de debajo de una manta acuática. En ese momento vi que descendíamos —o que el suelo subía— y que en pocos segundos nos estrellaríamos contra las rocas.

Aenea gritó. Yo la ignoré, toqué los controles con ambas manos, nos elevamos sobre los pedrejones con suficiente gravedad como para aplastarnos contra la estera, y vimos que estábamos a veinte metros del peñasco y volando hacia él. No había tiempo para frenar.

Yo sabía que teóricamente el diseño de Sholokov permitía que la estera volara verticalmente, y que el campo de contención impediría que el pasajero —teóricamente, su amada sobrina— cayera hacia atrás. Teóricamente.

Era hora de verificar la teoría.

Aenea me aferró con los brazos mientras acelerábamos en un ascenso de noventa grados. La estera necesitó los veinte metros de espacio libre para iniciar el ascenso, y cuando estuvimos verticales, el granito de la ladera estaba a centímetros de nosotros. Por instinto, me incliné y aferré el frente rígido de la alfombra, tratando de no apoyarme en los controles de vuelo. También por instinto, Aenea se inclinó hacia delante y me abrazó con más fuerza. El efecto fue que no pude respirar durante el minuto que tardó la alfombra en pasar sobre la cima. Traté de no mirar por encima del hombro durante el ascenso. Mil metros de espacio abierto debajo de mí era más de lo que mis maltrechos nervios podían aguantar.

Llegamos a la cima de los riscos —de pronto hubo escaleras, terrazas de piedra, gárgolas— y estabilicé la alfombra.

La Guardia Suiza había establecido puestos de observación, estaciones de rastreo y baterías antiaéreas en las terrazas y balcones del lado este de la Fortaleza de Cronos. El castillo —tallado en la piedra de la montaña— se erguía a más de cien metros sobre nosotros, con sus torreones y balcones. Había más guardias suizos en esas zonas planas.

Todos estaban muertos. Sus cadáveres, aún vestidos con armadura de impacto, estaban despatarrados en las inconfundibles posturas de la muerte. Algunos estaban agrupados, y sus formas laceradas daban la impresión de que las había segado un haz de plasma.

Pero las armaduras de Pax podían soportar una granada de plasma a esa distancia. Esos cadáveres estaban hechos trizas.

—No mires —dije por encima del hombro, reduciendo la velocidad mientras doblábamos por el extremo sur de la fortaleza. Demasiado tarde. Aenea miraba con grandes ojos.

—¡Maldito sea! —repitió.

—¿Quién? —pregunté, pero en ese momento sobrevolamos el jardín del sur de la fortaleza y vimos lo que había allí. Escarabajos en llamas y un deslizador volcado cubrían el paisaje. Había más cuerpos, que parecían juguetes desparramados por un niño malcriado. Junto a un seto ornamental ardía un cañón de contrapresión cuyos haces podían llegar a órbita baja.

La nave del cónsul flotaba en una cola de plasma azul a sesenta metros de la fuente central. Le rodeaba una aureola de vapor. A. Bettik nos hacía señas desde la puerta.

Entré en la cámara de presión tan rápidamente que el androide tuvo que apartarse de un brinco, y patinamos en el corredor bruñido.

—¡Vamos! —grité, pero o bien A. Bettik ya había dado la orden o bien la nave no la necesitaba. Los compensadores inerciales impidieron que la aceleración nos aplastara como gelatina, pero oímos el rugido de motor de fusión, el chillido de la atmósfera contra el casco, mientras la nave del cónsul se alejaba de Hyperion y entraba en el espacio por primera vez en dos siglos.