14

Yo no sabía que era claustrofóbico hasta este viaje: el rápido vuelo por catacumbas negras como pez, el campo de contención protegiéndome del viento, el acoso de la piedra y la oscuridad. A los veinte minutos de vuelo desactivé el programa de pilotaje automático, aterricé en el suelo del laberinto, anulé el campo de contención, me alejé de la estera y grité.

Cogí la linterna láser y alumbré las paredes. Un cuadrado corredor de piedra. Fuera del campo de contención, sentí el golpe del calor. El túnel debía de ser muy profundo. No había estalactitas, estalagmitas, murciélagos, ninguna cosa viviente… sólo esa caverna cuadrangular extendiéndose sin cesar.

Iluminé la alfombra. Parecía muerta, totalmente inerte. Con mis prisas debí de salir del programa incorrectamente, borrándolo. En tal caso, era hombre muerto. Hasta ahora habíamos ido a brincos en un núcleo de ramificaciones; era imposible que yo encontrara la salida por mi cuenta.

Grité de nuevo, aunque esta vez no era un alarido sino un grito deliberado, destinado a romper la tensión. Luché contra la sensación de encierro y náusea.

Quedaban tres horas y media. Tres horas y media de pesadilla claustrofóbica, de volar por la negrura, aferrándome a una alfombra voladora saltarina… ¿y después qué?

Lamenté no haber llevado un arma. En ese momento parecía absurdo; ningún arma me habría permitido vérmelas con un solo guardia suizo, ni siquiera contra un irregular de la Guardia Interna, pero deseaba tener algo. Desenfundé el cuchillo de caza, vi el brillo del acero a la luz de la linterna y me eché a reír.

Esto era absurdo.

Enfundé el cuchillo, me tendí en la estera y pulsé el código de reanudación. La alfombra se endureció, se elevó y avanzó bruscamente. Me dirigía deprisa a alguna parte.

El padre capitán De Soya ve la enorme silueta un instante antes de que desaparezca, y empiezan los alaridos. La doctora Chatkra se dirige hacia la niña, bloqueando la visión de De Soya.

Una ráfaga de aire sopla en medio del rugido del viento, y la cabeza encasquetada de la doctora rueda y rebota junto a De Soya.

—Madre de Dios —susurra por el micrófono abierto. El cuerpo de la doctora aún está de pie. La niña, Aenea, grita, el sonido se pierde en la aullante tormenta, y el cadáver de Chatkra se desploma como si la fuerza del grito hubiera actuado sobre el cuerpo. El asistente, Caf, grita algo ininteligible y se lanza hacia la niña. De nuevo el borrón oscuro, más intuido que visto, y el brazo de Caf se separa del cuerpo de Caf. Aenea corre hacia la escalera. De Soya se lanza hacia la niña pero choca con una enorme estatua metálica erizada de púas y rebordes filosos. Las púas le perforan la armadura de combate. Imposible, pero siente la sangre que mana de media docena de heridas menores.

—¡No! —grita de nuevo la niña—. ¡Basta! ¡Te lo ordeno!

La estatua metálica de tres metros gira en cámara lenta. Ardientes ojos rojos miran a la niña, y la escultura de metal desaparece. El padre capitán avanza un paso hacia la niña, tratando de tranquilizarla y capturarla, pero se le afloja la pierna izquierda y cae en la escalinata sobre la rodilla derecha.

La niña se le acerca, le toca el hombro y susurra, haciéndose oír por encima del aullido del viento y los aullidos de dolor que le llegan por los auriculares:

—Estarás bien.

El padre capitán De Soya siente un bienestar en el cuerpo, una alegría en la mente. Llora.

La niña desaparece. Una figura enorme se yergue sobre él, y De Soya aprieta los puños, intenta levantarse, sabiendo que es inútil, que la criatura ha regresado para matarlo.

—¡Calma! —grita el sargento Gregorius. El hombretón ayuda a De Soya a incorporarse. El padre capitán no puede permanecer de pie —su sangrante pierna izquierda está inutilizada—, así que Gregorius lo sostiene con un brazo gigantesco mientras barre la zona con su rayo de energía.

—¡No dispare! —grita De Soya—. La niña…

—Ha desaparecido —dice el sargento Gregorius. Dispara. Una puñalada de energía atraviesa el crujiente remolino de arena—. ¡Maldición!

Gregorius se echa al padre capitán sobre el hombro. En la red de comunicaciones, los gritos son cada vez más frenéticos.

Mi cronómetro y mi brújula me indican que estoy llegando. No hay ningún otro indicio. Todavía vuelo a ciegas, aferrándome a la alfombra saltarina mientras ella selecciona ramas del incesante laberinto. No he tenido la sensación de que los túneles subieran a la superficie, pero en verdad no he tenido ninguna sensación salvo vértigo y claustrofobia.

En las dos últimas horas he usado las gafas, iluminando nuestra trayectoria con la linterna láser. A trescientos kilómetros por hora, las paredes de roca pasan con alarmante rapidez. Pero eso es mejor que la oscuridad. Todavía tengo las gafas cuando aparece la primera luz y me encandila. Me las quito, las guardo en un bolsillo, parpadeo. La alfombra me arroja hacia un rectángulo de luz pura.

Recuerdo que el viejo poeta decía que la tercera Tumba Cavernosa había estado cerrada más de dos siglos y medio. Después de la Caída sellaron todas las Tumbas de Tiempo de Hyperion, pero la tercera Tumba Cavernosa tenía una pared de roca que la cerraba desde el Laberinto, desde atrás del portal. Durante horas he temido estrellarme contra esa pared de roca a trescientos kilómetros por hora.

El rectángulo de luz crece rápidamente. Comprendo que el túnel ha ascendido gradualmente a la superficie. Me tiendo de bruces en la estera, sintiendo que reduce la velocidad al llegar al final de su vuelo programado.

—Buen trabajo, viejo —digo en voz alta, oyendo mi voz por primera vez desde que me puse a gritar hace tres horas y media.

Apoyo la mano en las hebras de aceleración, temiendo que la estera ande demasiado despacio y haga de mí un blanco fácil. Había dicho que se necesitaría un milagro para no ser derribado por los guardias suizos; el poeta me prometió uno. Es hora.

La arena gira en la abertura de la tumba, cubriendo la entrada como una cascada seca. ¿Éste es el milagro? Espero que no. Los soldados pueden ver a través de una tormenta de arena. Freno la alfombra cerca de la entrada, saco un pañuelo y gafas de sol de mi mochila, me sujeto el pañuelo sobre la nariz y la boca, me tiendo de bruces, apoyo los dedos en los diseños de vuelo, aprieto las hebras de aceleración.

La alfombra voladora atraviesa la puerta y sale al aire libre.

Doblo a la derecha, elevándome con virajes evasivos, aun sabiendo que esas maniobras son inútiles contra los apuntadores automáticos. No importa. Mi afán de conservar el pellejo puede más que mi lógica.

No veo. La tormenta es tan huracanada que todo lo que esté a dos metros de la alfombra está a oscuras. Esto es demencial. El viejo poeta y yo jamás hablamos de la posibilidad de una tormenta de arena. Ni siquiera puedo discernir mi altitud.

De pronto una fortaleza afilada como una navaja pasa bajo la alfombra, e inmediatamente vuelo bajo otra viga de metal filoso, y comprendo que estuve casi a punto de chocar con el Palacio del Alcaudón. Voy en dirección errónea —sur— cuando necesito estar en el extremo norte del valle. Miro mi brújula, confirmo mi error y giro. Por el vistazo que tuve del Palacio del Alcaudón, la estera está a veinte metros del suelo. Me detengo y siento los bofetones del vendaval. Hago descender la alfombra como un ascensor, hasta que toca la piedra barrida por el viento. Me elevo tres metros, fijo la altitud y me dirijo al norte a paso de hombre.

«¿Dónde están los soldados?».

Como para responderme, pasan figuras oscuras en armadura de combate. Me sobresalto cuando disparan sus barrocos haces energéticos y sus dardos, pero no disparan contra mí. Están disparando por encima del hombro. Son guardias suizos y están huyendo. Inaudito.

De repente, en medio del ulular del viento, oigo alaridos humanos. No entiendo cómo es posible. Estos soldados conservarían los cascos ceñidos y los visores trabados durante una tormenta. Pero hay alaridos.

Un jet o deslizador ruge en lo alto, a diez metros de mí, disparando a ambos flancos con sus armas automáticas —sobrevivo porque estoy justo debajo del aparato— y tengo que frenar bruscamente cuando una terrible explosión de luz y calor ilumina la tormenta. El deslizador o jet se ha estrellado contra una de las tumbas, creo que el Monolito de Cristal o la Tumba de jade.

Más disparos a mi izquierda. Vuelo a la derecha, y de nuevo al noroeste, tratando de esquivar las tumbas. Gritos a mi derecha y hacia delante. Relámpagos de energía hienden la tormenta.

Esta vez alguien dispara contra mí. ¿Dispara y yerra? ¿Cómo es posible?

Sin esperar respuesta, hago descender la alfombra como un ascensor expreso. Choco contra el suelo, ruedo a un costado. Haces de energía ionizan el aire sobre mi cabeza. La brújula inercial, todavía colgada de mi cuello, me golpea la cara mientras ruedo. No hay rocas donde ocultarse; la arena es chata. Trato de cavar una zanja con los dedos mientras los rayos azules horadan el aire. Nubes de dardos chasquean sobre mí. Si hubiera estado en el aire, la alfombra y yo seríamos andrajos.

Algo enorme está de pie a tres metros, separando las piernas. Parece un gigante en armadura de combate, un gigante de muchos brazos. Un rayo de plasma le acierta, perfilando por un instante su silueta erizada de pinchos. La cosa no se derrite ni se cae ni vuela en pedazos.

«Imposible. Joder, totalmente imposible». Una parte de mi mente nota fríamente que estoy pensando obscenidades, como siempre hice en combate.

La enorme silueta se ha ido. Más alaridos a mi izquierda, explosiones delante. ¿Cómo cuernos encontraré a la niña en medio de esta batahola? Y si la encuentro, ¿cómo lograré llegar a la tercera Tumba Cavernosa? La idea —el gran plan— consistía en que yo me llevara a Aenea durante la distracción milagrosa que el poeta había prometido, me dirigiera a la Tumba Cavernosa y tecleara el tramo final del programa para el trayecto de treinta kilómetros hasta la Fortaleza de Cronos, en el linde de la cordillera de la Brida, donde A. Bettik y la nave espacial estarían esperando dentro de… tres minutos.

Aun en medio de este jaleo, no hay manera de que las naves orbitales ni las baterías antiaéreas de tierra pasen por alto un objeto del tamaño de esa nave, si permanece en tierra durante más de los treinta segundos convenidos. Esta misión de rescate está jodida.

La tierra tiembla y un estruendo llena el Valle. O bien ha volado algo enorme —un depósito de municiones, por lo menos— o bien se ha estrellado algo mucho más grande que un deslizador. Un fulgor rojo y violento ilumina el norte del Valle, llamas visibles a pesar de la tormenta. Contra el fulgor veo veintenas de armaduras que corren, disparan, vuelan, caen. Una silueta es más pequeña que las demás y no tiene armadura. La silueta más pequeña, todavía recortada contra el rabioso fulgor de la pura destrucción, ataca al gigante, golpeando pinchos y espinas con sus pequeños puños.

«¡Mierda!». Me arrastro hacia la alfombra, no la encuentro en la tormenta, me quito arena de los ojos, me arrastro en un círculo y siento tela bajo la palma derecha. En pocos segundos la estera quedó casi sepultada en la arena. Cavando como un perro frenético, desentierro las hebras, activo la estera y vuelo hacia el fulgor que se desvanece. Ya no veo las dos siluetas, pero he tenido la presencia de ánimo de echar un vistazo a la brújula. Dos centellas vibrantes incineran el aire, una a centímetros de mí, la otra a milímetros de la estera.

—¡Maldición! —grito sin dirigirme a nadie en particular.

El padre capitán De Soya no está consciente del todo cuando brinca en el hombro blindado del sargento Gregorius. De Soya entrevé otras formas oscuras corriendo con ellos a través de la tormenta, disparando rayos de plasma contra blancos invisibles, y se pregunta si éste es el resto de la escuadra de Gregorius. En sus pantallazos de conciencia, anhela desesperadamente ver a la niña, hablar con ella.

Gregorius tropieza con algo, ordena a su escuadrón que se aproxime. Un escarabajo —un vehículo blindado— ha bajado su escudo de camuflaje y está apoyado al sesgo en un pedrejón. Falta la oruga izquierda, y los cañones traseros se han derretido como cera en una llama. La ampolla de visión derecha está astillada.

—Aquí —jadea Gregorius, y baja al padre capitán De Soya por la ampolla.

El sargento entra, iluminando el interior del escarabajo con la linterna de su arma. El asiento del piloto parece rociado con pintura roja. Los tabiques posteriores parecen salpicaduras de colores, como ese absurdo «arte abstracto» pre-Hégira que el padre capitán De Soya una vez vio en un museo. Sólo que este lienzo de metal está salpicado de fragmentos humanos.

El sargento Gregorius se interna en el escarabajo ladeado y apoya al capitán contra un tabique. Otras dos figuras con traje entran por la ampolla astillada.

De Soya se limpia la arena y la sangre de los ojos.

—Estoy bien —dice. Quería decirlo con tono de mando, pero su voz es débil, casi infantil.

—Sí, señor —gruñe Gregorius, sacando su kit médico de su pak.

—No necesito eso —murmura De Soya—. El traje…

Los trajes de combate tienen su propio sellador y sanadores semiinteligentes. De Soya está seguro de que el traje ya ha curado los tajos o perforaciones menores. Pero mira hacia abajo.

Casi le han cortado la pierna izquierda. La armadura blindada y omnipolímera cuelga en andrajos, como caucho harapiento en una llanta barata. Ve la blancura del fémur. El traje ha ceñido el muslo superior en un tosco torniquete, salvándole la vida, pero hay media docena de perforaciones en el pecho y parpadean luces rojas.

—Ah, Jesús —susurra De Soya. Es una plegaria.

—Está bien —dice el sargento Gregorius, ciñendo el muslo con su propio torniquete—. Conseguiremos un enfermero y lo llevaremos sin pérdida de tiempo al hospital de la nave. —Mira a las dos agotadas figuras que están detrás de los asientos delanteros—. ¿Kee? ¿Rettig?

—Sí, sargento.

El más menudo de ambos mira hacia arriba.

—¿Mellick y Ott?

—Muertos, sargento. Esa cosa los atacó en la Escalinata.

Se quita el guantelete y palpa las heridas más grandes con sus enormes dedos—. ¿Eso duele, señor?

De Soya sacude la cabeza. No siente el contacto.

—De acuerdo —dice el sargento, pero no parece convencido. Llama por la red táctica.

—La niña —dice el padre capitán De Soya—. Tenemos que encontrar a la niña.

—Sí, señor —dice Gregorius, pero continúa llamando por varios canales. De Soya presta atención y oye la algarabía.

—¡Cuidado! ¡Cielos! Está regresando…

—¡San Buenaventura! ¡San Buenaventura! ¡Tiene una fractura en el casco! Repito. Tiene una fractura en el casco.

—Escorpión uno-nueve a cualquier controlador… Cielos… Escorpión uno-nueve, motor izquierdo apagado, cualquier controlador… no puedo ver el Valle… me desviaré…

—¡Jamie, Jamie! Oh Dios…

—¡Fuera de la red! ¡Maldición, mantened la disciplina! ¡Despejad las comunicaciones!

—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre…

—Cuidado con esa jodida… mierda. Esa jodida cosa recibió un impacto pero…

—Intrusos múltiples, repito, intrusos múltiples, olvidar control de fuego, intrusos múltiples…

Un griterío.

—Mando Uno, adelante, Mando Uno, adelante.

Sintiendo que pierde la consciencia en gotas, como la sangre que forma un charco bajo su pierna herida, De Soya baja los visores.

La pantalla táctica es basura. Sintoniza la banda privada del deslizador de Barnes-Avne.

—Comandante, habla el padre capitán De Soya. ¿Comandante?

La línea no funciona.

—La comandante ha muerto, señor —dice Gregorius, apretando una ampolla de adrenalina contra el brazo desnudo de De Soya. El padre capitán no recuerda que le hayan quitado el guantelete y la armadura de combate—. Vi la caída del deslizador en táctico antes de que todo se fuera al demonio —continúa el sargento, uniendo la pierna floja de De Soya al fémur, como alguien que sujetara una carga suelta—. Ella ha muerto. El coronel Brideson no responde. El capitán Ranier no contesta desde la nave-antorcha. El C3 no responde.

De Soya procura mantenerse consciente.

—¿Qué está pasando, sargento?

Gregorius se le acerca. Tiene los visores levantados y por primera vez De Soya ve que el gigante es negro.

—Teníamos una frase para esto en la infantería de marina, antes que yo entrara en la Guardia Suiza.

—Episodio crítico —dice el padre capitán De Soya, tratando de sonreír.

—Así lo llaman los señoritos elegantes de la flota —conviene Gregorius. Hace una seña a los otros dos soldados, que salen por la ampolla astillada. Gregorius alza a De Soya y lo carga como un bebé—. En la infantería, señor —continúa el sargento, sin el menor esfuerzo—, lo llamábamos «un desbarajuste de Dios y muy Señor mío».

De Soya siente que se desmaya. El sargento lo apoya en la arena.

—¡Quédese conmigo, capitán! Maldición, ¿me oye? ¡Quédese conmigo!

—Cuide su vocabulario, sargento —dice De Soya, sintiendo que pierde la conciencia pero sin poder evitarlo—. Recuerde que soy un sacerdote… tomar el nombre de Dios en vano es pecado mortal.

La negrura se cierra sobre él, y el padre capitán De Soya no sabe si ha dicho la última frase en voz alta.