Faltando quince minutos para la apertura de la Esfinge, el padre capitán De Soya camina por el Valle. La tormenta ha llegado hace rato, y la arena arremolinada llena el aire. Cientos de guardias suizos están desplegados en el Valle, pero sus transportes blindados, sus armas emplazadas, sus baterías de misiles y sus puestos de observación son invisibles en la polvareda. Pero De Soya sabe que serían invisibles de todos modos, escondidos detrás de campos de camuflaje y polímeros camaleónicos. El padre capitán tiene que usar el infrarrojo para ver algo en esta tormenta aullante. Y aun así, con el visor cerrado, finas partículas de polvo se introducen por el cuello del traje de combate y le suben a la boca. Este día sabe a ripio. El sudor le deja hilillos de lodo rojo en la frente y las mejillas, como sangre de estigmas sagrados.
—Atención —dice por los canales generales—. Habla el padre capitán De Soya, al mando de esta misión por imperativo papal. La comandante Barnes-Avne repetirá estas órdenes dentro de un instante, pero ahora quiero especificar que no se realizará ninguna acción, no se efectuará ningún disparo y no se iniciará ningún acto defensivo que ponga en peligro la vida de la niña que saldrá de una de estas tumbas dentro de… trece minutos y medio. Quiero que esto quede claro para cada oficial y soldado de Pax, cada capitán y marino de la flota, cada piloto y oficial aéreo… Debemos capturar a esta niña ilesa. Quien no escuche esta advertencia será sometido a corte marcial y ejecución sumaria. Que todos sirvamos a Nuestro Señor y nuestra Iglesia en este día… En nombre de Jesús, María y José, pido que nuestros esfuerzos fructifiquen. Padre capitán De Soya, comandante activo de la expedición de Hyperion, fuera.
Sigue caminando mientras los canales tácticos recitan Amén a coro. De repente se detiene.
—¿Comandante?
—Sí, padre capitán —responde serenamente Barnes-Avne.
—¿Sería un problema para su perímetro si pido a la escuadra del sargento Gregorius que se reúna conmigo en la Esfinge?
Hay una pausa brevísima que le indica que la comandante no aprecia esos cambios de planes de último momento. El «comité de recepción» —un grupo de guardias suizos selectos, la médica con el sedante y un asistente con un cruciforme viviente en un contenedor de estasis— ya está esperando al pie de la escalinata de la Esfinge.
—Gregorius y sus hombres estarán allí dentro de tres minutos —dice la comandante.
De Soya oye las órdenes y confirmaciones por los canales tácticos. Una vez más ha pedido a estos cinco hombres que vuelen en condiciones peligrosas.
El escuadrón desciende al cabo de dos minutos y cuarenta y cinco segundos. De Soya los ve en infrarrojo; sus paks de reacción irradian un fulgor blanco.
—Dejen los paks de vuelo —ordena—. Permanezcan cerca de mí ocurra lo que ocurra. Cúbranme las espaldas.
—Sí, señor —responde el sargento Gregorius en medio del aullido del viento. El corpulento suboficial se aproxima a De Soya. Obviamente el sargento quiere una confirmación visual de la espalda que está vigilando.
—E menos diez minutos —dice la comandante Barnes-Avne—. Los sensores indican actividad inusitada en los campos antientrópicos que rodean las tumbas.
—La siento —dice De Soya. Y así es. El desplazamiento de los campos de tiempo del valle crea una sensación de vértigo similar a la náusea. Esto y la furiosa tormenta hacen que el sacerdote capitán se sienta lejos del suelo, mareado, casi ebrio. Apoyando los pies con cuidado, De Soya regresa a la Esfinge, seguido por Gregorius y sus tropas en una estrecha V.
El «comité de recepción» aguarda en la escalinata. De Soya se acerca, emite su identificación infrarroja y radial, habla brevemente con la médica que lleva la ampolla con el sedante. Advierte a la mujer que no dañe a la niña y espera. Ahora hay trece siluetas en la escalinata, contando al equipo de Gregorius. De Soya advierte que los soldados no se ven muy hospitalarios con sus gruesas armas.
—Retrocedan unos pasos —ordena a los dos sargentos—. Mantengan los escuadrones listos, pero ocultos en la tormenta.
—Enterado.
Los diez soldados retroceden varios pasos y son totalmente invisibles en la arena arremolinada. De Soya sabe que ninguna criatura viva puede atravesar el perímetro que han establecido.
De Soya se dirige a la médica y al asistente que lleva el cruciforme.
—Acerquémonos a la puerta.
Ambos asienten y los tres suben lentamente la escalera. Los campos antientrópicos son cada vez más intensos. De Soya recuerda una ocasión, en su infancia, en que se metió hasta el pecho en un oleaje peligroso, y la marea y la corriente lo arrastraban hacia un mar hostil. Esto es parecido.
—E menos siete minutos —dice Barnes-Avne por el canal común. Luego habla con De Soya en banda privada—. Padre capitán, ¿quiere que el deslizador vaya a buscarle? Hay mejor vista desde aquí.
—No, gracias. Me quedaré con el equipo de contacto.
Ve que el deslizador se eleva y se detiene a diez mil metros, por encima de la parte más feroz de la tormenta. Como todo buen comandante, Barnes-Avne quiere controlar la acción sin enredarse en ella.
De Soya se comunica con el piloto de su lanzadera por su canal privado.
—¿Hiroshe?
—Sí, señor.
—Preparado para despegar dentro de diez minutos o menos.
—Preparado, señor.
—¿La tormenta no será un problema?
Como todo capitán de combate del espacio profundo, De Soya desconfía muchísimo de la atmósfera.
—Ningún problema, señor.
—Bien.
—E menos cinco minutos —informa Barnes-Avne—. Los detectores orbitales no muestran actividad espacial en treinta UAs. La vigilancia aérea en el hemisferio norte no muestra tráfico aéreo. La detección de tierra no muestra movimientos desautorizados entre la Cordillera de la Brida y la costa.
—Pantallas de patrulla orbital despejadas —dice la voz del controlador C3.
—Pantallas de patrulla aérea despejadas —dice el jefe de los pilotos de Escorpiones—. Aquí tenemos un hermoso día.
—Silencio de radio y banda privada desde este punto hasta anulación de nivel seis —dice Barnes-Avne—. E menos cuatro minutos y los sensores muestran actividad antientrópica máxima en todo el valle. Equipo de contacto, informe.
—Estoy en la puerta —dice la doctora Chatkra.
—Preparado —dice el asistente, un soldado muy joven llamado Caf. Al joven le tiembla la voz.
De Soya advierte que no sabe si Caf es hombre o mujer.
—Todo preparado —informa De Soya. Mira por encima del hombro. Incluso el fondo de la escalera de piedra es invisible en la arena aullante. Crujen descargas eléctricas. De Soya pasa a infrarrojo y ve a los diez guardias suizos con sus armas.
Un repentino silencio desciende en medio del fragor de la tormenta. De Soya oye su propia respiración dentro del casco de su equipo de combate. La estática sisea y cruje en los canales de combate no utilizados. Más estática sacude sus visores tácticos e infrarrojos, y De Soya los sube exasperado. El portal de la Esfinge está a menos de tres metros, pero la arena lo oculta y lo revela como un telón movedizo. De Soya avanza dos pasos, y la doctora Chatkra y su asistente lo siguen.
—Dos minutos —dice Barnes-Avne—. Todas las armas preparadas. Grabadores de alta velocidad en automático. Equipos médicos alerta.
De Soya cierra los ojos para combatir el vértigo de las mareas de tiempo. «El universo —piensa— es realmente prodigioso». Lamenta tener que sedar a la niña a los pocos segundos de recibirla. Es lo que le han ordenado —debe dormir cuando le pongan el cruciforme y durante el fatal vuelo de regreso a Pacem— y sabe que tal vez nunca oiga la voz de la niña. Lo lamenta. Le gustaría hablar con ella, hacerle preguntas sobre el pasado, sobre ella.
—Un minuto. Control de fuego totalmente automático.
—¡Comandante! —De Soya tiene que ponerse el visor táctico para identificar la voz, que pertenece a un teniente científico del perímetro interior—. ¡Los campos se están elevando al máximo en todas las tumbas! Se abren puertas en las Tumbas Cavernosas, el Monolito, el Palacio del Alcaudón, la Tumba de jade…
—Silencio en todos los canales —ruge Barnes-Avne—. Lo estamos monitoreando. Treinta segundos.
De Soya comprende que la niña aparecerá en esta nueva era para enfrentarse con siluetas con casco y visor armadura de combate, y alza todos sus visores. Quizá nunca logre hablar con la niña, pero ella verá un rostro humano antes de dormirse.
—Quince segundos. —Por primera vez, De Soya oye tensión en la voz de la comandante.
La arena raspa los ojos expuestos del padre capitán De Soya. Alza una mano enguantada, se frota, parpadea, lagrimea. Él y la doctora Chatkra avanzan otro paso. Las puertas de la Esfinge se abren hacia dentro. El interior está oscuro. De Soya desea ver en infrarrojo, pero no baja el visor. Está empeñado en que la niña le vea los ojos.
Una sombra se mueve en la oscuridad. La doctora se tensa, pero De Soya le toca el brazo.
—Aguarde.
La sombra se convierte en un perfil, el perfil en una forma, la forma en una niña. Es más pequeña de lo que De Soya esperaba. Su largo cabello ondea en el viento.
—Aenea —dice De Soya. No había planeado hablar ni llamarla por el nombre.
La niña lo mira. Él ve los ojos oscuros, pero no detecta temor en ellos. Sólo… ¿angustia? ¿Tristeza?
—Aenea, no te preocupes —dice, pero en ese momento la doctora avanza deprisa, la inyección preparada, y la niña retrocede un paso.
El padre capitán De Soya ve la segunda silueta en la oscuridad. Y empiezan los alaridos.