Renacido, viendo literalmente por los asombrados ojos de un niño, el padre capitán Federico de Soya cruza la Piazza de San Pietro entre los elegantes arcos del peristilo de Bernini y se aproxima a la basílica de San Pedro. Es un día hermoso y soleado, con cielos azules y un frescor en el aire. El único continente habitable de Pacem está a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y el aire es tenue pero rico en oxígeno. Todo lo que ve De Soya está bañado en la rutilante luz de la tarde, que crea un aura en torno de las majestuosas columnas y la cabeza de los presurosos peatones. La luz pinta de blanco las estatuas de mármol y destaca el resplandor de los mantos rojos de los obispos y las franjas azules, rojas y anaranjadas de los guardias suizos que están en posición de descanso; la luz baña el alto obelisco del centro de la plaza y los pilastres acanalados de la fachada de la basílica resplandece en la gran cúpula, que se eleva a más de cien metros.
Las palomas echan a volar y reciben esa luz deslumbrante y horizontal mientras revolotean sobre la plaza, las alas ya blancas contra el cielo, ya oscuras contra la reluciente cúpula de San Pedro. A ambos lados circulan multitudes: clérigos en sotana negra con botones rosados, obispos de blanco con orlas rojas, cardenales en escarlata y magenta, ciudadanos del Vaticano en jubones negros, calzas y cuellos alechugados blancos, monjas con hábito susurrante y blancas alas de gaviota, sacerdotes de ambos sexos en austero negro, oficiales de Pax en uniforme de gala rojo y negro, como el que De Soya usa hoy, y una muchedumbre de turistas afortunados o invitados civiles —que gozan del privilegio de asistir a una misa papal— vestidos con su mejor atuendo, la mayoría de negro, pero todos con ricos paños cuyas fibras más oscuras brillan y titilan. Las multitudes se dirigen a la majestuosa basílica de San Pedro, cuchicheando, con semblante entusiasta pero grave. Una misa papal es un acontecimiento serio.
Hace sólo cuatro días que el padre capitán De Soya se ha despedido del grupo de tareas REYES, y sólo un día que ha resucitado. Lo acompañan el padre Baggio, la capitana Marget Wu y monseñor Lucas Oddi. Baggio, rechoncho y agradable, es el capellán de resurrección de De Soya; Wu, delgada y silenciosa, es edecán del almirante Marusyn de la flota de Pax; y Oddi, de ochenta y siete años estándar pero saludable y lúcido, es el factótum y subsecretario del poderoso secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Simon Augustino Lourdusamy. Se dice que el cardenal Lourdusamy es la segunda persona más poderosa de Pax, el único miembro de la Curia romana que cuenta con la confianza de Su Santidad, y un hombre temiblemente brillante. El poder del cardenal se refleja en el hecho de que también actúa como prefecto de la Sacra Congregatio pro Gentium Evangelizatione se de Propaganda Fide, la legendaria Congregación para la Evangelización de los Pueblos, o de Propaganda Fide.
Para el padre capitán De Soya, la presencia de estos dos poderosos no es más sorprendente que la luz que se refleja en la fachada mientras los cuatro suben la ancha escalinata de la basílica. La discreta muchedumbre calla aún más cuando ellos atraviesan el vasto espacio, dejan atrás más guardias suizos en ropa de gala y de combate, y entran en la nave. Aquí hasta el silencio tiene un eco, y De Soya se conmueve hasta las lágrimas ante la belleza del recinto y sus inmortales obras de arte: la Pieta de Miguel Ángel, en la primera capilla de la derecha; el antiguo San Pedro en Bronce de Arnolfo di Cambrio, su pie derecho bruñido y gastado por siglos de besos, y —alumbrada desde abajo— la imponente Giuliana Falconieri Santa Vergine, esculpida por Pietro Campi en el siglo dieciséis, hace más de mil quinientos años.
El padre capitán De Soya solloza abiertamente cuando se santigua con agua bendita y sigue al padre Baggio hasta su banco reservado. Los tres sacerdotes y la oficial de Pax se arrodillan para rezar mientras los últimos susurros y toses mueren en el vasto recinto. Ahora la basílica está en penumbras, y sólo unos focos halógenos iluminan los tesoros artísticos y arquitectónicos, que relucen como oro. A través de sus lágrimas, De Soya mira los pilastres acanalados y las oscuras y barrocas columnas de bronce del Baldachino de Bernini —el dorado y decorado dosel que se eleva sobre el altar central, donde sólo el papa puede dar misa— y reflexiona sobre la maravilla de las veinticuatro horas que han transcurrido desde su resurrección. Hubo dolor, sí, y confusión —como si se recobrara de un fuerte golpe en la cabeza—, y el dolor es más desgarrador y general que el de una jaqueca, como si cada célula de su cuerpo recordara la indignidad de la muerte y se rebelara contra ella, pero también hubo maravilla. Maravilla y pasmo ante las cosas más pequeñas: el sabor del caldo que le sirvió el padre Baggio, la primera vista del cielo azul celeste de Pacem por las ventanas de la rectoría, la abrumadora humanidad de los rostros que ha visto ese día, de las voces que ha oído. El padre capitán De Soya es un hombre sensible, pero no llora desde que era un niño de cinco o seis años estándar. Sin embargo, hoy llora abiertamente y sin vergüenza. Jesucristo le ha dado el don de la vida por segunda vez, el Señor Dios ha compartido con él —hijo fiel y honorable de una familia humilde de un mundo remoto— el sacramento de la resurrección. Las células de De Soya parecen recordar tanto el sacramento del renacimiento como el dolor de la muerte; está colmado de alegría.
La misa comienza con una explosión de gloria, trompetazos hendiendo el silencio expectante como hojas de oro, las voces del coro elevándose en un canto triunfal, notas de órgano ascendiendo y reverberando, y luego una serie de luces brillantes encendiéndose para iluminar al papa y su cortejo cuando salen para celebrar misa.
De Soya repara en la juventud del Santo Padre. El papa Julio XIV es sesentón, a pesar de que ha sido papa continuamente durante más de doscientos cincuenta años, un reinado sólo interrumpido por su propia muerte y resurrección y por ocho coronaciones, primero como Julio VI —después del reinado de ocho años del antipapa, Teilhard I— y luego como el Julio de cada encarnación sucesiva. Mientras De Soya observa la celebración de la misa, la capitana de Pax piensa en la historia de Julio, aprendida en la historia eclesiástica oficial y en el poema prohibido de los Cantos, que todo adolescente culto lee aun a riesgo de su alma.
En ambas versiones el papa Julio era, antes de su primera resurrección, un joven llamado Lenar Hoyt que había llegado al sacerdocio a la sombra de Paul Duré, un carismático jesuita que era arqueólogo y teólogo. Siguiendo las enseñanzas de san Teilhard, Duré sostenía que la humanidad tenía el potencial para evolucionar hasta llegar a la divinidad. Cuando Duré ascendió al trono de san Pedro después de la Caída, sostuvo que los humanos podían evolucionar hasta ser la Divinidad. El padre Lenar Hoyt, después de convertirse en el papa Julio VI, había trabajado para eliminar esa herejía después de su primera resurrección.
Las dos versiones —la historia eclesiástica y los prohibidos Cantos— coinciden en que el padre Duré, durante su exilio en el mundo de Hyperion, descubrió la criatura simbiótica llamada cruciforme. Allí las historias divergen en forma irreconciliable. Según el poema, Duré recibió el cruciforme de la criatura alienígena denominada Alcaudón. Según las enseñanzas de la Iglesia, el Alcaudón —representación cabal de Satanás— no tuvo nada que ver con el descubrimiento del cruciforme, sino que tentó al padre Duré y al padre Hoyt. La historia de la Iglesia sostiene que sólo Duré sucumbió a las artimañas de la criatura. Los Cantos cuentan, en su confusa mezcla de mitología pagana e historia fragmentaria, que Duré se crucificó en los bosques flamígeros de la Meseta del Piñón de Hyperion en vez de devolver el cruciforme a la Iglesia. Según el poeta pagano Martin Silenus, esto fue para impedir que un parásito reemplazara la fe en el seno de la Iglesia. Según la historia de la Iglesia, en la cual De Soya cree, Duré se crucificó para poner fin al dolor que le causaba el simbionte y, en alianza con el demonio Alcaudón, para impedir que la Iglesia —la cual Duré consideraba su enemiga, después de ser excomulgado por falsificar testimonios arqueológicos— recobrara su vitalidad por medio del descubrimiento del Sacramento de la Resurrección.
Según ambas versiones, el padre Lenar Hoyt viajó a Hyperion en busca de su amigo y ex mentor. Según los blasfemos Cantos, Hoyt aceptó el cruciforme de Duré además del suyo, pero regresó a Hyperion poco antes de la Caída para rogar al malvado Alcaudón que lo aliviara de su carga. La Iglesia señalaba que esto era una falsedad y explicaba que el padre Hoyt había regresado valerosamente para enfrentar al demonio en su propia guarida. Sea cual fuere la interpretación, los datos indican que Hoyt murió durante la última peregrinación a Hyperion.
Duré resucitó, llevando el cruciforme del padre Hoyt además del suyo, y regresó durante el caos de la Caída para convertirse en el primer antipapa de la historia moderna. Los nueve años estándar de herejía de Duré/Teilhard habían sido nefastos para la Iglesia, pero después de la muerte accidental del falso papa, la resurrección de Hoyt en el cuerpo compartido había llevado a la gloria de Julio VI y al descubrimiento de la naturaleza sacramental de lo que Duré había llamado un parásito. Por medio de la revelación divina —un misterio sólo comprendido en los círculos más íntimos de la Iglesia—. Julio había sabido cómo llevar las resurrecciones a buen término. La Iglesia había crecido, dejando de ser una secta menor para convertirse en la fe oficial de la humanidad.
El padre capitán Federico de Soya mira al Papa —un hombre pálido y flaco— mientras el Santo Padre alza la Eucaristía sobre el altar, y la comandante de Pax tiembla de emoción. El padre Baggio ha explicado que la abrumadora sensación de novedad y maravilla que es efecto lateral de la Santa Resurrección se gastará al cabo de unas semanas, pero que esa sensación esencial de bienestar permanecerá siempre, fortaleciéndose con cada renacimiento en Cristo. De Soya entiende por qué la Iglesia considera el suicidio como uno de los pecados más mortales —punible con la excomunión inmediata—, ya que el fulgor de la cercanía de Dios es mucho más fuerte después de saborear las cenizas de la muerte. La resurrección sería adictiva si el castigo por el suicidio no fuera tan terrible. Agobiado por el dolor de la muerte y el renacimiento, el padre capitán De Soya es presa de un vértigo mental y sensorial. La misa papal se aproxima al clímax de la Comunión, la basílica de San Pedro se llena con el mismo estallido de sonido y gloria con que se inició la ceremonia. Sabiendo que pronto probará el Cuerpo y la Sangre de Cristo, transustanciados por el Santo Padre en persona, el guerrero llora como un niño.
Después de la misa, en el fresco atardecer, mientras el cielo de San Pedro cobra el color de la porcelana, el padre capitán De Soya camina con sus nuevos amigos a la sombra de los jardines del Vaticano.
—Federico —dice el padre Baggio—, la reunión que tendremos ahora es muy importante. Sumamente importante. ¿Tu mente está lúcida para comprender la importancia de las cosas que se dirán?
—Sí —dice De Soya—. Mi mente está muy lúcida.
El monseñor Lucas Oddi toca el hombro del oficial de Pax.
—Federico, hijo mío, ¿estás seguro? Podemos esperar otro día, si es necesario.
De Soya sacude la cabeza. Su mente gira con la belleza y solemnidad de la misa que acaba de presenciar, su lengua aún saborea la perfección de la Eucaristía y el Vino. Siente que Cristo le susurra en ese preciso instante, pero sus pensamientos son diáfanos.
—Estoy preparado —dice.
La capitana Wu es una sombra silenciosa detrás de Oddi.
—Muy bien —dice el monseñor, y le hace una seña al padre Baggio—. Ya no necesitaremos sus servicios, padre. Gracias.
Baggio asiente, se inclina y se marcha sin decir palabra. En su perfecta lucidez, De Soya comprende que nunca más verá a su amable capellán de resurrección, y un borbotón de amor puro le arranca nuevas lágrimas. Agradece que la oscuridad oculte esas lágrimas; sabe que en estas circunstancias debe dominarse. Se pregunta dónde se celebrará esta importante reunión. ¿En el famoso Apartamento Borgia? ¿En la Capilla Sixtina? ¿En las oficinas de la Santa Sede? Tal vez en las oficinas de enlace de Pax, en lo que antaño se llamaba la Torre Borgia.
Monseñor Lucas Oddi se detiene en un extremo del jardín, señala a los demás un banco de piedra cerca del cual espera otro hombre, y el padre De Soya comprende que el hombre sentado es el cardenal Lourdusamy y que la reunión se celebrará allí, en los perfumados jardines. El sacerdote se arrodilla en la grava frente al monseñor y le besa el anillo.
—Levántate —dice el cardenal Lourdusamy. Es un hombre corpulento de rostro redondo y gruesa papada, y su voz profunda parece la voz de Dios—. Siéntate.
De Soya se sienta en el banco de piedra mientras los demás permanecen de pie.
A la izquierda del cardenal, hay otro hombre en las sombras. De Soya distingue un uniforme de Pax en la luz tenue, pero no las insignias. Advierte que hay otras personas —por lo menos una sentada y varias de pie— en las sombras más profundas de una pérgola, a la izquierda.
—Padre De Soya —comienza el cardenal Simon Augustino Lourdusamy, haciendo con la cabeza gestos de asentimiento al hombre sentado de la izquierda—, te presento al almirante William Lee Marusyn.
De Soya se pone de pie al instante, cuadrándose rígidamente.
—Mis disculpas, almirante —logra tartamudear—. No lo había reconocido, señor.
—Descanso —dice Marusyn—. Siéntese, capitán.
De Soya se sienta de nuevo, pero con lentitud. La conciencia de la compañía en que se encuentra atraviesa como un sol tórrido la jubilosa niebla de la resurrección.
—Estamos complacidos con usted, capitán —dice el almirante Marusyn.
—Gracias, señor —murmura el sacerdote, escrutando nuevamente las sombras. Sin duda hay más personas mirando desde la pérgola.
—También nosotros —afirma el cardenal Lourdusamy—. Por eso lo hemos escogido para esta misión.
—¿Misión, excelencia? —pregunta De Soya, mareado de tensión y confusión.
—Como de costumbre, servirá a Pax y la Iglesia —dice el almirante, aproximándose.
El mundo de Pacem no tiene luna, pero el resplandor de las estrellas es muy intenso. Los ojos de De Soya se adaptan a la pálida luz. A lo lejos una campanilla llama a los monjes a las vísperas. Las luces de los edificios del Vaticano bañan la cúpula de San Pedro con un fulgor suave.
—Como de costumbre —continúa el cardenal—, responderás tanto ante la Iglesia como ante las autoridades militares. —El corpulento hombre hace una pausa y mira de soslayo al almirante.
—¿Cuál es mi misión… excelencia, almirante? —pregunta De Soya, sin saber a quién interpelar. Marusyn es su máximo superior, pero los oficiales de Pax habitualmente responden ante los funcionarios supremos de la Iglesia.
Ninguno de ambos contesta, pero Marusyn señala a la capitana Marget Wu, que se encuentra a varios metros, cerca de un seto. La oficial de Pax se aproxima y entrega un holocubo a De Soya.
—Actívelo —dice el almirante Marusyn.
De Soya toca la parte inferior del pequeño bloque de cerámica. La imagen de una niña cobra brumosa existencia encima del cubo. De Soya hace rotar la imagen, reparando en el cabello oscuro, los grandes ojos y la intensa mirada de la niña. La cabeza sin cuerpo de la niña es el objeto más brillante en la oscuridad de los jardines del Vaticano. El padre De Soya ve el fulgor del holo en los ojos del cardenal y el almirante.
—Ella se llama… en fin, no sabemos bien cómo se llama —dice el cardenal Lourdusamy—. ¿Qué edad representa para usted, padre?
De Soya mira la imagen, calcula, convierte los años a estándar.
—¿Doce? —aventura. Ha pasado poco tiempo con niños desde su infancia—. ¿Once años estándar?
El cardenal Lourdusamy asiente.
—Tenía once años estándar en Hyperion, cuando desapareció hace más de doscientos sesenta años estándar.
El padre De Soya vuelve a mirar el holo. Es probable que la niña esté muerta… no recuerda si Pax llevó el Sacramento de la Resurrección a Hyperion hace doscientos setenta y siete años. Sin duda ha crecido y renacido.
Se pregunta por qué le muestran un holo de esta persona en su infancia de hace siglos. Espera.
—Esta niña es la hija de una mujer llamada Brawne Lamia —dice el almirante Marusyn—. ¿El nombre significa algo para usted, padre?
El nombre significa algo, pero De Soya no recuerda qué. Luego evoca los versos de los Cantos, y recuerda a la peregrina de la historia.
—Sí. Recuerdo el nombre. Era una de las personas que acompañó a Su Santidad durante la peregrinación final, antes de la Caída.
El cardenal Lourdusamy se inclina y junta las manos rechonchas sobre la rodilla. Su manto rojo relumbra a la luz del holo.
—Brawne Lamia tuvo relaciones sexuales con una abominación —dice el cardenal—. Un cíbrido. Un humano clonado cuya mente era una inteligencia artificial que residía en el TecnoNúcleo. ¿Recuerdas la historia y el poema prohibido?
El padre De Soya parpadea. ¿Es posible que lo hayan traído al Vaticano para castigarlo por leer los Cantos cuando era niño? Confesó ese pecado veinte años atrás, hizo penitencia y nunca releyó la obra prohibida. Se sonroja.
El cardenal Lourdusamy ríe entre dientes.
—Está bien, hijo mío. Todos los miembros de la Iglesia han cometido ese pecadillo. La curiosidad es demasiado grande, la atracción de lo prohibido demasiado fuerte… Todos hemos leído el poema. ¿Recuerdas que Lamia tuvo relaciones carnales con el cíbrido de John Keats?
—Vagamente —dice De Soya, y se apresura a añadir—: Excelencia.
—¿Y sabes quién era John Keats, hijo mío?
—No, excelencia.
—Era un poeta pre-Hégira —dice el cardenal con su voz tonante.
En el cielo, las azules estelas de plasma de tres lanzaderas de Pax hienden el campo estelar. El padre capitán De Soya ni siquiera tiene que mirarlas para reconocer el modelo y el armamento de las naves. No le sorprende no recordar el nombre del poeta de los Cantos prohibidos; aun en su infancia, Federico de Soya leía más acerca de máquinas y grandes batallas espaciales que acerca de cosas anteriores a la Hégira.
—La mujer de ese poema blasfemo, Brawne Lamia, no solamente tuvo relaciones con el abominable cíbrido —continúa el cardenal— sino que dio a luz a la hija de esa criatura.
De Soya enarca las cejas.
—No sabía que los cíbridos… es decir. Pensé que eran… bien…
El cardenal Lourdusamy ríe entre dientes.
—¿Estériles? ¿Cómo los androides? No… las obscenas IAs habían clonado al hombre. Y el hombre fecundó a esta hija de Eva.
De Soya asiente, como si toda esta cháchara sobre cíbridos y androides fuera sobre grifos y unicornios. Estas cosas existían antes. Que él sepa, no existen hoy. El padre capitán De Soya trata de imaginar qué tiene que ver con él esta conversación sobre poetas muertos y mujeres encinta. Como respondiendo a la pregunta mental del capitán, el almirante Marusyn dice:
—La niña cuya imagen flota ante usted es aquella niña, capitán. Cuando el abominable cíbrido fue destruido, Brawne Lamia dio a luz a esta niña en el mundo de Hyperion.
—Ella no era del todo humana —susurra el cardenal Lourdusamy—. Aunque el cuerpo de su padre, el cíbrido Keats, fue destruido, su personalidad IA quedó almacenada en un empalme Schron.
El almirante Marusyn también se aproxima, como si esta información sólo estuviera destinada a ellos tres.
—Creemos que esta niña se comunicó con la personalidad Keats encerrada en ese bucle Schron aun antes de nacer —murmura—. Estamos casi seguros de que este… feto… trabó contacto con el TecnoNúcleo por intermedio de esa personalidad cíbrida.
De Soya siente el impulso de persignarse, pero se contiene. Sus lecturas, su formación y su fe le han enseñado que el TecnoNúcleo era el mal encarnado, la más activa manifestación del Maligno en la historia humana moderna. La destrucción del TecnoNúcleo no sólo había sido la salvación de la acosada Iglesia, sino de la humanidad. De Soya trata de imaginar qué aprendería un alma humana nonata del contacto directo con esas inteligencias carentes de cuerpo y alma.
—La niña es peligrosa —susurra el cardenal Lourdusamy—. Aunque el TecnoNúcleo quedó desterrado por la caída de los teleyectores, aunque la Iglesia ya no permite que las máquinas sin alma tengan verdadera inteligencia, esta niña fue programada como agente de las IAs caídas… una agente del Maligno.
De Soya se frota la mejilla. De repente está muy cansado.
—Habla usted como si aún viviera —murmura—. Y aún fuera una niña.
El cardenal Lourdusamy cambia de posición, haciendo susurrar sus mantos de seda.
—Ella vive —dice con ominosa voz de barítono—. Y es todavía una niña.
De Soya mira el holo que flota entre ellos. Toca el cubo y la imagen se disipa.
—¿Almacenaje criogénico? —pregunta.
—En Hyperion hay Tumbas de Tiempo —dice Lourdusamy—. Una de ellas, una cosa llamada Esfinge, que tal vez usted recuerde por el poema o por la historia de la Iglesia, se ha usado como portal temporal. Nadie sabe cómo funciona, y no funciona con la mayor parte de la gente. —El cardenal mira al almirante y de nuevo al sacerdote capitán—. Esta niña desapareció en la Esfinge hace doscientos sesenta y cuatro años estándar. En ese momento sabíamos que era peligrosa para Pax, pero llegamos varios días tarde. Tenemos información fiable de que saldrá de esa tumba dentro de menos de un mes estándar… siendo todavía una niña. Todavía letalmente peligrosa para Pax.
—Peligrosa para Pax —repite De Soya. No comprende.
—Su Santidad ha previsto este peligro —sentencia el cardenal Lourdusamy—. Hace casi tres siglos Nuestro Señor juzgó adecuado revelar a Su Santidad la amenaza que representa esta pobre niña, y el Santo Padre ha decidido enfrentar este peligro.
—No comprendo —confiesa el padre capitán De Soya. El holo está apagado, pero con la mente aún ve el rostro inocente de la niña—. ¿Cómo puede esa chiquilla ser un peligro?
El cardenal Lourdusamy aprieta el antebrazo de De Soya.
—Como agente del TecnoNúcleo, será un virus introducido en el Cuerpo de Cristo. Se ha revelado a Su Santidad que la niña tendrá poderes… poderes que no son humanos. Uno de esos poderes es la facultad de persuadir a los fieles de abandonar la luz de las enseñanzas de Dios, de abandonar la salvación para servir al Magno.
De Soya asiente, aunque no entiende. Le duele el antebrazo por la presión de la vigorosa mano de Lourdusamy.
—¿Qué desea de mí, excelencia?
El almirante Marusyn habla con una voz estentórea que sorprende a De Soya después de tantos cuchicheos y susurros.
—A partir de este momento —dice Marusyn—, usted queda relevado de su misión en la flota, padre capitán De Soya. A partir de este momento, su misión es hallar y devolver esta niña al Vaticano.
El cardenal parece sorprender un destello de angustia en los ojos de De Soya.
—Hijo mío —dice con voz más serena—, ¿temes que la niña sufra daño?
—Sí, excelencia. —De Soya se pregunta si esta admisión lo descalificará como oficial.
La presión de la mano de Lourdusamy se aligera, se vuelve amigable.
—Ten la certeza, hijo mío, de que nadie en la Santa Sede ni en Pax tiene la intención de dañar a esta niña. Más aún, el Santo Padre nos ha encomendado que tu segunda prioridad consista en cerciorarte de que ella no sufra el menor daño.
—Su primera prioridad —dice el almirante— consistirá en traerla aquí, a Pacem. Al mando de Pax en el Vaticano.
De Soya asiente y traga saliva. La pregunta que más lo acucia es «¿Por qué yo?».
—Sí, señor. Comprendo —dice en voz alta.
—Recibirá usted un disco de autoridad papal —continúa el almirante—. Podrá reclamar cualquier material, ayuda, enlace o personal que las autoridades locales de Pax estén en condiciones de proveer. ¿Tiene preguntas sobre eso?
—No, señor —responde De Soya con voz firme, aunque su mente es presa del vértigo. Un disco de autoridad papal le daría más poder del que poseen los gobernadores planetarios de Pax.
—Se trasladará al sistema de Hyperion hoy mismo —continúa el almirante Marusyn con la misma voz enérgica—. ¿Capitana Wu?
La edecán de Pax se adelanta y entrega a De Soya un disco rojo. El padre capitán asiente, pero su mente está gritando: «Al sistema de Hyperion hoy mismo… ¡La nave Arcángel de nuevo! Morir otra vez. El dolor. No, dulce Jesús, querido Señor. ¡Aleja de mí este cáliz!».
—Tendrá el mando de nuestra nave correo más nueva y avanzada, capitán —dice Marusyn—. Es similar a la nave que lo trajo al sistema de Pacem, sólo que puede llevar seis pasajeros, tiene armamento similar al de su nave-antorcha y posee un sistema de resurrección automático.
—Sí, señor —dice De Soya. «¿Un sistema de resurrección automático? —piensa—. ¿Una máquina administrará el sacramento?».
El cardenal Lourdusamy le palmea el brazo.
—El sistema robótico es lamentable, hijo mío. Pero la nave puede llevarte a lugares donde Pax y la Iglesia no existen. No podemos negarte la resurrección sólo porque estés fuera del alcance de los siervos de Dios. Ten la certeza, hijo mío, de que el Santo Padre en persona ha bendecido este equipo de resurrección y lo ha investido con el mismo imperativo sacramental que ofrecería una auténtica misa de Resurrección.
—Gracias, excelencia —murmura De Soya—. Pero no comprendo… lugares adonde no llega la Iglesia… ¿No debo viajar a Hyperion? Nunca he estado allá, pero creí que ese mundo era miembro de…
—Pertenece a Pax —interrumpe el almirante—. Pero si usted no logra capturar… —una pausa—. Si no logra rescatar a la niña… si por alguna razón imprevista usted debe seguirla a otros mundos, otros sistemas… creímos conveniente que la nave tuviera un nicho de resurrección automática para usted.
De Soya inclina la cabeza en confusa obediencia.
—Pero esperamos que encuentre a la niña en Hyperion —continúa el almirante Marusyn—. Cuando usted llegue a ese mundo, mostrará su disco papal a la comandante de tierra Barnes-Avne. La comandante está a cargo de la brigada de la Guardia Suiza que está apostada en Hyperion, y a su llegada usted tendrá el mando efectivo de esas tropas.
De Soya parpadea. «¿Comandante de guardias suizos? ¡Soy capitán de una nave de la flota! No sé distinguir una maniobra terrestre de una carga de caballería».
El almirante Marusyn ríe.
—Entendemos que esto está fuera de sus deberes normales, padre capitán De Soya, pero tenga la seguridad de que es necesario que usted tenga ese mando. La comandante Barnes-Avne continuará a cargo de las fuerzas terrestres, pero es imperativo que se consagren todos los recursos al rescate de esta niña.
De Soya se aclara la garganta.
—¿Qué le sucederá…? Ustedes dicen que no sabemos su nombre. A la niña, me refiero.
—Antes de su desaparición —dice el cardenal Lourdusamy— ella se llamaba Aenea. Y en cuanto a lo que le sucederá, te reitero, hijo mío, que nuestras intenciones son impedir que infecte el Cuerpo de Cristo con su virus, pero lo haremos sin dañarla. Más aún, nuestra misión… tu misión… es salvar el alma inmortal de la niña. El Santo Padre se encargará de ello.
El tono del cardenal hace comprender a De Soya que la reunión ha concluido. El padre capitán se pone de pie, sintiendo en su interior el vértigo de la resurrección. «Debo morir de nuevo hoy mismo». Aún siente júbilo, pero también ganas de llorar.
El almirante Marusyn también se pone de pie.
—Padre capitán De Soya, usted estará a cargo de esta misión hasta que la niña me sea entregada, aquí en la oficina de enlace militar del Vaticano.
—Dentro de semanas, por cierto —dice el cardenal, aún sentado.
—Es una enorme y terrible responsabilidad —dice el almirante—. Consagre cada onza de su fe y sus aptitudes a cumplir el deseo expreso de Su Santidad de traer a la niña sana y salva al Vaticano, antes de que el virus destructivo de su traición programada se difunda entre nuestros hermanos en Cristo. Sabemos que no nos defraudará, padre capitán De Soya.
—Gracias, señor —dice De Soya, y de nuevo se pregunta «¿Por qué yo?». Se arrodilla para besar el anillo del cardenal y al levantarse descubre que el almirante ha retrocedido hacia la oscuridad de la pérgola, donde las otras siluetas no se han movido.
Monseñor Lucas Oddi y la capitana Marget Wu se ponen a ambos lados de De Soya y actúan como escoltas mientras salen del jardín. El padre capitán —la mente aún presa de la confusión y la alarma, el corazón palpitante de ansiedad y terror ante la importante misión que le han confiado— mira hacia atrás justo cuando una lanzadera alumbra la cúpula de San Pedro, los tejados del Vaticano y el jardín con su estela de plasma azul. Por un instante las figuras que están dentro de la sombreada pérgola se recortan con claridad, alumbradas por el resplandor estroboscópico y azul. Allí están el almirante Marusyn, de espaldas, y dos oficiales de la Guardia Suiza en armadura de combate, sus lanzadardos en ristre. Pero la figura sentada es la que rondará los sueños y pensamientos de De Soya durante años.
En el banco del jardín, fijando los tristes ojos en De Soya, la frente alta y el semblante pintado breve pero indeleblemente por el fulgor azul del plasma, está Su Santidad, el papa Julio XIV, Santo Padre de más de seiscientos mil millones de fieles católicos, monarca de facto de cuatrocientos mil millones de almas en Pax, el hombre que acaba de lanzar a Federico de Soya a este viaje fatídico.