Anocheció temprano en la ruinosa ciudad de Endymion. Desde la torre donde había despertado en ese día interminable, miré cómo se extinguía la luz otoñal. A. Bettik me había conducido de vuelta a mi habitación, donde aún había ropa de noche elegante pero sencilla —pantalones tostados de algodón, ajustados por debajo de las rodillas, blusa de lino blanca con mangas abullonadas, chaleco de cuero negro, calzas negras, botas de cuero negro, una pulsera de oro— extendida sobre la cama. El androide también me mostró el lavabo, un piso más abajo, y me dijo que la gruesa bata de algodón que colgaba en la puerta era para mí. Se lo agradecí, me bañé, me sequé el cabello, me puse todo lo que me habían dejado excepto la pulsera de oro, y aguardé ante la ventana mientras la luz se volvía más dorada y horizontal y las sombras descendían desde los cerros.
Cuando la luz se extinguió al punto de que no quedaron más sombras y las más brillantes estrellas del Cisne despuntaron sobre las montañas del este, A. Bettik regresó.
—¿Es hora? —pregunté.
—Aún no, señor —respondió el androide—. Antes dijiste que deseabas hablar conmigo.
—Ah, sí —dije, y señalé la cama, el único mueble de la habitación—. Siéntate.
El hombre de tez azul permaneció de pie junto a la puerta.
—Estoy cómodo de pie, señor.
Crucé los brazos y me apoyé en el alféizar. El aire que entraba por la ventana era fresco y olía a chalma.
—No es preciso que me llames señor. Con Raul está bien. —Vacilé—. A menos que estés programado para hablar con… —estaba por decir «los humanos», pero no quería sugerir que A. Bettik no era humano—. Para hablar con la gente de esa manera —concluí tímidamente.
A. Bettik sonrió.
—No, señor. No estoy programado… no como una máquina. Salvo por varias prótesis sintéticas… para aumentar la fuerza, por ejemplo, o brindar resistencia a la radiación. Salvo por eso, no tengo partes artificiales. Simplemente me enseñaron a cumplir mis funciones con deferencia. Puedo llamarte M. Endymion, si prefieres.
Me encogí de hombros.
—No tiene importancia. Lamento ser tan ignorante en materia de androides.
A. Bettik volvió a sonreír.
—No es necesario que te disculpes, M. Endymion. Muy pocos humanos hoy vivos han visto a uno de mi raza.
Mi raza. Interesante.
—Háblame de tu raza —dije—. ¿La biofacturación de androides no era ilegal en la Hegemonía?
—Sí, señor —dijo A. Bettik. Noté que permanecía en posición de descanso, y me pregunté si habría servido en alguna unidad militar—. La biofacturación de androides era ilegal en Vieja Tierra y en muchos mundos de la Hegemonía antes de la Hégira, pero la Entidad Suma permitió la biofacturación de cierta cantidad de androides para usarlos en los planetas del Confín. En esos tiempos Hyperion estaba en esa categoría.
—Todavía lo está.
—Sí, señor.
—¿Cuándo te biofacturaron? ¿En qué mundos viviste? ¿Cuáles eran tus deberes? —pregunté—. Si no te resulta impertinente.
—En absoluto, M. Endymion. —La voz del androide tenía un vago acento dialectal que era nuevo para mí. Lejano y antiguo—. Fui creado en el año 26, según el calendario local de Hyperion.
—El siglo veinticinco después de Cristo —dije—. Hace seiscientos noventa y cuatro años.
A. Bettik asintió y guardó silencio.
—Conque naciste… o fuiste biofacturado… después de la destrucción de Vieja Tierra —dije, más para mí mismo que para el androide.
—Sí, señor.
—¿Y fue Hyperion tu primer… eh… tu primer destino laboral?
—No, señor. Durante el primer medio siglo de mi existencia, trabajé en Asquith al servicio de su real alteza, el rey Arturo VIII, monarca del reino de Windsor-en-Exilio, y también al servicio de su primo, el príncipe Ruperto de Mónaco-en-Exilio. Cuando murió el rey Arturo, me legó a su hijo William su real alteza el rey Guillermo XXIII.
—Triste Rey Billy.
—Sí, señor.
—¿Y viniste a Hyperion cuando Triste Rey Billy huyó de la rebelión de Horace Glennon-Height?
—Sí. En realidad, mis hermanos androides y yo fuimos enviados a Hyperion treinta y dos años antes que llegaran su alteza y los demás colonos. Nos mandaron aquí cuando el general Glennon-Height ganó la batalla de Fomalhaut. Su alteza consideró prudente contar con una sede alternativa para los reinos en exilio.
—Y así conociste a Silenus —urgí, señalando el techo, imaginando al viejo poeta en su telaraña de umbilicales médicos.
—No —dijo el androide—. Mis deberes no me pusieron en contacto con M. Silenus durante los años en que la Ciudad de los Poetas estuvo ocupada. Tuve el placer de conocer a M. Silenus después, durante la Peregrinación al Valle de las Tumbas de Tiempo, dos siglos y medio después de la muerte de su alteza.
—Y has estado en Hyperion desde entonces. Más de quinientos años en este mundo.
—Sí, M. Endymion.
—¿Eres inmortal? —pregunté, sabiendo que la pregunta era impertinente pero queriendo la respuesta.
A. Bettik mostró su sonrisa leve.
—En absoluto, señor. Puedo morir por accidente o por lesiones que me impidan ser reparado. Es sólo que cuando me biofacturaron, incorporaron a mis células sistemas nanotecnológicos con tratamientos Poulsen permanentes, de modo que soy muy resistente a la vejez y la enfermedad.
—¿Por eso los androides son azules?
—No, señor. Somos azules porque ninguna raza humana conocida era azul en el momento de mi biofacturación, y mis diseñadores consideraron imperativo mantenernos visualmente distintos de los humanos.
—¿No te consideras humano? —pregunté.
—No, señor. Me considero androide.
Sonreí ante mi propia ingenuidad.
—Todavía actúas como criado —dije—. Sin embargo, el uso de mano de obra esclava androide fue prohibido en la Hegemonía hace siglos.
A. Bettik esperó.
—¿No deseas ser libre? —dije al fin—. ¿Ser una persona independiente?
A. Bettik caminó hacia la cama. Pensé que iba a sentarse, pero sólo plegó y apiló la camisa y los pantalones que yo había usado antes.
—M. Endymion —dijo—, aunque las leyes de la Hegemonía murieron con la Hegemonía, hace siglos que me considero una persona libre e independiente.
—Pero tú y los demás trabajáis para Silenus, a escondidas —insistí.
—Sí, señor, pero lo hago por mi propia voluntad. Fui diseñado para servir a la humanidad. Lo hago bien. Me agrada mi trabajo.
—Así que te has quedado aquí por voluntad propia.
A. Bettik cabeceó y sonrió.
—Sí, en la medida en que todos tenemos voluntad propia, señor.
Suspiré y me alejé de la ventana. Había oscurecido por completo. Supuse que pronto debería ir a cenar con el poeta.
—Y seguirás quedándote aquí para cuidar del viejo hasta que muera —dije.
—No, señor. No si soy consultado al respecto.
Enarqué las cejas.
—¿De veras? ¿Y adónde irás si eres consultado al respecto?
—Si escoges aceptar la misión que M. Silenus te ha ofrecido, señor —dijo el hombre de tez azul—, escogería acompañarte.
Cuando me llevaron arriba, el piso superior ya no era una enfermería sino un comedor. La silla de flujoespuma había desaparecido, al igual que los monitores médicos y las consolas de comunicaciones, y el techo estaba abierto al cielo. Alcé la vista y localicé las constelaciones del Cisne y las Gemelas con el ojo entrenado de un ex pastor. Había braseros sobre trípodes altos frente a cada una de las ventanas, y las llamas irradiaban luz y tibieza. En el centro de la sala, una mesa de tres metros de longitud había reemplazado las consolas de comunicaciones. La porcelana, la plata y el cristal titilaban a la luz de las velas que llameaban sobre dos exquisitos candelabros. Había un lugar preparado en cada punta de la mesa. Martin Silenus aguardaba sentado en una silla alta.
El viejo poeta estaba irreconocible. Parecía haber perdido siglos en las escasas horas transcurridas desde que lo había visto por última vez. La momia de piel apergaminada y ojos hundidos se había transformado en un anciano ante una mesa: a juzgar por su mirada, un anciano hambriento. Al acercarme, reparé en los tubos intravenosos y los filamentos de monitoreo que serpeaban bajo la mesa, pero por lo demás la ilusión de alguien que había regresado de la tumba era perfecta.
Silenus rió entre dientes.
—Esta tarde me pillaste en mi peor momento, Raul Endymion —jadeó. La voz aún era vieja y áspera, pero mucho más enérgica—. Me estaba recobrando de mi sueño frío. —Señaló mi sitio en el otro extremo de la mesa.
—¿Fuga criogénica? —dije estúpidamente, desplegando la servilleta de lino y poniéndola sobre mis rodillas. Hacía años que no comía a una mesa tan elegante. El día que me habían dado la baja en la Guardia Interna había ido al mejor restaurante de la ciudad portuaria de Gran Chaco, en el sur de la Península de la Garra, y pedido la mejor comida del menú, despilfarrando mi último mes de paga. Había valido la pena.
—Desde luego, una puñetera fuga criogénica —dijo el viejo poeta—. ¿Cómo crees que paso estas décadas? —Rió de nuevo—. Tardo unos días en recobrar el ritmo después del descongelamiento. No soy tan joven como antes.
Cobré aliento.
—Si no le molesta la pregunta, ¿qué edad tiene usted?
El poeta me ignoró y le hizo una seña al androide que nos atendía —no era A. Bettik—, que hizo una seña mirando la escalera. Otros androides comenzaron a subir la comida en silencio. Me llenaron la copa de agua. A. Bettik le mostró una botella de vino al poeta, aguardó la aprobación del viejo y procedió al ritual de ofrecerle el corcho y una muestra para probar. Martin Silenus paladeó el vino añejo, tragó y gruñó. A. Bettik lo tomó por asentimiento y nos sirvió vino a ambos.
Llegaron los entremeses, dos para cada uno. Reconocí el pollo asado y la tierna carne con mostaza, de ganado criado en la Crin. Silenus también se sirvió el foie gras salteado y envuelto en hojas de mandrágora que habían puesto en su lado de la mesa. Alcé el ornamentado espetón y probé el pollo asado.
Era excelente.
Martin Silenus tendría ochocientos o novecientos años, siendo quizás el ser humano más longevo que existía, pero el vejete tenía buen apetito. Vi el destello de sus perfectos dientes blancos mientras atacaba la carne, y me pregunté si serían postizos o sustitutos ARN. Tal vez lo segundo.
Noté que yo estaba famélico. Mi seudorresurrección, o el ejercicio de trepar a la nave, me había despertado el apetito. Durante varios minutos no hubo conversación, sólo las suaves pisadas de los androides en la piedra, el susurro de la brisa nocturna y el ruido de nuestra masticación.
Mientras los androides se llevaban los platos y traían cuencos de humeante sopa de almejas, el poeta dijo:
—Entiendo que hoy descubriste nuestra nave.
—Sí. ¿Era la nave particular del cónsul?
—Por cierto.
Silenus llamó a un androide y le llevaron pan recién horneado. Su olor se mezcló con el vapor de la sopa y el aroma del follaje otoñal.
—¿Y es la nave que deberé usar para rescatar a la muchacha? —pregunté. Esperaba que el viejo me preguntara qué había decidido.
—¿Qué piensas de Pax, Raul Endymion? —preguntó en cambio.
Pestañeé, la cuchara de sopa cerca de mis labios.
—¿Pax?
Silenus aguardó.
Dejé la cuchara y me encogí de hombros.
—No pienso mucho en ello.
—¿A pesar de que uno de sus tribunales te sentenció a muerte?
En vez de declarar lo que había pensado antes (que no me habían sentenciado por influencia de Pax, sino de la justicia fronteriza de Hyperion), dije:
—No. Pax ha sido irrelevante en mi vida.
El viejo poeta cabeceó y saboreó su sopa.
—¿Y la Iglesia?
—¿Qué hay con ella?
—¿Ha sido irrelevante en tu vida?
—Supongo que sí.
Noté que estaba hablando como un adolescente timorato, pero estas preguntas parecían menos importantes que la pregunta que él debía hacerme y que la decisión que yo debía comunicarle.
—Recuerdo la primera vez que oímos hablar de Pax —dijo—. Fue sólo meses después de la desaparición de Aenea. Naves de la Iglesia entraron en órbita, y sus tropas capturaron Keats, Puerto Romance, Endymion, la universidad, todos los puertos espaciales y ciudades importantes. Luego se marcharon en deslizadores de combate, y comprendimos que estaban interesados en los cruciformes de la Meseta del Piñón.
Asentí. Nada de esto era nuevo. La ocupación de la Meseta del Piñón y la búsqueda de cruciformes había sido la última gran apuesta de una Iglesia moribunda, y el comienzo de Pax. Había pasado casi un siglo y medio hasta que auténticas tropas de Pax llegaron para ocupar todo Hyperion y ordenar la evacuación de Endymion y otras localidades cercanas a la meseta.
—Pero las naves que llegaron aquí durante la expansión de Pax… —continuó el poeta—, ¡qué historias portaban! La expansión de la Iglesia desde Pacem hacia todos los mundos de la Red, luego las colonias del Confín…
Los androides se llevaron los cuencos y volvieron con platos de ave trinchada con salsa de mostaza y un gratinado de manta del río Kans con mousse de caviar.
—¿Pato? —pregunté.
El poeta mostró sus dientes reconstituidos.
—Parecía apropiado después de tu… contratiempo de la semana pasada.
Suspiré y toqué la tajada de ave con el tenedor. Vapores húmedos subieron a mis mejillas y mis ojos. Recordé el entusiasmo de Izzy cuando los patos se aproximaban a las aguas abiertas. Parecía otra vida. Miré a Martin Silenus y traté de imaginarme lidiando con siglos de recuerdos. ¿Cómo era posible conservar el juicio con vidas enteras almacenadas en una mente humana? El viejo poeta me sonreía a su manera desenfadada, y una vez más me pregunté si estaba cuerdo.
—Así que oímos hablar de Pax y nos preguntamos cómo sería cuando llegara de veras —continuó, mascando mientras hablaba—. Una teocracia… algo impensable en tiempos de la Hegemonía. Entonces la religión era una elección puramente personal. Yo pertenecí a una docena de religiones e inauguré un par durante mis días de celebridad literaria. —Me miró con ojos brillantes—. Pero naturalmente ya sabes eso, Raul Endymion. Conoces los Cantos.
Saboreé la manta en silencio.
—La mayoría de las personas que conocí eran cristianos zen —continuó—. Más zen que cristianos, por cierto, pero sin ser mucho de ambas cosas. Las peregrinaciones personales eran divertidas. Lugares de poder, el hallazgo de nuestro punto Baedecker, todas esas paparruchas… —Rió entre dientes—. La Hegemonía nunca habría soñado con meterse con la religión. La sola idea de mezclar el gobierno con la opinión religiosa era bárbara… algo que uno encontraba en Qom-Riyadh o uno de esos mundos desiertos y remotos. Luego llegó Pax, con su guante de terciopelo y su cruciforme de esperanza.
—Pax no gobierna —dije—. Asesora.
—Precisamente —convino el viejo, apuntándome con el tenedor mientras A. Bettik le volvía a llenar la copa de vino—. Pax asesora. No gobierna. En cientos de mundos la Iglesia sirve a los fieles y Pax asesora. Pero, desde luego, si uno es un cristiano que desea nacer de nuevo, no desoirá el consejo de Pax ni los susurros de la Iglesia, ¿verdad?
Me encogí de hombros. La influencia de la Iglesia había sido una constante de mis tiempos. Para mí no tenía nada de extraño.
—Pero tú no eres un cristiano que desea nacer de nuevo, ¿verdad, Raul Endymion?
Miré al viejo poeta y tuve una sospecha terrible. «Organizó mi falsa ejecución y me trajo aquí, cuando debí ser sepultado en el mar por las autoridades. Tiene influencia sobre las autoridades de Puerto Romance. ¿Habrá ordenado mi arresto y mi condena? ¿Todo esto fue una especie de prueba?».
—La pregunta es —continuó, ignorando mi mirada de basilisco—, ¿por qué no eres cristiano? ¿Por qué no deseas renacer? ¿No disfrutas de la vida, Raul Endymion?
—Disfruto de la vida —respondí.
—Pero no has aceptado la cruz. No has aceptado el don de la prolongación de la vida.
Bajé el tenedor. Un criado androide interpretó esto como señal de que yo había terminado y se llevó el plato de pato intacto.
—No he aceptado el cruciforme —rezongué.
¿Cómo explicar la suspicacia que los nómadas de mi clan habían alimentado durante generaciones de ser expatriados, parias, indígenas? ¿Cómo explicar la fiera independencia de gente como Grandam y mi madre? ¿Cómo explicar el legado de rigor filosófico y escepticismo congénito que me habían legado mi educación y mi crianza? No lo intenté.
Martin Silenus cabeceó como si le hubiera explicado todo.
—¿Y ves el cruciforme como algo más que un milagro ofrecido a los fieles por la milagrosa intercesión de la Iglesia Católica?
—Veo el cruciforme como un parásito —repliqué, sorprendido de mi vehemencia.
—Quizá tengas miedo de perder tu virilidad —jadeó el poeta.
Los androides nos sirvieron cisnes de chocolate relleno. No presté atención al mío. En los Cantos el cura peregrino —Paul Duré— cuenta cómo descubrió la tribu perdida de los bikura y se enteró de que habían sobrevivido durante siglos gracias a un parásito cruciforme ofrecido por el legendario Alcaudón. El cruciforme los resucitaba tal como ocurría hoy, en la era de Pax, sólo que en la narración del sacerdote los efectos laterales incluían lesiones cerebrales irreversibles después de varias resurrecciones y la desaparición de los órganos e impulsos sexuales. Los bikura eran eunucos retardados.
—No —dije—. Sé que la Iglesia ha encontrado una solución a ese problema.
Silenus sonrió. La sonrisa le daba aspecto de sátiro momificado.
—Siempre que uno haya tomado la comunión y sea resucitado bajo los auspicios de la Iglesia —susurró—. De lo contrario, aunque uno haya robado un cruciforme, sufrirá el destino de los bikura.
Asentí. Durante generaciones habían intentado robar la inmortalidad. Antes de que Pax cerrara la Meseta, había aventureros que contrabandeaban cruciformes. Habían robado otros parásitos a la Iglesia. El resultado era siempre el mismo: idiotez y asexualidad. Sólo la Iglesia tenía el secreto de la resurrección sin taras.
—¿Entonces? —dije.
—¿Entonces por qué un juramento de lealtad y la consagración de uno de cada diez años de servicio a la Iglesia ha sido un precio demasiado alto para ti, muchacho? Miles de millones han optado por la vida.
Guardé silencio un instante.
—Allá ellos —dije al fin—. Mi vida es importante para mí. Quiero conservarla, pero que sea mía.
Esto no tenía sentido ni siquiera para mí, pero el poeta asintió nuevamente, como si mi explicación fuera satisfactoria. Comió su cisne de chocolate. Los androides retiraron los platos y nos sirvieron café.
—De acuerdo —dijo el poeta—. ¿Has pensado en mi propuesta?
La pregunta era tan absurda que tuve que contener las ganas de reír.
—Sí —dije al fin—. He pensado en ella.
—¿Y?
—Y tengo algunas preguntas.
Martin Silenus aguardó.
—¿Qué gano con esto? —pregunté—. Usted habla de la dificultad de volver a mi vida en Hyperion… falta de documentos y demás… pero usted sabe que me siento cómodo en una zona agreste. Para mí sería mucho más fácil dirigirme a los marjales y eludir a las autoridades de Pax que recorrer el espacio con su amiga a remolque. Además, para Pax estoy muerto. Podría irme a un brezal y quedarme con mi clan sin problemas.
Martin Silenus asintió.
—¿Entonces por qué debo pensar en este disparate? —dije al cabo de otro momento de silencio.
El viejo sonrió.
—Tú quieres ser un héroe, Raul Endymion.
Resoplé despectivamente y apoyé las manos en el mantel.
Allí mis dedos lucían rechonchos y torpes, fuera de lugar contra el fino lino.
—Quieres ser un héroe —repitió el poeta—. Quieres ser uno de esos raros seres humanos que hacen historia, en vez de limitarse a ver cómo circula en torno de ellos como agua en torno de una roca.
—No sé de qué me habla. —Claro que lo sabía, pero no había manera de que él pudiera conocerme tanto.
—Te conozco tanto —dijo Martin Silenus, como respondiendo a mi pensamiento más que a mi última frase.
Debo aclarar que no pensé ni por un instante que el viejo fuera telépata. Ante todo, no creo en la telepatía —mejor dicho, no creía en ese momento— y además me intrigaba el potencial de un ser humano que había vivido casi mil años estándar, aunque estuviera loco, quizás hubiera aprendido a leer las expresiones faciales y los matices gestuales a tal punto que el efecto sería similar al de la telepatía.
O quizás hubiera acertado por casualidad.
—No quiero ser un héroe —retruqué—. Vi lo que sucede con los héroes cuando enviaron mi brigada a luchar con los rebeldes del continente meridional.
—Ah, Ursus —murmuró—. El oso polar del sur. La más inservible masa de hielo y lodo de Hyperion. Recuerdo que hubo rumores sobre un disturbio.
La guerra había durado ocho años de Hyperion y había costado la vida de miles de chicos lugareños como yo, que cometimos la estupidez de alistarnos en la Guardia Interna para ir a luchar. Tal vez el viejo poeta no era tan astuto como yo pensaba.
—Por héroe no me refiero al necio que se arroja sobre granadas de plasma —continuó, relamiéndose los finos labios y moviendo la lengua como un lagarto—. Me refiero al que posee una destreza y generosidad tan legendaria que llega a ser honrado como una divinidad. Héroe en el sentido literario, como protagonista consagrado a una acción insoslayable. Héroe como alguien cuyos fallos trágicos serán su perdición.
El poeta hizo una pausa expectante, pero yo guardé silencio.
—¿No tienes fallos trágicos? —dijo al fin—. ¿O no estás consagrado a una acción insoslayable?
—No quiero ser un héroe —repetí.
El viejo se arqueó sobre el café y me miró con un destello pícaro en los ojos.
—¿Dónde te haces cortar el cabello, muchacho?
—¿Cómo dice?
Se relamió los labios de nuevo.
—Me has oído. Tienes el cabello largo, pero no desgreñado. ¿Dónde te lo haces cortar?
Suspiré.
—A veces, cuando pasaba mucho tiempo en los marjales, me lo cortaba yo mismo, pero cuando estoy en Puerto Romance voy a una barbería de la calle Datoo.
—Ah —dijo Silenus, recostándose en su silla—. Conozco esa calle. Está en el distrito nocturno. Más callejón que calle. Allí el mercado abierto vendía hurones en jaulas doradas. Había barberos callejeros, pero la mejor barbería pertenecía a un viejo llamado Palani Woo. Tenía seis hijos varones, y cuando crecían, él añadía otra silla a la tienda. —Clavó los viejos ojos en mí, y me sentí abrumado por el vigor de su personalidad—. Eso fue hace un siglo.
—Me hago cortar el cabello en la barbería de Woo —dije—. El bisnieto de Palani Woo, Kalakana, es ahora el dueño de la tienda. Todavía hay seis sillas.
—Sí —dijo el poeta, asintiendo con un gesto de la cabeza—. Nada cambia demasiado en nuestro querido Hyperion, ¿verdad, Raul Endymion?
—¿Adónde quiere llegar?
—¿Llegar? —dijo, abriendo las manos como para mostrar que no ocultaba la siniestra intención de llegar a parte alguna—. No quiero llegar a nada. Conversemos, muchacho. Me divierte pensar en las figuras históricas mundiales, por no hablar de los héroes de mitos futuros, pagando para que les corten el cabello. Pensé en esto hace siglos, de paso… esta extraña disociación entre la estofa del mito y la estofa de la vida. ¿Sabes qué significa «Datoo»?
Parpadeé ante este repentino cambio de rumbo.
—No.
—Un viento de Gibraltar. Tenía una bella fragancia. Los artistas y poetas que fundaron Puerto Romance habrán pensado que los bosques de chalma y raraleña de las colinas olían bien. ¿Sabes qué es Gibraltar, muchacho?
—No.
—Un peñón de la Tierra —jadeó el viejo. Mostró de nuevo los dientes—. Nótese que no he dicho Vieja Tierra.
Lo había notado.
—La Tierra es la Tierra, muchacho. Viví allá antes de que desapareciera, así que sé de qué hablo.
La idea me dio vértigo.
—Quiero que la encuentres —dijo el poeta, con un destello en los ojos.
—¿Encontrarla? ¿Vieja Tierra? Creí que quería que yo viajara con la muchacha… Aenea.
Sus manos huesudas restaron importancia a mi comentario.
—Si vas con ella, encontrarás la Tierra, Raul Endymion.
Asentí, preguntándome si valía la pena explicarle que Vieja Tierra había sido engullida por el agujero negro que había caído en sus entrañas durante el Gran Error del 38. Pero el anciano había huido de ese mundo despedazado y no tenía sentido contradecir sus ilusiones. Sus Cantos mencionaban una conspiración del TecnoNúcleo IA para robar Vieja Tierra, para llevarla al Cúmulo de Hércules o la Nube Magallánica, pero eso era fantasía. La Nube Magallánica era otra galaxia. Estaba a más de 160.000 años-luz de la Vía Láctea, si yo no recordaba mal, y ninguna nave de Pax o de la Hegemonía había salido de la pequeña esfera que ocupábamos en un brazo espiralado de nuestra galaxia. Aunque el motor Hawking se burlaba de las realidades einsteinianas, un viaje a la Gran Nube Magallánica llevaría muchos siglos de tiempo de a bordo, decenas de miles de años de deuda temporal. Ni siquiera los éxters, tan amantes de los abismos interestelares, habrían emprendido semejante travesía. Además, los planetas no se secuestran.
—Quiero que encuentres la Tierra y la traigas de vuelta —continuó el viejo poeta—. Quiero verla de nuevo antes de morir. ¿Harás eso por mí, Raul Endymion?
Miré al viejo a los ojos.
—Claro —dije—. Rescatar a esa niña de manos de la Guardia Suiza y de Pax, mantenerla a salvo hasta que se convierta en La Que Enseña, encontrar Vieja Tierra y traerla para que usted la vea de nuevo. Facilísimo. ¿Se le ofrece algo más?
—Sí —dijo Martin Silenus con el tono de absoluta solemnidad que acompaña a la demencia—. Quiero que averigües qué coño se propone el TecnoNúcleo y lo detengas.
Asentí de nuevo.
—Encontrar el desaparecido TecnoNúcleo y detener el poder combinado de miles de IAs semejantes a dioses para impedir que cumplan con sus planes —dije con sarcasmo—. Correcto. Lo haré. ¿Algo más?
—Sí. Debes hablar con los éxters y ver si pueden ofrecerme la inmortalidad, auténtica inmortalidad, no estas pamplinas de los cristianos renacidos.
Fingí escribir esto en una libreta invisible.
—Éxters… inmortalidad… sin pamplinas cristianas. Ningún problema. Anotado. ¿Algo más?
—Sí, Raul Endymion. Quiero que Pax sea destruida y el poder de la Iglesia derrocado.
Asentí.
Doscientos o trescientos mundos conocidos se habían unido voluntariamente a Pax. Billones de seres humanos se habían hecho bautizar por la Iglesia. Las fuerzas armadas de Pax eran más formidables de lo que podía soñar la FUERZA de la Hegemonía en la cúspide de su poder.
—De acuerdo —dije—. Me encargaré de eso. ¿Alguna otra cosilla?
—Sí. Quiero que impidas que el Alcaudón lastime a Aenea o extermine a la humanidad.
Vacilé. Según el poema épico del viejo, el soldado Fedmahn Kassad había destruido al Alcaudón en una era futura. Lo mencioné, aun sabiendo que era inútil tratar de introducir la lógica en esta conversación lunática.
—¡Sí! —exclamó el viejo poeta—. Pero eso será entonces. Dentro de milenios. Quiero que detengas al Alcaudón ahora.
—De acuerdo —respondí. ¿Para qué discutir?
Martin Silenus se derrumbó en su silla como si su energía se hubiera agotado. Eché otro vistazo a esa momia, con sus pliegues de piel, sus ojos hundidos, sus dedos huesudos. Pero los ojos aún ardían intensamente. Traté de imaginar la fuerza de la personalidad de ese hombre cuando estaba en la flor de la edad. No pude.
Silenus hizo un gesto con la cabeza y A. Bettik trajo dos copas y sirvió champán.
—¿Entonces aceptas, Raul Endymion? —preguntó el poeta, con voz enérgica y formal—. ¿Aceptas la misión de salvar a Aenea, viajar con ella y realizar tus otros cometidos?
—Con una condición.
Silenus frunció el ceño y esperó.
—Quiero llevar a A. Bettik conmigo —dije. El androide aún estaba de pie junto a la mesa, sosteniendo la botella de champán. Miraba hacia delante, y no se volvió hacia ninguno de nosotros ni manifestó ninguna emoción.
El poeta se sorprendió.
—¿Mi androide? ¿Hablas en serio?
—Hablo en serio.
—A. Bettik ha estado conmigo desde antes que tu tatarabuela tuviera tetas —jadeó el poeta. Asestó un puñetazo en la mesa, con fuerza suficiente como para hacerme preocupar por sus frágiles huesos—. A. Bettik —rugió—. ¿Deseas ir?
El hombre de tez azul asintió.
—Joder —dijo el poeta—. Llévatelo. ¿Quieres algo más, Raul Endymion? ¿Mi silla flotante, tal vez? ¿Mi respirador? ¿Mis dientes?
—Nada más.
—Pues bien, Raul Endymion —dijo el poeta, de nuevo con voz formal—. ¿Aceptas la misión? ¿Salvarás, servirás y protegerás a la muchacha Aenea hasta que ella cumpla su destino, o morirás en el intento?
—Acepto —dije.
Martin Silenus alzó la copa y yo lo imité. En el último momento pensé que el androide debía beber con nosotros, pero el viejo poeta ya estaba brindando.
—Por la demencia —dijo—. Por la locura divina. Por las misiones lunáticas y los mesías que claman desde el desierto. Por la muerte de los tiranos. Por la confusión de nuestros enemigos.
Yo iba a llevarme la copa a los labios, pero el viejo no había terminado.
—Por los héroes —dijo—. Por los héroes que se hacen cortar el cabello. —Se bebió el champán de un trago.
Yo también.