Las naves-antorcha Gaspar, Melchor y Baltasar están a una UA de los bosques orbitales en llamas y siguen desacelerando en torno de ese sol sin nombre cuando la madre comandante Stone llama al compartimiento del padre capitán De Soya para informarle de que han resucitado a los correos.
—A decir verdad, sólo hemos logrado resucitar a uno —corrige, flotando ante la puerta abierta.
El padre capitán De Soya hace una mueca.
—¿El otro…? —pregunta—. ¿Lo han devuelto al nicho de resurrección?
—Todavía no —dice Stone—. El padre Sapieha está con el superviviente.
De Soya asiente.
—¿Pax? —pregunta, esperando que sea así. Los correos del Vaticano traen más problemas que los correos militares.
La madre comandante Stone niega con la cabeza.
—Ambos son del Vaticano. El padre Gawronski y el padre Vandrisse. Ambos son Legionarios de Cristo.
Con gran esfuerzo de voluntad, De Soya contiene un suspiro. Los Legionarios de Cristo casi habían reemplazado a los jesuitas, más liberales, a lo largo de los siglos. Su poder crecía en la Iglesia un siglo antes del Gran Error, y no era ningún secreto que el Papa los utilizaba como tropas de choque para misiones engorrosas dentro de la jerarquía eclesiástica.
—¿Cuál sobrevivió? —pregunta.
—El padre Vandrisse. —Stone mira su comlog—. Ya lo deben de haber revivido, señor.
—Muy bien —dice De Soya—. Ajuste el campo interno a una gravedad a las cero-seis-cuarenta-cinco. Llame a bordo a los capitanes Hearn y Boulez y ofrézcales mis cumplidos. Escóltelos hasta la sala de proa. Estaré con Vandrisse hasta que nos reunamos.
—A la orden —dice la madre comandante Stone, y se marcha.
La sala que está junto al nicho de resurrección es más capilla que enfermería. El padre capitán De Soya se arrodilla frente al altar y luego se reúne con el padre Sapieha junto a la camilla donde está el correo. Sapieha es más viejo que la mayoría de los miembros de Pax —por lo menos setenta años estándar— y los suaves haces halógenos se reflejan en su coronilla calva. De Soya piensa que el capellán de la nave, con sus malas pulgas y sus pocas luces, es muy parecido a varios curas de parroquia que conoció en su juventud.
—Capitán —saluda el capellán.
De Soya saluda con un cabeceo y se acerca al hombre de la camilla.
El padre Vandrisse es joven —treinta años estándar— y lleva el cabello oscuro largo y rizado, según la moda actual del Vaticano. O al menos la moda que se aproximaba cuando De Soya estuvo por última vez en Pacem y el Vaticano: ya han acumulado una deuda temporal de tres años en dos meses de misión.
—Padre Vandrisse —dice De Soya—, ¿me oye?
El joven asiente y gruñe. Cuesta hablar en los primeros minutos de una resurrección. Al menos, es lo que De Soya ha oído decir.
—Bien —dice el capellán—. Será mejor que vuelva a meter el cuerpo del otro en el nicho. —Mira a De Soya con mal ceño, como si el capitán fuera culpable del fracaso de la resurrección—. Es un desperdicio, padre capitán. Tardarán semanas, tal vez meses, en revivir al padre Gawronski. Será muy doloroso para él.
De Soya asiente.
—¿Le gustaría verle, padre capitán? —insiste el capellán—. El cuerpo… en fin… apenas parece humano. Los órganos internos están a la vista y totalmente…
—Continúe con sus deberes, padre —murmura De Soya—. Puede retirarse.
El padre Sapieha vuelve a poner mal ceño, como si fuera a replicar, pero en ese momento suena el cláxon de gravedad y ambos tienen que orientarse para que sus pies toquen el piso cuando se realinee el campo de contención interna. La gravedad asciende lentamente a uno mientras el padre Vandrisse se hunde en los cojines de la camilla y el capellán se marcha. Aun después de un solo día de gravedad cero, el retorno de la gravedad es una molestia.
—Padre Vandrisse —murmura De Soya—. ¿Me oye?
El joven cabecea. Sus ojos muestran su dolor. Su piel reluce como si acabaran de ponerle injertos, o como si fuera un recién nacido. La carne luce rosada y cruda, casi quemada, y el lívido cruciforme tiene el doble de su tamaño normal en el pecho del correo.
—¿Sabe dónde está? —susurra De Soya. «O quién es», añade mentalmente. La confusión posterior a la resurrección puede durar horas o días. De Soya sabe que los correos están entrenados para superar esa confusión, ¿pero cómo se puede entrenar a alguien para la muerte y la resurrección? Un instructor de De Soya en el seminario lo expresaba con claridad: «Las células recuerdan haber agonizado y muerto, aunque la mente no lo recuerde».
—Recuerdo —susurra el padre Vandrisse, y su voz suena tan descarnada como luce su piel—. ¿Es usted el capitán De Soya?
—El padre capitán De Soya, sí.
Vandrisse trata de apoyarse en el codo y no lo consigue.
—Más cerca —susurra, demasiado débil para alzar la cabeza.
De Soya se acerca más. El otro sacerdote huele a formaldehído. Sólo algunos sacerdotes son iniciados en los misterios de la resurrección, y De Soya escogió no ser uno de ellos. Puede oficiar en un bautismo y administrar la comunión o la extremaunción —como capitán de una nave estelar, ha tenido más oportunidades para lo segundo que para lo primero—, pero nunca ha estado presente en el sacramento de la resurrección. Ignora qué procesos, al margen del milagro del cruciforme, intervienen para devolver al cuerpo destruido y aplastado de este hombre, a sus neuronas destrozadas y su masa cerebral desperdigada la forma humana que él ve ante sí.
Vandrisse susurra algo y De Soya tiene que acercarse aún más. Los labios del sacerdote resucitado casi rozan la oreja de De Soya.
—Debemos… hablar… —logra decir Vandrisse con gran esfuerzo.
De Soya asiente con la cabeza.
—He ordenado una reunión dentro de quince minutos. Estarán presentes los otros dos capitanes de mis naves. Le daremos una silla flotante y…
Vandrisse sacude la cabeza.
—Ninguna reunión. Mensaje para…
—De acuerdo —responde De Soya sin inmutarse—. ¿Desea esperar hasta…?
De nuevo la sacudida de la cabeza. El rostro del sacerdote tiene estrías lustrosas, como si los músculos se mostraran a través de la piel.
—Ahora… —susurra.
De Soya se acerca y espera.
—Debe… llevar… la nave… Arcángel… de inmediato —jadea Vandrisse—. Su destino está programado.
De Soya aún no se inmuta, pero está pensando: «Conque será una dolorosa muerte por aceleración. Querido Jesús, ¿no podías apartar de mí este cáliz?».
—¿Qué diré a los demás? —pregunta.
El padre Vandrisse sacude la cabeza.
—No diga nada. Ponga a su oficial ejecutiva al mando del… Baltasar. Transfiera el mando del grupo de tareas a la madre capitana Boulez. El grupo REYES tendrá… otras… órdenes.
—¿Seré informado acerca de esas otras órdenes? —pregunta De Soya. El esfuerzo de aparentar calma le da dolor de mandíbula. Hasta treinta segundos atrás, la supervivencia y el éxito de esta nave, de este grupo de tareas, era la razón central de su existencia.
—No —dice Vandrisse—. Esas… órdenes… no le… conciernen.
El sacerdote resucitado está pálido de dolor y agotamiento. De Soya nota que esto le causa cierta satisfacción y de inmediato reza una breve plegaria pidiendo perdón.
—Debo partir de inmediato —repite De Soya—. ¿Puedo llevar mis escasas pertenencias personales? —Está pensando en la estatuilla de porcelana que su hermana le regaló poco antes de morir en Vector Renacimiento. Esa pieza frágil, encerrada en un cubo de estasis durante las maniobras de alta gravedad, lo ha acompañado durante todos sus años de viaje por el espacio.
—No —dice el padre Vandrisse—. Vaya… de inmediato. No lleve nada.
—¿Esto es por orden de…? —pregunta De Soya.
Vandrisse frunce el ceño en medio de su mueca de dolor.
—Es una orden directa de Su Santidad, el papa Julio XIV. Es… prioridad omega… anulando todas las órdenes del mando militar de Pax o la flota espacial. ¿Comprende… padre… capitán… De Soya?
—Comprendo —dice el jesuita, e inclina la cabeza en señal de obediencia.
La nave correo clase Arcángel no tiene nombre. De Soya no considera que las naves-antorcha sean bellas —con su forma de calabaza, el módulo de mando y las armas empequeñecidos por el enorme motor Hawking y la esfera de fusión—, pero la Arcángel es decididamente fea en comparación. La nave correo es una masa de esferas asimétricas, dodecaedros, correas, cables y mandos de motor Hawking. La cabina de pasajeros es apenas un detalle en el centro de esa chatarra.
De Soya se ha reunido brevemente con Hearn, Boulez y Stone, explicando sólo que lo han convocado y transfiriendo el mando a los nuevos y asombrados capitanes del grupo de tareas y el Baltasar. Luego se ha trasladado a la nave Arcángel en una cápsula. De Soya ha tratado de no mirar su amada Baltasar, pero en el último momento, antes de abordar el correo, se ha vuelto y ha mirado nostálgicamente la nave-antorcha con añoranza, en cuyo flanco curvo el sol pintaba una medialuna de luz. Luego ha apartado los ojos resueltamente.
Al entrar ve que la Arcángel tiene un mando táctico virtual muy tosco, controles manuales y puente. El interior del módulo de mando no es mucho más grande que el estrecho cubículo que él ocupaba en el Baltasar, aunque este espacio está abarrotado de cables, filamentos de fibra óptica, discos y dos divanes de aceleración. El único otro espacio es el diminuto cubículo que combina alcoba con guardarropa.
De Soya ve de inmediato que los divanes de aceleración no son estándar. Se trata de bandejas de acero sin acolchado, más semejantes a camillas de autopsia que a divanes. Las bandejas tienen un reborde —sin duda para impedir que el fluido se derrame bajo alta gravedad— y el único campo de contención de la nave debe rodear estos divanes, para impedir que la carne, el hueso y la materia cerebral pulverizados se desparramen en los intervalos de gravedad cero luego de la desaceleración final. De Soya ve los tubos por donde se inyectó agua o alguna solución limpiadora para lavar el acero. No lo ha logrado del todo.
—Dos minutos para aceleración —dice una voz metálica—. Amárrese ya.
«Ninguna cortesía —piensa De Soya—. Ni siquiera un "Por favor".»
—Nave —dice. Sabe que no hay IAs genuinas en las naves de Pax, pues no se permite ninguna IA en el espacio humano controlado por Pax, pero piensa que el Vaticano podría haber hecho una excepción en una de sus naves correo clase Arcángel.
—Un minuto treinta segundos para aceleración inicial —dice la voz metálica, y De Soya comprende que está hablando con una máquina idiota.
Se apresura a amarrarse. Las correas son anchas y gruesas pero su función es sólo aparente. El campo de contención se encargará de mantener sus restos en su lugar.
—Treinta segundos —dice la voz idiota—. Advierto que la traslación C-plus será letal.
—Gracias —dice el padre capitán Federico de Soya. Siente en los oídos las desbocadas palpitaciones de su corazón. En los instrumentos parpadean luces. Aquí nada está destinado al control humano, así que De Soya no les presta atención.
—Quince segundos —dice la nave—. Tal vez ahora desee rezar.
—Joder —dice De Soya. Ha estado rezando desde que dejó la sala de resurrección. Añade una plegaria final para pedir perdón por la obscenidad.
—Cinco segundos —dice la voz—. No habrá más comunicaciones. Que Dios lo bendiga y acelere su resurrección, en nombre de Cristo.
—Amén —dice el padre capitán De Soya. Cierra los ojos cuando se inicia la aceleración.