Recorrí las calles de Endymion tratando de conciliarme con mi vida, mi muerte y mi nueva vida. Debo aclarar que no me tomaba estas cosas —mi juicio, mi «ejecución», mi reunión con el mítico y viejo poeta— con tanta calma como esta narración puede sugerir. Una parte de mí estaba sacudida hasta los cimientos. ¡Habían tratado de matarme! Yo quería culpar a Pax, pero los tribunales no eran agentes directos de Pax. Hyperion tenía su propio Consejo Interno, y los tribunales de Puerto Romance se constituían en conformidad con nuestra política local. La pena capital no era una inevitable sentencia de Pax, sobre todo en aquellos mundos donde la Iglesia gobernaba por medio de la teocracia, sino un resabio de los tiempos coloniales de Hyperion. Mi precipitado juicio, su ineludible desenlace y mi ejecución sumaria expresaban, en todo caso, el temor de los empresarios de Hyperion y Puerto Romance a ahuyentar a los turistas de otros mundos. Yo era un rústico, un guía que había matado al turista rico a quien habían puesto a mi cuidado, y tenía que servir como escarmiento. Nada más. No era nada personal.
Pero yo lo tomé como algo personal. Frente a la torre, sintiendo el calor del sol que rebotaba en las anchas losas del patio, alcé lentamente las manos. Estaban temblando. Habían sucedido demasiadas cosas demasiado pronto, y la calma que me había impuesto durante el juicio y el breve período anterior a mi ejecución me había dejado exhausto.
Caminé entre las ruinas de la universidad. La ciudad de Endymion se erguía en la cima de una colina, y la universidad había estado aún a mayor altura sobre este risco en tiempos coloniales, de modo que la vista era bellísima al sur y al este. Los bosques de chalma del valle refulgían con un color amarillo brillante. No había estelas ni tráfico aéreo en el cielo color lapislázuli. Yo sabía que Pax no tenía el menor interés en Endymion. Sus tropas aún custodiaban la Meseta del Piñón, donde sus robots mineros extraían los parásitos cruciformes, pero esta sección del continente había sido inaccesible por tantas décadas que tenía un aire agreste y virginal.
A los diez minutos de caminar, comprendí que sólo la torre donde yo había despertado y los edificios circundantes parecían ocupados. El resto de la universidad estaba en ruinas —las grandes salas expuestas a la intemperie, la planta física saqueada siglos atrás, los campos de juegos cubiertos de malezas, la cúpula del observatorio despedazada— y la ciudad lucía aún más abandonada cuesta abajo. La maraña de raraleña y kudzu reclamaba manzanas enteras.
La universidad había sido bella en sus tiempos: edificios neogóticos pos-Hégira construidos con bloques de piedra arenisca extraídos de canteras que estaban a poca distancia, en los cerros de la Meseta del Piñón. Tres años antes, cuando yo trabajaba como asistente del famoso artista jardinero Avrol Hume, realizando gran parte del trabajo pesado mientras él rediseñaba las fincas de la Primera Familia en la elegante costa del Pico, había mucha demanda de follies o palacetes, falsas ruinas cerca de estanques, bosques o colinas. Me había vuelto experto en poner viejas piedras en artificiosos estados de descomposición para simular ruinas —la mayoría de ellas absurdamente más antiguas que la historia de la humanidad en este mundo remoto— pero ninguna follie de Hume era tan atractiva como estas ruinas reales. Recorrí los restos de una universidad otrora espléndida, admiré la arquitectura, pensé en mi familia.
Añadir el nombre de una ciudad local al nuestro había sido una tradición entre las familias indígenas. Pues mi familia era indígena de veras, ya que se remontaba a las naves pioneras de siete siglos atrás. Éramos ciudadanos de tercera en nuestro propio mundo, y seguíamos siéndolo, pues ahora estábamos por debajo de los ciudadanos de Pax y de los colonos de la Hégira, que llegaron siglos después de mis ancestros. Durante siglos, pues, mi gente había vivido y trabajado en estos valles y montañas. En general, mis parientes indígenas habían realizado tareas manuales, como mi padre poco antes de su prematura muerte, ocurrida cuando yo tenía ocho años, como mi madre hasta su propia muerte, ocurrida cinco años después, como yo mismo hasta esta semana. Mi abuela había nacido una década después de que Pax expulsara a todos los habitantes de estas regiones, pero Grandam tenía edad suficiente para recordar los tiempos en que las familias de nuestro clan llegaban hasta la Meseta del Piñón y trabajaban en las plantaciones de fibroplástico del sur.
No tenía la sensación de haber vuelto a mi terruño. Mi terruño eran los fríos brezales del noreste. Los marjales del norte de Puerto Romance habían sido el lugar donde yo había elegido vivir y trabajar. Esta ciudad universitaria nunca había formado parte de mi vida y tenían tan poca importancia para mí como las desaforadas historias de los Cantos del viejo poeta.
Al pie de otra torre, me detuve para recobrar el aliento y reflexionar sobre esto. Si lo que sugería el poeta era cierto, las «desaforadas historias» de los Cantos serán muy importantes para mí. Pensé en Grandam recitando ese poema épico, recordé las noches en que cuidaba ovejas en las colinas del norte, nuestros vehículos de baterías formando un círculo protector para pernoctar, las fogatas opacando apenas la gloria de las constelaciones o las lluvias de meteoritos; recordé la mesurada lentitud con que Grandam recitaba estrofas que luego me hacía repetir, recordé mi impaciencia —habría preferido sentarme a leer un libro bajo un farol— y sonreí al pensar que esa noche cenaría con el autor de esos versos. Más aún, el viejo poeta era uno de los siete peregrinos de que hablaba el poema.
Demasiadas cosas. Demasiado pronto.
Había algo raro en esa torre. Más grande y más ancha que la torre donde yo había despertado, esta estructura tenía una sola ventana, un arco a treinta metros de altura. Más interesante aún, habían tapado con ladrillos la puerta original. Había hecho trabajos de albañilería cuando era aprendiz de Avrol Hume, y mi experiencia me hizo sospechar que habían cerrado la puerta antes de que la zona fuera abandonada un siglo atrás, pero no mucho antes.
Aún hoy ignoro por qué ese edificio me llamó la atención cuando había tantas ruinas para explorar esa tarde, pero mi curiosidad era innegable. Recuerdo que miré cuesta arriba y noté la profusión de hojas de chalma que habían trepado por la torre como hiedra de corteza gruesa. Si uno trepa la cuesta y penetra en el bosquecillo de chalma, podría encaramarse a esa rama y llegar al antepecho de esa ventana solitaria…
Era un disparate. Con esa pueril expedición sólo lograría rasgarme la ropa y despellejarme las manos, por no mencionar el peligro de una caída de treinta metros. ¿Para qué arriesgarse? ¿Qué podía haber en esa torre clausurada, salvo arañas y telarañas?
Diez minutos después estaba encaramado a la sinuosa rama de chalma, buscando muescas en la piedra o ramas gruesas para aferrarme. Como la rama crecía contra la pared, no podía montarme a horcajadas sobre ella. Tuve que avanzar de rodillas —las ramas de arriba no me permitían andar de pie— y la sensación de peligro y el miedo a caerme eran aterradores. Cuando el viento otoñal sacudía las hojas y las ramas, yo me detenía y me aferraba con todas mis fuerzas.
Cuando llegué a la ventana maldije en voz baja. Mis cálculos —realizados con tanta facilidad desde la acera— habían sido erróneos. La rama de chalma estaba tres metros debajo del antepecho de la ventana abierta. No había lugar donde apoyar los dedos en esa extensión de piedra. Si quería llegar al antepecho, tendría que saltar con la esperanza de que mis dedos encontraran en dónde agarrarse. Era una locura. No había nada en la torre que justificara semejante riesgo.
Aguardé a que amainara el viento, me agazapé y brinqué. Durante un vertiginoso segundo mis dedos encorvados patinaron por la piedra desmigajada y el polvo, partiéndome las uñas y sin hallar sostén, pero luego encontraron los podridos restos del viejo antepecho y se clavaron.
Me encaramé, jadeando y rasgándome la camisa. Los blandos zapatos que me había dejado A. Bettik rasparon la piedra hasta encontrar apoyo.
Cuando me incorporé en el antepecho, me pregunté cómo haría para bajar por la rama de chalma. Esta preocupación aumentó cuando escruté el oscuro interior de la torre.
—Maldición —susurré. Había un viejo rellano de madera debajo del antepecho, pero la torre estaba vacía. La luz que entraba por la ventana iluminaba tramos de una escalera desvencijada que recorría el interior de la torre así como las ramas de chalma abrazaban el exterior, pero el centro de la torre era pura oscuridad. Alcé los ojos y vi manchas de luz solar por lo que quizá fuera un techo de madera provisional treinta metros más arriba. Comprendí que la torre no era más que un silo glorificado, un gigantesco cilindro de piedra de sesenta metros de altura. Con razón necesitaba una sola ventana. Con razón habían tapado la puerta aun antes de la evacuación de Endymion.
Conservando el equilibrio en el antepecho, sin confiar en el podrido rellano del interior, sacudí la cabeza con resignación. Un día mi curiosidad me llevaría a la muerte.
Escrutando la penumbra, que tanto contrastaba con el espléndido sol del atardecer, noté que el interior estaba demasiado oscuro. No podía ver la pared ni la escalera del otro lado. Comprendí que la luz difusa iluminaba la piedra —veía un tramo de escalera podrida, y todo el cilindro del interior era visible metros por encima de mí—, pero en mi nivel la mayor parte del interior había… desaparecido.
—Cielos —susurré. Algo llenaba esa torre oscura.
Apoyando mi peso en mis brazos, que aún aferraban el antepecho, bajé al rellano interior. La madera crujió pero parecía bastante sólida. Sin soltar el marco de la ventana, apoyé parte de mi peso en mis piernas y me volví para mirar.
Tardé casi un minuto en comprender lo que miraba. Una nave espacial llenaba el interior de la torre como una bala metida en la recámara de un antiguo revólver.
Apoyando todo mi peso en el rellano, olvidándome de su precariedad, avancé para ver mejor.
Era una esbelta nave de poca altura, unos cincuenta metros. El metal del casco —si era metal— era negro y opaco y parecía absorber la luz. Yo no veía lustre ni reflejos. Distinguí el perfil de la nave mirando la pared de piedra que había detrás y viendo dónde terminaban las piedras y la luz que se reflejaba en ellas.
No dudé un instante de que fuera una nave espacial. Lo era enfáticamente. Una vez leí que los niños de cientos de mundos todavía dibujan casas bosquejando una caja con una pirámide encima, con volutas de humo sobre una chimenea rectangular, aunque dichos niños vivan en habitáculos orgánicos en lo alto de árboles residenciales ARNados. También dibujan las montañas como pirámides, aunque las montañas que conocen se parezcan más a los cerros redondos del pie de la Meseta del Piñón. No sé qué explicación daba el artículo. Memoria racial, tal vez, o el cerebro condicionado para ciertos símbolos.
La cosa que yo estaba viendo, entreviendo casi como espacio negativo, no era sólo una nave espacial, sino la nave espacial.
He visto imágenes de los cohetes más antiguos de Vieja Tierra —anteriores a Pax, a la Caída, a la Hegemonía, a la Hégira, qué digo, anteriores a todo— y lucían como esa negrura curva. Alta, delgada, ahusada en ambos extremos, puntiguada arriba, con aletas abajo. Yo estaba mirando la imagen simbólicamente perfecta de una NAVE ESPACIAL, grabada a fuego en el cerebro y la memoria racial.
En Hyperion no había naves espaciales particulares ni naves espaciales extraviadas. De esto estaba seguro. Aun las naves interplanetarias más simples eran demasiado costosas para abandonarlas en viejas torres de piedra. En una época, siglos antes de la Caída, cuando los recursos de la Red de Mundos parecían ilimitados, pudo haber una plétora de naves espaciales —militares, diplomáticas, gubernamentales, empresariales, fundacionales, exploratorias, incluso algunas naves particulares pertenecientes a hipermillonarios—, pero aun en esos tiempos sólo una economía planetaria podía afrontar el coste de la construcción de una nave estelar. En mis tiempos —y en tiempos de mi madre y mi abuela, y de sus madres y abuelas— sólo Pax —ese consorcio de la Iglesia con un tosco gobierno interestelar— podía costearse naves espaciales de cualquier tipo. Y ningún individuo del universo conocido —ni siquiera Su Santidad en Pacem— podía costearse una nave estelar privada.
Y esta nave era estelar. Lo sabía. No sé cómo, pero lo sabía.
Sin prestar atención al pésimo estado de los peldaños, me puse a bajar y subir por la escalera de caracol. El casco estaba a cuatro metros de mí. Su insondable negrura me causaba vértigo. Quince metros debajo de mí, apenas visible bajo la curva de negrura, otro rellano se extendía hasta el casco.
Bajé. Un peldaño podrido se partió bajo mis pies, pero me movía tan rápido que lo ignoré.
El rellano no tenía baranda y se extendía como un trampolín. Si me caía desde allí, me rompería algunos huesos y quedaría tendido en la oscuridad de una torre cerrada. No pensé en ello cuando crucé el rellano y apoyé la palma en el casco de la nave.
El casco era tibio. Más que metal, parecía la lisa piel de una criatura durmiente. Enfatizando esta ilusión el casco emitía una vibración suave, como si la nave respirase, como si un corazón palpitara bajo mi palma.
De pronto hubo un movimiento real bajo mi mano, y el casco se hundió y se apartó, no elevándose mecánicamente como algunos portales que había visto, ni girando sobre goznes, sino plegándose sobre sí mismo como labios que se retrajeran.
Se encendieron luces. Un corredor interno —techo y paredes de aspecto orgánico que evocaban una cerviz— relucía suavemente.
No vacilé demasiado. Durante años mi vida había sido calma y predecible como la mayoría de las vidas. Esa semana había matado a un hombre por accidente, me habían condenado y ejecutado y había despertado en el mito favorito de Grandam. ¿Por qué detenerme allí?
Entré en la nave espacial, y la puerta se cerró a mis espaldas como una boca hambrienta.
El corredor de la nave no era lo que yo habría imaginado. Siempre había pensado que el interior de las naves espaciales era como la bodega de los transportes marítimos que llevaban nuestro regimiento de la Guardia a Ursus: metal gris, remaches, troneras firmes y tubos de vapor siseante. Aquí no había nada de eso. El corredor era liso y curvo, y los tabiques interiores estaban revestidos con una madera tibia y orgánica como carne. Si había una cámara de presión, yo no la había visto. Luces ocultas se encendían mientras yo avanzaba y luego se apagaban solas, dejándome en un pequeño estanque de luz con oscuridad por delante y por detrás. Sabía que la nave no podía tener más de cien metros de diámetro, pero la leve curva de este corredor creaba la ilusión de que el interior era más grande que el exterior.
El corredor terminaba en lo que debía de ser el centro de la nave, un foso abierto con una escalera de caracol metálica que se perdía en la oscuridad. Apoyé el pie en el primer escalón y arriba se encendieron luces. Sospechando que las partes más interesantes de la nave estaban arriba, comencé a ascender.
La cubierta siguiente llenaba todo el círculo de la nave y albergaba un antiguo holofoso como el que yo había visto en viejos libros, varias sillas y mesas en un estilo que no pude identificar y un piano de cola. Debo aclarar que ni una persona entre diez mil nativos de Hyperion habría podido identificar ese objeto como un piano, y menos como un piano de cola. Mi madre y Grandam habían sentido un apasionado interés por la música, y un piano había llenado gran parte del espacio de una de nuestras casas rodantes eléctricas. Muchas veces yo había oído las quejas de mis tíos o abuelos acerca del tamaño y peso de ese instrumento, acerca de los julios de energía necesarios para transportar ese trasto pre-Hégira por los brezales de Aquila, y acerca de la sensatez de tener un sintetizador de bolsillo que podía recrear música de piano o cualquier otro instrumento. Pero mi madre y Grandam eran tajantes: nada podía igualar el sonido de un piano auténtico, por mucho que hubiera que afinarlo después del transporte. Y ni mi abuelo ni mis tíos se quejaban cuando Grandam tocaba Rachmaninoff, Bach o Mozart en el campamento de noche. Esa anciana me había hablado sobre los grandes pianos de la historia, incluidos los pianos de cola pre-Hégira. Y ahora veía uno.
Ignorando el holofoso y los muebles, ignorando la ventana curva que mostraba sólo la oscura piedra del interior de la torre, caminé hasta el piano de cola. Las letras doradas decían STEINWAY encima del teclado. Solté un silbido y acaricié las teclas con los dedos, sin atreverme aún a tocar nada. Según Grandam, esta compañía había dejado de fabricar pianos antes del Gran Error del 38, y no se había fabricado ninguno desde la Hégira. Yo estaba tocando un instrumento que tenía por lo menos mil años de antigüedad. Los Steinway y los Stradivarius eran mitos entre los amantes de la música. Me pregunté cómo era posible, acariciando teclas que tenían la tersura del legendario marfil, colmillos de un animal extinguido llamado elefante. Aún podían quedar seres humanos de los tiempos anteriores a la Hégira —los tratamientos Poulsen y el almacenaje criogénico podían explicarlo—, pero los artefactos de madera, alambre y marfil tenían pocas probabilidades de efectuar esa larga travesía por el tiempo y el espacio.
Mis dedos tocaron un acorde do-mi-sol-si bemol. Y luego un acorde en do mayor. El tono era impecable, la acústica de la nave, perfecta. Nuestro viejo piano necesitaba que Grandam lo afinara después de cada viaje de pocos kilómetros por los brezales, pero este instrumento parecía perfectamente afinado después de un sinfín de años-luz y siglos de viaje.
Saqué el taburete, me senté y me puse a tocar Para Elisa. Era una pieza sentimental y sencilla, pero parecía congeniar con el silencio y la soledad de ese lugar oscuro. De hecho, las luces parecieron atenuarse mientras las notas llenaban la sala circular y resonaban en la penumbrosa escalera. Mientras tocaba, pensé en mi madre y Grandam, que nunca habrían sospechado que mis lecciones de piano infantiles conducirían a este solo en una nave oculta. La tristeza de ese pensamiento impregnó la música que tocaba.
Cuando terminé, aparté los dedos del teclado con cierta culpa, abrumado por la arrogancia de mi pobre ejecución de una pieza tan simple en ese piano venerable, ese regalo del pasado. Permanecí en silencio un instante, intrigado por la nave espacial, por el viejo poeta y por mi propio lugar en este descabellado orden de cosas.
—Muy bonito —murmuró una voz a mis espaldas.
Di un respingo. No había oído que nadie subiera o bajara la escalera, no había visto que nadie entrara en la sala. Miré de un lado al otro.
No había nadie en la habitación.
—Hace tiempo que no oigo tocar esa pieza —dijo la voz. Parecía brotar del centro de la habitación desierta—. Mi pasajero anterior prefería Rachmaninoff.
Apoyé la mano en el borde del taburete para afianzarme y pensé en todas las preguntas estúpidas que podía abstenerme de hacer.
—¿Eres la nave? —pregunté, sin saber si era una pregunta estúpida pero ansiando una respuesta.
—Desde luego —respondió la voz, que era suave pero vagamente masculina.
Yo había oído máquinas parlantes, pues esos aparatos existían desde siempre, pero nunca máquinas inteligentes. La Iglesia y Pax habían prohibido las IAs más de dos siglos antes, y después de ver que el TecnoNúcleo ayudaba a los éxters a destruir la Hegemonía, la mayoría de los billones de personas de mil mundos devastados había aprobado fervientemente la medida. Comprendí que mi propia programación en ese sentido había sido efectiva: la idea de estar hablando con un artefacto inteligente me hizo sudar las palmas y sentir un nudo en la garganta.
—¿Quién era tu pasajero anterior? —pregunté.
Hubo una brevísima pausa.
—Ese caballero era conocido como el cónsul —dijo al fin la nave—. Fue diplomático de la Hegemonía durante gran parte de su vida.
Esta vez fui yo quien titubeó antes de hablar. Temí que mi «ejecución» en Puerto Romance me hubiera embrollado las neuronas a tal punto que creía estar viviendo en uno de los poemas épicos de Grandam.
—¿Qué le sucedió al cónsul? —pregunté.
—Murió —dijo la nave, con un levísimo tono de congoja.
—¿Cómo? —pregunté. Al final de los Cantos del viejo poeta, después de la Caída de la Red de Mundos, el cónsul de la Hegemonía llevaba una nave de regreso a la Red. ¿Esta nave?—. ¿Dónde murió? —añadí. Según los Cantos, la nave donde el cónsul de la Hegemonía se había ido de Hyperion estaba impregnada con la personalidad del cíbrido John Keats.
—No recuerdo dónde murió el cónsul —dijo la nave—. Sólo recuerdo que murió, y que yo regresé aquí. Supongo que esa directiva fue programada en mis bancos de órdenes en ese momento.
—¿Tienes nombre? —pregunté, intrigado por saber si hablaba con la personalidad IA de John Keats.
—No —dijo la nave—. Sólo nave. —De nuevo una pausa que era algo más que mero silencio—. Aunque creo recordar que en algún momento tuve nombre.
—¿Era John? —pregunté—. ¿O Johnny?
—Tal vez. Los detalles son borrosos.
—¿Por qué? ¿Tu memoria funciona mal?
—No, en absoluto. Por lo que puedo deducir, hace doscientos años estándar hubo un suceso traumático que borró ciertos recuerdos, pero desde entonces mi memoria y demás facultades han funcionado a la perfección.
—¿Pero no recuerdas el suceso? ¿El trauma?
—No —dijo la nave con relativo buen humor—. Creo que sucedió en el mismo momento en que el cónsul murió y yo regresé a Hyperion, pero no estoy seguro.
—¿Y desde entonces? ¿Desde tu regreso has permanecido en esta torre?
—Sí. Estuve un tiempo en la Ciudad de los Poetas, pero pasé aquí la mayor parte de los dos últimos siglos locales.
—¿Quién te trajo aquí?
—Martin Silenus. El poeta. Tú le conociste hoy.
—¿Estás enterado de eso?
—Claro que sí —dijo la nave—. Yo di a Silenus los datos sobre tu juicio y ejecución. Ayudé a gestionar el soborno de los funcionarios y el transporte de tu cuerpo dormido.
—¿Cómo hiciste eso? —pregunté. La imagen de esa nave maciza y arcaica hablando por teléfono era demasiado absurda.
—Hyperion no tiene una auténtica esfera de datos, pero monitoreo las comunicaciones por satélite y de microondas, así como algunas bandas «seguras» de fibra óptica y máser.
—Conque eres espía del viejo poeta.
—Sí.
—¿Y qué sabes sobre los planes que el viejo poeta tiene para mí? —pregunté, volviéndome nuevamente hacia el teclado y tocando un acorde de Bach.
—M. Endymion —dijo otra voz a mis espaldas.
Dejé de tocar y al volverme vi a A. Bettik, el androide, de pie en la escalera circular.
—Mi amo temía que te hubieras perdido —dijo A. Bettik—. Vine a mostrarte el camino de regreso a la torre. Apenas tienes tiempo de vestirte para la cena.
Me encogí de hombros y caminé hacia la escalera. Antes de seguir al hombre de tez azul, me volví hacia la habitación en penumbras.
—Fue grato hablar contigo, nave.
—Fue un placer conocerte, M. Endymion —dijo la nave—. Pronto volveré a verte.