4

No me sorprendí de despertarme con vida. Tal vez uno sólo se sorprende cuando se despierta muerto. De todos modos, desperté sin más incomodidad que un cosquilleo en los brazos y me quedé acostado, mirando el sol que se deslizaba por un tosco techo de yeso, hasta que un pensamiento urgente me despabiló.

«Espera un minuto. ¿Yo no estaba…? ¿Ellos no…?».

Me incorporé y miré en torno. Si tenía la sensación de que mi ejecución había sido un sueño, el prosaico aspecto de mi entorno pronto se encargó de disiparla. La habitación tenía forma de pastel, con una pared curva y blanqueada y un techo de yeso. La cama era el único mueble, y la gruesa y blancuzca ropa de cama complementaba la textura del yeso y la piedra. Había una maciza puerta de madera —cerrada— y una ventana con forma de arco abierta a la intemperie. Un vistazo al cielo color lapislázuli me reveló que aún estaba en Hyperion. Era imposible que aún estuviera en la prisión de Puerto Romance; la piedra era demasiado vieja, los detalles de la puerta demasiado ornamentales, la calidad de las mantas demasiado buena.

Me levanté, me encontré desnudo. Caminé hacia la ventana. La brisa otoñal era intensa, pero el sol me entibiaba la piel. Estaba en una torre de piedra. El amarillo chalma y una gruesa maraña de raraleña tejían una sólida techumbre de árboles en las colinas hasta el horizonte. Una vegetación siempreazul crecía en las laderas de granito. Vi más murallas, almenas y la curva de otra torre. Las paredes parecían antiquísimas. La calidad de su construcción y el aire orgánico de su arquitectura pertenecían a una época de destreza y buen gusto, muy anterior a la Caída.

Adiviné de inmediato mi paradero: el chalma y la raraleña sugerían que aún estaba en el continente meridional de Aquila; las elegantes ruinas hablaban de la ciudad abandonada de Endymion.

Nunca había estado en la localidad de donde mi familia tomaba su apellido, pero Grandam, la narradora de nuestro clan, la había descrito muchas veces. Endymion había sido una de las primeras ciudades de Hyperion colonizadas después de que la nave semillera se estrelló setecientos años antes. Hasta la Caída había sido famosa por su buena universidad, una estructura enorme semejante a un castillo que dominaba la ciudad. El abuelo del bisabuelo de Grandam había sido profesor de la universidad hasta que las tropas de Pax dominaron la región de Aquila central y expulsaron a miles de personas.

Y ahora yo había regresado.

Un hombre calvo de tez azul y ojos color azul cobalto traspuso la puerta, dejó en la cama ropa interior y un traje sencillo de algo que parecía algodón casero.

—Vístete, por favor —dijo.

Miré en silencio mientras el hombre daba media vuelta y salía. Tez azul. Ojos color azul cobalto. Calvo. Tenía que ser un androide, el primero que yo veía. Si me hubieran preguntado, habría dicho que no quedaban androides en Hyperion. La biofacturación era ilegal desde la Caída, y aunque el legendario Triste Rey Billy los había importado para construir la mayoría de las ciudades del norte siglos antes, no deberían quedar androides en nuestro mundo. Sacudí la cabeza, me vestí. El traje me sentaba a la perfección, a pesar de mis hombros grandes y mis piernas largas.

Estaba de vuelta ante la ventana cuando el androide regresó. Se detuvo en la puerta y gesticuló con la mano.

—Por aquí, por favor, M. Endymion —dijo, usando el honorífico tradicional en inglés de la Red.

Contuve el impulso de hacer preguntas y lo seguí por la escalera de la torre. La habitación de arriba ocupaba todo el piso. El sol del atardecer atravesaba vitrales rojos y amarillos. Al menos una ventana estaba abierta, y oí el susurro de un viento lejano en la hojarasca.

Esta habitación era tan blanca y austera como mi celda, salvo por un apiñamiento de aparatos médicos y consolas de comunicaciones en el centro del círculo. El androide se marchó, cerrando la gruesa puerta, y tardé un segundo en comprender que había un ser humano en medio de todo ese equipo.

Al menos, creí que era un ser humano.

El hombre estaba sentado en una cama flotante de flujoespuma. Tubos, intravenosas, filamentos de monitoreo y umbilicales de aspecto orgánico unían el equipo con la cenicienta figura. Digo «cenicienta», pero en verdad el hombre parecía momificado, la tez arrugada como los pliegues de una vieja chaqueta de cuero, el cráneo manchado y calvo, los brazos y piernas consumidos al extremo de ser meros apéndices vestigiales. La postura del viejo evocaba un pichón arrugado y sin plumas que se ha caído del nido. Su tez apergaminada tenía un aire azulado que me hizo pensar «androide» por un momento, pero luego reparé en la diferencia del tono de azul, en el leve fulgor de las palmas, las costillas y la frente, y comprendí que miraba a un humano verdadero que había recibido tratamientos Poulsen durante siglos.

Ya nadie recibe tratamientos Poulsen. Esa tecnología se perdió con la Caída, así como la materia prima de mundos perdidos en el tiempo y el espacio. O eso creía yo. Pero aquí había una criatura que tenía muchos siglos y debía de haber recibido tratamientos Poulsen desde hacía escasas décadas.

El anciano abrió los ojos.

Desde entonces he visto ojos igualmente enérgicos, pero hasta ese momento nada me había preparado para la intensidad de esa mirada. Creo que retrocedí un paso.

—Acércate, Raul Endymion. —La voz era como una hoja sin filo raspando pergamino. El viejo movía la boca como un pico de tortuga.

Me acerqué, deteniéndome sólo cuando una consola se interpuso entre la forma momificada y yo. El viejo parpadeó y alzó una mano huesuda que sin embargo parecía demasiado pesada para esa muñeca delgada como una ramilla.

—¿Sabes quién soy? —La áspera voz era suave como un susurro.

Negué con la cabeza.

—¿Sabes dónde estás?

—Endymion. La universidad, creo.

Contrajo las arrugas en una sonrisa desdentada.

—Muy bien. El tocayo reconoce las piedras amontonadas que dieron nombre a su familia. ¿Pero no sabes quién soy yo?

—No.

—¿Y no te intriga saber cómo sobreviviste a tu ejecución?

Aguardé solemnemente. El viejo sonrió de nuevo.

—Muy bien hecho. Todo llega para quien sabe esperar. Y los detalles no son muy esclarecedores… sobornos en puestos altos, la vara de muerte reemplazada por un paralizador, más sobornos para quienes certifican la defunción y se encargan del cadáver. Lo que nos interesa no es el «cómo», ¿verdad, Raul Endymion?

—No —dije al fin—. ¿Por qué?

El pico de tortuga tembló, la maciza cabeza asintió.

Aunque había sufrido el deterioro de los siglos, el rostro aún era puntiagudo y anguloso, un rostro de sátiro.

—Precisamente… ¿por qué? ¿Por qué tomarnos el trabajo de fingir tu ejecución y transportar tu jodido cadáver por medio jodido continente? ¿Por qué?

Las obscenidades no parecían tan duras en labios del viejo. Parecía haberlas usado tanto tiempo que ya no merecían un énfasis especial. Esperé.

—Quiero que me hagas un mandado, Raul Endymion.

El viejo jadeó. Un líquido claro circuló por los tubos intravenosos.

—¿Tengo opción?

El viejo sonrió de nuevo, pero los ojos eran inmutables como la piedra de las murallas.

—Siempre tenemos opciones, querido muchacho. En este caso, podrías ignorar toda deuda que tengas conmigo por salvarte el pellejo e irte de aquí… caminando. Mis criados no te detendrán. Con suerte podrás salir de la zona restringida, encontrar el camino hacia regiones más civilizadas y evitar las patrullas de Pax, ya que tu identidad y tu falta de documentos podrían resultar… embarazosos.

Asentí. Mi ropa, mi cronómetro, mis documentos de trabajo y mi identificación de Pax debían de estar en Toschahi. Trabajando como guía de caza en los marjales, había olvidado con cuánta frecuencia las autoridades pedían documentos en las ciudades. Pronto lo recordaría si regresaba a las ciudades costeras o los pueblos del interior. Y aun un empleo rural como el de guía o pastor requería una identificación Pax para los formularios de impuestos y diezmos. Con lo cual debería ocultarme en el interior el resto de mi vida, viviendo de la tierra y eludiendo a la gente.

—O bien —dijo el viejo—, puedes hacerme un mandado y hacerte rico.

Hizo una pausa, inspeccionándome con sus ojos oscuros tal como los cazadores profesionales inspeccionaban a los cachorros que prometían ser buenos perros para el oficio.

—Dígame —dije.

El viejo cerró los ojos y exhaló ásperamente. No se molestó en abrirlos de nuevo.

—¿Sabes leer, Raul Endymion?

—Sí.

—¿Has leído el poema conocido como los Cantos?

—No.

—¿Pero has oído una parte? Perteneces a un clan de pastores del norte. Sin duda el narrador ha mencionado los Cantos.

Había un tono extraño en la voz cascada. Tal vez modestia.

Me encogí de hombros.

—He oído fragmentos. Mi clan prefería la Épica del jardín o la Saga de Glennon-Height.

Los rasgos de sátiro se arrugaron en una sonrisa.

La Épica del jardín. Sí. Allí Raul era un héroe centauro, ¿verdad?

No respondí. Grandam admiraba el personaje del centauro llamado Raul. Mi madre y yo habíamos crecido escuchando historias sobre él.

—¿Crees en las historias? —preguntó el viejo—. Las historias de los Cantos, digo.

—¿Creerlas? ¿Creer que realmente sucedió así? ¿Los peregrinos, el Alcaudón y todo eso? —Hice una pausa. Había algunos que se creían las exageradas historias que contaban los Cantos. Y había incrédulos que pensaban que todo era una mezcla de mitos y patrañas destinados a rodear con un aura de misterio la fea época de guerra y confusión que fue la Caída—. Nunca pensé en ello —dije sinceramente—. ¿Tiene importancia?

El viejo pareció sofocarse, pero pronto comprendí que sus carraspeos secos eran risotadas.

—A decir verdad, no. Ahora, escúchame. Te describiré mi… mandado. Me cuesta hablar, así que guárdate las preguntas para cuando haya terminado. —Parpadeó y señaló la silla cubierta con una sábana blanca—. ¿Deseas sentarte?

Negué con la cabeza y me quedé de pie.

—De acuerdo. Mi historia comienza hace casi doscientos setenta años, durante la Caída. Una de las peregrinas de los Cantos fue amiga mía. Se llamaba Brawne Lamia. Existió de veras. Después de la Caída, después de la muerte de la Hegemonía y la abertura de las Tumbas de Tiempo, Brawne Lamia dio a luz una hija. La niña se llamaba Diana, pero era testaruda y se cambió el nombre en cuanto tuvo edad para hablar. Por un tiempo la conocieron como Cynthia, luego como Cate (abreviatura de Hecate), y cuando cumplió doce años quiso que sus amigos y parientes la llamaran Temis. Cuando la vi por última vez, se llamaba Aenea.

El viejo hizo una pausa y entornó los ojos.

—Tú crees que esto no importa, pero los nombres son importantes. Si no te hubieran puesto el nombre de esta ciudad, que a su vez tiene el nombre de un antiguo poema, no me habrías llamado la atención y quizás hoy no estuvieras aquí. Estarías muerto. Alimentando a los gusanos-tiburón del Gran Mar del Sur. ¿Comprendes, Raul Endymion?

—No.

El viejo sacudió la cabeza.

—No importa. ¿Dónde estaba?

—La última vez que vio a la niña se llamaba Aenea.

—Sí. —El viejo volvió a cerrar los ojos—. No era una chiquilla demasiado atractiva, pero era… única. Todos los que la conocían sabían que era diferente. Especial. No consentida, a pesar de esa tontería del cambio de nombre. Sólo… diferente. —Sonrió, mostrando encías rosadas—. ¿Has conocido a alguien que fuera profundamente diferente, Raul Endymion?

Vacilé sólo un segundo.

—No —dije. No era del todo cierto. El viejo era diferente. Pero yo sabía que él no me preguntaba eso.

—Cate… Aenea… era diferente —dijo, cerrando nuevamente los ojos—. Su madre lo sabía. Desde luego, Brawne sabía que su hija era especial aun antes de que naciera. —Calló y abrió los ojos para mirarme—. ¿Has oído esta parte de los Cantos?

—Sí. Una entidad cíbrida predijo que la mujer llamada Lamia daría a luz a una niña conocida como La Que Enseña.

Pensé que el viejo iba a escupir.

—Un título estúpido. Nadie llamó así a Aenea durante el tiempo en que la conocí. Era sólo una niña, brillante y tozuda, pero una niña. Todo lo que tenía de singular era apenas un potencial. Pero luego…

Calló y sus ojos se enturbiaron. Era como si se hubiera olvidado de la conversación. Esperé.

—Pero luego Brawne Lamia murió —dijo minutos después, con voz más fuerte, como si el diálogo no se hubiera interrumpido— y Aenea desapareció. Tenía doce años. Técnicamente yo era su tutor, pero no me pidió permiso para desaparecer. Un día se marchó y no tuve más noticias de ella.

Se interrumpió otra vez, como si fuera un mecanismo que de vez en cuando necesitaba que le dieran cuerda.

—¿Por dónde iba? —dijo al fin.

—No volvió a tener noticias de ella.

—Sí. No volví a tener noticias de ella, pero sé adónde fue y cuándo reaparecerá. Las Tumbas de Tiempo están cerradas al público, custodiadas por las tropas que Pax ha apostado allí, ¿pero recuerdas los nombres y funciones de las tumbas, Raul Endymion?

Gruñí. Grandam también acostumbraba fastidiarme pidiéndome detalles sobre las narraciones orales. Yo pensaba que Grandam era vieja. En comparación con esta antigualla, Grandam había sido una chiquilla.

—Creo que recuerdo las tumbas —dije—. Había una llamada la Esfinge… la Tumba de jade, el Obelisco, el Monolito de Cristal, donde fue enterrado el soldado…

—El coronel Fedmahn Kassad —murmuró el viejo. Luego me volvió a clavar los ojos—. Continúa.

—Las tres Tumbas Cavernosas…

—Sólo la tercera Tumba Cavernosa conducía a alguna parte —interrumpió el viejo—. A laberintos de otros mundos. Pax la clausuró. Continúa.

—Es todo lo que recuerdo… ah, el Palacio del Alcaudón.

El viejo mostró su sonrisa de tortuga.

—No debemos olvidarnos del Palacio del Alcaudón ni de nuestro viejo amigo el Alcaudón, ¿verdad? ¿Eso es todo?

—Creo que sí. Sí.

La figura momificada asintió.

—La hija de Brawne Lamia desapareció en una de esas tumbas. ¿Adivinas cuál?

—No. —No lo sabía, pero lo sospechaba.

—Siete días después de la muerte de Brawne, la muchacha dejó una nota, fue a la Esfinge en plena noche y desapareció. ¿Recuerdas adónde conducía la Esfinge, muchacho?

—Según los Cantos, Sol Weintraub y su hija viajaron al futuro lejano a través de la Esfinge.

—Sí —susurró el viejo—. Sol, Rachel y algunos más desaparecieron en la Esfinge antes que Pax la clausurase y cerrara el Valle de las Tumbas de Tiempo. En esos primeros días muchos intentaron encontrar un atajo hacia el futuro, pero la Esfinge parecía escoger a quienes viajarían a través del tiempo por su túnel.

—Y aceptó a la niña —dije.

El viejo aceptó esta obviedad con un gruñido.

—Raul Endymion —jadeó al fin—, ¿sabes qué voy a pedirte?

—No —dije, aunque ya lo sospechaba.

—Quiero que vayas en busca de mi Aenea —dijo el viejo—. Quiero que la encuentres, que la protejas de Pax, que huyas con ella y… cuando ella haya crecido y se haya convertido en aquello en que debe convertirse, que le des un mensaje, quiero que le digas que el tío Martin está agonizando y que si desea hablarle de nuevo debe regresar a casa.

Traté de no suspirar. Había sospechado que el viejo era el poeta Martin Silenus. Todos conocían los Cantos y a su autor. Era un misterio que hubiera escapado de las purgas de Pax y le hubieran permitido vivir en ese remoto palacio, pero decidí no insistir en ello.

—¿Usted quiere que vaya al norte, al continente de Equus, me abra paso luchando contra millares de efectivos de Pax, llegue al Valle de las Tumbas de Tiempo, entre en la Esfinge esperando que me acepte, persiga a esa muchacha por el futuro lejano, permanezca con ella unas décadas y le diga que regrese en el tiempo para visitarlo?

Por un instante sólo hubo un silencio interrumpido por los susurros del equipo médico de Martin Silenus.

Las máquinas respiraban.

—No exactamente —dijo al fin.

Esperé.

—Ella no ha viajado a un futuro lejano —dijo el viejo—. Al menos, ahora no está lejos de nosotros. Cuando traspuso la entrada de la Esfinge hace doscientos cuarenta y siete años, fue para un viaje temporal breve… doscientos sesenta y dos años de Hyperion, para ser exacto.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté. Por todo lo que había leído, nadie (ni siquiera los científicos de Pax que habían tenido dos siglos para estudiar las tumbas clausuradas) había podido predecir a qué punto del futuro la Esfinge enviaría a alguien.

—Lo sé —dijo el antiguo poeta—. ¿Dudas de mí?

En vez de responder, dije:

—De modo que la muchacha, Aenea, saldrá de la Esfinge en algún momento de este año.

—Saldrá de la Esfinge dentro de cuarenta y dos horas y dieciséis minutos —dijo el viejo sátiro.

Admito que pestañeé.

—Y la gente de Pax estará esperándola —continuó—. Ellos también saben en qué instante saldrá.

No pregunté cómo habían obtenido la información.

—Capturar a Aenea es el punto más importante en los planes de Pax —jadeó el viejo poeta—. Saben que el futuro del universo depende de ello.

Comprendí que el viejo poeta estaba senil. El futuro del universo no dependía de un suceso aislado… que yo supiera. Guardé silencio.

—En este momento hay más de treinta mil efectivos de Pax en la región del Valle de las Tumbas de Tiempo. Por lo menos cinco mil de ellos son guardias suizos del Vaticano.

Solté un silbido. La Guardia Suiza era la elite de la elite, la fuerza militar mejor adiestrada y equipada en los vastos dominios de la Pax.

Una docena de guardias vaticanos con equipo completo habría podido derrotar a diez mil efectivos de la Guardia de Hyperion.

—Entonces —dije—, tengo cuarenta y dos horas para llegar a Equus, cruzar el Mar de Hierba y las montañas, pasar a través de veinte o treinta mil efectivos selectos de Pax y rescatar a la muchacha.

—Sí —dijo el antiguo poeta.

Me las apañé para conservar la calma.

—¿Y luego qué? —dije—. No podemos escondernos en ningún lado. Pax controla todo Hyperion, todas las naves espaciales, sus rutas, y todos los mundos que pertenecían a la Hegemonía. Si ella es tan importante como usted dice, registrarán todo Hyperion hasta encontrarla. Aunque pudiéramos irnos del planeta, cosa que es imposible, no habría manera de escapar.

—Hay una manera de irse del planeta —dijo el poeta con voz cansada—. Hay una nave.

Tragué saliva. Hay una nave. La idea de viajar entre las estrellas durante meses mientras en casa transcurrían décadas o años me quitaba el aliento. Me había enlistado en la Guardia Interna con la pueril expectativa de pertenecer alguna vez a las fuerzas armadas de Pax y volar entre los astros. Una idea necia para un joven que ya había decidido no aceptar el cruciforme.

—Aun así —dije, sin creer del todo que hubiera una nave. Ningún miembro del Mercantilus de Pax transportaría fugitivos—. Aunque logremos llegar a otro mundo, nos apresarían. A menos que usted proponga que huyamos durante siglos de deuda temporal.

—No —dijo el viejo—. Ni siglos ni décadas. Escaparéis en la nave a uno de los mundos más cercanos de la vieja Hegemonía. Luego seguiréis un camino secreto. Veréis los viejos mundos. Recorreréis el río Tetis.

Ahí tuve la certeza de que el viejo estaba loco de atar. Cuando cayeron los teleyectores y el TecnoNúcleo IA abandonó al género humano, la Red de Mundos y la Hegemonía habían muerto el mismo día. La humanidad volvió a sufrir la tiranía de las distancias interestelares. Ahora sólo las fuerzas de Pax, sus títeres de Mercantilus y los aborrecidos éxters se aventuraban en las tinieblas interestelares.

—Ven —jadeó el viejo. Me llamó con un gesto sin abrir los dedos. Me incliné sobre la consola. Sentí su olor, una vaga combinación de medicina, vejez y algo parecido al cuero.

No necesitaba recordar los relatos de Grandam para explicar el río Tetis y para saber por qué ahora pensaba que el viejo estaba totalmente senil. Todos habían oído hablar del río Tetis; el río y el Bulevar Confluencia habían sido dos avenidas constantes de teleyección entre los mundos de la Hegemonía. La Confluencia conectaba más de un centenar de mundos de más de un centenar de soles, y su ancha avenida estaba abierta para todos y unida por portales de teleyección que no se cerraban nunca. El río Tetis había sido una ruta menos recorrida, pero aun así era importante para el comercio y las muchas naves de placer que bogaban de mundo en mundo por ese cauce de agua.

La caída de la red de teleyectores había partido el Bulevar en mil fragmentos; el Tetis había dejado de existir, los portales eran inservibles, y el río de cien mundos había vuelto a ser cien riachos que nunca más se unirían. Hasta el viejo poeta que estaba sentado ante mí había descrito la muerte del río. Recordé las palabras de los Cantos tal como las recitaba Grandam:

Y el río que había fluido

durante dos siglos o más,

unido en espacio y tiempo

por trucos del TecnoNúcleo,

dejó de fluir en Fuji

y en el Mundo de Barnard,

en Acteón y Deneb Drei,

Esperance y Nunca Más.

Por doquier andaba el Tetis

en cintas que atravesaban

los mundos de los humanos.

Los portales se atascaron

y los cauces se secaron

y las corrientes cesaron.

Los trucos del Núcleo se agotaron,

se perdieron para siempre los viajeros.

Cerrados los portales, los umbrales,

el Tetis en su cauce se detuvo.

—Acércate —susurró el viejo poeta, llamándome con su dedo amarillo. Me acerqué. El aliento del viejo era como un viento seco saliendo de una tumba sellada, inodoro pero antiguo, con el aroma de siglos olvidados—. Un objeto bello —continuó— es una alegría eterna, cuyo encanto aumenta, y jamás se diluye

Eché la cabeza hacia atrás y asentí como si el viejo hubiera dicho algo sensato. Era evidente que estaba trastornado.

Como leyéndome la mente, el viejo poeta rió entre dientes.

—Muchas veces pasé por loco para quienes subestiman el poder de la poesía. No decidas ahora, Raul Endymion. Luego nos reuniremos para cenar y terminaré de describir tu misión. Entonces decidirás. Por ahora descansa. Tu muerte y resurrección deben de haberte fatigado.

El viejo se encorvó, y oí ese cascabeleo seco que ahora reconocía como una carcajada.

El androide me llevó a mi habitación. Entreví patios y edificios por las ventanas de la torre. Una vez vi a otro androide —también masculino— pasando entre las ventanas del triforio.

Mi guía abrió la puerta y retrocedió. Comprendí que no le echaría llave, que yo no era un prisionero.

—Te hemos preparado ropa de noche, señor —dijo el hombre de tez azul—. Desde luego, estás en libertad de irte o de recorrer la vieja ciudad universitaria a tu gusto. Debo advertirte, M. Endymion, que hay animales peligrosos en los bosques y montañas cercanos.

Asentí y sonreí. Los animales peligrosos no impedirían que me fuera si deseaba marcharme. Por el momento no lo deseaba.

El androide se dispuso a irse, e impulsivamente avancé un paso e hice algo que cambiaría para siempre el curso de mi vida.

—Aguarda —dije. Extendí una mano—. No nos han presentado. Yo soy Raul Endymion.

El androide se quedó mirando mi mano extendida, y tuve la certeza de haber atentado contra el protocolo. Los androides eran considerados subhumanos siglos atrás, cuando los habían biofacturado para usarlos durante la expansión de la Hégira.

El hombre artificial cogió mi mano y la estrechó con firmeza.

—Soy A. Bettik —murmuró—. Es un gusto conocerte.

A. Bettik. El nombre me resultaba conocido.

—Me gustaría hablar contigo, A. Bettik. Aprender más… acerca de ti, de este lugar y del viejo poeta.

El androide movió los ojos azules, y creí detectar un destello de ironía.

—Sí, señor. Me agradaría hablar contigo. Me temo que tendrá que ser más tarde, pues en este momento debo cumplir varios deberes.

—Más tarde, pues —dije, y retrocedí—. Esperaré el momento.

A. Bettik cabeceó y bajó por la escalera de la torre.

Entré en mi habitación. Salvo por la cama hecha y un elegante conjunto de ropa de noche tendido sobre ella, el lugar estaba tal como lo había dejado. Me acerqué a la ventana y eché un vistazo a las ruinas de la Universidad de Endymion. Altos siempreazules susurraban en la brisa fresca. Hojas violáceas caían del bosquecillo de raraleña que estaba cerca de la torre y raspaban la acera veinte metros más abajo. Hojas de chalma perfumaban el aire con su inconfundible aroma de canela. Yo me había criado pocos cientos de kilómetros al noreste, en los brezales de Aquila, entre estas montañas y la escabrosa zona conocida como el Pico, pero la cortante frescura del aire de montaña era nueva para mí. El cielo parecía tener un color lapislázuli más profundo que en los brezales o las planicies. Aspiré el aire otoñal y sonreí; aunque me aguardaran cosas extrañas, estaba muy contento de estar vivo.

Alejándome de la ventana, me dirigí a la escalera para explorar la universidad y la ciudad de donde mi familia había tomado su apellido. Por chiflado que estuviera el viejo, la charla sería interesante durante la cena.

Me paré en seco al pie de la escalera.

Bettik. Grandam había mencionado ese nombre al recitar los Cantos. Bettik era el androide que conducía la barca de levitación Benarés hacia el noreste por el río Holle, desde la ciudad de Keats, en el continente de Equus, hasta la estación fluvial Náyade, los Rizos de Karla, el bosquecillo de Doukhoborns y Linde, donde terminaba el río navegable. Desde Linde los peregrinos continuaban solos por el Mar de Hierba. Recordé cómo escuchaba en mi infancia, preguntándome por qué Bettik era el único androide con nombre, y preguntándome qué le había sucedido cuando los peregrinos lo dejaron en Linde. Hacía más de dos décadas que no recordaba ese nombre.

Sacudiendo la cabeza, preguntándome si el que estaba loco era el viejo poeta o yo, salí a la luz del atardecer para explorar Endymion.