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Mi nombre es Raul Endymion. Mi nombre de pila rima con Paul. Nací en el mundo de Hyperion, en el año 693 de nuestro calendario local, o el 3099, según el calendario anterior a la Hégira, o 247 años después de la Caída, según la mayoría calcula el tiempo en la era de Pax.

Se ha dicho que cuando viajé con La Que Enseña yo era pastor, y es verdad. O casi. Mis parientes se ganaban la vida como pastores itinerantes en los brezales y prados de las regiones más remotas del continente de Aquila, donde me crié, y a veces cuidaba ovejas cuando niño. Recuerdo esas noches serenas bajo los estrellados cielos de Hyperion como una época agradable. A los dieciséis años (por el calendario de Hyperion) huí de mi casa y me alisté como soldado de la Guardia Interna controlada por Pax. Recuerdo la mayor parte de esos tres años como tediosos y rutinarios, con la ingrata excepción de los tres meses que me enviaron al casquete de hielo de la Garra para luchar contra los indígenas durante el levantamiento de Ursus. Cuando obtuve la baja, trabajé como cuidador y fullero en uno de los casinos más sórdidos de Nueve Colas, fui barquero en los confines del Kans durante dos temporadas de lluvia y estudié de jardinero en algunas fincas del Pico bajo los auspicios del artista Avrol Hume. Pero «pastor» debía sonar mejor para los cronistas de La Que Enseña cuando llegó el momento de mencionar la ocupación anterior de su discípulo más cercano. «Pastor» tiene una connotación gratamente bíblica.

No objeto el título de pastor. Pero en esta historia apareceré como un pastor cuyo rebaño consistía en una oveja infinitamente importante. Y la perdí en vez de encontrarla.

En la época en que mi vida cambió para siempre y esta historia comienza de veras, yo tenía veintisiete años, era alto por ser nativo de Hyperion, notable por pocas cosas excepto el grosor de los callos de mis manos y mi amor por las ideas extravagantes, y trabajaba como guía de cazadores en los marjales de la bahía de Toschahi, cien kilómetros al norte de Puerto Romance. Para entonces había asimilado algunas cosillas sobre el sexo y muchas cosas sobre armas, había descubierto de primera mano el poder que ejerce la codicia en los asuntos de hombres y mujeres, había aprendido a usar los puños y mi poco seso para sobrevivir, sentía curiosidad por muchas cosas, y la única certeza que tenía era que el resto de mi vida no me reservaría grandes sorpresas.

Era un idiota.

Casi todo lo que era yo en ese otoño de mis veintiocho años se puede describir con negativos. Nunca había estado fuera de Hyperion y nunca había pensado en viajar a otros mundos. Había estado en catedrales de la Iglesia, por supuesto; aun en las regiones remotas adonde había huido mi familia después del saqueo de la ciudad de Endymion, un siglo antes, Pax había extendido su influencia civilizadora, pero yo no había aceptado el catecismo ni la cruz. Había estado con mujeres, pero nunca me había enamorado. Salvo por la tutela de mi abuela, había sido autodidacta y me había educado con libros. Leía vorazmente. A los veintisiete años creía saberlo todo.

No sabía nada.

Así fue que en el otoño de mis veintiocho años, feliz en mi ignorancia y totalmente convencido de que nada importante cambiaría nunca, cometí el acto que me valdría una sentencia de muerte e iniciaría mi vida real.

Los marjales de la bahía de Toschahi son peligrosos e insalubres, y no han cambiado desde mucho antes de la Caída, pero cientos de cazadores ricos —entre ellos muchos forasteros— vienen aquí todos los años por los patos. La mayoría de los protoánades perecieron rápidamente una vez que fueron regenerados y liberados de la nave semillera siete siglos antes, pues no pudieron adaptarse al clima de Hyperion o fueron cazados por depredadores indígenas, pero algunos patos sobrevivieron en los marjales del norte de Aquila. Y los cazadores venían. Y yo los guiaba.

Cuatro de nosotros operábamos desde una abandonada plantación de fibroplástico, situada en una angosta franja de esquisto y lodo entre los marjales y un tributario del río Kans. Los otros tres guías se concentraban en la pesca y la caza mayor, pero yo tenía la plantación y la mayoría de los marjales para mí durante la temporada de los patos. Los marjales eran una zona pantanosa y semitropical que consistía principalmente en espesos matorrales de chalma, bosques de raraleña y templados bosquecillos de prometeos gigantes en las zonas rocosas que había por encima de la pradera aluvial, pero durante los frescos, secos y diáfanos días de principios del otoño, los patos se detenían allí durante su migración desde las islas del sur hacia los lagos de las regiones más remotas de la meseta del Piñón.

Desperté a los cuatro «cazadores» una hora y media antes del alba. Había preparado un desayuno de jamón, tostadas y café, pero los cuatro obesos empresarios mascullaban insultos mientras lo engullían. Tuve que recordarles que revisaran y limpiaran sus armas: tres portaban escopetas, y el cuarto cometió la tontería de llevar un antiguo rifle energético. Mientras ellos comían y rezongaban, yo me quedé atrás de la cabaña con Izzy, la perdiguera labrador que tenía desde que ella era cachorra. Izzy sabía que íbamos a cazar, y había que acariciarle la cabeza y el cuello para calmarla.

Asomaban las primeras luces cuando nos fuimos de aquella plantación cubierta de malezas en un esquife de suelo chato. Radiantes espejines aleteaban entre oscuros túneles de ramas y por encima de los árboles. Los cazadores —M. Rolman, M. Herrig, M. Rushomin y M. Poneascu— permanecían sentados en los bancos mientras yo impulsaba el esquife. Izzy y yo estábamos separados de ellos por una pila de flotadores, cuyo fondo curvo aún mostraba la tosca textura del hollejo de fibroplástico. Rolman y Herrig usaban costosos ponchos camaleónicos, aunque no activaron el polímero hasta que estuvimos en las profundidades del pantano. Les pedí que bajaran la voz cuando nos aproximamos a los marjales de agua dulce donde se posarían los patos. Los cuatro me miraron con cara de pocos amigos, pero obedecieron y pronto se callaron.

La luz era muy intensa cuando detuve el esquife a poca distancia del blanco y preparé los flotadores. Me calcé mis remendadas botas impermeables y me metí en el agua, que me llegaba hasta el pecho. Izzy se inclinó en la borda con ojos ansiosos, pero le hice una seña para evitar que saltara. Ella vaciló pero se quedó donde estaba.

—Su arma, por favor —le dije a Poneascu, el primer hombre.

Estos cazadores de una vez al año tenían bastantes problemas para conservar el equilibrio mientras se metían en los pequeños flotadores, y yo no confiaba en que supieran aferrar sus escopetas. Les había pedido que mantuvieran la cámara vacía y el seguro puesto, pero cuando Poneascu me entregó su arma, el indicador de la cámara estaba en rojo, mostrando que estaba cargada y que el seguro no estaba puesto. Expulsé la bala, puse el seguro, apoyé el arma en la funda impermeable que llevaba sobre los hombros y estabilicé el flotador mientras el corpulento hombre bajaba del esquife.

—Vuelvo enseguida —les murmuré a los otros tres, y me abrí paso entre frondas de chalma, arrastrando el flotador: Habría podido permitir que los cazadores llevaran sus flotadores hasta el sitio que ellos escogieran, pero el marjal estaba plagado de lodoquistes que succionarían el remo chupándose al remador, y poblado por mosquitos drácula del tamaño de globos que se complacían en caer desde las ramas, decorados con serpentinas, que parecían frondas de chalma para los incautos, y erizados de espinas que podían atravesar un dedo. Había otras sorpresas para los visitantes primerizos. Además, la experiencia me había enseñado que la mayoría de esos cazadores de fin de semana ponía los flotadores de tal modo que se disparaban entre sí en cuanto aparecía la primera bandada de patos. Era mi trabajo impedir que eso ocurriera.

Dejé a Poneascu en medio de una mata de frondas, con una buena vista de la orilla sur. Le mostré dónde colocaría los demás flotadores, le dije que observara desde dentro por la ranura de la lona del flotador y que no empezara a disparar hasta que todos estuvieran en posición, y me fui a buscar a los otros tres. Dejé a Rushomin veinte metros a la derecha del primer hombre, encontré un buen sitio cerca de la caleta para Rolman y fui a buscar al hombre que empuñaba ese estúpido rifle energético, M. Herrig.

El sol saldría a los diez minutos.

—Joder, al fin te acuerdas de mí —rezongó el gordo cuando regresé. Ya se había metido en el flotador; tenía los pantalones de tela camaleónica mojados.

Las burbujas de metano que había entre el esquife y la desembocadura de la caleta indicaban un gran lodoquiste, así que yo tenía que andar muy cerca de los bajíos cada vez que iba o venía.

—Joder, no te pagamos para que pierdas el tiempo —gruñó, mascando un grueso cigarro.

Asentí, estiré la mano, le arranqué el cigarro encendido de entre los dientes y lo arrojé a cierta distancia del quiste. Teníamos suerte de que las burbujas no se hubieran encendido.

—Los patos huelen el humo —le dije, ignorando su expresión colérica y boquiabierta.

Me calcé el arnés y llevé el flotador hasta el marjal abierto, abriendo una senda con el pecho entre las algas rojas y anaranjadas que habían vuelto a cubrir la superficie desde mi último viaje.

M. Herrig acarició su costoso e inservible rifle energético y me fulminó con la mirada.

—Muchacho, cuida esa condenada bocaza o yo la cuidaré por ti —dijo.

Su poncho y su blusa de caza estaban entreabiertos y pude ver el destello de la doble cruz de oro de Pax que le colgaba del cuello y la cuña roja de un cruciforme real sobre el pecho. M. Herrig era un cristiano renacido.

No dije nada hasta que dejé su flotador a la izquierda de la caleta. Ahora estos cuatro expertos podían disparar hacia el lago sin temor a matarse entre sí.

—Cúbrase con la lona y mire por el agujero —dije, desatando la cuerda de mi arnés y sujetándola a una raíz de chalma.

M. Herrig gruñó pero dejó la lona de camuflaje plegada sobre las varillas del domo.

—No dispare hasta que haya sacado los señuelos —dije. Le indiqué las demás posiciones de tiro—. Y no dispare hacia la caleta. Yo estaré en el esquife.

M. Herrig no respondió.

Me encogí de hombros y regresé al esquife. Izzy estaba sentada donde yo le había ordenado, pero por sus músculos tensos y sus ojos relucientes noté que en espíritu brincaba como un cachorro.

Sin subirme al esquife, le acaricié el pescuezo.

—Tan sólo unos minutos, muchacha —susurré.

Liberada de su orden, corrió a proa mientras yo empezaba a arrastrar el esquife hacia la caleta.

Los radiantes espejines habían desaparecido, y las estrías de las lluvias de meteoritos se disipaban mientras la luz del alba se solidificaba en un fulgor lechoso. La sinfonía de ruidos de insectos y graznidos de anfisbandas a lo largo de los bajíos fue reemplazada por el gorjeo de los pájaros y el bufido ocasional de un agujín inflando su saco. En el este el cielo adquiría su color lapislázuli diurno.

Empujé el esquife hasta las frondas, le indiqué a Izzy que se quedara en la proa, saqué cuatro señuelos de abajo de los bancos. Había una delgada pátina de hielo en la orilla, pero el centro del marjal estaba despejado, y empecé a colocar los señuelos, activándolos a medida que los dejaba. El agua nunca me cubría por encima del pecho.

Acababa de regresar al esquife y de tenderme junto a Izzy, al amparo de las frondas, cuando llegaron los patos. Izzy los oyó primero. Se puso tiesa e irguió el hocico como si los oliera en el viento. Un segundo después llegó el susurro de las alas. Me incliné hacia delante y atisbé por el crujiente follaje.

En el centro del lago los señuelos nadaban y se alisaban las plumas. Uno de ellos arqueó el cuello y graznó mientras los patos reales se hacían visibles por encima de la arboleda del sur. Tres patos se apartaron de la bandada, extendieron las alas para frenar y descendieron hacia el marjal deslizándose por raíles invisibles.

Sentí la emoción que siempre siento en esos momentos; se me cierra la garganta y mi corazón palpita, se detiene un instante y luego me duele. Había pasado la mayor parte de mi vida en regiones remotas, observando la naturaleza, pero la contemplación de tanta belleza siempre tocaba algo tan profundo que no tenía palabras para ello. Junto a mí, Izzy seguía tiesa como una estatua de ébano. Estallaron los disparos. Los tres cazadores con escopetas dispararon de inmediato y siguieron disparando sin cesar. El rifle energético hendió el marjal con su rayo, la angosta asta de luz violeta claramente visible en la bruma de la mañana.

El primer pato debió de recibir dos o tres impactos al mismo tiempo: se partió en una explosión de plumas y vísceras. El segundo plegó las alas y cayó, despojado de su gracia y su belleza por los balazos. El tercero se deslizó a la derecha, se recobró justo encima del agua y aleteó tratando de elevarse. El haz energético lo persiguió, cortando hojas y ramas como una hoz silenciosa. Las escopetas rugieron de nuevo, pero el pato pareció prever adónde apuntarían. El ave descendió hacia el lago, se ladeó a la derecha y voló en línea recta hacia la caleta.

En línea recta hacia donde estábamos Izzy y yo.

El ave volaba a dos metros del agua. Batía las alas con ímpetu, consagrando todas sus fuerzas a la fuga, y comprendí que volaría bajo los árboles, atravesando la abertura de la ensenada. Aunque en su inusitada trayectoria el ave había pasado entre diversas posiciones de tiro, los cuatro hombres seguían disparando.

Usé la pierna derecha para alejar el esquife de las ramas que lo ocultaban.

—¡Alto el fuego! —grité con la voz perentoria que había adquirido durante mi breve carrera de sargento en la Guardia Interna. Dos de los hombres obedecieron. Una escopeta y el rifle energético siguieron disparando.

El pato ni se inmutó cuando pasó a un metro del esquife.

Izzy tiritó y abrió la boca sorprendida mientras el pato aleteaba a poca distancia. La escopeta no volvió a disparar, pero vi que el haz violeta hendía la bruma patinando hacia nosotros. Grité y arrastré a Izzy entre los bancos.

El pato escapó del túnel de ramas de chalma y batió las alas para elevarse. De repente el aire olió a ozono, y una recta línea de llamas cortó la popa del bote. Me aplasté contra el fondo del esquife, aferrando el collar de Izzy y acercándola a mí.

El rayo violeta pasó a un milímetro de dedos agarrotados y del collar de Izzy. Vi el breve destello de una mirada inquisitiva en los entusiastas ojos de Izzy, que intentó apoyarme la cabeza en el pecho como cuando era cachorra y pedía perdón. Con ese movimiento, la cabeza y el tramo de pescuezo que estaban encima del collar se desprendieron del cuerpo y cayeron por la borda con un chapoteo blando. Yo todavía le sostenía el collar, con su cuerpo encima de mí y sus patas delanteras temblando contra mi pecho. Un géiser de sangre me bañó desde las arterias del pescuezo cercenado, y rodé a un costado, apartando el cuerpo trémulo y decapitado de mi perra. Su sangre era tibia y sabía a cobre.

El haz energético atacó de nuevo, cortó una gruesa rama de chalma a un metro del esquife y se apagó como si nunca hubiera existido.

Me incorporé y miré a M. Herrig. El gordo estaba encendiendo un cigarro; tenía el rifle energético sobre las rodillas. El humo del cigarro se mezclaba con las volutas de niebla que aún ondeaban sobre el marjal.

Me metí en el agua. La sangre de Izzy todavía caracoleaba en torno de mí mientras me acercaba a M. Herrig.

Levantó el rifle y se lo apoyó en el pecho. Habló apretando el cigarro entre los dientes.

—Bien, ¿vas a buscar los patos que cacé o los dejarás flotar por ahí hasta que se pud…?

Aferré el poncho del gordo con la mano izquierda y lo tiré hacia delante. Él intentó alzar el rifle, pero yo lo cogí con la mano derecha y lo arrojé hacia el marjal. Herrig gritó algo, su cigarro cayó en el flotador, y yo lo arranqué del taburete y lo metí en el agua. Salió carraspeando y escupiendo algas. Le di un puñetazo en la boca. Sentí que la piel de los nudillos se me resquebrajaba mientras le partía varios dientes. Cayó hacia atrás, se golpeó la cabeza contra el armazón del flotador con un ruido hueco, se hundió de nuevo.

Esperé a que su gordo rostro emergiera como el vientre de un pescado muerto y volví a hundirlo, mirando las burbujas mientras él braceaba y agitaba en vano las manos fofas.

Los otros tres cazadores se pusieron a gritar desde sus puestos. No les presté atención.

Cuando Herrig bajó las manos y el chorro de burbujas se redujo a un hilillo, lo solté y retrocedí. Por un momento pensé que el gordo no saldría, pero emergió con un estallido y aferró el borde del flotador. Vomitó agua y algas. Le di la espalda y me volví hacia los demás.

—Es todo por hoy —dije—. Dadme vuestras armas. Vamos a regresar.

Abrieron la boca para protestar; me miraron a los ojos, vieron mi rostro manchado de sangre y me entregaron sus escopetas.

—Lleva a tu amigo —le dije al último hombre, Poneascu. Llevé las armas hasta el esquife, las descargué, guardé las escopetas en el compartimiento impermeable de la proa y llevé las cajas de municiones a popa. El cuerpo decapitado de Izzy ya había empezado a endurecerse cuando lo arrojé por la borda. El fondo del esquife estaba bañado en su sangre. Regresé a popa, guardé las municiones y me apoyé en la pértiga.

Los tres cazadores regresaron en sus flotadores, remando torpemente y arrastrando el flotador donde M. Herrig yacía despatarrado. El gordo aún colgaba de costado, el rostro pálido. Subieron al esquife y trataron de subir los flotadores.

—Dejadlos —dije—. Atadlos a esa raíz de chalma. Más tarde vendré a buscarlos.

Soltaron los flotadores y subieron a M. Herrig a bordo como si fuera un pez obeso. Sólo se oía el despertar de las aves e insectos del marjal y los continuos vómitos de Herrig. Cuando el gordo estuvo a bordo, los otros tres se sentaron y murmuraron. Emprendí el regreso hacia la plantación mientras el sol disipaba los últimos vapores que cubrían las oscuras aguas.

Y allí pudo haber terminado todo. Pero no fue así.

Yo preparaba el almuerzo en la primitiva cocina cuando Herrig salió de la barraca con un rechoncho lanzadardos militar. Esas armas eran ilegales en Hyperion; Pax no permitía que nadie las portara, excepto la Guardia.

Vi la cara blanca y alarmada de los otros tres cazadores mirando desde la puerta de la barraca mientras Herrig entraba en la cocina aureolado por una bruma de whisky.

El gordo no pudo resistir el impulso de darme un breve y melodramático discurso antes de matarme.

—Condenado y pagano hijo de perra… —empezó, pero no esperé para escuchar el resto. Me lancé hacia delante mientras él disparaba desde la cadera.

Seis mil dardos de acero destrozaron el horno, la olla donde yo estaba preparando el guisado, el fregadero, la ventana y los estantes y cacharros. Fragmentos de comida, plástico, porcelana y vidrio llovieron sobre mis piernas mientras yo me arrastraba bajo la mesa y aferraba las piernas de Herrig, que se había inclinado sobre la mesa para rociarme con una segunda andanada.

Cogí los tobillos del gordo y tiré. Cayó estrepitosamente de espaldas, sacudiendo una década de polvo de los tablones. Me encaramé a sus piernas, asestándole un rodillazo en la ingle, y le aferré la muñeca para arrebatarle el arma. Empuñaba la culata con fuerza; aún apoyaba el dedo en el gatillo. El cargador gimió mientras otro cartucho se instalaba en su sitio. Olí el aguardentoso aliento de Herrig mientras él me encañonaba con una sonrisa triunfal. Le pegué en la muñeca, obligándole a poner el arma bajo su papada. Nuestros ojos se encontraron un instante, hasta que su forcejeo le hizo halar el gatillo.

Enseñé a otro cazador a usar la radio de la sala, y un deslizador de Pax se posó en el prado al cabo de una hora. Sólo había una docena de deslizadores en funcionamiento en el continente, así que la vista del negro vehículo de Pax imponía respeto.

Me sujetaron las muñecas, me pegaron un pórtate-bien cortical en la sien y me llevaron al compartimiento de popa. Me quedé allí, sudando en la caliente caja, mientras forenses de Pax usaban pinzas diminutas para tratar de arrancar todas las esquirlas del cráneo y el tejido cerebral de M. Herrig del suelo y la pared. Una vez que interrogaron a los demás cazadores y hallaron todo lo que se podía hallar de M. Herrig, cargaron el cadáver a bordo mientras yo miraba por la percudida ventanilla de Perspex. Las hélices gimieron, los ventiladores arrojaron una bocanada de aire fresco cuando creí que ya no podría respirar, y el deslizador se elevó, sobrevoló la plantación y se dirigió a Puerto Romance.

Mi juicio se celebró seis días después. Rolman, Rushomin y Poneascu declararon que yo había insultado a M. Herrig en el viaje al marjal y allí lo había atacado. Destacaron que la perra había muerto en el jaleo que yo había provocado. De vuelta en la plantación, yo había empuñado ese lanzadardos ilegal y había amenazado con matarlos a todos. Herrig había intentado arrebatarme el arma. Yo le había disparado a quemarropa, despedazándole la cabeza.

Herrig fue el último en declarar. Conmocionado y pálido a tres días de su resurrección, vestido con traje oscuro y capa de negocios, confirmó con voz trémula el testimonio de los demás y describió mi brutal ataque. Mi defensor, designado por el tribunal, no lo interrogó. Siendo cristianos renacidos en buenos tratos con Pax, esos cuatro no tenían obligación de declarar bajo la influencia de la droga de la verdad o cualquier otra forma de verificación química o electrónica. Yo me ofrecí para someterme a la droga o al sondeo pleno, pero el fiscal alegó que esos artificios eran irrelevantes, y el juez aprobado por Pax dio su acuerdo. Mi defensor no presentó una protesta.

Fue un juicio sin jurado. El juez tardó menos de diez minutos en llegar a un veredicto. Yo era culpable y fui sentenciado a ser ejecutado con una vara de muerte.

Solicité que la ejecución se demorase hasta que pudiese avisar a mi tía y mis primos del norte de Aquila para que me visitaran por última vez. Mi solicitud fue denegada. La hora de la ejecución se fijó para la madrugada del día siguiente.