Estás leyendo esto por razones equivocadas.
Si estás leyendo para averiguar cómo es hacer el amor con una mesías —nuestra mesías—, no continúes, porque no eres más que un mirón.
Si estás leyendo porque admiras los Cantos del viejo poeta y sientes curiosidad por saber qué pasó luego en la vida de los peregrinos de Hyperion, quedarás defraudado. No sé qué sucedió con la mayor parte de ellos. Vivieron y murieron casi tres siglos antes de que yo naciera.
Si estás leyendo porque deseas comprender mejor el mensaje de La Que Enseña, también puedes quedar defraudado. Confieso que ella me interesaba más como mujer que como maestra o mesías.
Por último, si estás leyendo para descubrir el destino de ella o aun el mío, te has equivocado de documento. Aunque los destinos parecen tan ciertos, yo no estaba con ella cuando alcanzó el suyo, y el mío aguarda su acto final mientras escribo estas palabras.
Me sorprendería que hubiera alguien leyendo esto, pero no sería la primera vez en mi vida que me llevo semejante sorpresa. Los últimos años han sido una sucesión de improbabilidades, cada cual más maravillosa y aparentemente más inevitable que la anterior. Escribo esto para compartir esos recuerdos. Tal vez ni siquiera para compartirlos, pues sé que es muy probable que nadie encuentre el documento que estoy creando, sino tan sólo escribo para aclarar los sucesos de tal manera que pueda estructurarlos en mi mente.
«¿Cómo sé lo que pienso hasta no ver lo que digo?», escribió un autor anterior a la Hégira. Precisamente. Debo ver estas cosas para saber qué pienso de ellas. Debo ver los sucesos en tinta y las emociones en letras de molde para creer que realmente me sucedieron y me afectaron.
Si estás leyendo esto por la misma razón por la que yo estoy escribiendo, para imponer algún orden al caos de los últimos años, para estructurar esa serie de sucesos aleatorios que han regido nuestras vidas durante las últimas décadas estándar, entonces quizás estés leyendo por la razón correcta, a pesar de todo.
¿Dónde empezar? Una sentencia de muerte, tal vez. ¿Pero cuál? ¿La de ella o la mía? Y si es la mía, ¿cuál de ellas? Hay varias para escoger. Tal vez la adecuada sea ésta, la definitiva.
Escribo esto en una caja de gato de Schrödinger, en órbita de Armaghast, un mundo en cuarentena. La caja no es una caja, sino un ovoide liso de seis metros por tres. Será mi mundo hasta el final de mi vida. El interior de mi mundo es una celda austera que consiste en una caja negra que recicla el aire y los desperdicios, mi litera, el sintetizador de alimentos, un estrecho mostrador que me sirve de mesa y escritorio y un inodoro, fregadero y ducha, situados detrás de un tabique de fibroplástico por razones de decoro que se me escapan. Aquí nadie me visitará nunca. La intimidad parece una broma hueca.
Tengo una pizarra de texto y una pluma. Al terminar cada página, la transfiero a un micropergamino generado por el reciclador. Día a día, el lento amontonamiento de estas páginas delgadas como hostias es el único cambio visible en mi entorno.
El recipiente de gas venenoso no está a la vista. Está situado en el casco estático-dinámico de la caja, conectado con el filtro de aire de tal modo que todo intento de tocarlo, al igual que todo intento de romper el casco, haría escapar el cianuro. El detector de radiación, su temporizador y el elemento isotópico también están fusionados con la energía congelada del casco. No sé cuándo el temporizador aleatorio activa el detector. No sé cuándo el mismo elemento aleatorio abre el escudo de plomo del diminuto isótopo. No sé cuándo el isótopo arroja una partícula.
Pero sabré que el detector está activado en el instante en que el isótopo arroje una partícula. Oleré ese aroma de almendras amargas un par de segundos antes de que el gas me mate.
Espero que sólo sean un par de segundos.
Técnicamente, según el antiguo enigma de la física cuántica, ahora no estoy muerto ni vivo. Estoy en ese estado de suspensión consistente en ondas de probabilidad superpuestas y antaño reservado para el gato del experimento mental de Schrödinger. Como el casco de la caja es prácticamente una energía preparada para estallar a la menor intrusión, nadie mirará dentro para ver si estoy muerto o vivo. Teóricamente, nadie es directamente responsable de mi ejecución, dado que las inmutables leyes de la teoría cuántica me indultan o condenan a cada microsegundo. No hay observadores.
Pero yo soy un observador. Estoy esperando el colapso de las ondas de probabilidad con algo más que un mero interés distante. En el instante en que oiga el siseo del gas de cianuro, antes de que llegue a mis pulmones, mi corazón y mi cerebro, sabré qué camino ha escogido el universo para ordenarse.
Al menos, lo sabré en lo que a mí concierne. En definitiva, es el único aspecto de la resolución del universo que nos concierne a la mayoría.
En el ínterin duermo, como, elimino desechos, respiro y sigo el ritual cotidiano de lo olvidable. Lo cual es irónico, pues en este momento vivo —siempre que «vivir» sea la expresión correcta— sólo para recordar. Y para escribir lo que recuerdo.
Si estás leyendo esto, sin duda lo haces por razones equivocadas. Pero, como sucede con tantas cosas en la vida, la razón para hacer algo no es lo importante. Lo que permanece es el hecho de hacerlo. Al fin y al cabo, lo único importante es el dato incuestionable de que yo he escrito esto y tú lo estás leyendo.
¿Dónde comenzar? ¿Con ella? Ella es la que te interesa y es la única persona de mi vida a quien deseo recordar por encima de todo y de todos. Pero quizá debería comenzar por los sucesos que me condujeron a ella y luego aquí, recorriendo gran parte de esta galaxia y mucho más.
Creo que empezaré por el principio, por mi primera sentencia de muerte.