«¿Dónde está? ¿Qué le están haciendo?».
—¡Prim! —grito, pero solo me responde otro chillido de terrible dolor.
«¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Por qué es parte de los Juegos?».
—¡Prim!
Las plantas me cortan la cara y los brazos, las enredaderas me agarran los pies, pero me estoy acercando a ella, mucho, estoy muy cerca. El sudor me baja por la cara y hace que me piquen las heridas en proceso de curación del ácido. Jadeo, intentando hacer uso del aire caliente y húmedo que parece no tener oxígeno. Prim deja escapar un sonido, un sonido tan perdido e irrecuperable, que ni siquiera logro imaginarme qué le habrán hecho para provocarlo.
—¡Prim!
Me abro paso a través de una pared de vegetación, entro en un pequeño claro y el sonido se repite justo encima de mí. ¿Encima de mí? Vuelvo la cabeza a toda prisa. ¿Es que la tienen en los árboles? Busco desesperadamente entre las ramas, sin éxito.
—¿Prim? —pregunto, en tono de súplica. La oigo, pero no la veo. Su siguiente gemido suena alto y claro como una campana, y no cabe duda de cuál es la fuente: sale de la boca de un pajarito de cresta negra colocado sobre una rama a unos tres metros de altura. Entonces lo comprendo.
Es un charlajo.
Es la primera vez que los veo, creía que ya no existían; me apoyo en el tronco del árbol, apretándome las punzadas del costado, y lo examino durante un momento. La mutación, el predecesor, el padre. Me hago una imagen mental del sinsonte, la fusiono con el charlajo y sí, ya entiendo cómo se aparearon para producir a mi sinsajo. En este pájaro no hay nada que lo delate como mutación, nada salvo la horrible imitación de la voz de Prim que sale de su boca. Lo silencio con una flecha en el cuello. El pájaro cae a tierra, le saco la flecha y le retuerzo el cuello para asegurarme. Después lanzo la asquerosa criatura a la jungla. Ni con todo el hambre del mundo sentiría la tentación de comérmelo.
«No era real —me digo—. Igual que los lobos mutados del año pasado no eran en realidad los tributos muertos. No es más que un truco sádico de los Vigilantes».
Finnick entra en el claro a toda prisa y me encuentra limpiando la flecha con musgo.
—¿Katniss?
—No pasa nada, estoy bien —respondo, aunque no me siento nada bien—. Me pareció oír a mi hermana, pero… —El penetrante chillido me corta en seco. Es otra voz, no la de Prim, quizá la de una mujer joven a la que no reconozco. Sin embargo, el efecto en Finnick es inmediato: pierde el color del rostro y veo, literalmente, cómo se le dilatan las pupilas de miedo—. ¡Finnick, espera! —exclamo, intentando llegar a él para calmarlo, pero ya ha salido disparado en persecución de la víctima, tan a ciegas como yo buscaba a Prim—. ¡Finnick! —grito, aunque sé que no se volverá para esperar una explicación racional. No puedo hacer más que seguirlo.
No me resulta difícil localizarlo, a pesar de que se mueve deprisa, porque deja un sendero claro y aplastado tras él. Sin embargo, el pájaro está al menos a medio kilómetro, casi todo cuesta arriba, y cuando llego hasta él estoy sin aliento. Él da vueltas alrededor de un árbol gigantesco, con un tronco de casi metro y medio de diámetro, y las ramas no empiezan hasta llegar a una altura de seis metros. El chillido de la mujer surge de algún punto entre el follaje, pero el charlajo está escondido. Finnick también grita una y otra vez:
—¡Annie! ¡Annie!
Está en pleno ataque de pánico y no hay forma de acercarse a él, así que hago lo que haría de todos modos: trepo por el árbol de al lado, localizo al charlajo y lo derribo con una flecha. Él lo levanta del suelo y, poco a poco, une los puntos, aunque, cuando llego abajo, me mira con más desesperación que nunca.
—No pasa nada, Finnick, no es más que un charlajo. Están jugando con nosotros —le digo—. No es real, no es tu… Annie.
—No, no es Annie, pero la voz era suya. Los charlajos imitan lo que oyen. ¿De dónde han sacado esos gritos, Katniss?
Noto que mis mejillas también palidecen al entender lo que me está diciendo.
—Oh, Finnick, ¿no creerás…?
—Sí, lo creo, eso es justo lo que creo.
Veo una imagen de Prim en una sala blanca, atada con correas a una mesa, mientras unas figuras enmascaradas con bata le sacan esos sonidos. En algún lugar la están torturando, o la han torturado, para que grite así. Se me doblan las rodillas y me dejo caer en el suelo. Finnick intenta decirme algo, pero no lo oigo, lo que sí oigo al fin es a otro pájaro que empieza a cantar a mi izquierda. Y, esta vez, la voz es de Gale.
Finnick me agarra del brazo antes de que pueda echar a correr.
—No, no es él. —Tira de mí colina abajo, hacia la playa—. ¡Vamos a salir de aquí ahora mismo! —Pero la voz de Gale destila tanto dolor que forcejeo con mi compañero para evitarlo—. ¡No es él, Katniss! ¡Es un muto! —me grita Finnick—. ¡Vamos! —Tira de mí, medio arrastrándome, medio llevándome a cuestas, hasta que logro procesar que no puedo ayudar a Gale persiguiéndolo. Sin embargo, eso no cambia el hecho de que se trata de la voz de Gale y de que, en alguna parte, en algún momento, alguien ha hecho que grite de esa manera.
En cualquier caso, dejo de luchar con Finnick y, como la noche de la niebla, huyo de lo que no es posible vencer, de lo que solo puede hacerme daño, solo que esta vez es mi corazón y no mi cuerpo lo que se desintegra. Debe de ser otra arma del reloj, supongo que las cuatro en punto. Cuando las manecillas llegan a las cuatro, los monos se van a casa y los charlajos salen a jugar. Finnick está en lo cierto: salir de aquí es lo único que podemos hacer, aunque Haymitch no podrá enviarnos ningún paracaídas que nos ayude a recuperarnos de las heridas que nos han infligido los pájaros.
Veo a Peeta y Johanna al límite de la jungla, y siento una mezcla de alivio y rabia. ¿Por qué no ha venido Peeta a ayudarme? ¿Por qué no ha ido nadie a por nosotros? Incluso ahora se queda donde está, con las manos levantadas y las palmas hacia nosotros; mueve los labios, pero no oímos nada. ¿Por qué?
La pared es tan transparente que Finnick y yo nos damos de golpe contra ella, rebotamos y caemos al suelo. Yo tengo suerte, porque el hombro se ha llevado lo peor del impacto, mientras que Finnick se ha dado de bruces y le sangra la nariz. Por eso ni Peeta, ni Johanna, ni tan siquiera Beetee (al que veo sacudir con tristeza la cabeza detrás de ellos) han intentando ir en nuestra ayuda. Una barrera invisible bloquea la zona que tenemos delante. No se trata de un campo de fuerza, porque se puede tocar la superficie dura y lisa sin problemas, pero ni el cuchillo de Peeta, ni el hacha de Johanna pueden perforarla. Con tan solo echar un ligero vistazo a un lado, sé que rodea toda la zona de las cuatro a las cinco, que estaremos atrapados como ratas hasta que pase la hora.
Peeta aprieta la mano contra la superficie y yo pongo la mía al otro lado, como si pudiera sentirlo a través de la pared. Veo que mueve los labios, aunque no lo oigo, no oigo nada que ocurra fuera de la zona. Intento averiguar lo que dice, pero no me concentro, así que me quedo mirándole la cara, haciendo todo lo posible por conservar la cordura.
Entonces empiezan a llegar los pájaros, uno a uno, y se colocan en las ramas que nos rodean. Un coro de horrores cuidadosamente orquestado sale de sus picos. Finnick se rinde en seguida, se hace un ovillo en el suelo y se aprieta las orejas con las manos, como si intentara aplastarse el cráneo. Yo intento resistir durante un rato. Vacío el carcaj de flechas disparando a los odiosos pájaros, pero, cada vez que uno cae muerto, otro ocupa rápidamente su lugar. Al final me rindo y me acurruco al lado de Finnick, intentando bloquear los atroces sonidos de Prim, Gale, mi madre, Madge, Rory, Vick, e incluso Posy, la pequeña e indefensa Posy…
Sé que ha parado cuando noto las manos de Peeta sobre mí, y creo que me levantan del suelo y me sacan de la jungla, aunque mantengo los ojos bien cerrados, las manos en las orejas, los músculos demasiado rígidos para bajarlas. Peeta me abraza en su regazo, me tranquiliza, me mece con dulzura. Tardo bastante en empezar a relajar la tenaza de hierro que me comprime y, cuando lo hago, llegan los temblores.
—No pasa nada, Katniss —me susurra.
—Tú no los has oído.
—Oí a Prim, al principio, pero no era ella, era un charlajo.
—Era ella, en alguna parte. El charlajo lo grabó.
—No, eso es lo que quieren que pienses. Igual que yo me pregunté si los ojos de Glimmer estarían en aquel muto del año pasado. Pero no eran los ojos de Glimmer, y no era la voz de Prim. O, si lo era, la sacaron de una entrevista o algo así y distorsionaron el sonido. Hicieron que dijese lo que decía.
—No, la estaban torturando —respondo—. Seguro que está muerta.
—Katniss, Prim no está muerta, ¿cómo iban a matarla? Casi hemos llegado a los ocho finalistas y ¿qué pasa entonces?
—Mueren siete más —respondo, hundida.
—No, en casa. ¿Qué pasa cuando llegan a los últimos ocho tributos de los Juegos? —Me levanta la barbilla para que lo mire, me obliga a mirarlo a los ojos—. ¿Qué pasa? ¿Cuando llegan a los ocho finalistas?
Sé que intenta ayudarme, así que me fuerzo a pensar.
—¿A los ocho finalistas? —repito—. Entrevistan a tu familia y tus amigos.
—Eso es. Entrevistan a tu familia y tus amigos. ¿Y pueden hacer eso si los han matado a todos?
—¿No? —pregunto, no muy convencida.
—No. Por eso sabemos que Prim sigue viva. Será la primera que entrevisten, ¿no?
Deseo creerlo, lo deseo de corazón, sin embargo… esas voces…
—Primero Prim, después tu madre, tu primo Gale, Madge —sigue diciendo él—. Era un truco, Katniss, un truco horrible, pero solo puede hacernos daño a nosotros. Nosotros estamos en los Juegos, no ellos.
—¿Lo crees de verdad?
—De verdad —responde Peeta. Dudo, pensando en que Peeta puede hacerte creer cualquier cosa. Miro a Finnick para que me lo confirme y veo que está concentrado en Peeta, en sus palabras.
—¿Tú te lo crees, Finnick? —le pregunto.
—Podría ser, no lo sé —responde—. ¿Podrían hacer eso, Beetee? ¿Grabar la voz normal de alguien y convertirla en…?
—Oh, sí, ni siquiera es difícil, Finnick. Nuestros niños aprenden una técnica similar en el colegio.
—Claro que Peeta tiene razón. Todo el país adora a la hermana pequeña de Katniss. Si de verdad la hubiesen matado así, probablemente se encontrarían con un levantamiento entre manos —afirma Johanna, sin más—. Y eso no les gustaría, ¿verdad? —Echa la cabeza atrás y grita—: ¡¿Que se rebele todo el país?! ¡No les gustaría nada!
Abro la boca, conmocionada. Nadie ha dicho nunca nada parecido en los Juegos. Sin duda habrán cortado a Johanna, lo editarán, pero yo sí la he oído y nunca más volveré a pensar en ella de la misma forma. Aunque no ganaría ningún premio a la amabilidad, está claro que tiene agallas. O que está loca. Se dirige a la jungla llevándose algunas caracolas.
—Voy a por agua —dice.
No puedo evitar agarrarla de la mano cuando pasa a mi lado.
—No entres ahí, los pájaros… —Recuerdo que los pájaros ya se habrán ido, pero sigo sin querer que entre nadie, ni siquiera ella.
—No pueden hacerme daño, no soy como vosotros. A mí no me queda nadie —responde Johanna, y se sacude mi mano con impaciencia. Cuando me trae una caracola llena de agua, la acepto en silencio, asintiendo con la cabeza, porque sé lo mucho que odiaría percibir lástima en mi voz.
Mientras ella va a por agua y busca las flechas, Beetee juguetea con su cable y Finnick se mete en el mar. Aunque yo también necesito limpiarme, me quedo entre los brazos de Peeta, todavía demasiado alterada para moverme.
—¿A quién usaron contra Finnick? —me pregunta.
—A alguien llamada Annie.
—Debe de ser Annie Cresta.
—¿Quién?
—Annie Cresta. Mags se presentó voluntaria para evitar que viniese. Ganó hace unos cinco años.
Debió de ser el verano después de la muerte de mi padre, cuando empecé a alimentar a mi familia, cuando estaba completamente absorta en la misión de luchar contra el hambre.
—No recuerdo mucho esos Juegos —comento—. ¿Fue el año del terremoto?
—Sí, Annie es la que se volvió loca cuando le cortaron la cabeza a su compañero de distrito. Huyó sola y se escondió. Sin embargo, un terremoto rompió una presa y casi toda la arena se inundó. Ganó porque era la mejor nadadora.
—¿Mejoró después? Su cabeza, me refiero.
—No lo sé. No recuerdo haberla visto de nuevo en los Juegos, pero no parecía muy estable durante la cosecha de este año.
«Así que ése es el amor de Finnick —pienso—. No su larga serie de ricos amantes del Capitolio, sino una pobre chica loca de su distrito».
Un cañonazo nos hace reunirnos a todos en la playa. Un aerodeslizador aparece en lo que calculamos será la zona de las seis a las siete, y vemos cómo baja la pinza cinco veces para llevarse los pedazos de un solo cadáver descuartizado. Es imposible saber de quién se trata. Pase lo que pase a las seis, prefiero no averiguarlo nunca.
Peeta saca un nuevo mapa en una hoja y añade «CJ» para representar a los charlajos de la sección de cuatro a cinco, y escribe simplemente «bestia» para la sección en la que hemos visto cómo se llevaban a un tributo hecho pedazos. Ahora ya sabemos qué hay en siete de las horas y, si algo bueno hemos sacado del ataque de los charlajos, es que sabemos dónde estamos en el reloj.
Finnick teje otra cesta de agua más y una red para pescar. Yo nado un poco y me echo más pomada en la piel. Después me siento en la orilla y limpio los peces que Finnick captura, mientras observo cómo el sol se esconde en el horizonte. La brillante luna empieza a salir y sume la arena en un extraño crepúsculo. Estamos a punto de prepararnos para nuestra cena de pescado crudo cuando empieza el himno y, después, las caras…
Cashmere, Gloss, Wiress, Mags. La mujer del distrito 5. La adicta que dio la vida por Peeta. Blight. El hombre del Distrito 10.
Ocho muertos, más los ocho de la primera noche. Dos tercios de nosotros muertos en un día y medio. Debe de ser un récord.
—Nos están machacando —comenta Johanna.
—¿Quién queda, además de nosotros cinco y el Distrito 2? —pregunta Finnick.
—Chaff —responde Peeta, sin pararse a pensarlo. Puede que haya estado pendiente de él por Haymitch.
En ese momento cae un paracaídas con una pila de bollitos cuadrados individuales.
—Son de tu distrito, ¿no, Beetee? —le pregunta Peeta.
—Sí, del Distrito 3. ¿Cuántos hay?
Finnick los cuenta y les da vueltas en las manos antes de colocarlos bien ordenados. No sé qué le pasa a Finnick con el pan, pero parece obsesionado con tocarlo.
—Veinticuatro —anuncia.
—Entonces, ¿dos docenas exactas? —pregunta Beetee.
—Veinticuatro justos. ¿Cómo los dividimos?
—Podemos quedarnos tres cada uno, y los que queden vivos a la hora del desayuno ya decidirán sobre el resto —responde Johanna. No sé por qué, pero el comentario me hace reír un poco, supongo que porque es cierto. Al hacerlo, ella me lanza una mirada de aprobación. No, no de aprobación, aunque sí que parece algo satisfecha.
Esperamos hasta que la ola gigante inunda la sección de las diez a las once, dejamos que el agua retroceda y nos vamos a acampar a esa playa. En teoría tenemos doce horas completas a salvo de la jungla. Se oyen unos chasquidos muy desagradables en la cuña de las once a las doce, seguramente de algún horrible tipo de insecto. Sin embargo, la criatura que produce el sonido se queda dentro de los confines de la jungla, y nosotros nos mantenemos apartados de esa zona de la playa, por si están al acecho de un pie descuidado para lanzarse sobre nosotros.
No sé cómo Johanna sigue en pie, porque solo habrá dormido como una hora desde que empezaron los Juegos. Peeta y yo nos ofrecemos voluntarios para la primera guardia, ya que somos los que hemos descansado más, además de porque queremos pasar un tiempo solos. Los otros se duermen de inmediato, aunque Finnick no deja de moverse en sueños; de vez en cuando lo oigo murmurar el nombre de Annie.
Nos sentamos en la arena húmeda, de espaldas, y apoyo mi hombro y mi cadera derechos en los suyos. Vigilo el agua mientras él vigila la jungla, lo que me viene estupendamente; todavía me persiguen las voces de los charlajos y, por desgracia, los ruidos de los insectos no consiguen ahogarlas. Al cabo de un rato apoyo la cabeza en su hombro y noto que me acaricia el pelo.
—Katniss —me dice en voz baja—, no tiene sentido seguir fingiendo que no sabemos lo que pretende el otro.
No, supongo que no lo tiene, pero tampoco resulta divertido hablarlo, al menos para nosotros. Los telespectadores del Capitolio estarán pegados a sus pantallas para no perderse ni una triste palabra.
—No sé qué trato habrás hecho con Haymitch —añade—, pero deberías saber que también a mí me hizo algunas promesas.
Claro, eso también lo sabía: le dijo a Peeta que me mantendrían con vida, para que él no sospechara.
—Así que podemos afirmar que mentía a uno de los dos —concluye.
Eso logra captar mi atención: un trato doble, una promesa doble, y solo Haymitch sabe cuál es la real. Levanto la cabeza y miro a Peeta a los ojos.
—¿Por qué me lo cuentas ahora?
—Porque no quiero que olvides lo distintas que son nuestras circunstancias. Si mueres y yo vivo, no quedará nada para mí en el Distrito 12. Tú lo eres todo para mí —me dice—. Nunca volvería a ser feliz. —Empiezo a protestar y él me pone un dedo en los labios—. Para ti es diferente. No digo que no sea duro, pero hay otras personas que harán que tu vida merezca la pena.
Se saca la cadena con el disco dorado que lleva colgada del cuello y la sostiene bajo la luz de la luna, para que vea con claridad el sinsajo. Después pasa el pulgar por un cierre que no había notado antes y el disco se abre. No es sólido, como yo pensaba, sino un medallón, y dentro hay fotos. A la derecha están mi madre y Prim riéndose, y, a la izquierda, Gale. Y sonríe de verdad.
No hay nada en el mundo que pueda vencerme tan deprisa en estos momentos que esas tres caras. Después de lo que he oído esta tarde… es el arma perfecta.
—Tu familia te necesita, Katniss —dice Peeta.
Mi familia. Mi madre, mi hermana y mi falso primo Gale. Sin embargo, la intención de Peeta está clara: que Gale es realmente mi familia, o que lo será algún día, si vivo; que me casaré con él. Así que Peeta me entrega su vida y a Gale a la vez, para hacerme saber que no debo dudar nunca al respecto. Todo. Eso es lo que Peeta quiere que le quite.
Espero a que mencione el bebé, a que interprete para las cámaras, pero no lo hace, y por eso sé que nada de lo que ha dicho es parte de los Juegos, que me dice la verdad sobre lo que siente.
—En realidad, a mí no me necesita nadie —afirma, aunque sin compadecerse. Es cierto que su familia no lo necesita. Llorarán por él, igual que unos cuantos amigos, y después seguirán adelante. Incluso Haymitch, con la ayuda de un buen montón de licor blanco, seguirá adelante. Me doy cuenta de que solo una persona quedará herida sin remedio si Peeta muere: yo.
—Yo —respondo—, yo te necesito. —Él parece enfadado y respira hondo, como si fuese a empezar un largo discurso, y eso no está bien, no está nada bien, porque empezará a hablar sobre Prim, mi madre y todo lo demás, y me confundirá. Así que, antes de que pueda hablar, lo silencio con un beso.
Vuelvo a sentir lo mismo, lo que solo había sentido en una ocasión, en la cueva, el año pasado, cuando intentaba que Haymitch nos enviase comida. He besado a Peeta unas mil veces, tanto en los Juegos como después, pero solo hubo un beso que despertase un cosquilleo en mi interior, solo un beso que me hiciera desear más. Sin embargo, la herida de la cabeza empezó a sangrar y él me obligó a tumbarme.
Esta vez no hay nada que nos interrumpa, salvo nosotros mismos. Y, después de unos cuantos intentos, Peeta se rinde y deja de hablar. La sensación de mi interior se hace más cálida, surge de mi pecho y se extiende por todo el cuerpo, por brazos y piernas hasta llegar a las puntas de los dedos. En vez de satisfacerme, los besos tienen un efecto contrario, aumentan la necesidad. Creía que era una experta en hambre, pero se trata de hambre completamente distinto.
Lo que nos devuelve a la realidad es el primer rayo de la tormenta eléctrica (el rayo que golpea el árbol a medianoche). También despierta a Finnick, que se sienta con un grito. Veo que ha metido los dedos en la arena, como si quisiera asegurarse de que la pesadilla no era real.
—No puedo seguir durmiendo —dice—. Uno de los dos debe descansar. —Entonces parece darse cuenta de nuestras expresiones, de que estamos abrazados—. O los dos. Puedo vigilar solo.
Pero Peeta no le deja.
—Es demasiado peligroso —afirma—. No estoy cansado. Acuéstate tú, Katniss.
No pongo pegas porque necesito dormir si quiero lograr mantenerlo con vida. Dejo que me guíe hasta donde están los demás; me cuelga la cadena con el medallón y pone la mano en el punto donde debería estar nuestro bebé.
—Vas a ser una gran madre, ¿sabes? —me dice. Después me da un último beso y vuelve con Finnick.
Su referencia al bebé me indica que se ha acabado el recreo, que estamos de nuevo en los Juegos. Que sabe que la audiencia se estará preguntando por qué no ha utilizado el argumento más persuasivo de su arsenal. Hay que manipular a los patrocinadores.
Aun así, mientras me estiro sobre la arena, me pregunto: ¿podría ser algo más? ¿Un recordatorio de que algún día podré tener hijos con Gale? Bueno, si es eso, ha sido un error. Primero, porque los niños nunca han formado parte de mi plan. Y segundo, porque, si solo uno de los dos puede ser padre, está muy claro que debería ser Peeta.
Empiezo a dormirme e intento imaginarme ese mundo, en algún momento del futuro, sin Juegos, ni Capitolio. Un lugar como el prado de la canción que le canté a Rue mientras moría. Un lugar donde el hijo de Peeta esté a salvo.