—Damas y caballeros, ¡que empiecen los Septuagésimo Quintos Juegos del Hambre!

La voz de Claudius Templesmith, el presentador de los Juegos del Hambre, me retumba en los oídos. Tengo menos de un minuto para recuperarme, después sonará el gong y los tributos podrán salir como quieran de sus plataformas metálicas. Pero ¿para ir adónde?

No pienso con claridad, porque la imagen de Cinna golpeado y ensangrentado me consume. ¿Dónde estará ahora? ¿Qué le estarán haciendo? ¿Lo torturarán? ¿Lo matarán? ¿Lo convertirán en un avox? Está claro que el ataque se preparó para desestabilizarme, igual que la presencia de Darius en mis alojamientos. Y lo han conseguido. Lo único que deseo es dejarme caer sobre la placa metálica, pero no puedo hacer eso después de lo que acabo de presenciar. Debo ser fuerte, se lo debo a Cinna, que lo ha arriesgado todo al desautorizar al presidente Snow y convertir mi vestido de novia en un plumaje de sinsajo. También se lo debo a los rebeldes que, envalentonados por el ejemplo de Cinna, quizá estén luchando para derribar al Capitolio en estos momentos. Mi último acto de rebelión será negarme a jugar según las reglas del Capitolio, así que aprieto los dientes y me preparo para la partida.

«¿Dónde estás?». Todavía no entiendo el paisaje que me rodea. «¿¡Dónde estás!?», me exijo y, poco a poco, vuelvo a centrarme: agua azul, cielo rosa, sol ardiente calentándolo todo. Vale, ahí está la Cornucopia, el reluciente cuerno de metal dorado, a unos cuarenta metros. Al principio me parece que está sobre una isla circular, pero, al examinarlo mejor, veo las delgadas tiras de tierra firme que salen del círculo como los rayos de una rueda. Creo que son de diez a doce, y parecen equidistantes entre sí. Entre los rayos, todo es agua, agua y un par de tributos.

Eso es, entonces: hay doce rayos, cada uno con dos tributos entre ellos, sobre sus plataformas de metal. El otro tributo de mi cuña flotante es el viejo Woof, del Distrito 8. Está tan lejos de mí, hacia la derecha, como la franja de tierra de mi izquierda. Más allá del agua, dondequiera que mire, veo una playa estrecha y después densa vegetación. Examino el círculo de tributos en busca de Peeta, pero la Cornucopia debe de tapármelo.

Me llevo a la nariz un poco de agua y la huelo. Después me meto la punta del dedo mojado en la boca: como sospechaba, es agua salada, como las olas que Peeta y yo nos encontramos en nuestra breve gira por la playa del Distrito 4. Sin embargo, al menos parece limpia.

No hay barcas, ni cuerdas, ni siquiera trozos de madera flotante a los que agarrarse. No, solo hay una forma de llegar a la Cornucopia. Cuando suena el gong, me tiro al agua de mi izquierda sin vacilar. Pese a que no estoy acostumbrada a nadar distancias tan largas y que hacerlo sobre las olas requiere más habilidad que en el tranquilo lago de casa, curiosamente, mi cuerpo me resulta muy ligero, así que recorro el agua sin esfuerzo. Quizá sea la sal. Me pongo en pie, chorreando, en la franja de tierra y corro por la arena hacia la Cornucopia. No veo que nadie más salga por mi lado, aunque el cuerno de oro me tapa buena parte de la vista. En cualquier caso, no dejo que la posibilidad de la presencia de enemigos me frene. Ahora pienso como una profesional, y lo primero que quiero es encontrar un arma.

El año pasado, los suministros estaban esparcidos alrededor de la Cornucopia, a bastante distancia incluso, y los más valiosos eran los más cercanos al cuerno. Sin embargo, este año el botín parece acumulado en la entrada, que mide unos seis metros de alto. Localizo rápidamente un arco dorado a mi alcance y tiro de él.

Tengo a alguien detrás. No sé qué me pone en alerta, si un suave movimiento de la arena o un cambio en las corrientes de aire, pero saco una flecha del carcaj que sigue encajado en la pila y armo el arco mientras me vuelvo.

Finnick, reluciente y espléndido, está a pocos metros de mí, con un tridente dispuesto para el ataque; en la otra mano lleva una red. Sonríe un poco, aunque los músculos de su torso están rígidos, a la espera.

—Tú también sabes nadar —me dice—. ¿Cómo has aprendido en el Distrito 12?

—Tenemos una bañera muy grande.

—Ya te digo. ¿Te gusta la arena?

—No especialmente, pero supongo que a ti sí. Imagino que la habrán construido en tu honor —añado, con algo de rencor. Da toda la impresión, con tanta agua, cuando seguro que solo un puñado de los vencedores sabe nadar. Y en el Centro de Entrenamiento no había piscina, no tenían ninguna oportunidad de aprender. Quien no supiera nadar de antes tendrá que aprender deprisa. Hasta la participación en el baño de sangre inicial depende de ser capaz de cubrir unos veinte metros de agua. Eso le da al Distrito 4 una ventaja enorme.

Durante un momento nos quedamos paralizados, midiendo nuestras armas, nuestras habilidades. Entonces, Finnick sonríe de oreja a oreja.

—Qué suerte que seamos aliados, ¿no?

Percibo una trampa y estoy a punto de disparar la flecha, con la esperanza de que le dé en el corazón antes de que me atraviese con el tridente, pero él mueve la mano y una cosa que lleva en su muñeca refleja la luz del sol: una pulsera de oro macizo con un diseño de llamas, la misma que recuerdo haber visto en la muñeca de Haymitch la mañana en que empecé el entrenamiento. Medito por un momento que Finnick puede haberla robado para engañarme, aunque, de algún modo, sé que no es así, que Haymitch se la ha dado. Es una señal para mí, bueno, una orden, en realidad: que confíe en Finnick.

Oigo otros pasos acercándose, debo decidir de inmediato.

—¡Vale! —exclamo, porque, aunque Haymitch sea mi mentor e intente mantenerme viva, esto me pone furiosa. ¿Por qué no me dijo antes que había hecho este acuerdo? Seguramente porque Peeta y yo habíamos descartado los aliados. Ahora nuestro mentor ha elegido uno por su cuenta.

—¡Agáchate! —me ordena Finnick con una voz tan potente, tan distinta de su seductor ronroneo de siempre, que lo hago. Su tridente sale disparado sobre mi cabeza y oigo un sonido asqueroso cuando da en su objetivo; el hombre del Distrito 5, el borracho que vomitó en el suelo del entrenamiento de espada, cae de rodillas mientras Finnick libera el tridente con el que le ha dado en el pecho.

—No confíes en el 1 y el 2 —me dice.

No tengo tiempo para cuestionarlo, me limito a sacar el carcaj de flechas.

—¿Un lado para cada uno? —propongo; él asiente, y yo rodeo la pila a toda velocidad. A unos cuatro rayos de distancia, Enobaria y Gloss están llegando a tierra. O son unos nadadores muy lentos o pensaban que el agua estaría repleta de otros peligros, cosa que es muy posible. A veces no es bueno tener en cuenta demasiadas opciones. Sin embargo, ahora que están en tierra, llegarán aquí en cuestión de segundos.

—¿Algo útil? —oigo gritar a Finnick.

Examino rápidamente mi lado de la pila y encuentro mazas, espadas, arcos y flechas, tridentes, cuchillos, lanzas, hachas, objetos metálicos cuyo nombre desconozco… y ya está.

—¡Armas! —respondo—. ¡Sólo armas!

—Aquí igual —me confirma—. ¡Elige lo que quieras y vámonos!

Disparo una flecha a Enobaria, que se ha acercado demasiado para mi gusto, pero la esperaba y se tira al agua antes de que acierte. Gloss no es tan rápido, así que logro acertarle en una pantorrilla cuando se está tirando a las olas. Me cuelgo al hombro un arco de repuesto y un segundo carcaj, me meto dos cuchillos largos y un punzón en el cinturón, y me reúno con Finnick en la parte delantera de la pila.

—¿Te importaría solucionar eso? —me pide. Veo que Brutus viene disparado hacia nosotros. Se ha quitado el cinturón y lo lleva extendido entre las manos, como un escudo. Le disparo y él consigue bloquear la flecha con el cinturón y evitar que le perfore el hígado. Cuando la flecha pincha el cinturón, un líquido morado sale de él y le cubre la cara. Mientras recargo, Brutus se tira al suelo, rueda los pocos metros que lo separan del agua y se sumerge. Oigo algo metálico caer detrás de mí.

—Vámonos —le digo a Finnick.

Gracias a la última pelea, Enobaria y Gloss han tenido tiempo de llegar a la Cornucopia. Brutus también está a tiro y, en alguna parte, seguro que Cashmere anda cerca. Estos cuatro profesionales clásicos tendrán alianzas previas. Si solo tuviese que pensar en mí, estaría dispuesta a atacarlos con Finnick, pero hay que pensar en Peeta. Por fin lo veo, todavía aislado en su placa metálica. Salgo corriendo y Finnick me sigue sin cuestionarlo, como si ya supiera cuál sería mi siguiente movimiento. Después de acercarme lo más posible, empiezo a sacar cuchillos de mi cinturón, preparada para ir nadando hasta él y arrastrarlo de algún modo.

Finnick me pone una mano en el hombro.

—Yo iré a por él.

Empiezo a sospechar: ¿podría ser una estratagema? ¿Quería Finnick ganarse mi confianza y después ir a ahogar a Peeta?

—Puedo hacerlo yo —insisto, pero él ya ha soltado todas sus armas.

—En tu estado, es mejor que no te canses —responde, y me da una palmadita en el abdomen.

«Ah, claro, se supone que estoy embarazada», pienso. Mientras intento averiguar qué significa y cómo actuar (quizá debería vomitar o algo), Finnick se ha colocado ya en la orilla.

—Cúbreme —me pide, y desaparece con una zambullida perfecta.

Levanto el arco para protegerlo de cualquiera que ataque la Cornucopia, aunque nadie parece interesado en perseguirnos. Efectivamente, Gloss, Cashmere, Enobaria y Brutus se han reunido en manada y están examinando las armas. Un rápido examen al resto de la arena me dice que casi todos los tributos siguen atrapados en sus placas. Espera, no, hay alguien de pie en el rayo de mi izquierda, el que está frente a Peeta. Es Mags, aunque ni se dirige a la Cornucopia ni intenta huir, sino que se mete en el agua y empieza a chapotear hacia mí, manteniendo la cabeza por encima de las olas. Bueno, es vieja, pero supongo que después de ochenta años de vida en el Distrito 4 sabe bien cómo flotar.

Finnick ha llegado hasta Peeta y está arrastrándolo de vuelta, con un brazo sobre su pecho mientras se impulsa con el otro por el agua nadando fácilmente. Peeta se deja llevar sin resistirse. No sé qué le habrá dicho o qué habrá hecho nuestro aliado para que Peeta haya decidido confiarle la vida, quizá le haya enseñado la pulsera. O quizá le haya bastado con verme esperando. Cuando llegan a la arena, ayudo a llevar a Peeta a tierra firme.

—Hola de nuevo —me dice, y me da un beso—. Tenemos aliados.

—Sí, como Haymitch quería.

—Recuérdamelo, ¿hemos hecho tratos con alguien más?

—Creo que solo con Mags —respondo, asintiendo con la cabeza hacia la anciana que nada con determinación hacia nosotros.

—Bueno, no puedo dejar a Mags —dice Finnick—. Es una de las pocas personas a las que les gusto de verdad.

—No tengo ningún problema con Mags —le aseguro—. Sobre todo después de ver la arena. Puede que sus anzuelos sean nuestra mejor oportunidad de conseguir comida.

—Katniss quiso aliarse con ella el primer día —comenta Peeta.

—Katniss tiene muy buen criterio —responde Finnick. Con una mano saca a Mags del agua como si no pesara más que un cachorro. Ella dice algo que quizá incluya la palabra «flota» y se da una palmadita en el cinturón.

—Mira, tiene razón, alguien más lo ha averiguado —añade Finnick, señalando a Beetee. Aunque va dando bandazos por el agua, consigue no hundir la cabeza.

—¿El qué? —pregunto.

—Los cinturones. Son dispositivos de flotación. Es decir, tienes que impulsarte, pero evitan que te ahogues.

Estoy a punto de pedirle a Finnick que espere a Beetee y Wiress para que se vengan con nosotros, pero Beetee está a tres rayos de distancia y ni siquiera veo a Wiress. Por lo que sé, mi aliado podría matarlos como al tributo del 5, sin pensárselo dos veces, así que sugiero que sigamos adelante. Le doy a Peeta un arco, un carcaj y un cuchillo, y me quedo el resto. Sin embargo, Mags me tira de la manga y balbucea hasta que le doy el punzón. Encantada, lo sujeta entre las encías y le ofrece los brazos a Finnick, que se echa la red al hombro, coloca a Mags encima y agarra el tridente con la mano libre; después huimos de la Cornucopia.

Cuando termina la arena, el bosque surge de repente. No, en realidad no es bosque, al menos no del tipo que yo conozco. Es jungla. Esa palabra extraña y casi obsoleta me viene a la cabeza, seguramente por algo que oí en otros Juegos del Hambre o que me enseñó mi padre. La mayor parte de los árboles no me son familiares, tienen troncos lisos y pocas ramas. La tierra es muy negra y esponjosa, a menudo oculta por enredaderas con flores vistosas. Aunque el sol caliente, el aire es cálido y está lleno de humedad, por lo que me da la impresión de que aquí nunca se está del todo seco. La fina tela azul de mi mono deja que el agua de mar se evapore fácilmente, pero ya se me empieza a pegar de sudor.

Peeta lidera la marcha, abriéndose paso entre la densa vegetación con su largo cuchillo. Obligo a Finnick a ir segundo, porque, aunque es el más fuerte, está ocupado con Mags. Además, por muy bien que se le dé el tridente, no es un arma tan apropiada para la jungla como mis flechas. Entre la cuesta empinada y el calor, no tardamos mucho en quedarnos sin aliento. Por suerte, Peeta y yo hemos estado entrenando mucho, y Finnick tiene un físico tan asombroso que, incluso con Mags al hombro, conseguimos seguir subiendo rápidamente durante kilómetro y medio antes de que pida un descanso. Y me da la impresión de que es más por Mags que por él.

El follaje nos oculta la rueda; para ver mejor, subo por un árbol con ramas como de goma… y desearía no haberlo hecho.

La tierra que rodea la Cornucopia parece estar sangrando; el agua tiene manchas moradas. Los cadáveres yacen en la arena y flotan en el mar, pero, a esta distancia, con todos vestidos igual, no sé quién vive y quién ha muerto. Sólo sé que algunas de las diminutas figuras todavía luchan. Bueno, ¿y qué esperaba? ¿Que la cadena de vencedores que anoche se dieron la mano conseguiría una especie de tregua universal en la arena? No, no lo pensé en ningún momento, aunque supongo que sí esperaba que algunas personas demostrasen… ¿El qué? ¿Moderación? Al menos algo de reticencia antes de ponerse directamente en modo masacre. «Y todos os conocíais de antes —pienso—. Actuabais como amigos».

Aquí solo tengo un amigo de verdad, y no es del Distrito 4.

Dejo que la escasa y espesa brisa me refresque las mejillas mientras tomo una decisión. A pesar de la pulsera, debería acabar con esto y matar a Finnick. Esta alianza no tiene futuro, y es demasiado peligroso para dejarlo escapar. Puede que este momento de vacilante confianza sea mi única oportunidad para acabar con él. Podría dispararle una flecha a la espalda fácilmente mientras caminamos. Es despreciable, sin duda, pero ¿no sería más despreciable esperar? ¿Llegar a conocerlo mejor? ¿Deberle más? No, éste es el momento. Le echo un último vistazo a las figuras en combate y al suelo ensangrentado para reforzar mi decisión y después bajo al suelo.

Sin embargo, cuando aterrizo, descubro que Finnick ha seguido el hilo de mis pensamientos, como si supiera lo que iba a ver y cómo me afectaría. Tiene uno de sus tridentes levantado en posición defensiva, aunque muy tranquilo.

—¿Qué está pasando ahí abajo, Katniss? ¿Van todos de la mano? ¿Han abjurado de la violencia? ¿Han lanzado sus armas al mar para desafiar al Capitolio? —me pregunta.

—No.

—No —repite él—. Porque lo que pasara en el pasado, se queda en el pasado, y en esta arena no hay nadie que ganase por accidente. —Mira a Peeta durante un momento—. Salvo Peeta, quizá.

Entonces Finnick sabe lo que sabemos Haymitch y yo, lo de Peeta, que, en el fondo, es mucho mejor que el resto de nosotros. Finnick acabó con el tributo del 5 sin pestañear, y ¿cuánto he tardado yo en volverme mortífera? Disparé a matar cuando apunté con el arco a Enobaria, Gloss y Brutus. Peeta, al menos, habría intentado negociar primero, ver si era posible una alianza más amplia, aunque ¿para qué? Finnick está en lo cierto, yo estoy en lo cierto: los jugadores de la arena no ganaron gracias a su compasión.

Sostengo su mirada y sopeso su velocidad, comparándola con la mía; el tiempo que tardaría en atravesarle el cerebro con una flecha, frente al tiempo que su tridente tardaría en llegar a mi cuerpo. Veo que espera a que yo haga el primer movimiento, calcula si debería bloquear primero o atacar directamente. Justo cuando creo que los dos lo hemos planeado, Peeta se pone a posta entre nosotros.

—Bueno, ¿cuántos han muerto?

«Muévete, idiota», pienso, pero él sigue plantado entre los dos.

—Es difícil decirlo —respondo—, al menos seis, creo. Y siguen luchando.

—Sigamos adelante, necesitamos agua.

Por ahora no hay ni rastro de arroyos de agua dulce ni de estanque, y el agua salada no se puede beber. Vuelvo a pensar en los últimos Juegos, donde estuve a punto de morir de deshidratación.

—Será mejor que la encontremos pronto —interviene Finnick—. Necesitamos estar bajo cubierto cuando los demás intenten cazarnos esta noche.

Cazarnos. A nosotros. Vale, quizá matar a Finnick sería algo prematuro, porque hasta ahora ha sido útil. Además, tiene el sello de aprobación de Haymitch, y ¿quién sabe lo que nos aguarda esta noche? En el peor de los casos, puedo matarlo mientras duerme. Así que dejo pasar la oportunidad, y él también.

La ausencia de agua hace que tenga más sed. Lo examino todo mientras seguimos subiendo, aunque sin éxito. Después de otro kilómetro y medio veo que se acaban los árboles y supongo que estamos llegando a la cima de la colina.

—Quizá tengamos más suerte al otro lado. Puede que haya un manantial o algo.

Sin embargo, no hay otro lado. Lo sé antes que nadie, aunque soy la que está más lejos de la cumbre. Mis ojos dan con un extraño cuadrado de ondas que flota como un cristal combado en el aire. Al principio lo tomo por la luz del sol o por el calor que se refleja en el suelo, pero está fijo en el espacio, no se mueve cuando lo hago yo. Entonces hago la conexión entre el cuadrado y Wiress y Beetee, en el Centro de Entrenamiento, y me doy cuenta de lo que tenemos delante. Cuando empiezo a gritar la advertencia, el cuchillo de Peeta ya va camino de cortar unas enredaderas.

Se oye un fuerte chasquido y, durante un instante, los árboles desaparecen y veo un espacio abierto a lo largo de una pequeña franja de terreno vacío. Entonces Peeta sale volando hacia atrás, expulsado por el campo de fuerza, y derriba a Finnick y Mags.

Corro hacia él; está en el suelo y no se mueve, envuelto en una red de plantas.

—¿Peeta? —Huele un poco a pelo achicharrado. Lo llamo otra vez, sacudiéndolo un poco, pero no responde. Le paso los dedos por los labios y no noto que salga aliento, aunque hace un momento estaba jadeando. Pego la oreja a su pecho, al lugar donde siempre apoyo la cabeza, donde sé que oiré el fuerte y regular latido de su corazón.

Sin embargo, solo encuentro silencio.