Las aguas suben rápidamente. Ya han inundado las casitas de madera. Detrás de las puertas cerradas, flotan las camas y las sillas de fabricación casera. La cocina y el templo también están anegados.
Ha esperado semanas a que las aguas lleguen al viñedo. Ahora lo han hecho ya y las preciosas plantas se ahogan. Había albergado la esperanza de encontrar allí a Spirit, pero hace mucho tiempo que el perro se fue.
Se ha bebido una botella de su vino favorito. Tiene dificultades para beber y comer, a causa de la herida del rostro, que cosió de cualquier manera un médico que estaba drogado. Pero ha conseguido echarse al coleto la cantidad suficiente de alcohol para emborracharse.
Arroja la botella lejos de sí y se saca del bolsillo un hermoso canuto de marihuana mezclada con suficiente heroína como para tumbarle. Enciende el petardo, aspira una buena calada y echa a andar colina abajo.
Cuando el agua le llega a los muslos, se sienta.
Lanza una última mirada al valle. Casi está irreconocible. La saltarina corriente fluvial ha dejado de existir. Sólo quedan visibles los tejados de los edificios, que parecen cascos de naves volcadas que flotan sobre la superficie de una laguna. Las viñas que él plantó hace veinticinco años están ya sumergidas.
Ya no es un valle. Se ha convertido en un lago y han matado todo lo hermoso que existía allí.
Le da una larga chupada al porro, que sostiene entre los dedos. Introduce hasta el fondo de sus pulmones el humo mortífero. Vive el ramalazo de placer que le produce la droga al irrumpir en la corriente sanguínea y la química al inundarle el cerebro. Pequeño Ricky, feliz por fin, piensa.
Se dobla y cae en el agua. Queda tendido boca abajo, desvalido, completamente colocado. Poco a poco va perdiendo el conocimiento, que se desvanece como una lámpara lejana cuya claridad va disminuyendo hasta que, por último, la luz se apaga.