Priest y Melanie se trasladaron a San Francisco en la camioneta de la comuna. Priest imaginó que el abollado Cadillac llamaría mucho la atención y que era muy posible que la policía anduviera buscando el Subaru color naranja de Melanie.
Como quiera que casi todo el tráfico circulaba en dirección contraria, no tardaron mucho en cubrir el trayecto. Llegaron a la ciudad poco después de las cinco de la mañana. Poca gente en las calles: una pareja de adolescentes que se abrazaban en una parada de autobús, dos nerviosos drogatas que compraban la última dosis de coca a un camello envuelto en un largo abrigo, un desvalido borracho cuyas eses le llevaban de un lado a otro de la calzada. Sin embargo, el distrito portuario aparecía desierto. El abandonado paisaje industrial tenía un aspecto yerto y esotérico a la claridad de la recién estrenada mañana. Encontraron el almacén de Diarios Perpetuos y Priest abrió la puerta. El agente de fincas había cumplido su palabra: disponían tanto de luz eléctrica como de agua corriente en los servicios.
Melanie condujo la camioneta al interior del almacén y Priest comprobó el vibrador sísmico. Puso en marcha el motor, bajó y subió la plancha. Todo funcionaba.
Se echaron en el sofá del pequeño despacho, muy juntos, dispuestos a dormir. Pero Priest se mantuvo despierto, dándole vueltas en la cabeza a la situación una y otra vez. Tanto si se miraba desde un ángulo como desde otro, la única medida inteligente que podía adoptar el gobernador Robson era ceder.
Priest se veía ya pronunciando imaginarios parlamentos en el programa de John Truth, haciendo hincapié en lo insensato que se mostraba el gobernador. «¡Podía evitar los terremotos con sólo pronunciar una palabra!» Tras una hora de semejantes ejercicios mentales, Priest se percató de su inutilidad. Tendido de espaldas, se entregó al ritual de la relajación que empleaba para meditar. Su cuerpo permanecía inmóvil, se calmaban los latidos cardíacos, la mente se quedaba en blanco y entonces llegaba el sueño.
Eran las diez de la mañana cuando se despertó.
Puso una cazuela de agua encima del hornillo. Había llevado de la comuna una lata de café orgánico y varias tazas.
Melanie encendió el televisor.
—En la comuna echaba de menos los telediarios —comentó—. Solía verlos siempre.
—Normalmente, los odio —dijo Priest—. Consiguen que uno se preocupe de un millón de cosas sobre las cuales nada puede hacer.
Pero lo vio con Melanie, para comprobar si decían algo acerca de él. Había «todo» sobre él.
—Las autoridades de California se están tomando en serio la amenaza de que se produzca hoy un terremoto, a medida que se acerca la hora límite dada por los terroristas —dijo el presentador, y acto seguido pasaron una grabación en la que se veía a un grupo de empleados municipales montando las tiendas de un hospital de campaña en el Golden Gate Park.
Priest se enfureció al verlo.
—¿Por qué no nos dais lo que queremos? —le preguntó al televisor.
El siguiente reportaje mostraba a agentes del FBI en plena operación del asalto por sorpresa a un conjunto de cabañas de troncos en las montañas. Al cabo de un momento, Melanie observó:
—¡Dios mío, es nuestra comuna!
Vieron a Star, envuelta en su vieja bata de seda púrpura, con el rostro convertido en imagen viva del dolor mientras dos hombres del FBI, con chalecos antibalas, la conducían fuera de la cabaña.
Priest soltó una maldición. No le sorprendía —precisamente la posibilidad de una incursión fue lo que le impulsó la noche anterior a marcharse de la comuna—, pero verlo le sumía en la rabia y la desesperación. Aquellos fariseos hijos de mala madre habían violado su hogar.
«Deberíais habernos dejado en paz. Ahora ya es demasiado tarde.»
Vio a Judy Maddox, que parecía bastante torva. «Esperas atraparme en tus redes, ¿verdad?» No estaba tan guapa aquella mañana. Tenía los ojos amoratados y un parche le cruzaba la nariz. «Me mentiste e intentaste cogerme y lo que conseguiste fue que tu nariz se pusiera a sangrar.»
Pero Priest estaba descorazonado. Subestimó al FBI desde el principio. Cuando emprendió aquello ni por asomo soñó que vería a los agentes invadir el santuario del valle que durante tantos años había sido un lugar secreto. Judy Maddox era más lista de lo que imaginó.
Melanie emitió un jadeo. Las imágenes del televisor mostraron a su marido, Michael, que llevaba a Dusty.
—¡Oh, no! —exclamó.
—No arrestan a Dusty —dijo Priest con impaciencia.
—Pero ¿adónde lo lleva Michael?
—¿Importa eso?
—¡Claro que importa si va a haber un terremoto!
—¡Michael conoce mejor que nadie por dónde pasan las líneas de la falla! No irá con él a ningún sitio peligroso.
—Oh, Dios, espero que no, en especial si Dusty está Priest ya había visto bastante televisión.
—Vámonos —dijo—. Coge tu teléfono.
Eludiendo las autopistas, se acercaron al aeropuerto antes de que el tráfico los embotellara. Priest se figuró que por allí habría miles de personas utilizando el teléfono: intentando conseguir vuelos, llamando a sus familiares, comprobando qué proporciones habían alcanzado los atascos. Llamó al programa de John Truth. Respondió el propio John Truth. Priest supuso que estaba esperando la llamada.
—Tengo una nueva petición, así que escucha atentamente —dijo Priest.
—No te preocupes, lo estoy grabando —dijo Truth.
—Supongo que saldré esta noche en tu programa, ¿eh, John? —Priest esbozó una sonrisa.
—Espero que para entonces estés en una maldita celda —replicó Truth con mala uva.
—Bueno, que te den por culo a ti también. —El fulano no tenía por qué hacerse el listillo—. Mi nueva exigencia es el perdón presidencial para todos los miembros de El martillo del Edén.
—Se lo transmitiré al presidente.
Ahora daba la impresión de que se complacía en el sarcasmo. ¿Se daba cuenta de lo importante que era aquello?
—Eso está a la misma altura que el bloqueo de las nuevas plantas eléctricas.
—Un momento —dijo Truth—. Ahora que todo el mundo sabe dónde está tu comuna, la congelación a escala estatal ya no es necesaria. Sólo querías evitar la inundación de tu valle, ¿no?
Priest consideró el argumento de Truth. No había pensado en ello, pero Truth tenía razón. A pesar de todo, optó por no mostrarse de acuerdo.
—Diablos, no —dijo—. Tengo principios. California necesita menos energía eléctrica, no más, si va a ser un sitio decente en el que vivan nuestros nietos. Sigue en pie la demanda original. Habrá otro terremoto si el gobernador no accede.
—¿Cómo puedes hacer una cosa así?
La pregunta cogió a Priest por sorpresa.
—¿Qué?
—¿Cómo puedes hacer una cosa así? ¿Cómo puedes producir tanta desgracia y tanto sufrimiento a tantas personas…? Matar, herir, causar daños a propiedades, obligar a la gente a huir aterrada de sus domicilios… ¿Puedes dormir tranquilo?
La pregunta encolerizó a Priest.
—No lo presentes ahora como si el ético fueses «tú» —dijo—. Trato de salvar California.
—Matando personas.
Priest perdió la paciencia.
—Cierra el puto pico y escucha —impuso—. Voy a hablarte del próximo terremoto. —Según Melanie, la ventana sísmica se abriría a las seis cuarenta de la tarde—. A las siete —dijo Priest—. El próximo terremoto será esta noche a las siete.
—¿Puedes decirme…?
Priest cortó la comunicación.
Se mantuvo silencioso largo rato. La conversación había dejado un poso de inquietud en su ánimo. Truth debería haber dado muestras de llevar un buen susto encima y, sin embargo, casi estuvo burlón con Priest. Le había tratado como se trata a un perdedor, eso era.
Llegaron a un cruce.
—Podemos dar aquí la vuelta y regresar —propuso Melanie—. No hay tránsito en el otro sentido.
—De acuerdo.
Melanie efectuó la maniobra. Estaba meditabunda.
—¿Volveremos al valle? —preguntó—. ¿Ahora que el FBI y todo el mundo lo conocen?
—¡Sí! —afirmó Priest.
—No me chilles.
—Sí, volveremos —respondió en tono más bajo—. Sé que el asunto ahora tiene mala pinta, y es posible que continúe así durante una temporada. Estoy seguro de que perderemos esta vendimia. Los medios de comunicación se arrastrarán por allí durante semanas. Pero llegado el caso se olvidarán. Habrá una guerra o unas elecciones, o un escándalo sexual y nosotros seremos una noticia pasada. Entonces podremos volver allí sin hacer ruido, alojarnos de nuevo en nuestras cabañas, levantar otra vez las cepas y cultivar una nueva cosecha.
Melanie sonrió.
—Sí —se animó.
«Ella lo cree así. Yo no estoy tan seguro. Pero no voy a pensar más en el asunto. Preocuparme sólo serviría para quebrantar mi voluntad. Ahora, nada de dudas. Acción y nada más.»
—¿Quieres que regresemos al almacén? —preguntó finalmente Melanie a Priest.
—No. Me volvería loco si me pasara todo el día encerrado en ese agujero. Tira hacia la ciudad, a ver si encontramos un restaurante donde sirvan desayunos. Me muero de hambre.
Judy y Michael llevaron a Dusty a Stockton, donde vivían los padres de Michael. Fueron en helicóptero. Dusty estaba emocionadísimo. Aterrizaron en el campo de fútbol de un instituto de enseñanza media de los suburbios.
El padre de Michael era un contable jubilado; él y su mujer tenían una bonita casa en una zona residencial, cuya parte posterior daba a un campo de golf. Judy tomó café mientras Michael acomodaba a Dusty.
—Tal vez este espantoso asunto dé un empujón al negocio —aventuró la señora Quercus en tono preocupado—. No hay mal que por bien no venga.
Judy recordó que habían invertido dinero en el consultorio de Michael y que a éste le preocupaba el modo de devolvérselo. Pero la señora Quercus tenía razón: ser el experto del FBI en terremotos podía serle de gran ayuda.
La mente de Judy se concentraba en el vibrador sísmico. No estaba en el valle del Silver River. Nadie lo había visto desde la tarde del viernes, aunque los paneles que sirvieron para disfrazarlo de atracción de feria habían sido encontrados junto a la carretera por uno de los cientos de operarios de rescate que aún trabajaban en las tareas de reconstrucción de Felicitas.
La muchacha sabía que Granger andaba de viaje. Lo averiguó al preguntar a los miembros de la comuna cuántos vehículos tenían y comprobar los que faltaban. Utilizaba una camioneta y en los boletines de búsqueda Judy había indicado las características de la misma. En teoría, todo agente de la ley de California debería estar buscándola, aunque la mayor parte de ellos se encontrarían demasiado ajetreados haciendo frente a la emergencia general.
A Judy le torturaba insufriblemente el pensamiento de que podía haber atrapado a Granger en la comuna si se hubiese esforzado más en convencer a Cleever para que lanzase la incursión por la noche, en vez de esperar a la mañana. Pero lo cierto es que ella estaba demasiado cansada. Hoy se sentía mejor: la incursión bombeó adrenalina en su organismo y le había insuflado energía. Pero también se notaba magullada física y mentalmente, cada vez más vacía.
Encima del mostrador de la cocina funcionaba un pequeño televisor con el sonido apagado. Empezó un noticiario y Judy le pidió a la señora Quercus que subiera el volumen. Era una entrevista con John Truth, que había hablado por teléfono con Granger. Pasó un extracto de la cinta de la conversación que habían mantenido.
—A las siete —decía Granger por la cinta—. El próximo terremoto será esta noche a las siete.
Judy se estremeció. Estaba dispuesto a cumplirlo. No había arrepentimiento ni remordimiento en aquella voz, ningún indicio de que vacilase en arriesgar las vidas de tantas personas. Sonaba racional, pero había un fallo en su naturaleza humana. No le importaba en absoluto el sufrimiento ajeno. Ésa era la característica de los psicópatas.
Se preguntó qué sacaría Simon Sparrow de la voz. Pero ya era demasiado tarde para la psicolingüística. Se acercó a la puerta de la cocina y avisó:
—¡Michael! ¡Tenemos que irnos!
Le hubiera gustado dejar a Michael con Dusty allí, donde ambos se encontrarían a salvo. Pero le necesitaba en el puesto de mando. Su experiencia podía ser crucial.
Michael llegó con Dusty.
—Ya estoy a punto —dijo.
Sonó el teléfono y la señora Quercus descolgó. Al cabo de un momento, tendió el auricular a Dusty.
—Alguien pregunta por ti —dijo.
Dusty cogió el teléfono y preguntó, vacilante:
—¿Diga? —Se le iluminó la cara inmediatamente—. ¡Hola, mami!
Judy se quedó helada. Era Melanie.
—¡Cuando me desperté esta mañana te habías ido! —reprochó Dusty—. ¡Luego fue papá a recogerme! Melanie estaba con Priest y el vibrador sísmico, casi con toda seguridad. Judy cogió su móvil y marcó el número del puesto de mando. Cuando tuvo a Raja al aparato, dijo en voz baja:
—Rastrea una llamada. Melanie Quercus ha telefoneado a un número de Stockton. —Leyó el número que figuraba en el teléfono por el que hablaba Dusty—. La llamada empezó hace cosa de un minuto y la comunicación continúa.
—Ya estoy en ello —dijo Raja.
Judy cortó la conexión.
Dusty escuchaba, asentía y movía la cabeza de vez en cuando, sin tener en cuenta que su madre no podía ver sus gestos. Luego, bruscamente, el niño tendió el teléfono a su padre.
—Quiere que te pongas.
Judy le susurró a Michael:
—¡Por el amor de Dios, averigüe dónde está!
Michael tomó el auricular de manos de Dusty y lo mantuvo contra el pecho, para que no se oyera lo que iba a decir:
—Descuelgue el supletorio de la alcoba.
—¿Dónde está?
—Al otro lado del pasillo, querida —dijo la señora Quercus. Judy se precipitó al dormitorio, se arrojó sobre la cama, atravesada sobre la colcha, cogió el auricular de encima de la mesilla de noche y cubrió el micrófono con la mano. Oyó decir a Michael:
—Melanie… ¿dónde demonios estás?
—Eso no importa —replicó Melanie—. Os he visto a Dusty y a ti en la tele. ¿Se encuentra bien el niño?
«Así que mira la televisión, donde quiera que esté.»
—Dusty está bien —tranquilizó Michael—. Acabamos de llegar. —Confiaba en que estuvieseis ahí.
Melanie hablaba en voz baja y Michael le preguntó:
—¿No puedes hablar más alto?
—No, no puedo, así que aguza el oído, ¿conforme?
«No quiere que Granger la oiga. Eso es bueno… puede indicar que empiezan a no estar de acuerdo.»
—Está bien, está bien —dijo Michael.
—Vas a quedarte ahí con Dusty, ¿verdad?
—No —respondió Michael—. Voy a ir a la ciudad.
—¿Qué? Por el amor de Dios, Michael, ¡es peligroso!
—¿Es ahí donde va a producirse el terremoto… en San Francisco?
—No puedo decírtelo.
—¿Será en la península?
—Sí, en la península, ¡así que mantén a Dusty lejos!
El teléfono celular de Judy emitió un bip. Con el micrófono del teléfono de la alcoba cubierto, Judy se llevó el celular al otro oído y dijo:
—¿Sí?
Era Raja.
—Está llamando por su móvil. Se encuentra en el centro urbano de San Francisco. Como se trata de un teléfono digital, los técnicos no pueden hacer más.
—¡Manda unos cuantos agentes a las calles a ver si localizan esa camioneta!
—Eso está hecho.
Judy cortó la comunicación.
—Si estás tan preocupada —decía Michael—, ¿por qué no me dices dónde está el vibrador sísmico?
—¡No puedo decírtelo! —siseó Melanie—. ¡Estás loco!
—Venga ya. ¿«Yo» estoy loco? Eres tú la que está ocasionando terremotos.
—No puedo seguir hablando. Se produjo un click.
Judy colgó el auricular del supletorio de la mesilla de noche y se volvió para quedar tendida de espaldas, boca arriba encima de la cama, mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad. Melanie había proporcionado gran cantidad de información. Estaba en algún sitio del centro urbano de San Francisco, ése era un pajar más pequeño que todo el estado de California. Melanie había dicho que el terremoto se desencadenaría en algún punto de la península de San Francisco, la ancha lengua de tierra que corre entre el océano Pacífico y la bahía de San Francisco. El vibrador sísmico debía de encontrarse en algún lugar de aquella zona. Pero lo que resultaba más intrigante para Judy era el apunte de que hubiera surgido un motivo de discordia entre Melanie y Granger. Evidentemente, Melanie hacía la llamada a escondidas, sin que Priest lo supiera, y parecía temer que pudiese oírla. Eso era esperanzador. Podía constituir un medio para que Judy tomara la ventaja de una fisura. Cerró los ojos para concentrarse. Melanie estaba preocupada por Dusty. Ése era su punto débil. ¿Cómo podía utilizarse en su contra?
Oyó pasos y abrió los ojos. Michael entró en la habitación. Dirigió a Judy una mirada extraña.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Puede que le parezca poco adecuado, pero tiene un aspecto imponente tendida en la cama.
Judy recordó que estaba en la casa de los padres de Michael. Se puso en pie. Él la rodeó con sus brazos. Le pareció estupendo.
—¿Cómo está su cara?
Judy alzó la cabeza para mirarle.
—Si lo haces con mucha suavidad… —le tuteó, incitante. Michael la besó en los labios dulcemente.
«Si está dispuesto a besarme cuando tengo este aspecto tan horrible es que debo de gustarle.»
—Hummm —pronunció Judy—. Cuando esto haya acabado…
—Sí.
Judy cerró los ojos un instante.
Luego empezó a pensar en Melanie otra vez.
—Michael…
—Sigo aquí.
Judy se desasió del abrazo.
—A Melanie le preocupa que Dusty esté en la zona del terremoto.
—Se va a quedar aquí.
—Pero no se lo confirmaste. Te lo preguntó, pero le contestaste que si estaba preocupada, debía decirte dónde está el vibrador sísmico, y no le respondiste a la pregunta como era debido.
—Sin embargo, la implicación… Quiero decir, ¿por qué iba a llevarle a un sitio donde corriera peligro?
—Sólo digo que es posible que Melanie tenga una duda que le atormenta. Y dondequiera que esté, hay un televisor.
—A veces deja puesto el canal de noticias todo el santo día… La tranquiliza.
Judy sintió una cuchillada de celos. «Qué bien la conoce.»
—¿Y si un reportero te hiciese una entrevista, en el centro de operaciones de emergencia de San Francisco, en la que explicaras lo que estás haciendo para ayudar al Bureau… y Dusty estuviese, digamos, allí, en alguna parte, en segundo plano?
—Entonces ella se enteraría de que el chico estaba en San Francisco.
—¿Y qué haría?
—Llamarme y ponerme de vuelta y media a grito pelado, supongo.
—¿Y si Melanie no lograra ponerse en contacto contigo?
—Se asustaría de verdad.
—¿Pero impediría a Granger poner en marcha el vibrador sísmico?
—Quizá. Si pudiese.
—¿Merece la pena intentarlo?
—¿Queda otra alternativa?
Priest tenía una impresión de «a vida o muerte». Quizá el gobernador y el presidente no cederían ante él, ni siquiera después de Felicitas. Pero esta noche iba a producirse un tercer terremoto. A continuación, llamaría a John Truth para decirle: «¡Lo volveré a hacer! La próxima vez podría ser Los Ángeles, o San Bernardino, o San José. Puedo hacerlo con toda la frecuencia que me dé la gana. Y voy a seguir provocando seísmos hasta que os deis por vencidos. ¡La elección es vuestra!». El centro de San Francisco era una ciudad fantasma. Pocas personas deseaban ir de compras o de paseo a ver la urbe, aunque eran muchas las que iban a la iglesia. El restaurante estaba medio vacío. Priest pidió un filete y unos huevos y se bebió tres bloody Mary. Melanie estaba deprimida, era pura preocupación por Dusty. Priest opinaba que el chico se encontraría bien, estaba con su padre.
—¿Te he contado alguna vez por qué me llamo Granger? —le dijo a Melanie.
—¿No es el apellido de tus padres?
—Mi madre se hacía llamar Veronica Nightingale. Me dijo que el nombre de mi padre era Stewart Granger. Me contó que había emprendido un largo viaje, pero que algún día iba a volver en una gran limusina cargada de regalos: perfumes y bombones para ella y una bicicleta para mí. En los días de lluvia, cuando no podía jugar en la calle, me sentaba junto a la ventana y esperaba a que llegase, hora tras hora.
Durante unos instantes Melanie pareció olvidar sus propios problemas.
—Pobre chico —se compadeció.
—Cuando tenía doce años o así me enteré de que Stewart Granger había sido una gran estrella de cine. Interpretó el papel de Allan Quatermain en Las minas del rey Salomón por la época en que nací. Supongo que ese artista era una fantasía de mi madre. Me destrozó el corazón, puedo asegurártelo. Todas aquellas horas mirando por la maldita ventana…
Priest sonrió, pero era un recuerdo doloroso.
—¿Quién sabe? —dijo Melanie—. Tal vez era tu padre de verdad. Las estrellas de cine también van de putas.
—Supongo que tendré que preguntárselo. —Está muerto.
—¿Ah, sí? No lo sabía.
—Sí, lo leí en la revista People, hace unos años.
Priest tuvo una sensación de pérdida. Stewart Granger era lo más cercano a un padre que había tenido jamás.
—Bueno, ahora ya no lo sabré nunca.
Se encogió de hombros y pidió la cuenta.
Cuando salieron del restaurante, Priest no quiso volver al almacén. En la comuna podía pasarse fácilmente horas y horas sentado sin hacer nada, pero en el sucio cuchitril de un páramo industrial se pondría mal de los nervios. Veinticinco años viviendo en el valle del Silver River le habían incapacitado para la gran ciudad. Así que Melanie y él pasearon por el Muelle de Pescadores, en plan turista, y disfrutaron de la brisa salada de la bahía.
Como medida de precaución, habían alterado su aspecto. Melanie se había recogido la llamativa y larga cabellera pelirroja, que ocultó bajo un sombrero, y llevaba gafas de sol. Priest se aplicó una buena mano de brillantina y aplastó su pelo oscuro pegándolo contra la cabeza, y se había dejado una barba morena de tres días, lo que le daba un aire de latin lover radicalmente distinto a su acostumbrada apariencia de hippie entrado en años. Nadie se molestaba en mirarlos dos veces.
Priest escuchó las conversaciones de los escasos peatones que circulaban por allí. Todos tenían su correspondiente excusa para no irse de la ciudad.
—No me preocupa en absoluto, nuestro edificio está construido a prueba de movimientos sísmicos… —Lo mismo que el mío, pero a las siete de la tarde estaré en medio del parque…
—Yo soy fatalista, o este terremoto lleva mi nombre o no lo lleva…
—Exactamente, uno puede subir al coche, salir hacia Las Vegas y morir en un accidente de tráfico…
—Yo había remodelado mi casa…
—Nadie puede provocar terremotos, fue una coincidencia… Volvieron al vehículo minutos después de las cuatro. Priest no vio al policía hasta que fue casi demasiado tarde. Los bloody Mary le habían imbuido una extraña calma y se sentía poco menos que invulnerable, por lo que se olvidó de andar ojo avizor respecto a la presencia de la policía. Se encontraba apenas a tres metros de la camioneta cuando observó que un agente uniformado de San Francisco contemplaba la placa de la matrícula y hablaba por un transmisor— receptor.
Priest se detuvo en seco y aferró el brazo de Melanie.
Un segundo después comprendió que lo más inteligente que podía hacer era pasar de largo; pero ya era demasiado tarde. El polizonte levantó la vista de la placa y reparó en Priest. Priest miró a Melanie, que no había visto al agente. Estuvo en un tris de advertir en voz alta: «No mires la camioneta», pero justo a tiempo se dio cuenta de que, a pesar de todo, ella la miraría. Así que dijo lo primero que le acudió a la cabeza:
—Mírame la mano.
La levantó con la palma hacia arriba.
Melanie contempló la mano unos segundos y luego alzó los ojos hacia él.
—¿Qué se supone que he de ver?
—Sigue mirándome la mano, mientras te lo explico.
Melanie obedeció.
—Vamos a pasar de largo por delante de la camioneta. Hay un poli tomando el número de la matrícula. Ya se ha dado cuenta de nuestra presencia, lo veo por el rabillo del ojo.
La mirada de Melanie fue de la mano a la cara de Priest. Luego, ante la sorpresa de éste, le sacudió una bofetada.
Le hizo daño. Priest abrió la boca.
—¡Y ahora puedes volver con tu estúpida rubia! —gritó Melanie.
—¿Qué? —replicó Priest, rabiosamente.
Melanie siguió adelante.
Priest se la quedó mirando, atónito. Con grandes zancadas, Melanie dejó atrás la camioneta.
En los labios del agente bailó un asomo de sonrisa cuando miró a Priest.
Éste salió en pos de Melanie, al tiempo que decía:
—¡Espera un momento!
El policía volvió a centrar su atención en la matrícula. Priest alcanzó a Melanie y doblaron una esquina.
—Muy hábil —aprobó Priest—. Pero no tenías por qué arrearme tan fuerte.
Un potente foco portátil se proyectó sobre Michael y le prendieron en la pechera de su polo verde oscuro un micrófono en miniatura. Le enfocó una pequeña cámara de televisión colocada en su trípode. A su espalda, el equipo de jóvenes sismólogos que había llevado consigo trabajaban delante de sus ordenadores. Frente a él estaba sentado Alex Day, un periodista de televisión de veintitantos años y pelo cortado a la moda, muy corto. Michael vestía una guerrera de camuflaje, que Judy juzgaba excesivamente espectacular.
Dusty permanecía sentado al lado de Judy, sostenía confiadamente la mano de la muchacha y miraba cómo entrevistaban a su padre.
Michael decía:
—Sí, podemos identificar las localizaciones donde resultaría más fácil provocar terremotos… pero, por desgracia, no podemos adivinar cuál de ellas han elegido los terroristas… No lo sabremos hasta que pongan en marcha su vibrador sísmico.
—¿Y qué consejos da a los ciudadanos? —preguntó Alex Day—. ¿Cómo protegerse en el caso de que se produzca un seísmo?
—El lema es «Acurrucarse, cubrirse y aguantar», ése es el mejor consejo —replicó—. Acurrucarse debajo de una mesa o un escritorio, cubrirse la cara para protegerse de los cristales que vuelen por el aire y aguantar en esa posición hasta que el movimiento cese.
Judy le susurró a Dusty:
—Vale, ve con papá.
Dusty entró en campo. Michael levantó al niño y se lo puso en las rodillas. Alex Day coronó la secuencia con la pregunta:
—¿Se puede hacer algo en especial para proteger a los pequeños?
—Practicar ahora con ellos el «Acurrucarse, cubrirse y aguantar», para que cuando llegue el posible temblor de tierra estén bien preparados. Asegurarse de que llevan calzado fuerte, nada de zapatillas de tiras o sandalias, ya que habrá mucho cristal roto por el suelo. Y mantenerlos cerca de uno, para no tener que andar buscándolos después.
—¿Algo que el personal deba evitar?
—No salir corriendo de la casa. La mayoría de las heridas que se sufren durante un terremoto las producen los ladrillos y escombros que se desprenden de los edificios dañados.
—Muchas gracias por estar hoy con nosotros, profesor Quercus.
Alex Day sonrió a Michael y a Dusty durante un largo instante de imagen congelada y luego el cámara dijo:
—¡Fantástico!
Todos se relajaron. El equipo recogió sus instrumentos.
—¿Cuándo voy a subir al helicóptero para volver con la abuela? —preguntó Dusty.
—Ahora mismo —le respondió Michael.
—¿Cuánto va a tardar el reportaje en estar en antena, Alex? —dijo Judy.
—Apenas necesita correcciones de montaje, así que en seguida lo disponemos todo. Yo diría que dentro de media hora.
Judy consultó el reloj. Eran las cinco y cuarto.
Priest y Melanie caminaron durante media hora sin ver un taxi. Luego Melanie llamó por el móvil a un servicio de radiotaxis. Esperaron, pero seguía sin aparecer coche alguno.
Priest empezó a tener la impresión de que iba a volverse loco. ¡Todo lo que había hecho, su formidable plan estaba en peligro sólo porque no podía encontrar un maldito taxi!
Pero por fin un Chevrolet cubierto de polvo frenó en el Muelle 39. El conductor tenía un nombre de la Europa central imposible de descifrar y parecía totalmente a la deriva, drogado. No entendía una palabra de inglés, salvo «izquierda» y «derecha» y probablemente era la única persona en todo San Francisco que no había oído hablar del terremoto.
Llegaron al almacén a las seis y veinte.
En el centro de operaciones de emergencia, Judy se dejó caer en la silla, con la vista clavada en el teléfono.
Eran las seis y veinticinco. Al cabo de treinta y cinco minutos Granger pondría en funcionamiento el vibrador sísmico. Si funcionaba tan bien como en las dos ocasiones anteriores, se produciría un terremoto. Pero esta vez sus consecuencias serían más catastróficas. Dando por supuesto que Melanie había dicho la verdad y que el vibrador se encontraba en alguna parte de la península de San Francisco, el seísmo alcanzaría indudablemente la ciudad.
Alrededor de dos millones de personas habían huido del área metropolitana desde el viernes por la noche, cuando Granger anunció en el programa de John Truth que el siguiente terremoto afectaría a San Francisco. Pero aún quedaban más de un millón de hombres, mujeres y niños que no habían podido o querido abandonar sus casas: los pobres, los ancianos y los enfermos, además de todos los policías, bomberos, enfermeras y empleados de la ciudad que esperaban para emprender las tareas de rescate. Y eso incluía a Bo.
En la pantalla del televisor, Alex Day hablaba desde un estudio montado provisionalmente en el centro de mando de emergencia del alcalde, en la calle Turk, unas cuantas manzanas más allá.
Tocado con sombrero hongo y luciendo un chaleco de color púrpura, el alcalde aleccionó a los ciudadanos para que se acurrucaran, se cubrieran y aguantaran.
La entrevista a Michael se pasaba reiteradamente, con intervalos de varios minutos, por todos los canales: a los editores de televisión se les había informado de su verdadera finalidad.
Pero al parecer Melanie no estaba viendo la tele.
A las cuatro de la tarde habían localizado la camioneta de Priest en el Muelle de Pescadores. Se la mantenía bajo vigilancia, pero Priest no había vuelto a ella. En aquellos momentos se procedía al registro de todos los garajes y aparcamientos en busca del vibrador sísmico.
El salón de baile del club de oficiales estaba lleno de gente. Por lo menos se veían cuarenta ternos alrededor del estrado de la cúpula. Michael y sus ayudantes se congregaban en torno a sus ordenadores, a la espera del sonido de aviso inapropiadamente musical que sería la primera señal del temblor sísmico que todos temían. Todos los miembros del equipo de Judy seguían trabajando pegados al teléfono, atendiendo a quienes llamaban para decir que habían visto a personas que se parecían a Granger o Melanie, pero en las voces de los agentes el tono de desesperación era cada vez más acusado. Utilizar a Dusty en la entrevista televisada había sido su último tiro y, al parecer, había fallado.
La mayoría de los agentes que trabajaban en la Comisión de Igualdad de Oportunidades tenían domicilio en la zona de la Bahía. El departamento administrativo había organizado la evacuación de todas sus familias. El edificio estaba considerado tan seguro como cualquiera: lo habían remodelado los militares, consolidándolo a prueba de terremotos. Pero no podían marcharse. Como los soldados, como los bomberos, como los policías, estaban obligados a ir allí donde había peligro. Era su trabajo. Fuera, en la plaza de armas, una flotilla de helicópteros se mantenía a punto, con los rotores girando, dispuestos para trasladar a Judy y a sus colegas a la zona del movimiento telúrico. Priest fue al servicio. Cuando se lavaba las manos oyó el chillido de Melanie.
Salió corriendo a la oficina con las manos mojadas. Encontró a la mujer con la vista clavada en el televisor.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
La cara de Melanie estaba blanca como el papel y se tapaba la boca con la mano.
—¡Dusty! —dijo, y señaló la pantalla.
Priest vio que estaban entrevistando al marido de Melanie. Tenía a su hijo sobre las rodillas. Un momento después, la imagen cambió, para dar paso a una presentadora que dijo:
—Han visto a Alex Day, en su entrevista a uno de los principales sismólogos del mundo, el profesor Michael Quercus, en el centro de operaciones de emergencia del FBI en el Presidio.
—¡Dusty está en San Francisco! —gritó Melanie histéricamente.
—No, no está aquí —replicó Priest—. Quizá estuvo cuando se tomó la entrevista. Pero se encuentra a kilómetros de aquí. —¡Eso no lo sabes!
—Naturalmente que lo sé. Y tú también. Michael cuida de su chico.
—Me gustaría poder estar segura —dijo Melanie con voz ostensiblemente temblorosa.
—Haz una taza de café —encargó Priest, sólo para que se entretuviera con algo.
—Muy bien.
Melanie tomó el cazo de encima del hornillo y fue a llenarlo de agua en el grifo del lavabo.
Judy consultó el reloj. Eran las seis y media. Sonó el teléfono.
Cayó el silencio sobre la estancia.
Judy cogió bruscamente el auricular, se le escapó de la mano, soltó un taco, lo cogió de nuevo y se lo llevó al oído.
—¿Sí?
El operador de la centralita dijo:
—Melanie Quercus pregunta por su esposo.
«¡Gracias a Dios!» Melanie hizo una seña a Raja. —Localiza la llamada.
Raja ya estaba hablando por su teléfono.
—Pásala —dijo Judy al operador.
Todos los mandamases del estrado de la cúpula se congregaron alrededor de la silla de Judy. Guardaban silencio mientras aguzaban el oído.
«Ésta puede ser la llamada telefónica más importante de mi vida.»
Se produjo un clic en la línea. Judy se esforzó para que su voz sonara tranquila:
—Aquí la agente Maddox. —¿Dónde está Michael?
Melanie parecía tan asustada y perdida que Judy experimentó un ramalazo de compasión hacia ella. No parecía más que una madre ridícula preocupada por su hijo.
«Vuelve a la realidad, Judy. Esta mujer es una homicida.» Judy endureció su corazón.
—¿Dónde está usted, Melanie?
—Por favor —susurró Melanie—. Sólo dígame a dónde han llevado a Dusty.
—Hagamos un trato —repuso Judy—. Le garantizaré que Dusty está bien… si, a cambio, me dice dónde está el vibrador sísmico.
—¿Puedo hablar con mi marido?
—¿Está usted con Ricky Granger? Me refiero a Priest.
—Sí.
—¿Y tienen el vibrador sísmico, dondequiera que estén?
—Sí.
«Entonces ya casi os he echado el guante.»
—Melanie… ¿de veras quiere usted matar a todas esas personas?
—No, pero tenemos que…
—No podrá cuidar de Dusty mientras está en la cárcel. Se perderá verle crecer. —Judy oyó un sollozo en el otro extremo de la línea—. Sólo podrá verle a través del cristal de separación.
Para cuando haya salido usted de prisión, será un hombre hecho y derecho que no la conocerá.
Melanie estaba llorando.
—Dígame dónde está, Melanie.
En la espaciosa sala de baile, el silencio era total. Nadie se movía.
Melanie susurró algo, pero Judy no pudo entenderlo.
—¡Hable más alto!
En el otro extremo de la línea, al fondo, un hombre gritó:
—¿A quién coño estás llamando?
—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Dígame dónde está!
El hombre rugió:
—¡Dame ese maldito teléfono celular!
—Diarios… —articuló Melanie. Y luego chilló. Un segundo después se cortaba la comunicación.
—Está en algún punto de la orilla de la bahía —dijo Raja—, al sur de la ciudad.
—¡Eso no es suficiente! —se lamentó Judy.
—¡No pueden ser más precisos!
—¡Mierda!
—Silencio todo el mundo —dijo Stuart Cleever—. Pasaremos la cinta dentro de un momento. Primero, ¿dio alguna pista, Judy?
—Al final dijo algo. Me sonó como «Diarios». Carl, comprueba si hay alguna calle que se llame Diarios o algo por el estilo.
—Buscaremos también alguna empresa comercial —terció Raja—. Pueden estar en el garaje de algún edificio de oficinas.
—Hazlo.
Cleever golpeó la mesa, a impulsos de la frustración.
—¿Qué la hizo colgar?
—Creo que Granger la sorprendió al teléfono y le arrancó el aparato de la mano.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Me gustaría dar una vuelta por el aire. Podemos sobrevolar la línea de la costa. Michael puede acompañarme y señalar por dónde corre la línea de la falla. Quizá localicemos el vibrador sísmico.
—Adelante —concedió Cleever.
Con ojos llenos de furia, Priest contempló a Melanie, que se encogió agachada contra la sucia taza del lavabo. Había intentado traicionarle. Si Priest hubiese tenido una pistola, le habría descerrajado un tiro allí mismo. Pero el revólver que se llevó de Los Álamos estaba en el vibrador sísmico, debajo del asiento del conductor.
Arrebató a Melanie el teléfono de la mano, se lo puso en el bolsillo de la camisa y trató de calmarse. Eso era algo que le había enseñado Star. De joven se había dejado llevar por los arrebatos de furia, sabedor de que eso acobardaba a los demás, porque es más fácil tratar con las personas cuando están asustadas. Pero Star le había enseñado que relajarse, respirar adecuadamente y «pensar» daba mejores resultados a la larga.
Trató de calcular los daños que podía haber ocasionado Melanie. ¿Consiguió el FBI rastrear la llamada? ¿Podían localizar el punto donde se encontraba un móvil? Él tenía que dar por supuesto que sí eran capaces de hacerlo. En cuyo caso no tardaría el barrio en verse invadido por coches patrulla lanzados a la búsqueda de un vibrador sísmico.
El tiempo se le había agotado. La ventana sísmica se abría a las seis cuarenta. Miró su reloj: eran las seis treinta y cinco. Al diablo con la hora límite de las siete… tenía que desencadenar el terremoto lo antes posible.
Salió del lavabo. El vibrador sísmico estaba en medio de la vacía nave del almacén, de cara a la puerta de entrada. Saltó a la cabina del conductor y puso el motor en marcha.
En el mecanismo de vibración la presión tardaba un par de minutos en alcanzar la cantidad precisa. Miró con impaciencia los manómetros. «¡Vamos! ¡Vamos!» Por fin, las agujas llegaron al verde.
Se abrió la portezuela del pasajero y Melanie subió.
—¡No lo hagas! —gritó—. ¡No sé dónde está Dusty!
Priest alargó la mano hacia la palanca que bajaba la plancha del vibrador hasta el suelo.
Melanie se la apartó de un manotazo.
—¡Por favor, no!
Priest le cruzó la cara con el dorso de la mano. Melanie chilló y la sangre brotó de sus labios.
—¡Quítate de en medio, maldita sea! —le gritó Priest.
Accionó la palanca y la plancha descendió. Melanie estiró el brazo y volvió a levantar la palanca hasta su posición inicial.
Priest lo vio todo rojo. Arreó otro guantazo a Melanie.
Ella aulló y se cubrió la cara con las manos, pero no se apartó. Priest bajó de nuevo la palanca.
—Por favor —rogó Melanie—. No lo hagas.
«¿Qué voy a hacer con esta estúpida zorra?» Se acordó del revólver. Estaba debajo de su asiento. Bajó la mano y lo cogió. Era demasiado grande. Un arma incómoda en aquel espacio tan reducido. Encañonó a Melanie.
—¡Baja del camión! —ordenó.
Ante la sorpresa de Priest, Melanie alargó de nuevo la mano y, con el cuerpo apretado contra el cañón del arma, levantó la palanca.
Priest apretó el gatillo.
La detonación retumbó ensordecedora en la pequeña cabina del camión.
Durante una fracción de segundo, una ínfima parte del cerebro de Priest experimentó un sobresalto de dolor al comprender que había destrozado el hermoso cuerpo de Melanie, pero en seguida disolvió tal sentimiento.
Melanie salió despedida hacia atrás en la cabina. La portezuela aún estaba abierta y la mujer atravesó el hueco para caer contra el piso del almacén con un deprimente golpe sordo.
Priest no se entretuvo en comprobar si estaba muerta. Tiró de la palanca por tercera vez.
Despacio, la plancha descendió hasta el suelo.
Cuando entró en contacto con el piso, Priest puso en marcha la máquina.
El helicóptero tenía cuatro plazas. Judy iba sentada junto al piloto, Michael detrás. Cuando volaban hacia el sur, a lo largo de la ribera de la bahía de San Francisco, Judy oyó por los auriculares la voz de una de las alumnas ayudantes de Michael, que llamaba desde el puesto de mando.
—¡Michael! ¡Aquí, Paula! ¡Se ha puesto en marcha… un vibrador sísmico!
El miedo dejó helada a Judy. «¡Creí que teníamos más tiempo!» Echó una ojeada a su reloj: eran las siete menos cuarto. Aún faltaban quince minutos para que se cumpliera el plazo dado por Priest. La llamada de Melanie debió impulsarle a adelantar el cumplimiento de su amenaza.
—¿Temblores en el sismógrafo? —preguntaba Michael.
—No… hasta hora, sólo el vibrador sísmico. «Aún no hay terremoto. Gracias a Dios.»
Judy gritó por el micrófono:
—¡Danos la situación, en seguida!
—Un momento, las coordenadas están apareciendo ahora. Judy cogió un mapa.
«¡Rápido, rápido!»
Un prolongado instante después, Paula leyó los números que aparecían en su pantalla. Judy localizó la situación en el mapa. Indicó al piloto:
—Tres kilómetros al sur, luego unos cuatrocientos cincuenta metros tierra adentro.
El estómago le dio un salto y se le puso en la garganta cuando el helicóptero emprendió una zambullida en el aire y cobró velocidad. Sobrevolaban un barrio portuario, sembrado de fábricas abandonadas y cementerios de coches. Hubiera sido un distrito tranquilo en un domingo normal: hoy estaba desierto. Judy exploró el horizonte, buscando un camión que pudiera llevar encima un vibrador sísmico.
Por el sur divisó dos coches patrulla de la policía que rodaban a toda velocidad hacia el mismo punto. Al volver la cabeza hacia el oeste, localizó la furgoneta del FBI SWAT, que se aproximaba. Detrás, en el Presidio, los demás helicópteros estarían despegando, llenos de agentes armados. Pronto, la mitad de los vehículos de las fuerzas de la ley y el orden de California del Norte se dirigirían a las coordenadas cartográficas que Paula les había dado.
Michael dijo por el micrófono:
—¡Paula! ¿Qué ocurre en tu pantalla?
—Nada… El vibrador está operando, pero no surte ningún efecto.
—¡A Dios gracias! —exclamó Judy.
—Si se atiene a sus pautas anteriores —dijo Michael—, trasladará el camión unos cuatrocientos metros y probará de nuevo.
—Ya está —dijo el piloto—. Llegamos a las coordenadas.
El helicóptero empezó a volar en círculo.
Judy y Michael miraron frenéticamente hacia abajo, en busca del vibrador sísmico.
En tierra, nada se movía.
Priest maldijo.
La maquinaria vibradora estaba funcionando, pero no se producía ningún terremoto.
Eso mismo había ocurrido antes, las dos veces. Melanie había reconocido que ignoraba por qué funcionaba en algunos lugares y en otros no. Probablemente eso tenía relación con las distintas clases de subsuelo. Las dos veces anteriores, el vibrador desencadenó un terremoto al tercer intento. Pero en esta ocasión Priest necesitaba realmente que la suerte le acompañase a la primera.
No fue así.
Hirviendo de frustración, cortó el funcionamiento del mecanismo y levantó la plancha.
Tenía que cambiar de sitio el camión.
Se apeó de un salto. Brincó por encima de Melanie, que permanecía desplomada contra la pared, desangrándose sobre el piso de hormigón, y corrió hasta la entrada. Había un par de altas y anticuadas puertas, que se plegaban hacia atrás para admitir el paso de vehículos. Uno de los paneles tenía una puerta más pequeña, de las proporciones adecuadas para las personas. Priest la abrió.
Encima de la entrada de un pequeño almacén Judy vio un letrero que decía: «Diarios Perpetuos». Creía recordar que Melanie había dicho «Diarios».
—¡Ahí es! —gritó—. ¡Baja!
El helicóptero descendió rápidamente. Esquivó los cables de una línea eléctrica que iban de un poste a otro por las orillas de la calzada y tomó tierra en mitad de la calle desierta.
En cuanto notó el contacto de los patines contra el suelo, Judy abrió la puerta del helicóptero.
Priest asomó la cabeza.
Un helicóptero aterrizaba en medio de la calle. Mientras miraba, alguien se apeó del aparato. Era una mujer con un parche en la cara. Reconoció a Judy Maddox.
Dejó escapar una palabrota que ahogó el ruido del helicóptero.
No tenía tiempo para abrir la puerta.
Se precipitó de vuelta al camión y puso el motor en marcha atrás. Retrocedió cuanto pudo dentro del almacén y frenó el vehículo cuando el parachoques posterior tropezó con la pared. Luego puso la primera. Aumentó las revoluciones y luego soltó el embrague de golpe. El camión dio un salto hacia delante.
Priest pisó el acelerador a fondo. El motor chirrió, el enorme camión adquirió velocidad a lo largo del espacio del almacén y finalmente hizo astillas la vieja puerta de madera.
Judy Maddox estaba de pie frente a la puerta, con el arma en la mano. El sobresalto y el temor aparecieron en su rostro cuando el camión atravesó la hoja de madera. Una sonrisa salvaje decoró el semblante de Priest mientras avanzaba sobre la muchacha. Judy saltó a un lado y el camión no la alcanzó por un par de centímetros.
El helicóptero estaba en medio de la calle. Un hombre se bajaba de él. Priest reconoció a Michael Quercus.
Torció el volante para dirigirse hacia el helicóptero, cambió la marcha y aceleró.
Judy rodó sobre sí misma, apuntó a la portezuela del conductor y apretó el gatillo dos veces. Creyó haber alcanzado algo, pero no logró detener el camión.
El helicóptero se remontó con rapidez. Michael corrió hacia un lado de la calzada.
Judy supuso que Granger confiaba en alcanzar los patines de aterrizaje del helicóptero, como había hecho en Felicitas, pero esta vez el piloto fue demasiado listo para él y se elevó lo bastante como para que el camión sólo encontrara aire a su paso por el espacio donde segundos antes estaba la aeronave.
Pero, en su precipitación, el piloto olvidó los cables eléctricos del borde de la calle.
Cinco o seis la cruzaban entre los altos postes. La hoja del rotor tropezó con ellos y cortó algunos. Al helicóptero le falló el motor. La presión hizo que uno de los postes se inclinara y acabara por venirse abajo. La pala del rotor volvió a girar libremente, pero el helicóptero perdió su impulso ascendente y se fue a parar al suelo con impresionante estrépito.
A Priest aún le quedaba una esperanza.
Si conseguía recorrer cuatrocientos metros, bajar la plancha y poner en funcionamiento el vibrador sísmico, acaso pudiera provocar un terremoto antes de que el FBI le atrapase. Y en el caos que desencadena un movimiento sísmico, muy bien podía escapar, como ya había hecho antes. Dobló el volante y se lanzó calle abajo.
Judy disparó de nuevo cuando el camión maniobró para evitar el helicóptero caído. Alimentaba la esperanza de alcanzar a Granger o alguna parte esencial del motor, pero no tuvo suerte. El camión traqueteó por la calzada sembrada de baches.
Judy miró al accidentado helicóptero. El piloto no se movía. Volvió la cabeza hacia el vibrador sísmico, que iba adquiriendo velocidad gradualmente.
«¡Lo que daría por tener un fusil!» Michael corrió hacia ella.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó ella. Tomó una decisión—. Mira a ver si puedes ayudar al piloto… yo iré tras Granger. Michael titubeó.
—Está bien —dijo al final.
Judy enfundó la pistola y echó a correr en pos del camión. Era un vehículo lento, al que le costaba bastante acelerar. Al principio, Judy acortó distancias rápidamente. Luego Granger cambió de marcha y el camión cobró velocidad. Judy corrió con todas sus fuerzas, mientras le latía el corazón violentamente y el pecho empezaba a dolerle. En su parte trasera el camión llevaba una rueda de repuesto. Judy continuaba ganando terreno, pero ya no tan deprisa. Justo cuando creía que no iba a alcanzarlo, Granger cambió de marcha y la momentánea reducción de velocidad permitió a Judy, apretando un poco más el ritmo, saltar hacia la puerta posterior del vehículo.
Logró poner un pie en el parachoques y agarrarse a la rueda de repuesto. Durante un aterrador momento temió resbalar y caer; y al mirar abajo vio que el firme de la carretera se desplazaba a velocidad creciente. Pero se las arregló para mantenerse allí. Trepó hasta un espacio horizontal entre depósitos y válvulas que salían de la maquinaria. Se tambaleó mientras trataba de conservar el equilibrio, estuvo a punto de caer y se enderezó.
Ignoraba si Granger la había visto.
Mientras el camión estuviese en movimiento, no podría poner en marcha el vibrador sísmico, de modo que Judy continuó donde estaba, con el corazón palpitándole vertiginosamente, a la espera de que Granger se detuviera.
Pero la había visto.
Oyó el tintineo de cristales rotos y vio asomar el cañón de un revólver por la ventanilla posterior de la cabina del conductor. Se agachó instintivamente. Un segundo después oyó rebotar un proyectil contra el depósito que tenía al lado. Se inclinó hacia la izquierda, para situarse inmediatamente detrás de Granger, y se agazapó lo más bajo que pudo, con el corazón en la boca. Entonces Granger pareció darse por vencido.
Pero no era así.
El camión dio un frenazo brusco. Judy salió despedida hacia delante y chocó de cabeza contra un tubo. A continuación, Granger torció violentamente a la derecha. Judy se vio propulsada hacia un lado y durante un momento terrible creyó que iba a morir estrellada contra la superficie del duro pavimento de la calle, pero se las arregló para aguantarse encima del camión. Vio que Granger se dirigía en línea recta, de forma suicida, hacia el muro de ladrillos de una fábrica abandonada. Judy se aferró a un depósito.
En el último momento, Granger frenó y dobló el volante, pero lo hizo una fracción de segundo demasiado tarde. Evitó el impacto frontal, pero el guardabarros se hundió en la obra de ladrillo con un prolongado chasquido de metal que se abolla y de cristales que saltan hechos añicos. Judy sintió un dolor agónico en las costillas cuando su cuerpo chocó contra el depósito al que se había agarrado. Luego salió despedida por el aire.
Durante unos minutos estuvo totalmente desorientada. Después cayó contra el suelo, aterrizando sobre el costado izquierdo. Se quedó completamente sin aliento, hasta el punto de que ni siquiera pudo gritar de dolor. La cabeza rebotó contra el firme de la calzada, el brazo izquierdo se le había quedado entumecido y el pánico paralizaba su cerebro.
Un par de segundos después empezó a aclarársele la cabeza. Estaba dolorida, pero podía moverse.
El chaleco antibalas había contribuido a protegerla. Los pantalones de pana negros estaban desgarrados y le sangraba una rodilla, pero no era nada grave. También le sangraba la nariz: se había vuelto a abrir la herida que Granger le produjo el día anterior.
Había caído cerca de la esquina trasera del camión, junto a sus enormes ruedas dobles. Si Granger retrocedía en marcha atrás cosa de un metro, la mataría. Rodó sobre sí misma lateralmente, manteniéndose detrás del camión, pero apartándose de sus gigantescos neumáticos. El esfuerzo envió ráfagas de dolor agudo a través de sus costillas, y maldijo.
El camión no dio marcha atrás. Granger no trató de atropellarla. Quizá ni siquiera había visto dónde cayó.
Judy miró a un lado y otro de la calle. Vio que Michael bregaba para sacar al piloto del aparato estrellado, a cuatrocientos metros de distancia. En la otra dirección no se vislumbraba el menor rastro de la furgoneta del SWAT ni de los coches de la policía que había avistado desde el aire, ni de ningún otro helicóptero del FBI. Probablemente estarían a escasos segundos de allí…, pero ella no tenía segundos que perder.
Consiguió arrodillarse y sacó su arma. Esperaba que Granger saltase fuera de la cabina para rematarla a tiros, pero no lo hizo.
Mediante penosos esfuerzos se puso en pie.
Si se acercaba por el lado del conductor, Granger seguramente la vería por su espejo retrovisor. Fue al otro lado y se arriesgó a asomar la cabeza por detrás de la caja del camión. Por allí también había un retrovisor enorme.
Se dejó caer de rodillas, echó cuerpo a tierra y se arrastró por debajo del camión.
Siguió avanzando hasta encontrarse casi inmediatamente debajo de la cabina del conductor.
Oyó un ruido nuevo por encima de su cabeza y se preguntó qué sería. Al mirar hacia arriba vio una gigantesca plancha de acero encima de ella.
Descendía hacia donde estaba.
Rodó de lado a toda velocidad. Se le quedó atascado el pie en una de las ruedas traseras. Durante unos espantosos segundos, forcejeó para liberarse mientras la plancha bajaba de modo inexorable. Le rompería la pierna como si fuera la de un muñeco de plástico. En el último momento logró sacar el pie del zapato, retirar la pierna y rodar más allá de debajo del camión.
Estaba en terreno abierto. Granger la vería de un momento a otro. Si se asomaba por la portezuela del pasajero, con el arma en la mano, podría coserla a balazos fácilmente.
En los oídos de Judy resonó una explosión semejante a la de una bomba y el suelo se estremeció con violencia. Granger había puesto en funcionamiento el vibrador.
Tenía que detenerlo. Pensó fugazmente en la casa de Bo. En su imaginación, la vio desmoronarse y venirse abajo, luego toda la calle se fue derrumbando.
Apretándose el costado con la mano izquierda, para aliviar el dolor en lo posible, se obligó a ponerse en pie.
Dos pasos la llevaron a la portezuela más próxima. Necesitaba abrirla con la mano derecha, a fin de poder levantar la pistola con la izquierda —podía disparar con cualquiera de las dos manos— y apuntar al cielo.
«Ahora.»
Se puso en el estribo de un salto, accionó el picaporte y abrió. Quedó frente a Richard Granger, cara a cara. Pareció tan asustado como ella.
Judy le encañonó con la pistola empuñada con la mano izquierda.
—¡Párelo! —chilló Judy—. ¡Párelo!
—De acuerdo —dijo Granger, sonrió y llevó la mano debajo del asiento.
La sonrisa puso en guardia a Judy. Supo que no iba a parar el vibrador. Se dispuso a dispararle.
Nunca había disparado contra nadie.
La mano de Granger se alzó con un revólver que parecía salido del salvaje Oeste.
Cuando el largo cañón giraba hacia ella, Judy apuntó su pistola a la cabeza de Granger y apretó el gatillo.
El proyectil le dio en la cara, junto a la nariz.
Granger hizo su disparo un segundo después. El fogonazo y el ruido de la doble detonación fue terrorífico. Judy sintió un dolor que le abrasó la sien derecha.
Entraron en juego años de adiestramiento. Le habían enseñado a disparar siempre dos veces y sus músculos lo recordaron. De modo automático volvió a apretar el gatillo. Esa vez le alcanzó en el hombro. El borbotón de sangre manó de inmediato. Granger giró hacia un lado, cayó de espaldas contra la portezuela y el revólver se le escapó de los dedos inertes.
«¡Oh, Jesús! ¿Así ocurre todo cuando uno mata a alguien?» Judy notó que su propia sangre le resbalaba por la mejilla derecha. Luchó para dominar la oleada de debilidad y náuseas. Mantuvo la pistola apuntada sobre Granger.
La máquina aún seguía vibrando.
Miró la masa de palancas e indicadores. Acababa de disparar contra la única persona que conocía el modo de parar aquello. El pánico se abatió sobre Judy. Lo combatió. «Debe de haber una llave.»
La había.
Alargó la mano por encima del cuerpo inerte de Ricky Granger y la accionó.
De pronto, silencio e inmovilidad.
Miró a lo largo de la calle. Delante del almacén de Diarios Perpetuos, el helicóptero estaba envuelto en llamas. «¡Michael!»
Abrió la portezuela del camión, mientras se esforzaba en conservar los sentidos. Se daba cuenta de que había algo que debía hacer, algo importante, antes de ir a ayudar a Michael, pero no lograba determinar qué era. Abandonó el intento de recordarlo y se apeó del camión.
Se fue acercando el ulular de una distante sirena y vio un coche patrulla que llegaba. Agitó el brazo.
—FBI —anunció débilmente—. Lléveme a ese helicóptero. Abrió la portezuela y se dejó caer dentro del vehículo.
El policía cubrió los cuatrocientos metros que los separaban del almacén y se detuvo a una distancia segura del incendiado helicóptero. Judy se bajó. No vio a nadie dentro de la aeronave.
—¡Michael! —gritó—. ¿Dónde estás?
—¡Aquí! —Estaba detrás de las puertas reventadas del almacén, inclinado sobre el piloto. Judy corrió hacia él—. Este muchacho necesita ayuda —dijo Michael. La miró a la cara—. ¡Cielos, tú también!
—No me pasa nada —repuso Judy—. La ayuda está ya en camino. —Sacó su teléfono celular y llamó al puesto de mando. Se puso Raja.
Judy —dijo el agente—, ¿qué está ocurriendo? —¡Dímelo tú, por los clavos de Cristo!
—El vibrador se paró.
—Ya lo sé, lo paré yo. ¿Algún seísmo? —No. Nada en absoluto.
Judy se desplomó, aliviada. Había detenido a tiempo la máquina. No habría terremoto.
Se apoyó en la pared. Se sentía sin fuerzas. Luchó para mantenerse en pie.
No experimentaba ningún sentimiento triunfal, ninguna sensación de victoria. Acaso llegara después, cuando estuviera con Raja, Carl y los demás en el bar de Everton. Pero en aquel momento se sentía vacía, agotada.
Llegó otro coche patrulla y un oficial se apeó de él.
—Teniente Forbes —se presentó—. ¿Qué demonios ha ocurrido aquí? ¿Dónde está el criminal?
Judy señaló calle abajo, hacia el vibrador sísmico.
—Está en la parte delantera de ese camión —dijo—. Muerto.
—Echaré una mirada.
El teniente subió a su automóvil y arrancó calle abajo. Michael había desaparecido. Judy entró en el almacén, buscándole.
Lo vio sentado en el suelo de hormigón, en medio de un charco de sangre. Pero él estaba ileso. Sostenía en sus brazos a Melanie. La cara de la mujer estaba incluso más pálida que de costumbre y la sangre de una espantosa herida del pecho empapaba su ceñida camiseta de manga corta.
El dolor contraía el rostro de Michael.
Judy fue hasta él y se arrodilló a su lado. Intentó percibir algún latido en el cuello de Melanie. No lo había.
—Lo siento, Michael —dijo—. ¡Lo siento mucho!
Michael tragó saliva.
—¡Pobre Dusty! —articuló.
Judy le tocó la cara.
—Lo superará —le animó.
El teniente Forbes reapareció instantes después.
—Perdone, señora —dijo cortésmente—. ¿Dijo usted que había un hombre muerto en ese camión?
—Sí —repuso Judy—. Le disparé yo.
—Bueno —dijo el policía—, pues ahora no está.
Condenaron a Star a diez años de privación de libertad.
Al principio, la cárcel fue una tortura. Verse sometida a una existencia estrictamente reglamentada constituía un infierno para alguien cuya vida estuvo siempre centrada en la libertad. Luego, una guapa celadora llamada Jane se enamoró de ella, le proporcionó artículos de belleza, libros y marihuana, y las cosas empezaron a mejorar.
A Flower la acomodaron con unos padres adoptivos, un ministro metodista y su esposa. Eran personas bondadosas que jamás llegaron a entender, a hacerse cargo de la procedencia de Flower. La chica echaba de menos a sus padres, no progresaba en el colegio y tuvo más problemas con la policía. Posteriormente, un par de años después, encontró a su abuela. Veronica Nightingale sólo tenía trece años cuando alumbró a Priest, así que la abuela se encontraba alrededor de los sesenta y cinco cuando Flower dio con ella. Regentaba una tienda de Los Angeles en la que vendía juguetes sexuales, ropa interior y vídeos pornográficos. Tenía un piso en Beverly Hills, conducía un coche deportivo rojo y le contaba a Flower historias acerca de su papá cuando era niño. Flower abandonó al ministro y a su esposa y se fue a vivir con la abuela.
Oaktree desapareció. Judy sabía que, en Felicitas, una cuarta persona iba en el Barracuda y llegó a reunir todas las piezas relativas al papel que esa persona desempeñó en el caso. Obtuvo un juego completo de huellas digitales de la misma, que sacó del taller de carpintería del hombre en la comuna. Pero nadie sabía adónde fue. Sin embargo, sus huellas dactilares aparecieron dos años después en un coche robado que se utilizó en el atraco a mano armada de un banco de Seattle. La policía no sospechó de él, porque contaba con una coartada sólida, pero Judy recibió automáticamente una notificación. Cuando revisó el expediente con el fiscal de Estados Unidos —su viejo amigo Don Riley, ahora casado con una vendedora de seguros— ambos comprendieron que el caso contra Oaktree por su participación en los delitos de El martillo del Edén tenía una base muy débil, por lo que decidieron dejarle en paz.
Milton Lestrange falleció de cáncer. Brian Kincaid se retiró. Marvin Hayes presentó la dimisión y aceptó el cargo de director de seguridad de una cadena de supermercados.
Michael Quercus se hizo moderadamente famoso. Gracias a su buena presencia física y a que explicaba sismología con atractiva amenidad, los programas de televisión solían llamarle a él en primer lugar cuando necesitaban a alguien que hablase acerca de los terremotos. Su negocio prosperó.
Ascendieron a Judy a supervisora. Se fue a vivir con Michael y Dusty. Cuando la empresa de Michael empezó a resultar rentable y a obtener buenos ingresos, compraron juntos una casa y decidieron tener un hijo. Al cabo de un mes, Judy quedó embarazada, así que se casaron. Bo lloró en la boda.
Judy averiguó cómo se las arregló Granger para escapar.
La herida de la cara parecía espantosa, pero no era grave. El balazo del hombro le seccionó una vena y la repentina pérdida de sangre le hizo perder la consciencia. Judy debió haberle tomado el pulso antes de acudir en ayuda de Michael, pero la pérdida de sangre provocada por las heridas la había debilitado y confundido, por lo que no actuó de acuerdo con los principios de la práctica habitual.
La postura contraída de Granger hizo que la presión sanguínea volviera a ascender y que recobrara el conocimiento segundos después de haberlo perdido. Arrastrándose, dobló la esquina de la calle Tercera, donde tuvo la suerte de tropezarse con un automóvil detenido ante un semáforo. Subió al vehículo, encañonó con el revólver al conductor y le ordenó que le llevase fuera de la ciudad. Por el camino, utilizó el móvil de Melanie para llamar a Paul Beale, el embotellador de vino asociado a las actividades delictivas de Granger desde los viejos tiempos. Beale le proporcionó la dirección de un médico ilegal.
Granger obligó al conductor a dejarle en la esquina de una calle de mala nota, en un barrio bajo. (El traumatizado ciudadano se fue a casa, telefoneó a la comisaría local, se encontró con que estaban comunicando y no informó del incidente hasta el día siguiente.) El médico, un cirujano expulsado del Colegio, adicto a la morfina, curó a Granger. Granger pernoctó en el piso del médico y se marchó a la mañana siguiente.
Judy nunca llegó a descubrir adónde fue después.