20

En el momento en que Judy entraba en el club de oficiales, a las siete de la tarde, Raja Jan corría hacia la puerta.

Se detuvo en seco al ver a Judy.

—¿Qué te ha pasado?

«¿Que qué me ha pasado? No conseguí evitar el terremoto, me equivoqué respecto al lugar donde se escondía Melanie Quercus y Ricky Granger se me escapó delante de mis narices. Lo he echado todo a perder, mañana se producirá otro seísmo, morirán más personas, y todo por culpa mía.»

—Ricky Granger me sacudió un puñetazo en la nariz —dijo. Una venda le cruzaba la cara. Las pastillas que le habían dado en el hospital de Sacramento aliviaron el dolor físico, pero se sentía hundida y desalentada—. ¿Adónde vas tan deprisa?

—Buscábamos un álbum titulado Llueven Margaritas Frescas, ¿te acuerdas?

—Claro. Confiaba en que pudiera conducirnos a la mujer que llamó al programa de John Truth.

—He localizado una copia… Y aquí mismo, en la ciudad. En una tienda llamada El vinilo de Vic. —¡Que le den una estrella de oro a este agente! Judy sintió que recobraba todas las energías. Aquélla podía ser la pista que le hacía falta. No era gran cosa, pero la llenó de renovada esperanza. Tal vez quedaba aún una posibilidad de evitar otro terremoto—. Voy contigo.

Subieron al sucio Dodge Colt de Raja. Una capa de envoltorios de caramelos alfombraba el piso del vehículo. Raja salió como un cohete del aparcamiento y se dirigió a Haight-Ashbury.

—El dueño de la tienda se llama Vic Plumstead —informó mientras manejaba el volante—. Cuando fui allí hace un par de días no estaba y me atendió un chico que trabaja allí por horas; me dijo que no creía que tuvieran el disco en cuestión, pero que preguntaría al jefe. Le dejé una tarjeta, y Vic me llamó hace cosa de cinco minutos.

—¡Por fin, una chispa de suerte!

—El disco lo lanzó en 1969 un sello de San Francisco, Vías Trascendentales. Obtuvo cierta publicidad y vendió unas cuantas copias en la zona de la Bahía, pero la casa discográfica no logró ningún otro éxito, quebró y dejó el negocio al cabo de unos meses.

La euforia de Judy se enfrió.

—Eso significa que no hay archivos en los que encontrar algún indicio que nos lleve a donde la mujer esté ahora.

—Quizá el propio álbum nos proporcione algo.

El vinilo de Vic era una tiendecita llena a rebosar de discos viejos. En medio del establecimiento, unos cuantos estantes de venta convencionales se veían abrumados por montones de cajas de cartón y cestas de fruta que llegaban hasta el techo. El lugar olía igual que una polvorienta biblioteca antigua. Había un solo cliente, un hombre con tatuajes y pantalones cortos de cuero, que examinaba uno de los primeros álbumes de David Bowie. Al fondo, un hombre bajito y delgado con ceñidos vaqueros azules y camisa de manga corta teñida permanecía al lado de una caja registradora y sorbía café de una jarra en la que se leía: «¡Legalízalo!».

Raja se presentó.

—Debes de ser Vic. Hablé por teléfono contigo hace unos minutos.

Vic se los quedó mirando. Parecía sorprendido.

—Por fin, el FBI llega a mi casa… —dijo— ¿y se trata de dos orientales? ¿Qué ha pasado?

—Yo soy la muestra no blanca —explicó Raja— y ella es la muestra femenina. Cada despacho del FBI tiene su correspondiente representación de cada uno, como norma. Todos los demás agentes son hombres blancos con el pelo corto.

—Ah, bueno. —Vic parecía desconcertado. No sabía si Raja bromeaba o hablaba en serio.

—¿Qué hay de ese disco? —terció Judy, impaciente.

—Aquí está.

Vic se apartó y Judy vio el tocadiscos que estaba detrás de la caja registradora. El hombre llevó el brazo del aparato por encima del disco y bajó la aguja. Un rasgueo de guitarra en plan estallido dio paso a una pista sorprendentemente reposada de jazz-funk con acordes de piano sobre un complejo repique de batería. Luego entró la voz de la mujer:

Me derrito

Me siento derretir

Fundirse

Es volverse mas suave.

—Creo que es lo que se dice significativa a tope —ponderó Vic.

Judy pensó que era auténtica basura, pero eso le tenía sin cuidado. Lo que importaba es que se trataba de la voz de la cinta de John Truth, sin la menor duda. Más joven, más clara, más suave, pero con el mismo inconfundible tono bajo, sensual.

—¿Tiene la carátula? —preguntó, apremiante.

—Claro.

Vic se la tendió.

Se curvaba en las esquinas, y el revestimiento de plástico transparente se despegaba de la cartulina brillante. La portada llevaba un intrincado dibujo multicolor que fatigaba la vista. Las palabras Llueven Margaritas Frescas apenas podían distinguirse. La parte posterior estaba sucia y llevaba en la esquina superior derecha una rosca de café y frutas.

Los textos de la funda empezaban: «La música abre las puertas que dan paso a universos paralelos…».

Judy se saltó las palabras. En la parte inferior había una hilera de cinco fotografías monocromo, sólo bustos, de cuatro hombres y una mujer. Leyó los epígrafes:

Dave Rolands, teclado

Ian Kerry, guitarra

Ross Muller, bajo

Jerry Jones, batería

Stella Higgins, poesía.

Judy enarcó las cejas.

—Stella Higgins —dijo, exaltada—. ¡Creo que he oído antes ese nombre! —Estaba segura, pero no conseguía recordar dónde. Quizá era que deseaba creer eso—. Contempló la pequeña fotografía en blanco y negro. Veía una joven de alrededor de veinte años, de sonrisa voluptuosa y rostro enmarcado por una ondulada cabellera morena, con la boca amplia y generosa que Simon Sparrow había vaticinado.

—Era guapa —murmuró Judy, casi para sí.

Buscó en aquellas facciones los rasgos de locura que pudieran impulsar a una persona a amenazar con provocar un terremoto, pero no vio indicio alguno de ellos. Todo lo que veía era una mujer llena de vitalidad y esperanza. «¿Qué fue lo que torció tu vida?»

—¿Puede prestarnos esto? —preguntó Judy. Vic puso cara hosca.

—Estoy aquí para vender discos, no para dejarlos —replicó. Judy no iba a ponerse a discutir.

—¿Cuánto?

—Cincuenta pavos.

—Vale.

El tendero paró el tocadiscos, retiró la placa y la introdujo en la funda. Judy le pagó.

De regreso en el coche de Raja, Judy comentó:

—Stella Higgins. ¿Dónde he oído ese nombre?

Raja meneó la cabeza.

—A mí no me suena de nada.

Cuando se apearon del automóvil, Judy entregó el álbum a Raja.

—Haz copias de su foto y que circulen por los departamentos de policía —aleccionó—. Pásale el disco a Simon Sparrow. Nunca se sabe lo que puede salir de él.

Entraron en el puesto de mando. La gran sala de baile parecía estar ahora rebosante de gente. En el estrado de la cúpula habían añadido otra mesa. Entre las personas que se arracimaban allí se veían varios trajes más, Judy supuso que de peces gordos de la sede del FBI en Washington, aparte de personalidades del municipio, del estado y de las agencias federales de emergencia administrativa. Se dirigió a la mesa del equipo de investigación. La mayor parte del personal trabajaba al teléfono, siguiendo pistas. Judy le preguntó a Carl Theobald.

—¿En qué estás?

—Observaciones de Plymouth Barracudas de color pardo.

—Tengo algo mejor para ti. Debe de haber una guía telefónica de California en CD-ROM. Busca el nombre de Stella Higgins.

—¿Y si doy con él?

—La llamas y compruebas si su voz suena como la de la cinta de John Truth.

Judy se sentó frente a un ordenador y emprendió una búsqueda por los archivos de antecedentes criminales. Había allí una tal Stella Higgins. La habían multado por posesión de marihuana y tenía una sentencia en suspenso por agredir a un funcionario de policía en el curso de una manifestación. Su fecha de nacimiento coincidía, más o menos, y estaba domiciliada en la calle Haight. La base de datos no incluía ninguna foto, pero todo indicaba que era la mujer que estaban buscando.

Sin embargo, las condenas databan de 1968, y desde entonces no había nada.

El historial de Stella era como el de Ricky Granger, que había desaparecido del radar al iniciarse la década de los setenta.

Judy imprimió el expediente y lo clavó en el tablero de sospechosos. Encargó a un agente que fuese a comprobar la dirección de la calle Haight, pese a tener la absoluta certeza de que la Higgins no se encontraría allí treinta años después.

Notó que una mano se posaba en su hombro. Era Bo. Los ojos del hombre se llenaron de preocupación.

—Nena, ¿qué le ha pasado a tu cara?

Con la yema de los dedos rebosando dulzura tocó la venda que cubría la nariz de Judy.

—Supongo que tuve un descuido —dijo la muchacha.

Bo la besó en la coronilla.

—Esta noche estoy de servicio, pero tenía que pasar por aquí y ver cómo estabas.

—¿Quién te dijo que me habían herido?

—Ese tipo casado, Michael.

«Ese tipo casado. Judy sonrió—. Era cuestión de recordarme que le pertenece a alguna otra persona.»

—No es nada grave, pero me temo que tendré dos hermosos ojazos a la funerala.

—Has de descansar un poco. ¿Cuándo vas a irte a casa?

—No lo sé. Acabo de dar un salto hacia delante. Siéntate. —Le contó el asunto de Llueven Margaritas Frescas—. Tal como lo veo, se trata de una chica preciosa que en los años sesenta vive en San Francisco, participa en manifestaciones, fuma droga y va por ahí cantando en conjuntos de rock.

Los sesenta pasan a los setenta, la chica se desilusiona o simplemente se aburre y se lía con un fulano carismático que huye de la Mafia. Los dos montan una secta. Vaya uno a saber cómo, el grupo sobrevive durante tres decenios, fabricando bisutería o de alguna otra manera. De cualquier modo, el proyecto de construcción de una central eléctrica amenaza su existencia. Cuando se enfrentan a la ruina de todo por lo que han trabajado y de todo lo que han construido durante años, deciden tratar como sea de impedir que se lleve a cabo el proyecto de la planta de energía. Y entonces un sismólogo se integra en el grupo y sale con una idea demencial.

Bo asintió.

—Tiene lógica, cierta clase de lógica, la clase de lógica que encanta a los chiflados.

—Granger cuenta con la experiencia criminal precisa para robar un vibrador sísmico y el magnetismo personal suficiente para persuadir a los demás integrantes del grupo de que secunden el plan.

Bo parecía pensativo.

—Probablemente el lugar donde viven no les pertenece —dijo.

—¿Por qué?

—Bien, imagina que viven en un sitio cercano al punto donde va a construirse esa planta nuclear, de modo que tienen que marcharse de allí. Si fuera suya la casa, o la granja, o lo que sea, recibirían una indemnización y podrían empezar de nuevo en otro lugar. Así que sospecho que deben de tener un arrendamiento a corto plazo… o quizá simplemente son okupas.

—Seguramente has dado en el clavo, pero eso no ayuda. No hay base de datos a escala estatal de arrendamientos de tierras.

Carl Theobald se acercó con un cuaderno de notas en la mano.

—Tres Higgins en la guía telefónica. Stella Higgins, de Los Ángeles, es una señora de setenta años con voz temblona. La señora Higgins, de Stockton, tiene un marcado acento de algún país africano, tal vez Nigeria. Y S. J. Higgins, de Diamonds Heights, es un hombre que se llama Sidney.

—Maldita sea —dijo Judy. Le explicó a Bo—: Stella Higgins es la voz de la cinta de John Truth… y estoy segura de haber oído antes ese nombre.

—Mira en tus propios archivos —sugirió Bo.

—¿Qué?

—Si el nombre te suena familiar, podría ser porque ya ha aparecido durante la investigación. Revisa las notas e informes del caso.

—Buena idea.

—He de marcharme —dijo Bo—. Con toda esa gente pirándoselas de la ciudad y dejando deshabitadas sus casas, al departamento de policía de San Francisco se le va a amontonar el trabajo esta noche. Buena suerte… y descansa un poco.

—Gracias, Bo.

Judy activó la función de búsqueda del ordenador, dispuesta a recorrer de cabo a rabo el directorio de El martillo del Edén en busca de «Stella Higgins».

Carl miraba por encima del hombro de Judy. Era un directorio extenso y la búsqueda llevó un buen rato.

Por último, la pantalla parpadeó y dijo:

1 archivo(s) encontrado

Una oleada de júbilo anegó a Judy. Carl gritó:

—¡Cristo! ¡El nombre ya estaba en la computadora!

Otros dos agentes miraron por encima del hombro de Judy mientras ella abría el archivo.

Era un documento amplio que contenía todas las notas tomadas por los agentes durante la abortada incursión sobre Los Álamos de seis días atrás.

—¿Qué rayos? —Judy estaba desconcertada—. ¿Se encontraba en Los Álamos y la pasamos por alto?

Stuart Cleever apareció junto a Judy.

—¿A qué viene este alboroto?

—¡Hemos encontrado a la mujer que llamó a John Truth! —informó Judy.

—¿Dónde?

—En el valle del Silver River.

—¿Cómo se le pudo escapar? «Fue Marvin Hayes, no yo, quien organizó esa operación.»

—No lo sé, estoy en ello, ¡concédame un minuto!

Recurrió a la función de búsqueda para localizar el nombre entre las notas.

Stella Higgins no estaba en Los Álamos. Por eso se les pasó inadvertida.

Dos agentes visitaron una finca vinícola sita unos cuantos kilómetros valle arriba. Era un terreno arrendado al gobierno federal y el nombre de la arrendataria era Stella Higgins.

—¡Maldición, con lo cerca que estuvimos! —se lamentó Judy, exasperada—. ¡Casi la tuvimos hace una semana!

—Imprima eso para que todo el mundo pueda echarle un vistazo —ordenó Cleever.

Judy pulsó la tecla de impresión y leyó el informe.

Los agentes habían anotado minuciosamente el nombre y la edad de todos los adultos del lagar.

Judy observó que había algunas parejas con hijos y que la mayor parte daban como dirección la finca vinícola. De modo que vivían allí.

Tal vez era una secta y los agentes no se percataron de ello. O las personas que residían en la finca tuvieron buen cuidado en ocultar la verdadera naturaleza de su comunidad.

—¡Ya los tenemos! —exclamó Judy—. La primera vez nos equivocamos. Los Álamos parecían los perfectos sospechosos y eso nos despistó. Luego, al resultar que estaban limpios, pensamos que nos habíamos puesto a ladrar al árbol que no era. Lo cual nos hizo caer en la negligencia a la hora de comprobar las otras comunas del valle. Así que se nos pasaron por alto los verdaderos autores. Pero ahora los hemos encontrado.

—Me parece que tiene razón —dijo Stuart Cleever. Se volvió hacia la mesa del equipo de SWAT—. Charlie, llama a la oficina de Sacramento y organiza una batida conjunta. Judy tiene la situación. Atacaremos con las primeras luces del alba.

—Deberíamos hacerlo ahora —opinó Judy—. Si esperamos a mañana, es posible que se hayan ido.

—¿Por qué iban a marcharse ahora? —Cleever sacudió la cabeza—. De noche es excesivamente arriesgado. Los sospechosos podrían escabullirse en la oscuridad, sobre todo en el campo.

Era un argumento, pero la intuición de Judy le aconsejaba no esperar ni un minuto.

—Preferiría correr el riesgo —dijo—. Ahora que sabemos dónde están, vayamos a por ellos.

—No —articuló Cleever, terminante—. No discutamos más, por favor, Judy. La incursión será al amanecer.

Judy vaciló. Estaba segura de que era una decisión equivocada. Pero se sentía demasiado cansada para seguir discutiendo.

—Así sea. —Se dio por vencida—. ¿A qué hora salimos, Charlie?

Marsh consultó su reloj.

—Partiremos de aquí a las dos de la madrugada. —Puedo tomarme un par de horas de sueño.

Le parecía recordar que había aparcado el coche en el patio de armas. Tenía la sensación de que lo dejó varios meses atrás, aunque lo cierto era que fue el jueves por la noche, solamente cuarenta y ocho horas antes.

Por el camino se tropezó con Michael.

—Parece agotada —dijo el sismólogo—. Deje que la lleve.

—Y entonces, ¿cómo volveré aquí?

—Me echaré en su sofá, y luego la traigo. Judy se detuvo y le miró.

—Debo advertirle que mi cara está tan dolorida que no creo que pueda dar un beso siquiera, y mucho menos hacer otras cosas.

—Me contentaré con cogerle la mano —sonrió Michael.

«Empiezo a pensar que este tipo se interesa por mí.»

Michael alzó una ceja interrogadoramente.

—Y bien, ¿qué decide?

—¿Me meterá en la cama y me llevará leche calentita y aspirinas?

—Sí. ¿Me dejará que la contemple mientras duerme?

«Oh, muchacho, eso me gustaría más que ninguna otra cosa de este mundo.»

Michael leyó en su expresión.

—Me parece haber oído un sí —dijo.

Judy sonrió.

—Sí, a casa.

Priest estaba hecho un basilisco cuando volvió de Sacramento. Había albergado el convencimiento absoluto de que el gobernador iba a hacer un trato. Se sintió al borde de la victoria. Ya se había felicitado a sí mismo. Y todo resultó un engaño. El gobernador Robson no tuvo la menor intención de llegar a un acuerdo. Todo aquello fue un montaje. El FBI imaginó que podía cogerle en una estúpida trampa como si él fuera un raterillo de tres al cuarto. Lo que realmente le mortificaba era aquella falta de respeto. Le tomaban por un idiota.

Se enterarían de la verdad. Y la lección iba a ser de las que hacen época.

Les costaría otro terremoto.

En la comuna todos estaban aún aturdidos por la marcha de Dale y Poem. Les hacía tener presente algo que habían pretendido olvidar: que al día siguiente iban a abandonar todos el valle.

Priest especificó a los comedores de arroz la enorme cantidad de presión a que había sometido al gobernador. Las autopistas estaban atascadas por los embotellamientos de furgonetas llenas de niños y maletas de personas que huían del inminente terremoto. En los barrios semidesiertos que dejaban a sus espaldas, los saqueadores salían de las casas suburbanas cargados de hornos microondas, equipos de música y ordenadores.

Pero también sabían que el gobernador no mostraba indicios de que iba a ceder.

A pesar de que era noche de sábado, nadie deseaba celebrar fiesta alguna. Después de la cena y de los cotilleos de sobremesa, la mayoría se retiraron a sus cabañas. Melanie fue al barracón para leer un cuento a los niños. Priest se sentó a la puerta de su cabaña, contempló la luna en su descenso sobre el valle y poco a poco fue tranquilizándose. Descorchó una botella de su vino, un caldo de cinco años, de una cosecha cuyo ahumado aroma y paladar le encantaban.

Era una lucha de nervios, se dijo mientras fue capaz de pensar con calma. ¿Quién resistiría más tiempo, el gobernador o él? ¿Cuál de los dos podría controlar mejor a su gente? ¿Obligarían los terremotos a hincar la rodilla al gobernador antes de que el FBI pudiera seguir el rastro de Priest hasta su cubil de la montaña?

Star apareció a la vista, con la claridad de la luna iluminándola por detrás. Caminaba descalza y fumaba un porro. Dio una calada profunda al canuto, se inclinó sobre Priest y le besó, abierta la boca. Priest inhaló el humo intoxicante directamente de los pulmones de Star. Lo exhaló, sonrió y dijo:

—Recuerdo la primera vez que hiciste eso. Fue la cosa más cachonda que me había ocurrido en la vida.

—¿De verdad? —dijo ella—. ¿Más que una mamada?

—Infinitamente más. Recuerdo que, cuando tenía siete años, vi a mi madre chupársela a un cliente. Aunque nunca los besaba. Yo era la única persona a la que besaba. Me lo dijo.

—Vaya infierno de vida que has llevado, Priest.

Él frunció el entrecejo.

—Lo dices en un tono como si todo esto hubiera terminado.

—Pero esta parte sí ha terminado, ¿no es cierto?

—¡No!

—Casi es medianoche. El plazo está a punto de cumplirse. El gobernador no va a dar su brazo a torcer.

—Tiene que hacerlo —dijo Priest—. Sólo es cuestión de tiempo. —Se puso en pie—. Voy a escuchar las noticias de la radio.

Star le acompañó a través del viñedo, bajo la luz de la luna, y camino arriba hacia la explanada de los vehículos.

—Vayámonos de aquí —dijo Star de pronto—. Solos tú y yo, y Flower. Cojamos un coche, ahora mismo, y larguémonos. Sin despedirnos siquiera. O empaquetemos algunas cosas en una caja, o tomemos unas prendas de ropa para cambiarnos, o algo. Simplemente larguémonos, como hice yo cuando dejé San Francisco en 1969. Nos iremos a donde nos lleve nuestro talante… a Oregón, a Las Vegas o incluso a Nueva York ¿Qué te parece Charleston? Siempre he deseado conocer el profundo Sur.

Sin contestarle, Priest subió al Cadillac y puso la radio. Star se sentó a su lado. Brenda Lee cantaba Let’s Jump the Broomstick.

—Venga, Priest, ¿qué dices?

Llegó el noticiario y Priest subió el volumen.

«Richard Granger, del que se sospecha es el líder del grupo terrorista El Martillo del Edén, se le escapó hoy al FBI de entre las manos en Sacramento. Entretanto, la multitud de residentes en los barrios próximos a la falla de San Andrés que emprendieron la huida han provocado embotellamientos de tráfico en numerosas autopistas de la zona de la bahía de San Francisco y kilómetros de vehículos bloquean largos tramos de las Rutas Interestatales 280, 580, 680 y 880… Un vendedor de discos raros de Haight-Ashbury asegura que agentes del FBI le compraron un álbum en el que figuraba la fotografía de otro presunto terrorista.»

—¿Un álbum? —silabeó Star—. ¿Qué coño…?

«El propietario de la tienda, Vic Plumstead, dijo a los periodistas que el FBI solicitó su ayuda para localizar un álbum de los sesenta, en el que creían estaba la voz de uno de los sospechosos de pertenecer a El martillo del Edén. Tras varios días de búsqueda y esfuerzos, dijo Vic Plumstead, encontró el álbum, grabado por un oscuro conjunto que se llamaba Llueven Margaritas Frescas

—¡Jesucristo! ¡Casi los había olvidado!

«El FBI no parece dispuesto a confirmar ni a negar que están buscando a la vocalista del conjunto, Stella Higgins.»

—¡Mierda! —estalló Star—. ¡Saben mi nombre!

Las neuronas de Priest estaban lanzadas a toda velocidad. ¿Hasta qué punto era aquello peligroso?

El nombre no les serviría de mucho.

Star llevaba treinta años sin utilizarlo. Nadie sabía dónde vivía Stella Higgins.

Sí, lo sabían.

Contuvo un gemido de desesperación. El nombre de Stella figuraba en el contrato de arrendamiento de aquel terreno. Y él mismo se lo había dado también a los dos agentes que se presentaron en el viñedo el día en que dieron la batida a Los Álamos.

Aquello lo cambiaba todo. Tarde o temprano alguien del FBI efectuaría la conexión.

Y si por desgracia el FBI no descubría todo ese pastel, quedaba un ayudante del sheriff de Silver City, de vacaciones en las Bahamas en aquel momento, que había escrito el nombre de Stella Higgins en un documento que iba a presentarse en un tribunal dentro de quince días.

El valle del Silver River había dejado de ser secreto. Tal idea le sumió en una tristeza insoportable. ¿Qué podía hacer?

Tal vez huir con Star ya. Las llaves estaban en el coche. Podían plantarse en Nevada en cuestión de dos horas. Al mediodía siguiente se encontrarían a ochocientos kilómetros.

«Diablos, no. Aún no me han vencido.» Aún podía evitar que todo se fuera al traste.

Su plan inicial tenía como base el que las autoridades nunca llegaran a saber quién era El martillo del Edén ni el motivo por el que exigía la prohibición de nuevas centrales eléctricas. El FBI lo había descubierto ya… pero quizá fuera posible obligarles a mantenerlo en secreto. Eso podía ser parte de la petición de Priest. Si se les podía obligar al bloqueo de los proyectos de construcción de nuevas centrales energéticas, también podían acceder a guardar en secreto la ubicación del valle.

Sí, era ultrajante… pero todo el asunto era ultrajante. Él podía conseguirlo.

Pero tendría que mantenerse lejos del alcance de las garras del FBI. Abrió la portezuela del coche y se apeó.

—Vamos —le dijo a Star—. Tengo mucho que hacer. Star se bajó del vehículo muy despacio.

—¿No vas a marcharte conmigo? —dijo, abatida.

—Rayos, no.

Priest cerró la portezuela de golpe y se alejó.

Star le siguió a través de la viña, de vuelta al asentamiento. Se encaminó a su cabaña sin darle las buenas noches.

Priest se dirigió a la cabaña de Melanie. La mujer dormía. La sacudió bruscamente hasta despertarla.

—Levántate —ordenó—. Tenemos que irnos. Rápido.

Judy observó y esperó, mientras Stella Higgins se deshacía en lágrimas.

Era una mujerona que, aunque en distintas circunstancias podía haber sido atractiva, en aquel momento parecía completamente destrozada. El dolor contraía su semblante, el anticuado maquillaje se le deslizaba por las mejillas y los sollozos agitaban sus anchos hombros.

Estaban sentados en la minúscula cabaña que constituía el hogar de la mujer. Por todas partes había suministros médicos: cajones de vendas, cajas de aspirinas, frascos de aguas antidiarreicas y de yodo, jarabes contra la tos. Decoraban las paredes dibujos infantiles de Star cuidando niños enfermos. Era una construcción primitiva, sin electricidad ni agua corriente, pero se apreciaba en la atmósfera un halo feliz.

Judy se llegó a la puerta y miró al exterior, concediendo a Star los instantes precisos para que recobrara la compostura. A la pálida claridad del sol que acababa de asomarse por el cielo, el lugar era precioso. Los últimos jirones de una humedad tenue se desvanecían en las enramadas de los árboles que cubrían las empinadas laderas. En la horquilla del valle las aguas del río cabrilleaban. En la parte inferior de la falda del monte había un viñedo, ordenadas hileras de cepas con los brotes ligados a rejillas hechas de madera. Durante unos segundos Judy se sintió dominada por una sensación de paz espiritual, por la idea de que allí, en aquel sitio, las cosas estaban donde debían estar y que lo extraño era el resto del mundo. Se revolvió para desembarazarse de aquella sensación irreal.

Apareció Michael. Una vez más, había deseado estar allí para cuidar de Dusty, y Judy convenció a Stuart Cleever para que diera su visto bueno, ya que la experiencia de Michael era muy importante para la investigación. Michael llevaba a Dusty de la mano.

—¿Cómo está el chico? —preguntó Judy.

—Estupendamente —respondió Michael.

—¿Ha encontrado a Melanie?

—No está aquí. Dusty dice que le ha estado cuidando una chica mayor que se llama Flower.

—¿Alguna idea acerca de adónde fue Melanie?

—No. —Con un movimiento de cabeza, Michael señaló a Star—. ¿Qué dice?

—Nada, todavía. —Judy volvió a adentrarse en la cabaña y se sentó en el borde de la cama—: Hábleme de Ricky Granger —dijo.

—En él hay cosas buenas y cosas malas —dijo Star cuando el llanto cedió—. En tiempos fue un rufián, lo sé, incluso llegó a matar personas, pero en todo el tiempo que estuvimos juntos, veinticinco años, ni una sola vez hizo daño a nadie, hasta ahora, hasta que alguien tuvo la estúpida idea de construir esa jodida presa.

—Todo lo que quiero hacer —dijo Judy amablemente— es encontrarle antes de que cause daño a más personas.

Star asintió.

—Lo sé.

Judy obligó a Star a mirarla a la cara.

—¿Adónde ha ido?

—Si lo supiese, se lo diría —afirmó Star—. Pero no lo sé.