19

El sábado por la mañana, a la hora del desayuno, Dale y Poem se pusieron de pie en la cocina, ante todos, y reclamaron silencio.

—Tenemos una noticia que dar —anunció Poem.

Priest pensó que seguramente iban a proclamar que Poem volvía a estar embarazada. Se dispuso a aplaudir, vitorear y pronunciar el consabido discursito de felicitación que se esperaba de él. Se, sentía en la plenitud de su prodigalidad. Aunque aún no había salvado a la comuna, estaba a punto de hacerlo. Puede que su oponente no estuviese todavía fuera de combate, pero acababa de besar la lona y tenía que hacer ímprobos esfuerzos para incorporarse y continuar el combate.

Poem vaciló y luego miró a Dale. La expresión de éste era francamente solemne.

—Hoy nos vamos de la comuna —dijo.

Se produjo un aturdido silencio. Priest se quedó patidifuso. La gente no abandonaba la comuna, a menos que él quisiera que se fuesen. Aquellas personas estaban bajo su sortilegio. Y Dale era el enólogo, el hombre clave en la elaboración del vino. No podían permitirse el lujo de perderlo.

¡Y precisamente hoy, entre todos los días del mundo! Si Dale hubiese oído las noticias —como Priest las oyó, una hora antes, por la radio, sentado en un coche inmóvil— sabría que California estaba sumida en el pánico. Las muchedumbres se agolpaban en los aeropuertos, las autopistas sufrían embotellamientos impresionantes a causa de la infinidad de personas que huían de las ciudades y de todas las poblaciones próximas a la falla de San Andrés. El gobernador Robson había llamado a la Guardia Nacional. A bordo de un avión, el vicepresidente acudía a inspeccionar los daños sufridos en Felicitas. Era cada vez mayor el número de personas —senadores y congresistas estatales, alcaldes de ciudades, líderes de comunidades y periodistas— que apremiaban al gobernador, instándole a que cediese a la demanda hecha por El martillo del Edén. Pero Dale no sabía nada de todo aquello.

Priest no fue el único al que sobresaltó la noticia. Apple estalló en lágrimas y, ante eso, Poem también rompió a llorar. Melanie fue la primera en hablar.

—Pero, Dale… ¿por qué? —preguntó.

—Sabes por qué —respondió Dale—. Van a inundar el valle. —¿Pero adónde iréis?

—A Rutherford. Está en el valle de Napa.

—¿Tenéis trabajo fijo?

Dale asintió.

—En una bodega.

No tenía nada de sorprendente que Dale hubiese podido encontrar empleo, pensó Priest. Su experiencia era de un valor inapreciable. Probablemente ganaría mucho dinero. Lo sorprendente era que quisiera volver al mundo exterior normal. Eran varias las mujeres que lloraban ya.

—¿No puedes aguardar y tener esperanza, como los demás? —preguntó Song.

Le contestó Poem, entre lágrimas.

—Somos padres de tres hijos. No tenemos derecho a poner en peligro su vida. No podemos quedarnos aquí, con la esperanza de que ocurra un milagro, hasta que las aguas empiecen a subir alrededor de nuestras casas.

Habló Priest por primera vez:

—Este valle no se va a inundar.

—Eso tú no lo sabes —repuso Dale.

El silencio se apoderó de la estancia. Era insólito que alguien llevase la contraria a Priest de una forma tan directa.

—Este valle no se va a inundar —repitió Priest.

—Todos sabemos que está ocurriendo algo, Priest —dijo Dale—. Durante las últimas seis semanas has pasado más tiempo ausente que en la comuna. Ayer cuatro de vosotros estuvisteis fuera hasta medianoche, y esta mañana había un Cadillac abollado en la explanada de aparcamiento. Pero sea lo que sea lo que te traes entre manos, no lo has compartido con nosotros. Y yo no puedo arriesgar el futuro de mis hijos confiando a ciegas en ti. Shirley piensa lo mismo.

Priest recordó que el verdadero nombre de Poem era Shirley. Para Dale, emplearlo era como decir que ya se consideraba separado de la comuna.

—Os diré lo que va a salvar este valle —manifestó Priest. «¿Por qué no hablarles del terremoto…? ¿Por qué no? Se sentirían complacidos… ¡orgullosos!»—. El poder de la oración. La oración nos salvará.

—Rezaré por ti —dijo Dale—. Y Shirley también. Rezaremos por todos vosotros. Pero no nos quedaremos.

Poem se secó las lágrimas con la manga.

—Me parece que no hay más remedio. Lo sentimos mucho. Anoche empaquetamos nuestras cosas, las pocas que tenemos. Espero que Slow nos lleve a la estación de autobuses de Silver City.

Priest se levantó y fue hacia ellos. Pasó un brazo alrededor de los hombros de Dale y el otro en torno a los de Poem. Al tiempo que apretaba a ambos contra sí, articuló en voz baja y tono persuasivo:

—Me hago cargo de vuestro dolor. Vayamos todos al templo y meditemos juntos. Después, decidas lo que decidas, será lo adecuado.

Dale se retiró, zafándose del abrazo de Priest.

—No —declaró—. Esos días han pasado.

Priest estaba desconcertado. Recurría a todo su poder de persuasión y no le funcionaba. La furia creció en su interior, peligrosamente incontrolable. Quiso echarle en cara a Dale, a gritos, su deslealtad e ingratitud. Si pudiese, los mataría a los dos. Pero se daba cuenta de que manifestar su cólera sería un error. Había que mantener la fachada de dominio y tranquilidad.

Sin embargo, no podía reunir la suficiente presencia de ánimo para despedirse de ellos con un mínimo de elegancia. Dividido entre el furor y la necesidad de contenerse, abandonó la cocina con toda la dignidad de que pudo hacer acopio.

Regresó a su cabaña.

«Dos días más y todo hubiera ido bien. ¡Un día!»

Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Echado en el suelo, Spirit le contemplaba tristemente. Ambos permanecieron silenciosos, inmóviles, meditabundos. Al cabo de un par de minutos, Melanie también salió de la cocina.

Pero fue Star quien entró en la cabaña.

No había hablado con Priest desde la noche anterior, cuando Oaktree y ella partieron de Felicitas en la minifurgoneta Toyota. Priest sabía que la mujer estaba furiosa y acongojada por el terremoto. Aún no había tenido tiempo de apaciguarla.

—Voy a ir a la policía —dijo Star.

Priest se quedó atónito. Star odiaba a los polizontes con toda su alma. Para ella, entrar en una comisaría sería como para Billy Graham ir a un club de homosexuales.

—Te has vuelto loca —repuso Priest.

—Ayer matamos a varias personas —continuó Star—. Lo oí por la radio cuando volvíamos. Al menos perdieron la vida doce personas y más de cien están hospitalizadas. Resultaron heridos críos de pecho, niños y adolescentes. Mucha gente ha perdido sus casas, todo lo que tenían…, gente pobre, no sólo los ricos. Y fuimos nosotros quienes se lo hicimos.

«Todo se viene abajo… ¡precisamente cuando estoy a punto de ganar!»

Priest trató de cogerle la mano.

—¿Crees que deseaba matar a alguien?

Star retrocedió, se negó a cogerle la mano.

—Desde luego no parecías nada triste cuando ocurrió.

«Tengo que mantener esto en pie un poco más de tiempo. Debo hacerlo.»

Puso cara de arrepentimiento.

—Me sentí muy feliz cuando lo del vibrador funcionó, sí. Me alegró mucho cumplir mi amenaza.

Pero no tenía intención de hacer daño a nadie. Sabía que existía ese riesgo y decidí correrlo, porque lo que estaba en juego era demasiado importante. Pensé que tú también estabas de acuerdo con esa decisión.

—Lo estaba, y fue una mala decisión, una decisión criminal. —Las lágrimas afluyeron a sus ojos—. Por el amor de Dios, ¿es que no te das cuenta de lo que nos ha pasado? Éramos personas que creían en el amor y la paz… ¡y ahora estamos matando gente! Eres igual que Lyndon Johnson. Bombardeaba a los vietnamitas y lo justificaba. Decíamos que era un sujeto lleno de basura, y lo era. ¡Yo he dedicado mi vida a no ser como él!

—De modo que crees que cometiste un error —dijo Priest—. Eso puedo entenderlo. Lo que me cuesta trabajo meterme en la cabeza es que quieras redimirte castigándome a mí y a toda la comuna. Quieres denunciarnos a los polis.

Eso pilló a Star por sorpresa.

—No lo había considerado así —dijo—. No quiero castigar a nadie.

Ya la había cogido.

—Entonces ¿qué es lo que quieres realmente? —No le dejó tiempo para que contestara por sí misma—. Me parece que lo que necesitas es estar segura de que todo esto ha terminado.

—Supongo que sí.

Priest alargó el brazo y esa vez Star se dejó coger las manos.

—Ha terminado —afirmó Priest en tono suave.

—No sé.

—No habrá más terremotos. El gobernador cederá. Ya lo verás.

Durante el veloz regreso a San Francisco, Judy se desvió hacia Sacramento para mantener una reunión en el despacho del gobernador. Disfrutó en el coche de otras tres o cuatro horas de sueño y cuando llegaba al edificio del Capitolio se sentía preparada para comerse el mundo a bocados.

Stuart Cleever y Charlie habían volado allí desde San Francisco. Se les unió el jefe de la oficina del FBI en Sacramento. Se encontraron al mediodía en la sala de conferencias de la Herradura, la suite del gobernador. Al Honeymoon ocupaba la presidencia.

—Hay una retención de casi veinte kilómetros en la Interestatal 8o, una caravana formada por personas que tratan de alejarse de la falla de San Andrés —dijo Honeymoon—. Las otras autopistas importantes tienen embotellamientos casi igual de tremendos.

—El presidente ha llamado al director del FBI —dijo Cleever— para interesarse por el orden público. Miró a Judy como si fuera culpa de ella.

—También llamó al gobernador Robson —añadió Honeymoon.

—Hasta ahora no hemos tenido ningún problema serio de orden público —notificó Cleever—. Se han recibido informes de saqueos en tres barrios de San Francisco y uno en Oakland, pero han sido casos aislados. El gobernador ha llamado a la Guardia Nacional y la tiene estacionada en el arsenal, aunque aún no se la ha necesitado. No obstante, si hubiera otro terremoto…

La idea puso enferma a Judy.

—No puede haber otro terremoto —dijo.

Todos la miraron. Honeymoon le dedicó una mueca sardónica.

—¿Alguna sugerencia?

La tenía. Era muy mala, pero estaban desesperados.

—Sólo se me ocurre una cosa —dijo—. Tenderle una trampa.

—¿Cómo?

—Decirle que el gobernador quiere negociar personalmente con él.

—No creo que pique —opinó Cleever.

—No sé. —Judy enarcó las cejas—. Es inteligente y cualquier persona inteligente recelaría una trampa. Pero también es un psicópata, y los psicópatas adoran dominar a los demás, atraer la atención sobre sí mismos y sus actos, manipular a las personas y las circunstancias. La idea de negociar en persona con el gobernador de California será una tentación formidable.

—Me parece que, de los presentes, soy la única persona que ha estado con él cara a cara —dijo Honeymoon.

—Exacto —manifestó Judy—. Yo le he visto y he hablado con él por teléfono, pero usted pasó varios minutos en el coche con él. ¿Qué opinión tiene?

—Su resumen ha sido bastante acertado… es un psicópata inteligente. Creo que se enfureció conmigo porque yo no me dejé impresionar. Porque no me comporté con él de una forma…, no sé…, más deferente, respetuosa.

Judy reprimió una sonrisa. Honeymoon no se mostraba deferente con muchos congéneres.

—Ese hombre comprendía las dificultades políticas de lo que estaba pidiendo —continuó Honeymoon—. Le dije que el gobernador no podía ceder a la extorsión. Ya había pensado en eso y llevaba la respuesta preparada.

—¿Cuál era?

—Vino a decir que podíamos anunciar el bloqueo de toda construcción de centrales y declarar que la medida no tenía nada que ver con la amenaza de terremotos.

—¿Eso es una posibilidad? —preguntó Judy.

—Sí. Yo no lo recomendaría, pero si el gobernador me lo planteara como plan, tendría que reconocer que es posible que funcionara. Sin embargo, la cuestión es puramente académica. Conozco a Mike Robson y no accederá.

—Pero podría simularlo —apuntó Judy.

—¿Qué quiere decir?

—Podríamos decirle a Granger que el gobernador está dispuesto a anunciar la suspensión, pero sólo bajo las condiciones adecuadas, ya que ha de proteger su futuro político. Y que quiere hablar personalmente con Granger para acordar esas condiciones.

Stuart Cleever señaló:

—El Tribunal Supremo ha resuelto que el personal de las fuerzas de la ley y el orden puede recurrir a la superchería, el engaño, la astucia y el ardid. Lo único que no se le permite es amenazar con llevarse a los hijos de los sospechosos. Y si prometemos inmunidad por parte del ministerio público, esa promesa ha de cumplirse…, no habrá procesamiento. Pero desde luego podemos hacer lo que Judy sugiere, sin violar ninguna ley.

—Muy bien —decidió Honeymoon—. No sé si va a dar resultado, pero supongo que tenemos que intentarlo. Adelante con ello.

Priest y Melanie se trasladaron a Sacramento en el abollado Cadillac. Era una soleada tarde de sábado y las calles de la ciudad estaban atestadas de gente.

Cuando escuchaban la radio, poco después del mediodía, Priest oyó la voz de John Truth, aunque no era la hora de su programa.

—Tengo un mensaje especial para Peter Shoebury del Instituto Eisenhower —había dicho Truth. Shoebury era el hombre cuya identidad había usurpado Priest para asistir a la conferencia de prensa del FBI, y el Instituto Eisenhower era el imaginario centro pedagógico al que asistía Flower. Priest comprendió que el mensaje era para él. Truth añadió—: ¿Tendría Peter Shoebury la bondad de llamarme al siguiente número…?

—Quieren hacer un trato —le dijo Priest a Melanie—. Eso es… ¡hemos ganado!

Mientras Melanie daba vueltas por el centro urbano, rodeada por cientos de automóviles y miles de personas, Priest hizo la llamada por el teléfono móvil de la mujer. Incluso aunque el FBI pudiese localizar la llamada, imaginó, les sería imposible determinar, en medio de aquel tráfico, desde qué coche se hacía.

El corazón se le subió a la garganta cuando oyó la señal de la llamada. «Me ha tocado la lotería y aquí estoy para cobrar el cheque del premio.»

Respondió una mujer.

—¿Diga?

Parecía recelosa. Quizá había recibido un montón de llamadas falsas en respuesta al mensaje radiado.

—Soy Peter Shoebury, del Instituto Eisenhower. La contestación fue automática.

—Ahora mismo le paso con Al Honeymoon, secretario del gabinete del gobernador.

«¡Sí!»

—Sólo necesito comprobar primero su identidad.

«Es un truco.»

—¿Cómo piensa hacerlo?

—¿Le importaría darme el nombre de la estudiante reportera que le acompañaba hace una semana? Priest recordó a Flower diciendo: «Nunca olvidaré que no hacías más que llamarme Florence».

—Era Florence —dijo cautelosamente.

—Ahora mismo le paso.

«No era ningún truco… Sólo precaución.»

Priest exploró las calles lleno de inquietud, alerta para localizar un coche de la policía o un puñado de hombres del FBI a punto de abalanzarse sobre su automóvil. No vio más que viandantes que iban de compras o de paseo. Al cabo de un momento, la voz profunda de Honeymoon dijo:

—¿Señor Granger?

Priest fue derecho al grano.

—¿Están dispuestos a hacer algo razonable?

—Estamos dispuestos a conferenciar.

—¿Eso qué significa?

—El gobernador quiere entrevistarse con usted hoy, al objeto de negociar una solución para esta crisis.

—¿Desea el gobernador anunciar la paralización de proyectos que queremos? —preguntó Priest.

Honeymoon titubeó.

—Sí —dijo a regañadientes—. Pero con condiciones.

—¿De qué clase? .

—Cuando usted y yo hablamos en mi coche y le dije que el gobernador no podía ceder a la extorsión, usted citó a los asesores políticos.

—Sí.

—Usted es un individuo avezado, comprende que el futuro político del gobernador se pone en peligro con esto. El anuncio de esta congelación ha de manejarse con extraordinaria delicadeza.

Priest pensó con satisfacción que Honeymoon había cambiado de actitud. La arrogancia brillaba ahora por su ausencia. Había adquirido un sano respeto hacia su oponente. Lo cual no dejaba de resultar gratificante.

—En otras palabras, el gobernador tiene que cubrirse el culo y quiere asegurarse de que yo no voy a volárselo.

—Puede expresarlo así.

—¿Dónde nos reunimos?

—Aquí, en el despacho del gobernador en el edificio del Capitolio.

«Ha perdido el juicio.»

Honeymoon continuó:

—Nada de policía, nada de FBI. Se le garantiza la absoluta libertad para abandonar la reunión sin impedimento alguno, sea cual fuere el resultado de la entrevista.

«Sí, faltaría más.»

—¿Usted cree en hadas? —preguntó Priest.

—¿Cómo?

—Ya sabe, esos pequeños personajes que vuelan y hacen cosas mágicas. ¿Cree que existen?

—No, supongo que no.

—Yo tampoco. Así que no voy a caer en su trampa.

—Le doy mi palabra…

—Olvídelo. Sencillamente olvídelo, ¿vale? Silencio en el otro extremo de la línea.

Melanie dobló una esquina y a continuación pasaron por delante de la gran fachada clásica del Capitolio. Honeymoon estaba allí dentro, en alguna estancia, hablando por teléfono, rodeado de hombres del FBI. Al tiempo que contemplaban la cúpula y las columnas del edificio, Priest dijo:

—Seré yo quien diga dónde vamos a encontrarnos y vale que tome nota. ¿Listo?

—No se preocupe, apunto.

—Coloque una mesita redonda y un par de sillas de jardín delante del edificio del Capitolio, en el césped, justo en el centro. Como si se tratara de hacerse la foto para un acontecimiento. Que el gobernador esté sentado allí a las tres.

—¿Al aire libre?

—Vamos, si tuviera intención de descerrajarle un tiro, podría hacerlo más fácil.

—Supongo…

—El gobernador llevará en el bolsillo una carta en la que se me garantizará inmunidad contra el posible procesamiento.

—No puedo acceder a todo eso…

—Hable con su jefe. Dirá que sí.

—Hablaré con él.

—Que un fotógrafo esté allí con una cámara de esas instantáneas. Quiero un retrato del gobernador tendiéndome la carta de inmunidad, como prueba. ¿Entendido?

—Entendido.

—Será mejor que juegue limpio. Nada de trucos. Mi vibrador sísmico está en su sitio, dispuesto para desencadenar otro terremoto. Que afectará a una ciudad mas importante. No digo cuál, pero estoy hablando de miles de muertos.

—Comprendo.

—Si el gobernador no aparece hoy a las tres… ¡Bang! Cortó la comunicación.

—Ufff —dijo Melanie—. Un encuentro con el gobernador. ¿Crees que es una trampa? Priest frunció el ceño.

—Es posible —dijo—. No lo sé. Sencillamente, no lo sé.

Judy no pudo encontrar el menor fallo al montaje. Charlie Marsh había colaborado con el FBI de Sacramento. Por lo menos treinta agentes vigilaban atentamente sin perder de vista la mesita blanca de jardín con su bonito parasol plantado en medio del césped, pero ninguno de esos agentes era visible. Algunos estaban apostados tras las ventanas de las oficinas gubernamentales circundantes, otros permanecían acurrucados en turismos y furgonetas estacionados en la calle o en el aparcamiento, y había más al acecho en la cúpula sostenida por pilares del edificio del Capitolio. Todos estaban fuertemente armados.

La propia Judy interpretaba el papel de fotógrafa, con cámaras y objetivos colgados del cuello. Llevaba el arma en la bolsa fotográfica colgada del hombro. Mientras aguardaba a que apareciese el gobernador miró la mesa y las sillas por el visor, simulando buscar el encuadre para una toma.

Para evitar que Granger pudiese reconocerla se había puesto una peluca rubia. Era una peluca que llevaba permanentemente en el coche. La utilizaba en muchas misiones de vigilancia, sobre todo cuando tenía que seguir durante varios días los mismos objetivos, para reducir el riesgo de que reparasen en ella y la reconociesen. Cuando se la colocaba tenía que aguantar cierta cantidad de bromas. «Eh, Maddox, mándame al coche esa monada rubia, pero tú quédate donde estás.»

Judy sabía que Granger estaba observándoles. Nadie lo había detectado, pero el hombre telefoneó una hora antes para protestar por las barreras que para impedir el paso del público se habían levantado alrededor de la manzana. Quería que la gente utilizase la calle y que los turistas siguieran visitando el edificio, como si todo fuese normal.

Tuvieron que quitar las barreras.

No había cercas que delimitasen los terrenos, de modo que los turistas atravesaban libremente los espacios de césped y los grupos de visitantes seguían los itinerarios prescritos en torno al Capitolio, sus jardines y los elegantes edificios gubernamentales de las calles adyacentes. Subrepticiamente, Judy fue examinando a todo el mundo a través de los objetivos. Pasaba por alto los aspectos superficiales y se concentraba en las facciones que no podían disimularse fácilmente. Escrutaba a todo hombre alto y delgado de mediana edad, prescindiendo de su pelo, rostro o vestimenta.

A las tres menos un minuto aún no había visto a Ricky Granger.

Michael Quercus, que se había encontrado con Granger cara a cara, también actuaba de observador. Iba en una furgoneta de vigilancia con ventanillas tintadas, detenida a la vuelta de una esquina. Tenía que mantenerse fuera de la vista, no fuera que Granger le reconociese y se asustara.

Judy habló por un pequeño micrófono que llevaba bajo la camisa, prendido en el sujetador.

—Me parece que Granger no se presentará hasta que aparezca el gobernador.

Crepitó el minúsculo emisor que llevaba detrás de la oreja y oyó a Charlie Marsh contestar:

—Hacemos nuestras tus palabras. Me gustaría que hubiéramos podido hacer esto sin exponer al gobernador.

Habían hablado de utilizar a un doble, pero el propio gobernador Robson rechazó ese plan, alegando que no permitiría que ninguna otra persona se arriesgase a morir en lugar de él.

—Pero si no podemos… —decía ahora Judy.

—Así es —repuso Charlie.

Instantes después el gobernador salía por la amplia entrada frontal del edificio.

A Judy le sorprendió comprobar que era un poco más bajo de lo que se considera estatura media. Al verle en la televisión se había imaginado a un hombre alto. Parecía más grueso de lo normal, a causa del chaleco antibalas que llevaba bajo la chaqueta. Cruzó el césped con zancada tranquila y confiada y fue a sentarse ante el velador, a la sombra del parasol.

Judy le tomó unas instantáneas. Mantenía la bolsa de la cámara colgada del hombro para poder empuñar el arma con rapidez.

Luego, por el rabillo del ojo captó movimiento.

Un viejo Chevrolet Impala se aproximaba despacio por la calle Décima.

Su descolorida pintura tenía dos tonos, crema y azul celeste, con óxido en los arcos de las ruedas. Las sombras ocultaban el rostro del conductor.

Judy lanzó una mirada en torno. Ni un solo agente a la vista, pero todos tendrían la mirada fija en el coche.

El vehículo se detuvo en el bordillo de la acera, frente al gobernador Robson.

El corazón de Judy se aceleró.

—Sospecho que es él —dijo el gobernador con voz extraordinariamente tranquila.

Se abrió la portezuela del coche.

La figura que se apeó vestía vaqueros azules, camisa de trabajo a cuadros, encima de una camiseta de manga corta, y sandalias. Cuando se irguió, Judy pudo calcular que mediría metro ochenta y tres, acaso algo más, era delgado y la morena cabellera era larga.

Llevaba gafas de sol de gran montura y un pañuelo de algodón de alegres colores a guisa de cinta para el pelo.

Judy lo contempló con fijeza, deseando poder verle los ojos. Chirrió su auricular:

—¿Judy? ¿Es él?

—No puedo asegurarlo. Podría ser.

El hombre miró a su alrededor. El espacio de césped era amplio y la mesa estaba colocada a unos veinticinco o treinta metros del bordillo. Echó a andar hacia el gobernador.

Judy sintió sobre sí los ojos de todos los demás, esperando su señal. Se desplazó un poco, para situarse entre el hombre y el gobernador.

El hombre observó el movimiento de Judy, titubeó y luego reanudó la marcha.

—¿Y bien? —volvió a hablar Charlie.

—¡No sé! —susurró Judy, procurando no mover los labios—. ¡Dame unos segundos más!

—No lo dejes acercarse demasiado.

—No creo que sea él —dijo Judy.

Todos los retratos de Granger que se habían visto mostraban una nariz afilada como la hoja de un cuchillo. La de aquel hombre era chata y ancha.

—¿Seguro?

—No es él.

El hombre se encontraba casi tocando a Judy. Pasó junto a ella y se aproximó al gobernador. Sin interrumpir su zancada se llevó una mano a la parte interior de la camisa.

Por el auricular, Charlie exclamó:

—¡Va a sacar algo!

Judy se dejó caer sobre una rodilla y su diestra buscó el arma que llevaba en la bolsa de la cámara. El hombre empezó a sacar algo de la camisa. Judy vio un cilindro de color oscuro, como el cañón de un arma de fuego. Gritó:

—¡Quieto! ¡FBI!

Los coches y furgonetas vomitaron agentes, que también salieron en buen número del edificio del Capitolio.

El hombre se quedó petrificado. Judy le apuntó a la cabeza, al tiempo que le ordenaba:

—Saque eso muy despacio y entréguemelo.

—¡Está bien, está bien, no me dispare!

El hombre acabó de sacarse el objeto de la camisa. Era una revista, enrollada como un cilindro y con una cinta de goma alrededor.

Judy la cogió. Sin dejar de encañonarle, examinó la revista. Era el Time de aquella semana. No había nada dentro del cilindro.

El hombre dijo con voz aterrorizada:

—¡Un tipo me dio cien dólares para que se la diese al gobernador!

Los agentes rodearon a Mike Robson y, envuelto entre ellos, lo condujeron de nuevo al interior del Capitolio.

Judy lanzó una mirada a los alrededores para explorar el recinto y las calles. «Granger está presenciando esto, tiene que andar por aquí. ¿Dónde demonios está?» La gente se había parado para observar a los agentes que corrían. Un grupo de visitantes bajaba por la escalinata de la impresionante entrada, conducidos por un guía. Mientras Judy exploraba el terreno, un hombre con camisa hawaiana se separó del grupo y empezó a alejarse. Algo en él llamó la atención de Judy.

La muchacha enarcó las cejas. El hombre era alto. Como la camisa era holgada y la llevaba suelta en torno a las caderas a Judy no le era posible determinar si el hombre era gordo o delgado. Y una gorra de béisbol le cubría el pelo.

Judy fue tras él, acelerando el paso.

El hombre no parecía tener prisa. Judy no dio la alarma. Si lanzaba a algún miembro del FBI en pos de un turista inocente, eso facilitaría la huida del verdadero Granger. Pero el instinto la hizo avivar la marcha. Tenía que ver la cara del hombre.

Él dobló la esquina del edificio. Judy echó a correr. Oyó por el auricular la voz de Charlie:

Judy, ¿qué pasa?

—Trato de identificar a alguien —la muchacha jadeaba un poco—. Probablemente sea un turista, pero pon a un par de muchachos tras de mí, por si necesito apoyo.

—Hecho.

Al dar la vuelta a la esquina, Judy vislumbró la camisa hawaiana, que pasaba entre unas gigantescas puertas de madera y desaparecía dentro del edificio del Capitolio. Le pareció que el hombre había apresurado el paso. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Charlie dirigía la palabra a un par de hombres jóvenes y señalaba hacia ella.

En la calle lateral que corría al otro lado de los jardines, Michael se apeó de una furgoneta aparcada y corrió en dirección a Judy. Ella le indicó el edificio.

—¿Vio a ese individuo? —gritó.

—¡Sí, era él! —respondió Michael.

—¡Quédese aquí! —le ordenó. Era un civil y ella no quería que se implicara en la operación—. ¡Manténgase al margen de esto!

Judy entró corriendo en el edificio del Capitolio.

Se encontró en un vestíbulo inmenso cuyo piso mostraba un mosaico de complicado dibujo. Fresco y tranquilo. Al frente vio una amplia escalera cubierta por una alfombra y con una balaustrada esculpida y estupendamente adornada. ¿Se fue por la derecha o por la izquierda? ¿Subió o bajó? Judy eligió la izquierda. El pasillo torcía luego a la derecha en ángulo recto. Dejó atrás la parada de los ascensores y se encontró en una rotonda, una sala circular con escultura en el centro. La altura de aquella sala ascendía dos plantas y la remataba una cúpula espléndidamente decorada. Allí se enfrentó a otro dilema: ¿seguir recto, torcer a la derecha en dirección a la Herradura o subir por la escalera de la izquierda? Miró en torno. Un grupo de visitantes contemplaba con expresión de susto el arma que empuñaba. Alzó la vista hacia la galería circular de la primera planta y divisó fugazmente los brillantes colorines de una camisa.

Salió disparada hacia arriba por uno de los amplios tramos gemelos de la escalera.

Al llegar arriba lanzó una mirada a través de la galería. En la otra parte se abría una puerta que llevaba a un mundo distinto, un pasillo moderno con alumbrado fluorescente y piso con baldosas de plástico. La camisa hawaiana estaba en el pasillo.

El hombre que la llevaba ahora había echado a correr.

Judy se lanzó tras él. Al tiempo que corría habló por el micrófono del sostén, entre jadeos.

—¡Es él, Charlie! ¿Qué diablos ha ocurrido con mi apoyo?

—Te perdieron. ¿Dónde estás?

—En la primera planta de la sección de oficinas.

—Vale.

Las puertas de la oficina estaban cerradas y en los pasillos no había nadie. Siguió a la camisa cuando doblaba una esquina, luego otra y después una tercera. La mantenía a la vista, pero no ganaba terreno.

«El hijo de Satanás está en forma.»

Tras cubrir el círculo completo, el hombre volvió a la galería. Judy lo perdió de vista momentáneamente y supuso que había decidido emprender de nuevo la subida de la escalera. Respirando afanosamente, Judy ascendió por la adornada escalera hasta la segunda planta.

Letreros indicadores le informaron de que la galería del senado quedaba a su derecha y la asamblea a su izquierda. Torció a la izquierda, acabó llegando a la puerta de la galería y la encontró cerrada. Sin duda al otro le ocurrió lo mismo. Regresó a la cabecera de la escalera. ¿Adónde había ido el hombre?

Vio en un rincón un rótulo que decía: «Escalera norte. Sin acceso al tejado». Judy abrió la puerta y se encontró en una estrecha escalerilla funcional, con suelo de baldosas corrientes y barandilla de hierro. Oyó el repiqueteo de unos pasos que descendían rápidos, pero no vio al individuo.

Se precipitó escaleras abajo.

Salió a la rotonda, en la planta baja. No vio a Granger, pero sí a Michael, que miraba a su alrededor distraídamente. Judy llamó su atención.

—¿Le ha visto? —voceó.

—No.

—¡Quédese ahí!

Desde la rotonda, un pasillo de mármol conducía a los aposentos del gobernador. Una partida de turistas a los que se enseñaba la puerta de la Herradura obstruyó la vista de Judy. ¿Estaba la camisa hawaiana al otro lado del grupo? Judy no tenía certeza de ello. Pero salió disparada hacia allí, a través del vestíbulo de mármol, y pasó rápidamente por delante de los expositores que, en sus marcos, mostraban todos los condados del estado. A su izquierda, otro pasillo llevaba a una salida con puerta automática de cristal. Vio que la camisa la franqueaba.

La siguió. Granger cruzaba como una flecha la calle L, esquivando con arriesgados regates el impaciente tránsito. Los automovilistas efectuaban virajes para no atropellarle y le daban coléricamente a la bocina. Granger saltó por encima de la capota de un cupé amarillo y la abolló. El conductor abrió la portezuela y se apeó de un salto, pletórico de rabia, pero al ver a Judy con el arma empuñada le faltó tiempo para volver a meterse en el vehículo.

Judy voló a través de la calzada, corriendo los mismos peligros del tráfico. Dio un salto frente a un autobús que paró bruscamente con un discordante chirrido de frenos, corrió por encima de la capota del mismo cupé amarillo y obligó a una kilométrica limusina a desviarse a través de tres carriles. La muchacha casi había llegado ya a la acera cuando una motocicleta se acercó a toda velocidad por el carril próximo al bordillo, directamente hacia ella. Judy se echó hacia atrás y por un pelo no se la llevó la moto por delante.

Granger apretó el paso por la calle Undécima y luego se coló por una entrada. Judy voló tras él. El hombre había entrado en un garaje aparcamiento. Judy hizo lo propio, con la máxima rapidez que pudo, y algo la golpeó violentamente en el rostro.

El dolor estalló en su frente y nariz. Se quedó cegada. Cayó de espaldas y con un chasquido chocó contra el hormigón. Allí se quedó inmóvil, paralizada por la conmoción y el sufrimiento, incapaz de pensar. Unos minutos después notó una mano que le sostenía la nuca y oyó, como si llegara de muy lejos, la voz de Michael que decía:

Judy, por el amor de Dios, ¿está viva?

A la muchacha empezó a aclarársele la cabeza y recuperó la visión. Pudo enfocar el semblante de Michael.

—¡Hábleme, diga algo! —pidió Michael. Judy abrió la boca.

—Duele —murmuró.

—Gracias a Dios. —Michael sacó un pañuelo del bolsillo de sus pantalones y le limpió los labios con sorprendente ternura—. Le sangra la nariz.

Judy se sentó.

—¿Qué ha pasado?

—La vi irrumpir aquí, como un relámpago, y un segundo después estaba tendida en el suelo. Creo que la estaba esperando y que la golpeó en cuanto dobló para entrar. Si le pongo las manos encima…

Judy se dio cuenta de que el arma se le había escapado de la mano.

—Mi pistola…

Michael miró en torno, la recogió y se la entregó.

—Ayúdeme a levantarme.

Michael tiró de ella y Judy se puso en pie.

Le dolía la cara de un modo espantoso, pero veía con claridad y notaba firmes las piernas. Intentó coordinar las ideas. «Quizá no lo hemos perdido aún.»

Había un ascensor, pero Granger no habría tenido tiempo de cogerlo. Debió de subir por la rampa. Judy conocía el garaje —aparcó en él cuando fue a entrevistarse con Honeymoon— y recordaba que comprendía toda la superficie del bloque, con entradas por las calles Décima y Undécima. Tal vez Granger también lo sabía y en aquel momento se alejaba por la puerta de la calle Décima.

Lo único que se podía hacer era seguirle.

—Voy tras él —dijo.

Echó a correr rampa arriba. Michael la siguió. Ella le dejó hacerlo. Le había ordenado dos veces que se quedara fuera del asunto, y ya no le quedaba aliento para repetírselo de nuevo.

Llegaron al primer nivel del aparcamiento. Judy empezó a sentir pinchazos de dolor en la cabeza y debilidad en las piernas. Comprendió que no podría ir muy lejos. Empezaron a atravesar la planta. De súbito, un coche negro salió disparado de una plaza de aparcamiento, directo hacia ellos.

Judy saltó a un lado, llegó al suelo y rodó sobre sí misma, con demencial rapidez, hasta encontrarse debajo de un coche aparcado.

Vio las ruedas del automóvil negro que giraron con un chirrido de neumáticos y aceleraron rampa abajo como el proyectil de un arma de fuego.

Judy se levantó y buscó frenéticamente a Michael. Le había oído gritar, sorprendido y asustado. ¿Le habría alcanzado el coche?

Le vio a unos metros de ella, en el suelo, a gatas, blanco a causa del sobresalto.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Judy.

Michael se puso en pie.

—Bastante bien, sólo temblando.

Judy trató de localizar al coche negro, pero había desaparecido.

—¡Mierda! —exclamó—. Lo he perdido.