Judy y Michael estaban de vuelta en el centro de operaciones de emergencia pocos minutos antes de medianoche.
Judy llevaba cuarenta horas en pie, pero no tenía sueño. El horror del terremoto aún continuaba vivo en su ánimo. Con los ojos de la imaginación veía cada varios segundos una u otra de aquellas imágenes de pesadilla: el descarrilamiento del tren, la gente gritando, el helicóptero estallando en llamas o el viejo Chevy cayendo por el precipicio y dando vueltas de campana en el aire. Entró en el club de oficiales todavía asustada y nerviosa.
Pero la revelación de Michael le había dado una nueva esperanza. Fue toda una conmoción enterarse de que la esposa del sismólogo era uno de los terroristas, pero también constituía una pista prometedora. Si Judy lograba encontrar a Melanie, encontraría a El martillo del Edén.
Y si conseguía hacerlo en menos de cuarenta y ocho horas, podría evitar otro terremoto.
Entró en la sala de baile convertida en puesto de mando. Stuart Cleever, el pez gordo de Washington que había tomado el control de todo, estaba de pie en el estrado de la cúpula. Era un individuo aseado, ordenado, ataviado inmaculadamente con traje gris, camisa blanca y corbata a rayas.
Junto a él se encontraba Brian Kincaid.
«El muy hijo de puta se ha colado subrepticiamente de nuevo en el caso. Quiere impresionar al capitoste de Washington.» Brian lo tenía todo preparado para Judy.
—¿Qué rayos salió mal? —preguntó en cuanto la vio.
—Llegamos tarde por cuestión de segundos —contestó Judy cansinamente.
—Nos dijiste que tenías bajo vigilancia todos los lugares —reprochó Brian.
—Los más probables. Pero ellos lo sabían. Así que eligieron un punto secundario. Era un riesgo que corrían —más probabilidades de fallo—, pero el juego les salió bien.
Kincaid se volvió hacia Cleever y se encogió de hombros como diciendo: «Crea eso y creerá cualquier cosa».
—En cuanto haya redactado un informe completo de todo —le dijo Cleever a Judy—, quiero que se vaya a casa y descanse un poco. Brian se hará cargo de su personal.
«Lo sabía. Kincaid ha enconado a Cleever en contra mía.» «Ha llegado el momento de ir a por todas.»
—Me gustaría descansar un poco —dijo Judy—, pero todavía no. Creo que tendré a los terroristas bajo arresto antes de doce horas. A Brian se le escapó una exclamación de sorpresa.
—¿Cómo es eso? —dijo Cleever.
—Acabo de descubrir una nueva pista. Sé quién es su sismólogo.
—¿Quién?
—Se llama Melanie Quercus. Es la esposa separada de Michael, el hombre que colabora con nosotros. A través de su marido consiguió la información relativa a los puntos de tensión de la falla…, la sustrajo del ordenador de Michael Quercus. Y sospecho que también robó la lista de los lugares que teníamos vigilados.
—¡Quercus también debería ser sospechoso! —dijo Kincaid—. ¡Podría estar confabulado con ella!
Judy ya había previsto ese comentario.
—Tengo la certeza de que no es así —dijo—. Pero para mayor seguridad se le está sometiendo a una prueba con el detector de mentiras.
—Me parece bien —convino Cleever—. ¿Puede dar con su esposa?
—Le contó a Michael que vive en una comuna del condado de Del Norte. Mi equipo ya está consultando las bases de datos para localizar las comunas existentes allí. Tenemos una agencia con dos hombres en esa vecindad, en una población llamada Eureka, y les he pedido que se pongan en contacto con la policía local.
Cleever asintió. Dedicó a Judy una mirada estimativa.
—¿Qué piensa hacer?
—Me gustaría dirigirme allí ahora mismo. Dormiré por el camino. Para cuando llegue, los muchachos locales tendrán la dirección de todas las comunas de la zona. Quisiera haberlas registrado todas antes del amanecer.
—No tienes pruebas suficientes para conseguir órdenes de registro —observó Brian.
Era verdad. El mero hecho de que Melanie hubiese dicho que vivía en una comuna del condado de Del Norte no constituía causa probable. Pero Judy conocía la ley mejor que Brian.
—Después de dos terremotos, creo que tenemos circunstancias de fuerza mayor, ¿no te parece?
Eso significaba que había vidas humanas en peligro. Brian pareció desconcertado, pero Cleever comprendió.
—La mesa legal puede resolver el problema, si es que están aquí por la labor. —Hizo una pausa y dijo—: Me seduce el plan. Creo que debería hacerlo. ¿Tiene algún otro comentario, Brian?
Kincaid parecía de malhumor.
—Vale más que tenga razón, sólo eso.
Judy viajaba hacia el norte en un automóvil que conducía un agente femenino que no conocía, una de las varias docenas de mujeres destacadas de las oficinas del FBI en Sacramento y Los Ángeles para que ayudasen en la crisis.
Michael iba sentado con Judy en el asiento de atrás. Había solicitado ir. La seguridad de Dusty le preocupaba terriblemente. Si Melanie formaba parte de un grupo terrorista, ¿en qué clase de peligros podía verse envuelto su hijo? Judy había logrado el visto bueno de Cleever argumentando que, en el caso de que arrestasen a Melanie, alguien debía hacerse cargo del chico. Acababan de cruzar el puente de Golden Gate, cuando Judy recibió una llamada de Carl Theobald. Michael le había especificado la compañía de teléfonos celulares, entre las más o menos quinientas existentes en Estados Unidos, que utilizaba Melanie, y Carl consiguió el registro de todas las llamadas. A través de los cargos en tránsito, la compañía telefónica pudo determinar la zona general desde la que se hizo cada una de las llamadas.
Judy esperaba que la mayoría de ellas se hubiesen hecho desde el condado de Del Norte, pero se llevó una decepción.
—En realidad, no hay ninguna pauta en absoluto —dijo Carl en tono fatigado—. Llamó desde la zona del valle de Owens, desde San Francisco, desde Felicitas y desde diversos puntos, entre uno y otro telefonazo; pero lo único que nos dice eso es que ha estado viajando por todo el estado, cosa que ya sabíamos. No hay ninguna llamada desde la parte del estado hacia la que te diriges.
—Lo cual sugiere que tiene allí un teléfono convencional.
—O que es cautelosa.
—Gracias, Carl. Merecía la pena intentarlo. Ahora duerme un poco.
—¿Pretendes decir que esto no es un sueño? Mierda.
Judy se echó a reír y colgó.
El conductor conectó la radio, sintonizó una emisora de programación ligera y oyeron cantar a Nat King Cole Let There Be Love mientras surcaban velozmente la noche. Judy y Michael pudieron hablar sin que nadie escuchase su diálogo.
—Lo terrible es que no estoy sorprendido —dijo Michael tras una pausa de silencio meditativo—. Supongo que siempre he pensado que Melanie estaba loca. No debí dejarla que se lo llevase…, pero es su madre, ¿sabe?
Judy alargó el brazo en la oscuridad para cogerle la mano.
—Supongo que hizo lo mejor que podía hacer —dijo.
Él se la apretó, agradecido.
—Espero que el chico se encuentre bien ahora.
—Sí.
Mientras conciliaba el sueño, Judy retuvo la mano de Michael.
Se encontraron a las cinco de la mañana en la oficina del FBI en Eureka. Además de los agentes con residencia allí, había representantes del departamento de policía de la ciudad y de la oficina del sheriff del condado. Al FBI siempre le gustaba involucrar en las incursiones a miembros de las fuerzas de la ley locales: era un modo de mantener buenas relaciones con personas cuya ayuda solía necesitarse con frecuencia.
En el Directorio de comunidades: guía de la vida cooperativa figuraban cuatro comunas. La base de datos del FBI había revelado la existencia de una quinta y los informes locales añadieron dos más. Uno de los agentes del FBI con residencia en la zona hizo constar que la comuna conocida por el nombre de Aldea del Fénix se encontraba a sólo doce kilómetros del sitio donde se propuso construir una central nuclear. A Judy se le aceleró el pulso al oírlo y se puso al frente del grupo que emprendió la incursión sobre Fénix.
Cuando se acercaban al lugar, en el coche patrulla del sheriff del condado de Del Norte que encabezaba el convoy de cuatro vehículos, todo su cansancio se volatilizó. Volvió a sentirse llena de agudeza y energía. No había logrado evitar el terremoto de Felicitas, pero podría encargarse de que no hubiese otro.
La entrada a Fénix estaba en un desvío de la carretera del condado y la señalaba un letrero con una pintura en la que se veía un ave fénix elevándose desde las llamas. No había portillo ni guardia. Los automóviles irrumpieron en el asentamiento y se detuvieron en una glorieta. Los agentes saltaron de los coches y se desplegaron en abanico por entre las casas. Cada uno llevaba una copia de la fotografía de Melanie y Dusty que Michael tenía encima de su mesa.
«Ella está aquí, en alguna parte, probablemente en la cama con Ricky Granger, durmiendo tras el ejercicio de ayer. Espero que tengan pesadillas.»
La aldea parecía pacífica bajo las primeras luces del día. Además de una cúpula geodésica había varios edificios con aspecto de graneros. Los agentes cubrieron las entradas frontal y posterior antes de llamar a las puertas. Cerca de la glorieta Judy encontró un plano de la localidad pintado encima de una tabla, donde se reflejaban las casas y otras construcciones. Había una tienda, un centro de masajes, una estafeta de correos y un taller de reparación de automóviles. Aparte de las quince viviendas, el plano mostraba tierras de pasto, huertos, parque infantil de juegos y campo de deportes.
Hacía fresco por la mañana, tan al norte, y Judy se estremeció y lamentó no llevar algo más grueso que el traje pantalón de lino.
Aguardaba el grito de triunfo con que le avisaría el agente que identificara a Melanie. Michael paseaba por la glorieta, rígidos los músculos del cuerpo a causa de la tensión. «Vaya sobresalto, enterarte de que tu esposa se ha convertido en una terrorista, la clase de persona que un policía abatiría a tiros entre los aplausos de la gente. No era extraño que estuviese tenso. Es un milagro que no empiece a darse de cabeza contra la pared.»
Junto al plano de la aldea había un tablón de anuncios. Judy leyó un aviso acerca del taller de danza popular que se estaba organizando con el fin de recaudar dinero para la fundación de la Chimenea de la Propagación de la Luz. Aquellas gentes tenían un aire inofensivo que resultaba notablemente convincente.
Los agentes entraron en los edificios y examinaron cada habitación, yendo rápidamente de una casa a otra. Al cabo de unos minutos de una de las casas de mayores proporciones salió un hombre y atravesó la glorieta. Tendría unos cincuenta años, con barba y pelambrera desgreñada. Calzaba sandalias de cuero de fabricación casera y se cubría con una tosca manta echada sobre los hombros.
—¿Es usted el que lleva aquí la voz cantante? —le preguntó a Michael.
—Yo estoy al cargo —dijo Judy. El hombre la miró.
—¿Tendría la bondad de decirme qué demonios está pasando?
—Con mucho gusto —repuso Judy secamente—. Buscamos a esta mujer.
Le enseñó la fotografía.
El hombre ni siquiera la cogió.
—Ya he visto eso —dijo—. No es ninguno de nosotros.
Judy tuvo la deprimente sensación de que decía la verdad.
—Ésta es una comunidad religiosa —afirmó el hombre con creciente indignación—. Somos ciudadanos que respetamos la ley. No consumimos drogas. Pagamos nuestros impuestos y obedecemos las ordenanzas municipales. No merecemos que se nos trate como si fuéramos delincuentes.
—Sólo queremos asegurarnos de que esta mujer no se oculta aquí.
—¿Quién es y por qué creen que está aquí? ¿o es que dan por supuesto que las personas que viven en comunas son sospechosas?
—No, no damos eso por supuesto —respondió Judy. Estuvo tentada de emplear un tono brusco con el hombre, pero se recordó que acababa de levantarle de la cama a las seis de la mañana—. Esta mujer forma parte de un grupo terrorista. Le dijo a su marido, del que está separada, que vivía en una comuna del condado de Del Norte. Lamento tener que despertar a todo el que viva en una comuna del condado, pero espero que comprenda que esto es muy importante. Si no lo fuese, no estaríamos molestándoles y, con franqueza, tampoco nos hubiéramos tomado tanto trabajo y tantas preocupaciones.
El hombre la miró fijamente y luego asintió. Cambió su actitud.
—Está bien —dijo—. La creo. ¿Puedo hacer algo para facilitarles la tarea?
Judy meditó unos segundos.
—¿Figuran en el mapa todos los edificios de su comunidad?
—No —repuso el hombre—. Hay tres casas nuevas en el lado occidental, más allá del huerto. Pero, por favor, procuren no armar mucho escándalo… en una de ellas hay un recién nacido.
—De acuerdo.
Se acercó Sally Dobro, un agente femenino de mediana edad.
—Creo que ya hemos comprobado aquí todos los edificios —informó—. No hay señal alguna de nuestros sospechosos.
—Hay tres casas al oeste del huerto —dijo Judy—. ¿Las has mirado?
—No —reconoció Sally—. Lo siento. Ahora mismo lo hago.
—Procura hacerlo en silencio —recomendó Judy—. Hay un niño de pecho.
—Lo procuraré.
Sally se alejó y el hombre de la manta inclinó la cabeza, agradecido.
Sonó el móvil de Judy. Al contestar oyó la voz del agente Frederick Tan.
—Hemos registrado todos los edificios de la comuna Colina Mágica. Nada.
—Gracias, Freddie.
Durante los siguientes diez minutos fueron llamando los jefes de las demás partidas de incursión. Todos comunicaron el mismo mensaje. No iban a encontrar a Melanie Quercus. Judy se hundió en un pozo de desesperación.
—Rayos —dijo—. La he jodido.
Michael estaba igualmente deprimido. Se quejó, consternado:
—¿Cree que nos hemos saltado una comuna?
—O eso, o ella mintió respecto al sitio donde vivía.
Parecía pensativo.
—Recuerdo la conversación —dijo—. Le pregunté a ella dónde vivía, pero fue él quien respondió a la pregunta.
Judy asintió.
—Creo que ese sujeto mintió. Eso se le da muy bien.
—Acabo de acordarme de su nombre —dijo Michael—. Le llamó Priest.