Oaktree había realizado un trabajo estupendo y el vibrador sísmico parecía una auténtica atracción de feria.
Los paneles de La Boca del Dragón, pintados de alegres colorines rojo y amarillo, ocultaban por completo la maciza plancha de acero, el enorme motor vibratorio y el complejo de depósitos y válvulas que gobernaban la máquina. Cuando el viernes por la tarde Priest lo condujo por las carreteras del estado, desde las estribaciones de la Sierra Nevada, a través del valle del Sacramento, hacia la cadena costera, los conductores de los otros vehículos sonreían y tocaban la bocina amistosamente, y los niños agitaban los brazos desde las ventanillas posteriores de las furgonetas. La Patrulla de Carreteras no le prestó la menor atención. Priest conducía el camión, con Melanie a su lado. Star y Oaktree les seguían en el viejo Barracuda. Llegaron a Felicitas a primera hora de la tarde. La ventana sísmica se abriría pocos minutos después de las siete. Era una buena hora: Priest contaría con la penumbra crepuscular para la huida. Además, el FBI y los polizontes llevarían entonces dieciocho horas de vigilancia ininterrumpida: deberían estar cansados y sus reacciones serían lentas. Empezarían a creer que no iba a producirse terremoto alguno.
Salió de la autopista y detuvo el camión. Al final de la rampa de salida había una estación de servicio y un asador de carne donde cenaban varias familias. Los chiquillos contemplaron el tiovivo por los ventanales. A continuación del restaurante, un campo en el que pastaban cinco o seis caballos; después, un bajo edificio de oficinas, encristalado de arriba abajo. La carretera que llevaba a la ciudad aparecía flanqueada por casas y Priest vio un colegio y una pequeña construcción con estructura de madera que parecía una capilla baptista.
—La línea de la falla corre a través de la calle Mayor —dijo Melanie.
—¿Cómo puedes asegurarlo?
—Mira los árboles de la acera. —Había una hilera de pinos adultos al fondo de la calle—. Los árboles del extremo occidental están metro y medio más atrás que los del este.
Priest vio que, en efecto, la línea se quebraba hacia la mitad de la calle. Al oeste de la interrupción, los árboles crecían en medio de la acera, en vez de junto al bordillo.
Priest encendió la radio del camión. En aquel preciso instante empezaban el programa de John Truth.
—Perfecto —dijo Priest. El locutor leyó:
—Uno de los principales ayudantes del gobernador Mike Robson fue secuestrado en Sacramento en un extraño incidente que ocurrió ayer. El secuestrador abordó al secretario de gabinete Al Honeymoon en el garaje del edificio del Capitolio, le obligó a salir de la ciudad a bordo de su automóvil y posteriormente lo abandonó en la I-80.
—Observa que no menciona para nada a El martillo del Edén —dijo Priest—. Saben que era yo el que estaba en Sacramento. Pero pretenden dar a entender que el suceso no tuvo nada que ver con nosotros. Creen que así evitan que cunda el pánico. Están perdiendo el tiempo. Dentro de veinte minutos California va a vivir el mayor pánico que jamás haya visto.
—¡Muy bien! —dijo Melanie.
Estaba tensa, pero exaltada, con el rostro sonrojado y los ojos brillantes de miedo y esperanza.
Pero, en secreto, Priest estaba lleno de dudas. «¿Resultará esta vez?»
«Sólo hay un modo de averiguarlo.»
Puso la marcha y rodó monte abajo.
La carretera de enlace con la autopista trazaba un bucle y se unía a la vieja carretera comarcal que accedía a la ciudad por el este. Priest giró rumbo a la calle Mayor. Había una cafetería justo encima de la línea de la falla. Priest frenó en el aparcamiento frontal. El coche se deslizó junto al camión.
—Ve a comprar unas rosquillas —dijo Priest a Melanie—. Compórtate con toda naturalidad.
Melanie se apeó y en dos saltos se plantó dentro de la cafetería. Priest puso el freno de mano y accionó la palanca que hacía descender hasta el suelo el martillo del vibrador sísmico. De la cafetería salió un agente uniformado.
—¡Mierda! —dijo Priest.
El policía llevaba una bolsa de papel y anduvo con paso decidido a través del aparcamiento. Priest supuso que había hecho un alto allí para tomar café, él y su compañero. Pero ¿dónde estaba el coche patrulla? Priest miró a su alrededor y localizó la luz azul y blanca del giróscopo del techo del automóvil, medio oculto por una furgoneta. No se había percatado de su llegada. Se maldijo por su distracción.
Pero era demasiado tarde para lamentos. El policía vio el camión, cambió de dirección y se acercó a la ventanilla de Priest.
—¡Hola!, ¿qué tal? —dijo el agente en tono simpático.
Era un muchacho alto y delgado, de veintipocos años y pelo rubio corto.
—Me encuentro estupendamente —dijo Priest. «Polis de pueblo, siempre se comportan como el vecino»—. ¿Y a usted cómo le va?
—Ya sabe que no puede poner en marcha esa atracción si no cuenta con permiso, ¿verdad?
—Es lo mismo en todas partes —respondió Priest—. Pero pensamos montarla en Pismo Beach. Hemos parado aquí sólo para tomar café, lo mismo que usted.
—De acuerdo. Que tenga un buen día. Lo que queda de él.
—Lo mismo digo.
El policía siguió su camino y Priest meneó la cabeza asombrado. «Si supieras quién soy, colega, se te atragantaría esa rosquilla de chocolate y te asfixiarías.» Lanzó una mirada por la ventanilla trasera y comprobó las esferas del mecanismo vibrador. Todo estaba verde. Reapareció Melanie.
—Sube al coche con los otros —indicó Priest—. Yo voy en seguida.
Dispuso la máquina para que iniciase las vibraciones cuando a distancia recibiera la señal enviada por el mando, luego dejó el motor en marcha y se apeó del camión.
Melanie y Star estaban en el asiento posterior del Barracuda, sentadas lo más distantes que podían una de otra: eran corteses, pero no podían disimular su recíproca hostilidad. Oaktree iba al volante. Priest ocupó el otro asiento delantero.
—Conduce monte arriba hasta el punto donde nos detuvimos antes —indicó.
Oaktree arrancó.
Priest puso la radio y sintonizó el programa de John Truth.
—Son las siete y veinticinco de la tarde del viernes, y la amenaza de terremoto de los terroristas de El martillo del Edén no se ha cumplido, gracias al Cielo. ¿Qué es la cosa más espeluznante que te ha ocurrido jamás? Llama ahora a John Truth y cuéntala. Podría ser algo tonto, como encontrar un ratón en el frigorífico, o quizá fuiste víctima de un robo. Comparte tus pensamientos con el mundo, en el programa de esta noche de John Truth en Directo.
Priest se volvió hacia Melanie:
—Llámale por tu teléfono celular.
—¿Y si localizan la llamada?
—Es una emisora de radio, no el maldito FBI, no están preparados para localizar llamadas. Adelante.
—Vale. —Melanie marcó el número que John Truth repetía por la radio—. No comunica.
—Sigue intentándolo.
—Este aparato tiene repetición automática de llamadas.
Oaktree detuvo el coche en lo alto de la colina y bajaron la vista sobre la ciudad. Priest exploró la zona de aparcamiento delante de la cafetería. Los polis continuaban allí. No quería poner en marcha el vibrador mientras estuvieran tan cerca… uno de ellos podía tener la suficiente presencia de ánimo como para saltar al interior de la cabina y accionar la palanca del motor.
—¡Esos malditos polizontes! —murmuró—. ¿Por qué no se largan por ahí a coger criminales?
—No les des ideas…, podrían venir a por nosotros —bromeó contundente—. Oaktree.
—No somos criminales dijo Star, Tratamos de salvar a nuestro país.
—Condenadamente cierto —dijo Priest con una sonrisa, y propinó un puñetazo al aire.
—Lo digo en serio —insistió Star—. Dentro de cien años, cuando la gente vuelva la vista atrás, dirá que los razonables fuimos nosotros y que el gobierno era el demente por permitir que la contaminación destruyera Norteamérica. Como ocurre con los desertores de la Primera Guerra Mundial… entonces los odiaban, pero hoy en día todo el mundo afirma que los que salieron huyendo fueron los únicos que no estaban locos.
—Eso es verdad —confirmó Oaktree.
El coche patrulla de la policía se alejó de la cafetería.
—¡Ya me pasan! —dijo Melanie—. Ya he conseguido comunicar… ¿Oiga? Sí, quiero hablar con John Truth… Dice que apaguéis la radio, chicos… —Priest la desconectó—. Quiero hablar acerca del terremoto —continuó Melanie en respuesta a las preguntas—. Soy… Melinda. ¡Oh! John se ha ido. ¡Coño, casi les doy mi nombre!
—No hubiera importado, debe de haber un millón de Melanies —dijo Priest—. Pásame el teléfono. Melanie se lo tendió y Priest se lo puso al oído. Oyó el anuncio de un concesionario de Lexus de San José. Al parecer, la emisora seguía con su programa de cara al público mientras la gente esperaba al teléfono. Vio el coche patrulla ascender por el monte en dirección a él. Dejó atrás el camión, desembocó en la autopista y desapareció.
Oyó de pronto:
—Y Melinda quiere hablar acerca de la amenaza de terremoto. ¡Hola, Melinda, estás en John Truth en Directo!
—Hola, John —intervino Priest—, no es Melinda, es El martillo del Edén.
Hubo una pausa. Cuando Truth volvió a hablar, su voz había adoptado el tono engolado que utilizaba en las declaraciones de gravedad extraordinaria.
—Muchacho, vale más que te dejes de bromas, porque si estás bromeando, es muy posible que acabes en la cárcel, ¿entiendes?
—Supongo que podría ir a la cárcel si no bromease —replicó Priest.
Truth no se rio.
—¿Por qué me llamas?
—Sólo porque esta vez quiero estar seguro de que todo el mundo se entera bien de que el terremoto lo provocamos nosotros.
—¿Cuándo va a producirse?
—Dentro de unos minutos.
—¿Dónde?
—Eso no voy a decírtelo porque podrías dar el soplo al FBI para que se nos echara encima, pero te diré algo que nadie podría suponer. Tendrá lugar en un punto de la Ruta 101.
Raja Jan saltó encima de una mesa, en medio del puesto de mando.
—¡Que todo el mundo se calle y escuche! —gritó. Todos captaron la nota aguda de miedo que matizaba su voz y la sala entera enmudeció—: Un individuo que afirma ser de El martillo del Edén interviene ahora mismo en el John Truth en Directo.
Brotó un estallido de voces cuando todos empezaron a formular preguntas. Judy se levantó:
—¡Silencio todo el mundo! —voceó—. ¿Qué dijo, Raja?
Carl Theobald, que estaba sentado con el oído pegado al altavoz de una radio portátil, contestó a la pregunta:
—Acaba de decir que el próximo terremoto tendrá lugar en la Ruta I-80 dentro de unos minutos.
—¡Muy bien, Carl! Sube el volumen. —Judy giró en redondo—. Michael… ¿Coincide eso con alguna de las localizaciones que tenemos bajo vigilancia?
—No —respondió él—. ¡Mierda, me equivoqué en mis suposiciones!
—Entonces pruebe otra vez. ¡Trate de determinar dónde pueden encontrarse esas gentes!
—Está bien —dijo Michael—. Deje de dar gritos. Se sentó frente al ordenador y tomó el ratón. La voz de la radio de Carl Theobald anunció: —Ahí va ya.
Sonó una alarma en la computadora de Michael.
—¿Qué es eso? —preguntó Judy—. ¿Un temblor de tierra? Michael hizo clic con el ratón.
—Un momento…, ahora empieza a aparecer en pantalla… No, no es un temblor. Es un vibrador sísmico.
Judy miró por encima del hombro de Michael. En el monitor vio un trazo idéntico a la línea que Michael le había mostrado el domingo.
—¿Dónde está? —quiso saber—. ¡Déme una posición!
—Estoy en ello —saltó él—. Por mucho que me chille a mí, el ordenador no va a hacer la triangulación más deprisa.
¿Cómo podía ser tan quisquilloso en un momento como aquél?
—¿Por qué no se produce ningún terremoto? ¡Tal vez su sistema no funciona!
—En el valle de Owens tampoco funcionó la primera vez. —No lo sabía.
—Vale, aquí están las coordenadas.
Judy y Charlie Marsh fueron al mapa de la pared. Michael desgranó las coordenadas.
—¡Ahí! —exclamó Judy triunfalmente—. En la Ruta 101, al sur de San Francisco. En una ciudad llamada Felicitas. Carl, llama a la policía local. Raja, notifícalo a la Patrulla de Carreteras. Charlie, me voy contigo en el helicóptero.
—La precisión no es absoluta —advirtió Michael—. El vibrador puede encontrarse en un radio de kilómetro y medio o así de las coordenadas.
—¿Cómo se puede determinar con más exactitud?
—Si echo una mirada al terreno, puedo localizar la línea de la falla.
—Será mejor que nos acompañe en el helicóptero. Coja un chaleco antibalas. ¡Vamos!
—¡No resulta! —dijo Priest, e intentó controlar su pánico.
—Tampoco salió bien la primera vez en el valle de Owens, ¿no te acuerdas? —repuso Melanie. Parecía irritada—. Tuvimos que trasladar el camión una y otra vez.
—Mierda, espero que tengamos tiempo ¡Arranca, Oaktree! ¡Vuelve al camión!
Oaktree puso la marcha y el viejo Barracuda partió monte abajo.
Priest se volvió y alzó la voz, dirigiéndose a Melanie, por encima del rugido del motor.
—¿Adónde crees que deberíamos llevarlo?
—Hay una calle lateral casi detrás de la cafetería…, baja cosa de trescientos cincuenta metros. La línea de la falla pasa por allí.
—De acuerdo —confió Priest.
Oaktree se detuvo delante de la cafetería. Priest se apeó de un salto. Una mujer de mediana edad se le plantó delante.
—¿Oyó ese ruido? —dijo—. Parecía venir de su camión. ¡Fue ensordecedor!
—Apártese de mi camino si no quiere que le abra su maldita cabeza —amenazó Priest.
Saltó a la cabina del camión. Levantó la plancha, metió la marcha y arrancó. Desembocó en la calle por delante de una furgoneta vieja. El conductor de ésta frenó bruscamente y manifestó su indignación a bocinazos. Priest se dirigió hacia la calle lateral.
Recorrió trescientos cincuenta metros y se detuvo frente a una limpia casita de una planta, con jardín cercado por una valla. Un perrito blanco se puso a ladrarle con furia desde el otro lado de la cerca. Actuando con febril premura, Priest bajó de nuevo la plancha y comprobó los diales. Puso el mando en control remoto, se apeó y corrió a subir al Barracuda.
Oaktree hizo chirriar los neumáticos en una maniobra de vuelta en U y salió disparado. Mientras se desplazaban a toda velocidad por la calle Mayor, Priest comprobó que sus actividades empezaban a llamar la atención. Los observaban una pareja cargada con bolsas de la compra, dos muchachos montados en sendas bicicletas de montaña y tres hombres gruesos que habían salido de un bar para ver qué estaba ocurriendo. Llegaron al final de la calle Mayor y doblaron monte arriba.
—Ya estamos lo bastante lejos dijo Priest.
Oaktree detuvo el coche y Priest activó el mando a distancia. Oyó las vibraciones del camión seis manzanas más abajo.
—¿Estamos seguros aquí? —preguntó Star, con voz temblorosa. Guardaron silencio, paralizados por el suspense, a la espera del terremoto.
El camión vibró durante treinta segundos; luego las oscilaciones cesaron.
—Demasiado seguros —le contestó Priest a Star.
—¡Este cabrón no funciona, Priest! —se quejó Oaktree.
—Esto mismo sucedió la última vez —comentó Priest, desesperado—. ¡Va a funcionar!
—¿Sabes qué es lo que creo? —dijo Melanie—. Que el suelo es aquí demasiado blando. La ciudad está cerca del río. El suelo húmedo y suave absorbe las vibraciones.
Priest se encaró con ella, acusadoramente.
—Ayer me dijiste que los terremotos causan más daños en los terrenos húmedos.
—Dije que los edificios construidos sobre terrenos húmedos tienen mayores probabilidades de sufrir daños porque el subsuelo se mueve más. Pero por transmisión de ondas de choque a la falla, la roca debería resultar mejor.
—Ahórrate la maldita conferencia —dijo Priest—. ¿Dónde probamos ahora?
Melanie señaló colina arriba.
—Por donde salimos de la autopista. No cae directamente encima de la línea de la falla, pero el terreno sin duda es de roca. Oaktree alzó una ceja y miró a Priest.
—De vuelta al camión —dijo éste—. ¡Vamos!
Recorrieron velozmente otra vez la calle Mayor, contemplados ya por bastantes más personas. Oaktree arrancó el consiguiente chirrido al asfalto cuando dobló por la calle lateral y frenó de golpe al lado del vibrador sísmico. Priest subió de un salto al camión, levantó la plancha y se alejó de allí, con el pedal del acelerador pisado a fondo.
El camión avanzó con angustiosa lentitud a través de la ciudad y luego pareció arrastrarse colina arriba.
Se encontraba a mitad de la cuesta cuando el coche de la policía que vieron anteriormente descendió por la rampa del desvío de la autopista, centelleantes las luces de los giróscopos y con la ululante sirena a todo volumen. Se cruzó con ellos lanzado, rumbo a la población.
El camión llegó por último al punto donde Priest había contemplado la urbe por primera vez y dictaminó que era perfecta. Se detuvo frente al restaurante Grandes Costillas, al otro lado de la carretera. Bajó por tercera vez la plancha del vibrador.
Vio el Barracuda tras de sí. Monte arriba, de vuelta de la ciudad, subía el coche patrulla de la poli.
Al levantar la cabeza localizó un helicóptero en el cielo, allá a lo lejos.
No tenía tiempo para abandonar el camión y recurrir al control remoto. No le quedaba más remedio que activar el vibrador allí mismo, en el asiento del conductor.
Apoyó la mano en el mando, vaciló un segundo y luego accionó la palanca.
Desde el helicóptero, Felicitas parecía un pueblo dormido.
Era una tarde clara y luminosa. Judy vio la calle Mayor y el conjunto cuadriculado de calles que la rodeaban, los árboles de los jardines y los automóviles en las calzadas, pero allí nada parecía moverse. Un hombre que regaba sus flores estaba inmóvil, parecía una estatua; una mujer tocada con un enorme sombrero de paja permanecía quieta en la acera; tres jovencitas se habían quedado como paralizadas en una esquina; dos mozalbetes acababan de detener sus bicicletas en mitad de la calle.
Circulaba el tránsito por la autopista que dominaba la urbe sobre los elegantes arcos del viaducto. También se podía contemplar la acostumbrada mezcla de camiones y turismos y Judy localizó dos coches patrulla de la policía, a cosa de kilómetro y medio, que se acercaban a la población a toda velocidad, supuso que en respuesta a su llamada de emergencia.
Pero nadie se movía en la ciudad. Al cabo de unos segundos se figuró lo que pasaba. Aguzaban el oído.
El rugido del helicóptero impidió a Judy oír lo que escuchaban, pero se lo imaginó. Tenía que ser el vibrador sísmico. ¿Pero dónde estaba?
El helicóptero volaba lo bastante bajo como para permitirle identificar las marcas de los coches aparcados en la calle Mayor, pero no vio ningún vehículo lo bastante grande como para ser un vibrador sísmico. Ninguno de los árboles que oscurecían parcialmente las calles laterales tenían enramadas lo suficientemente amplias y tupidas para ocultar un camión de tamaño corriente.
Se dirigió a Michael por el audífono.
—¿Distingue la línea de la falla?
—Sí. —Michael examinaba el mapa y lo cotejaba con el terreno extendido abajo—. Atraviesa la línea ferroviaria, el río, la autopista y el gasoducto. Dios todopoderoso, los daños van a ser tremendos.
—¿Pero dónde está el vibrador?
—¿Qué es eso que se ve en la ladera del monte?
Judy siguió la dirección que señalaba el dedo índice. Por encima de la ciudad, cerca de la autopista, divisó un reducido grupo de edificios; un restaurante de comidas rápidas de alguna clase, un inmueble de oficinas con paredes de cristal, una pequeña estructura de madera, probablemente una capilla. En la carretera, próximo al restaurante, había un cupé de color pardo oscuro con todo el aspecto de pertenecer a un resistente modelo principios de los setenta; tras él vio un coche patrulla de la policía y un camión enorme, decorado con dragones de color rojo furioso y amarillo de conjuntivitis. Distinguió las palabras «La Boca del Dragón».
—Es una atracción de feria —dijo.
—O un disfraz —sugirió Michael—. Tiene el tamaño adecuado para un vibrador sísmico.
—¡Dios mío, seguro que tiene razón! —exclamó Judy—. ¿Estabas escuchando, Charlie?
Charlie Marsh iba sentado junto al piloto. Detrás de Judy y Michael se sentaban seis miembros del equipo SWAT, con sus rechonchas metralletas MP5. El resto del equipo SWAT marchaba a toda máquina por la autopista en un vehículo acorazado, su centro móvil de operaciones tácticas.
—Escuchaba —dijo Charlie—. Piloto, ¿puede aterrizar y dejarnos cerca de esa atracción de feria que está en la colina?
—Es difícil —respondió el piloto—. La ladera del monte es muy empinada y la carretera tiene un arcén muy estrecho. Preferiría tomar tierra en la explanada del aparcamiento del restaurante.
—Hágalo —dijo Charlie.
—Va a haber un terremoto, ¿verdad? —preguntó el piloto. Nadie respondió.
Cuando el helicóptero descendía, una figura saltó del camión. Judy entornó los párpados para distinguirlo mejor. Vio un hombre delgado, de larga cabellera morena, y comprendió de inmediato que tenía que ser su enemigo. El hombre levantó la vista hacia el helicóptero y pareció como si sus ojos se clavaran en ella. Judy se encontraba demasiado lejos para distinguir sus facciones con claridad, pero tuvo la absoluta certeza de que era Granger.
«Quédate ahí, hijo de puta, voy a por ti.»
El helicóptero se cernió sobre el aparcamiento e inició el descenso.
Judy comprendió que tanto ella como todos los demás podían morir en los segundos siguientes.
En el momento en que el helicóptero tocaba el suelo se produjo un estruendo como el estallido del fin del mundo.
El estampido fue un trueno tan estrepitoso que ahogó el rugir del vibrador sísmico y el rumor batiente de los rotores del helicóptero.
El suelo pareció elevarse y golpear a Priest como un puño inmenso. Miraba el aterrizaje del helicóptero en el aparcamiento del restaurante asador, casi convencido de que el vibrador golpeaba el suelo en vano, de que su plan había fallado, de que ahora le arrestarían y le encerrarían en la cárcel. Y un segundo después se encontraba tendido en el suelo boca abajo, con la sensación de que Mike Tyson acababa de sacudirle un derechazo.
Rodó sobre sí mismo, mientras jadeaba para introducir aire en los pulmones, y vio que, a su alrededor, los árboles se resquebrajaban y retorcían como si soplase un huracán.
Al cabo de un momento recobró los sentidos y comprendió… ¡que había funcionado! Él había provocado un terremoto.
«¡Sí!»
Y estaba en medio del seísmo. Entonces temió por su vida.
El aire repicaba con un retumbante y aterrador estruendo, como si agitasen rocas dentro de un gigantesco cubo metálico. Priest logró incorporarse de rodillas, pero el suelo no dejaba de moverse y, cuando trataba de ponerse en pie, volvió a caer.
«Oh, mierda, estoy acabado.»
Se dio media vuelta y pudo sentarse.
Oyó un fragor como de cientos de ventanas que se rompieran. Al mirar a la derecha, vio lo que estaba ocurriendo exactamente. Las paredes de cristal del edificio de oficinas se hacían añicos al mismo tiempo. Un millón de astillas de cristal caían en cascada del inmueble.
«¡Sí!»
La capilla baptista situada un poco más abajo de la carretera, parecía desplomarse de lado. Era una frágil construcción de madera y sus paredes se derrumbaron envueltas en una nube de polvo y quedaron esparcidas por el suelo. Dejaron en pie un macizo atril de roble tallado, erguido en medio de los escombros.
«¡Lo hice! ¡Lo hice!»
Las ventanas del asador estaban destrozadas y los gritos de niños aterrados horadaban el aire. Una esquina del tejado se combó y luego se vino abajo sobre un grupo de cinco o seis adolescentes, aplastándolos tanto a ellos como a las mesas y las costillas que llenaban sus platos. Los demás clientes se levantaron en una oleada y se precipitaron hacia los ventanales, ya sin vidrios, mientras lo que quedaba del techo empezaba a abatirse sobre ellos.
Saturaba el aire un acre olor de gasolina. Priest pensó que el temblor de tierra había roto los depósitos de la estación de servicio. Al mirar hacia allí vio el mar de combustible que se desparramaba por la parte delantera del establecimiento. Una motocicleta fuera de control apareció rodando por la carretera, dando bandazos de una cuneta a otra, hasta que el piloto se cayó y la máquina resbaló a través de la calzada despidiendo chispas. La gasolina derramada cogió una de esas chispas y, con un ziuuusss, un segundo después todo el lugar se vio envuelto en llamas.
Nunca había visto a Oaktree asustado.
Los caballos del prado contiguo al restaurante salieron corriendo desbocados, dejaron atrás la destrozada cerca y a galope tendido se acercaron a Priest por la carretera, fijos los ojos, abierta la boca, llenos de terror. Priest no tuvo tiempo para apartarse de su camino. Se cubrió la cabeza con las manos. Pasaron de largo por ambos lados. Abajo, en la ciudad sobresaltada, la campana de la iglesia repicaba frenéticamente.
El helicóptero volvió a remontar el vuelo un segundo después de haber tocado tierra. Judy vio el suelo, a sus pies, rielar como un bloque de jalea. Luego retrocedió rápidamente, a medida que el helicóptero ganaba altura. Se quedó boquiabierta mientras contemplaba cómo las paredes de cristal del edificio de oficinas se convertían en algo así como una cascada de espuma y caían sobre el suelo. Vio estrellarse al motorista en la estación de servicio y lanzó un chillido de consternación cuando la gasolina prendió y las llamas engulleron al conductor caído de la motocicleta.
El helicóptero dio la vuelta y el panorama de Judy cambió. Su mirada se extendió por la llanura. A lo lejos, un tren de mercancías cruzaba los campos. Al principio, pensó que había escapado ileso, pero en seguida se dio cuenta de que frenaba bruscamente. Se había salido de la vía y, mientras Judy lo observaba, llena de terror, la locomotora se precipitó hacia el campo de cultivo contiguo a los raíles. Los vagones de carga culebrearon para acabar amontonándose encima de la máquina. Luego, el helicóptero continuó ascendiendo.
Judy pudo ver entonces la ciudad. Un espectáculo espantoso. Gentes desesperadas corrían despavoridas por las calles, abierta la boca para sembrar el aire de alaridos de terror que la muchacha no podía oír, mientras intentaban huir y sus casas se hundían, las paredes se resquebrajaban, las ventanas estallaban y los tejados se inclinaban espantosamente y caían sobre los hasta entonces bien cuidados jardines o iban a aplastar los coches estacionados en los paseos de acceso. La calle Mayor parecía una bola de fuego y al mismo tiempo un cauce de aguas desmadradas. La calle estaba sembrada de automóviles estrellados. Fogonazos y destellos se encendían en el aire como relámpagos; Judy supuso que las líneas eléctricas estaban saltando.
Cuando el helicóptero cobró altura, la autopista quedó a la vista; Judy se llevó las manos a la boca, horrorizada, al ver que uno de los arcos gigantescos que aguantaban el viaducto se había retorcido y quebrado. El firme se había roto y un trozo de carretera sobresalía en el aire. Al menos diez coches se habían precipitado por un corte de la grieta y formaban una masa de hierros retorcidos. Varios de ellos eran pasto de las llamas. Y la carnicería no acababa ahí. Bajo la mirada de Judy, un viejo Chevrolet con aletas se desplazó hacia el precipicio, patinando lateralmente mientras el conductor trataba en vano de detenerlo. Judy se oyó soltar un chillido cuando el vehículo pasó por el borde de aquel despeñadero y cayó al vacío. Pudo ver el aterrado rostro del conductor, un hombre joven, al darse cuenta de que iba a morir. El automóvil dio varias vueltas en el aire, con escalofriante lentitud, hasta acabar estrellándose contra el tejado de una casa e incendiarse y prender también fuego al edificio.
Judy enterró el rostro entre las manos. Aquello era demasiado horrible para seguir mirando. Pero entonces recordó que era un agente del FBI. Se obligó a sí misma a contemplar la catástrofe. Observó que los coches que circulaban por la autopista reducían la marcha y se detenían antes de sufrir un accidente. Pero los vehículos de la Patrulla de Carreteras y el camión del SWAT que estaban en camino no podrían llegar a Felicitas desde la autopista.
Un viento repentino dispersó la nube de humo negro que flotaba sobre la estación de servicio y Judy avistó al hombre que suponía era Ricky Granger.
«Tú perpetraste esto. Tú has matado a todas estas personas. Pedazo de escoria, voy a meterte en la cárcel aunque sea lo último que haga.»
Granger consiguió ponerse en pie y corrió hasta el cupé de color pardo, al tiempo que gesticulaba y gritaba a los que iban dentro del vehículo.
El coche patrulla de la policía estaba inmediatamente detrás del cupé, pero los agentes parecían lentos, incapaces de actuar con la rapidez precisa.
Judy comprendió que los terroristas estaban a punto de escapar. Charlie llegó a la misma conclusión.
—¡Descienda, piloto! —chilló por los audífonos.
—¿Se ha vuelto loco? —replicó el piloto, también a voces.
—¡Esa gentuza es la que hizo esto! —gritó Judy, y los señala con el índice por encima del hombro del piloto—. ¡Han ocasionado esta carnicería y ahora van a escapar!
—¡Mierda! —dijo el piloto, y el helicóptero inclinó el morro.
Priest aulló a Oaktree por la ventanilla abierta del Barracuda:
—¡Larguémonos de aquí!
—Vale… ¿por dónde tiramos? Priest señaló la carretera en ciudad.
—Toma este camino, pero en lugar de meterte por la calle Mayor, desvíate a la derecha por la carretera comarcal… Nos conducirá de vuelta a San Francisco, según he comprobado. —¡Conforme! Priest vio apearse del coche patrulla a los dos policías locales. Saltó a la cabina del camión, levantó la plancha, arrancó y dedicó sus fuerzas al dominio del volante. Oaktree ejecutó una media vuelta con el Barracuda y se dirigió monte abajo. La maniobra de Priest con el camión fue mucho más lenta.
Uno de los policías estaba plantado en mitad de la carretera y encañonaba al camión con su arma. Era el joven delgado que había deseado buenos días a Priest. Ahora gritaba:
—¡Alto! ¡Policía!
Priest se lanzó directo hacia él.
El agente hizo un disparo a lo loco y se arrojó en zambullida lateral para quitarse de en medio.
Por delante, la carretera rodeaba el casco urbano desviándose hacia el este, por lo que se salvó de las peores consecuencias del terremoto, que se había cebado en el centro de la urbe. Priest tuvo que rodear un par de coches accidentados frente al destruido edificio de oficinas con paredes de cristal, pero después se encontró con que el camino parecía expedito. El camión empezó a coger velocidad.
«¡Vamos a rematarlo!»
El helicóptero del FBI aterrizó entonces en medio de la carretera, a unos cuatrocientos metros por delante del camión. «¡Mierda!»
Priest vio que el Barracuda se detenía entre chirridos. «Muy bien, cabritos, vosotros os lo habéis buscado.» Priest pisó a fondo el acelerador.
Agentes con equipo de SWAT, armados hasta los dientes, saltaron fuera del helicóptero y procedieron a tomar posiciones, a cubierto a ambos lados de la carretera.
Priest precipitó el camión colina abajo por la carretera, cada vez a mayor velocidad, y adelantó rugiente al coche.
—Ahora sígueme —murmuró, y confió en que Oaktree adivinase lo que esperaba de él.
Vio apearse del helicóptero a Judy Maddox. Un chaleco antibalas ocultaba su bonito cuerpo. La mujer empuñaba una escopeta. Se arrodilló detrás de un poste de telégrafos, para dificultar el blanco de su persona. Un hombre echó cuerpo a tierra, tras ella, y Priest reconoció al marido de Melanie, Michael.
Priest lanzó una ojeada por el retrovisor. Oaktree había situado al Barracuda a su espalda, un poco a la derecha, de forma que presentara el menor blanco posible. No había olvidado todo lo que aprendió en la infantería de marina.
Detrás del Barracuda, a unos cien metros, pero avanzando como una raya azul y ganándoles terreno, iba el coche patrulla. El camión de Priest se encontraba a veinte metros de los agentes, lanzado en línea recta hacia el helicóptero.
Un miembro del FBI se puso en pie junto a la cuneta y apuntó con su metralleta al camión.
«Jesús, espero que no tengan lanzagranadas.» El helicóptero se levantó del suelo.
Judy soltó una maldición. El piloto del helicóptero, que no tomaba las órdenes como era debido, había aterrizado demasiado cerca de los vehículos que se acercaban. Los miembros del SWAT y los demás agentes apenas dispusieron de tiempo para desembarcar y tomar posiciones antes de tener encima el vehículo con la atracción de feria.
Michael se dirigió dando traspiés a la parte lateral de la carretera.
—¡Péguese al suelo! —le gritó Judy.
Vio al conductor del camión agacharse para protegerse tras el panel de instrumentos cuando uno de los SWAT abrió fuego con su metralleta. El parabrisas se hizo escarcha y el capó y los guardabarros se llenaron de orificios, pero el camión no se detuvo. Judy soltó un grito de frustración.
Se echó a la cara rápidamente la escopeta M87o de cinco recámaras e hizo fuego apuntando a los neumáticos, pero estaba desequilibrada y falló por mucho.
El camión pasó entonces de largo por delante de ella. Se suspendió el tiroteo: los agentes temían alcanzarse entre sí.
El helicóptero se remontaba para quitarse de en medio…, pero Judy vio entonces, horrorizada, que el piloto se había entretenido una fracción de segundo más de la cuenta. El techo de la cabina del camión tropezó con el patín de aterrizaje del helicóptero. El aparato se inclinó repentinamente.
El camión continuó adelante, sin que el impacto le afectase. El Barracuda de color pardo siguió a toda velocidad, inmediatamente detrás del camión.
Judy disparó frenéticamente a los vehículos fugitivos. «¡Se nos escapan!»
El helicóptero pareció bambolearse en el aire, mientras el piloto se esforzaba en rectificar sus bandazos. Luego uno de los rotores tocó el suelo.
—¡Oh, no! —gritó Judy—. ¡Por Dios, no!
La cola del aparato giró en redondo y ascendió. Judy vio la cara de susto del piloto, que bregaba con los mandos. Luego, de súbito, la proa del helicóptero fue a zambullirse en la carretera. Se produjo un impresionante «¡Crump!» de metal deformado y al instante el chasquido musical de cristales que saltaban hechos añicos. Durante unos segundos, el helicóptero permaneció inclinado de proa, después empezó a caer de costado, despacio.
El coche patrulla perseguidor, que iría quizá a más de ciento sesenta kilómetros por hora, frenó a la desesperada, patinó y fue a estrellarse contra el caído helicóptero.
Se oyó un estruendo ensordecedor y ambos vehículos estallaron en llamas.
Priest vio el impacto y sus consecuencias por el espejo retrovisor y lanzó al aire un grito de victoria. El FBI parecía ahora atascado: sin helicóptero, sin automóviles. Dedicarían los próximos minutos a tratar desesperadamente de rescatar de aquel siniestro a los policías y al piloto, en el caso de que estuviesen vivos. Para cuando alguno de ellos pensara en conseguir un coche en una casa próxima, Priest se encontraría a bastantes kilómetros de distancia.
Sin reducir la velocidad del camión retiró el cristal escarchado en que la escopeta había convertido el parabrisas.
«¡Dios mío, creo que lo hemos conseguido!»
A su espalda, el Barracuda oscilaba de una forma peculiar. Priest tardó un minuto en decirse que debía tener pinchado un neumático. Aún continuaba rodando, por lo que sin duda se trataba de una rueda trasera. Oaktree lo aguantaría así cuatro o cinco kilómetros más.
Llegaron a un cruce. Tres coches habían chocado en la confluencia de caminos: una minifurgoneta Toyota con asiento de bebé en la parte de atrás, una camioneta Dodge bastante estropeada y un viejo Cadillac Coupe de Ville de color blanco. Priest los examinó atentamente. Ninguno de aquellos vehículos parecía averiado seriamente y el motor de la furgoneta aún estaba en marcha. No vio a los conductores por ninguna parte. Debían andar a la busca de un teléfono.
Rodeó el múltiple accidente y torció a la derecha, para alejarse de la ciudad. Frenó tras doblar la siguiente curva. Estaban a casi dos kilómetros del equipo del FBI y fuera de su vista, Supuso que podían considerarse a salvo durante un par de minutos. Saltó fuera del camión.
El Barracuda se detuvo tras él y Oaktree se apeó. Sonreía de oreja a oreja.
—¡Misión cumplida con éxito, mi general! —dijo—. ¡Jamás vi nada semejante en toda mi condenada vida militar!
Priest le chocó la mano.
—Pero necesitamos alejarnos del campo de batalla, y deprisa —manifestó.
Star y Melanie salieron del coche. Las mejillas de Melanie tenían un tono rosado de alborozo, casi como si estuviera excitada sexualmente.
—¡Dios mío, lo hicimos, lo hicimos! —exclamó.
Star se dobló sobre sí misma y vomitó en la cuneta.
Charlie Marsh hablaba por un teléfono móvil.
—El piloto ha muerto, y también dos policías locales. Hay un accidente múltiple en la Ruta 101. Habrá que cortarla al tráfico. Aquí, en Felicitas, tenemos automóviles averiados, incendios, inundaciones, una estación de servicio destrozada y un tren descarrilado. Será preciso llamar a la Oficina Administrativa de Emergencia del Gobernador, no queda más remedio.
Judy le indicó que le pasara el teléfono. Charlie asintió y dijo por el micrófono:
—Di a alguien del personal de Judy que se ponga al aparato.
Tendió el teléfono a la muchacha.
—Aquí, Judy, ¿con quién hablo? —dijo rápidamente.
—Con Carl. ¿Cómo estás?
—Bien, pero loca de rabia conmigo misma por haber perdido a los sospechosos. Pasa una llamada de búsqueda de dos vehículos. Uno es un camión que lleva pintados dragones de colores rojo y amarillo y la apariencia de una atracción de feria. El otro es un Plymouth Barracuda de color pardo y unos veinticinco o treinta años de antigüedad. Y envía también otro helicóptero para que trate de localizar esos vehículos por las carreteras que parten de Felicitas. —Miró el cielo—. Casi es de noche ya, pero envíalos de todas formas. Ha de darse el alto a cualquier vehículo que responda a esas descripciones y ha de interrogarse a sus ocupantes.
—¿Y si uno de esos ocupantes encaja concebiblemente con la descripción de Granger…?
—Encerradle y dejádmelo clavado en el suelo hasta que llegue yo.
—¿Qué vais a hacer?
—Supongo que pediremos coches y volveremos a la oficina. De un modo u otro… —Se interrumpió e intentó superar la oleada de agotamiento y desesperación que se abatía sobre ella—. De un modo u otro hemos de volver a la lucha para evitar que esto se repita otra vez.
—Esto no ha terminado aún —dijo Priest—. Dentro de una hora, o antes, todos los polizontes de California estarán buscando una atracción de feria llamada «La Boca del Dragón». —Se volvió hacia Oaktree—. ¿Cuánto tardarás en retirar los paneles?
—Unos minutos, con un par de buenos martillos.
—El camión lleva un juego de herramientas.
Trabajando a toda máquina, quitaron entre los dos los paneles que cubrían el camión y los arrojaron por encima de la cerca de alambre espinoso de un campo de cultivo. Con un poco de suerte, en la confusión subsiguiente al terremoto, iban a transcurrir un par de días antes de que alguien se fijara en ellos.
—¿Qué diablos le vas a decir a Bones? —preguntó Oaktree mientras trabajaban.
—Ya se me ocurrirá algo.
Melanie les echó una mano, pero Star se mantuvo de espaldas, apoyada en el maletero del Barracuda. Estaba llorando. Priest sabía que iba a buscarles complicaciones, pero no había tiempo para irle con paños calientes para consolarla.
Cuando hubieron concluido con el camión, retrocedieron jadeantes a causa del esfuerzo.
—Ahora —dijo Oaktree, rezumando preocupación—, ese maldito cacharro vuelve a tener el aspecto de un vibrador sísmico J3.
—Ya lo sé —repuso Priest—. No se puede hacer nada para evitarlo. Menos mal que está oscureciendo. No tengo que ir muy lejos y habrán reclutado a muchos policías para que colaboren, en las tareas de rescate. Sólo espero tener suerte. Y ahora, largo de aquí. Llévate a Star.
—Antes necesito cambiar una rueda… Tengo un reventón.
—No te molestes —dijo Priest—. De todas formas, vamos a dejar el Barracuda en la cuneta. El FBI lo ha visto, estarán buscándolo. —Señaló el cruce—. He visto ahí tres vehículos. Sírvete tú mismo, tendrás un nuevo medio de locomoción.
Oaktree se alejó presuroso.
Star miró a Priest con ojos acusadores.
—No puedo creer que hayas hecho esto —dijo—. ¿Cuántas personas hemos matado?
—No tuvimos elección —replicó Priest, colérico—. Dijiste que harías cualquier cosa para salvar la comuna… ¿no te acuerdas? —Pero te muestras tan tranquilo… Todos esos muertos, muchos más heridos, familias que han perdido sus hogares… ¿no sientes remordimientos?
—Claro que sí.
—Pues ella no. —Star indicó a Melanie con un movimiento de cabeza—. Mira su cara. Está exultante. Dios santo, me parece que disfruta con esto.
—Star, hablaremos de ello luego, ¿vale? Star sacudió la cabeza, como pasmada.
—He pasado veinticinco años contigo y realmente no he llegado a conocerte.
Oaktree llegó a bordo del Toyota.
—Salvo las abolladuras, éste no tiene nada.
—Ve con él —le dijo Priest a Star.
La mujer titubeó un momento, pero acabó por subir al coche.
Oaktree arrancó y desapareció rápidamente.
—Sube al camión —indicó Priest a Melanie. Se puso al volante y condujo en marcha atrás el camión hasta el cruce. Ambos se apearon y examinaron los dos automóviles que quedaban. A Priest le gustó el aspecto del Cadillac. Tenía el maletero hundido, pero la parte delantera estaba perfecta y se veían las llaves en la ignición. Le dijo a Melanie—: Sígueme en el Caddy.
Melanie subió al automóvil y accionó la llave. El motor se puso en marcha a la primera.
—¿Adónde vamos? —preguntó Melanie.
—Al almacén de Diarios Perpetuos.
—Muy bien.
—Dame tu teléfono.
—¿A quién vas a llamar? No será al FBI.
—No, sólo a la emisora de radio. Melanie le entregó el móvil. Cuando se disponían a partir se produjo una fuerte explosión a lo lejos. Priest dirigió la mirada hacia Felicitas y vio un surtidor de llamas elevarse y elevarse en el cielo.
—¡Uauuu! —exclamó Melanie—. ¿Qué ha sido eso?
La llamarada descendió para convertirse en un brillante resplandor en las alturas.
—Me parece que se ha incendiado el gasoducto —supuso Priest—. Eso es lo que yo llamo fuegos artificiales.
Michael Quercus estaba sentado en la hierba, en el margen de la carretera, con aire conmocionado e impotente.
Se le acercó Judy.
—Levántese —animó—. Tiene que tranquilizarse. Todos los días mueren personas.
—Ya lo sé —respondió Michael—. No son las muertes…, aunque son bastantes. Es otra cosa.
—¿Qué?
—¿Vio quién iba en el coche?
—¿En el Barracuda? Lo conducía un negro.
—Pero en la parte de atrás.
—No vi que fuese nadie más.
—Yo sí. Una mujer.
—¿La reconoció?
—Claro que la reconocí —dijo Michael—. Era mi esposa.
Fueron necesarios veinte minutos de repetir una y otra vez la llamada por el teléfono celular de Melanie hasta que Priest consiguió entrar en el programa de John Truth. Para cuando oyó que tenía línea ya estaba en las afueras de San Francisco.
Aún seguía transmitiéndose el programa. Priest dijo que era de El martillo del Edén y le pasaron la llamada inmediatamente.
—Has cometido un acto terrible —reprochó Truth.
Empleaba su voz más pomposa, pero Priest adivinó que bajo el tono solemne el hombre exultaba.
El movimiento sísmico se había producido prácticamente durante su programa. Eso iba a convertirle en la personalidad radiofónica más famosa de Norteamérica. Por encima de Howard Stern.
—Te equivocas —respondió Priest—. Las personas que están convirtiendo California en un erial emponzoñado son las que han cometido algo terrible. Yo sólo estoy intentando pararles los pies.
—¿Matando a personas inocentes?
—La contaminación mata a personas inocentes. Los automóviles matan a personas inocentes. Llama al concesionario de Lexus que se anuncia en tu programa y dile que hizo algo terrible al vender hoy cinco automóviles.
Hubo un momento de silencio. Priest sonrió. Truth no sabía qué responderle. No le era posible discutir la ética de sus patrocinadores. Se apresuró a cambiar de tema.
—Apelo a tu buen sentido para que te entregues, ahora mismo.
—Tengo una cosa que decir, a ti y al público de California —declaró Priest—. El gobernador Robson debe declarar la paralización en el estado de toda construcción de nuevas centrales eléctricas… De no hacerlo, habrá otro seísmo.
—¿Volverías a hacer esto? —Truth parecía genuinamente escandalizado.
—Ten la absoluta seguridad de que lo repetiría.Y…
Truth intentó interrumpirle:
—¿Cómo puedes reivindicar…?
Priest no le dejó seguir:
—… y el próximo terremoto será mucho peor que éste.
—¿Dónde se producirá?
—Eso no puedo decirlo.
—¿Puedes decir cuándo?
—¡Oh, claro que sí! A menos que el gobernador cambie de idea, el siguiente terremoto tendrá efecto dentro de dos días. —Hizo una pausa para intensificar el efecto dramático y añadió—: Exactamente. Colgó.
—Y ahora, señor gobernador —articuló en voz alta—, dígale a la gente que no se deje dominar por el pánico.