A las cinco de la madrugada, el centinela que montaba guardia en la entrada del cuartel general de Los Álamos bostezaba.
Se puso en guardia al ver detenerse el Barracuda de Melanie y Priest. Éste se apeó del vehículo.
—¿Qué tal, compañero? —saludó Priest, al cruzar el portillo. El centinela levantó el rifle, adoptó una expresión ominosa y dijo:
—¿Quién es usted y qué desea?
Priest le golpeó en el rostro, con enorme violencia, y le rompió la nariz. Brotó la sangre profusamente. El centinela soltó un grito y se llevó las manos a la cara.
—¡Uff! —exclamó Priest.
Le dolían los nudillos. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que sacudió un puñetazo a alguien.
El instinto se hizo cargo de la situación. Arreó un puntapié al centinela en las piernas. El hombre cayó de espaldas y su fusil voló por el aire. Priest pateó al centinela en los costados tres o cuatro veces, fuerte y rápido, con intención de romperle las costillas. Luego, dirigió los puntapiés a la cara y a la cabeza. El centinela se hizo un ovillo, mientras sollozaba a causa de un dolor y de un miedo que lo dejaban aún más indefenso.
Priest suspendió el castigo. Respiraba entrecortadamente. Un torrente de recuerdos inundó su mente de exaltada excitación. Hubo un tiempo en que realizaba a diario aquella clase de acciones. Era fácil aterrar a la gente cuando uno sabía cómo hacerlo.
Se arrodilló y cogió el arma corta de la funda que el centinela llevaba al cinto. Aquello era lo que había ido a buscar.
Miró el arma con disgusto. Era la reproducción de un revólver Remington calibre 44, de largo cañón, fabricado originalmente en la época del salvaje Oeste. Un arma de fuego estúpida y nada práctica. La clase de arma que los coleccionistas solían poseer y conservar en estuches forrados de fieltro que guardaban en su estudio. No era un arma para disparar contra la gente.
Abrió el tambor. Estaba cargada. Eso era todo lo que realmente importaba.
Volvió al coche y subió. Melanie iba al volante. Pálida, relucientes los ojos, su respiración era acelerada, como si acabase de tomar cocaína. Priest supuso que nunca había sido testigo de un acto de violencia seria.
—¿Se repondrá? —preguntó con voz alterada.
La mirada de Priest fue hacia el centinela. Estaba tendido en el suelo, se cubría la cara con las manos y se balanceaba ligeramente.
—Desde luego que sí —afirmó Priest.
—Menos mal.
—Vamos a Sacramento. Melanie arrancó.
Al cabo de un rato preguntó:
—¿De verdad crees que puedes tratar esto con ese Honeymoon?
—Tiene que avenirse a razones —dijo Priest. En su tono había más confianza de la que realmente sentía—. Mira las opciones que tiene. Número uno: un terremoto que representará daños por valor de millones de dólares. 0, número dos: una propuesta razonable de reducir la contaminación. Además, si se inclina por la opción número uno, ha de afrontar la misma papeleta de nuevo dos días después. Tiene que tomar el camino más fácil.
—Supongo —dijo Melanie.
Llegaron a Sacramento unos minutos antes de las siete de la mañana. A aquella hora temprana, la capital del estado aparecía tranquila. Unos cuantos automóviles y camiones circulaban sin prisas por los anchos y vacíos bulevares. Melanie aparcó cerca del Capitolio. Priest se encasquetó una gorra de béisbol, bajo la cual ocultó recogida su larga cabellera. Se puso unas gafas de sol.
—Espérame aquí —dijo—. Puede que tarde un par de horas. Priest anduvo alrededor de la manzana del Capitolio. Había confiado en que hubiese allí un aparcamiento a nivel de superficie, pero le decepcionó no encontrarlo. Todo el terreno circundante lo constituían jardines, con árboles magníficos. En ambos lados del edificio, sendas rampas conducían a un garaje subterráneo. Las dos estaban vigiladas por guardias de seguridad en garitas.
Priest se aproximó a una de las enormes e imponentes puertas. El edificio estaba abierto y no había control de seguridad en la entrada. Se introdujo en un gran vestíbulo con suelo embaldosado en mosaico.
Se quitó las gafas oscuras, que resultaban llamativas puertas adentro, y bajó por una escalera hacia el sótano. Había una cafetería en la que unos operarios madrugadores cargaban cafeína. Pasó por delante de ellos, moviéndose como si estuviera en casa, y siguió por un pasillo que creyó debía de conducir al garaje. Cuando se acercaba al final del corredor, se abrió una puerta y por ella salió un hombre grueso con chaqueta deportiva de color azul. Tras el hombre, Priest vio automóviles.
Bingo.
Pasó al garaje y miró a su alrededor. Estaba casi vacío. Contados eran los coches que había, entre ellos un utilitario deportivo y un coche del sheriff en los espacios reservados. No vio un alma.
Se deslizó por detrás del utilitario deportivo. Era un Dodge Durango. Desde allí, a través de los cristales de las ventanillas del coche, divisaba la entrada del garaje y la puerta que conducía al interior del edificio. Los coches aparcados a ambos lados del Durango le ocultaban a la vista de los que fuesen llegando.
Se dispuso a esperar. «Ésta es su última oportunidad. Aún hay tiempo para negociar y evitar una catástrofe. Pero si no funciona… ¡bum!»
Priest se figuraba que Al Honeymoon era un obseso del trabajo. Llegaría temprano. Pero un montón de cosas podían salir mal. Era posible que Honeymoon pasara el día en la residencia del gobernador. A lo peor se había indispuesto. Quizá tenía reuniones en Washington; quizá había ido de viaje a Europa; quizá su esposa estaba alumbrando un bebé.
Priest no creía que Honeymoon llevase escoltas. No era un político electo, sólo un empleado del gobierno. ¿Dispondría de chófer? Priest lo ignoraba por completo. Eso podría estropearlo todo.
Los automóviles llegaban con intervalos de pocos minutos. Desde su escondrijo, Priest iba examinando a los conductores. No tuvo que esperar mucho. A las siete y media entró un elegante Lincoln Continental de color azul oscuro. Al volante iba un hombre de raza negra con camisa y corbata blancas. Era Honeymoon: Priest lo reconoció por las fotos del periódico.
El coche se detuvo en un espacio próximo al Durango. Priest se puso las gafas de sol, cruzó el garaje rápidamente, abrió la portezuela del Lincoln y se introdujo en el asiento del pasajero antes de que Honeymoon tuviera tiempo de desabrocharse el cinturón de seguridad. Le puso el revólver ante las narices.
—Salga del garaje —ordenó.
Honeymoon se le quedó mirando.
—¿Quién diablos es usted?
«Arrogante hijo de puta con traje a rayas blancas y un alfiler en el cuello de la camisa, seré yo quien haga las jodidas preguntas.»
Priest amartilló el revólver.
—Soy el maníaco que va a meterle un balazo en las entrañas como no haga lo que le digo. Conduzca.
—¡Joder! —exclamó Honeymoon, impresionado—. ¡Joder!
Luego arrancó y salió del garaje.
—Dedíquele una sonrisa simpática al guardia de seguridad y pase despacio por delante de él —aleccionó Priest—. Como le diga una sola palabra me cargo a ese hombre.
Honeymoon no respondió. Redujo la marcha del automóvil al acercarse a la garita del centinela. Durante unos segundos, Priest pensó que iba a intentar algo. Luego vieron al guardia, un hombre negro, de mediana edad y pelo blanco.
—Si quiere ver muerto a ese hermano suyo —dijo Priest—, venga, haga lo que está pensando. Honeymoon maldijo entre dientes y siguió adelante.
—Coja el Paseo del Capitolio y salga de la ciudad —dijo Priest.
Honeymoon rodeó el edificio del Capitolio y se dirigió hacia el oeste por la amplia avenida que llevaba al río Sacramento.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.
No podía decirse que estuviera asustado, más bien impaciente. A Priest le hubiera gustado descerrajarle un tiro. Aquel tipo era el cabrón que había hecho posible el proyecto de la presa. Hizo cuanto pudo para arruinar la vida de Priest. Y no lo lamentaba en absoluto. Realmente le tenía sin cuidado. Una bala en la barriga apenas podía considerarse castigo suficiente.
Priest dominó su indignación y dijo:
—Quiero salvar vidas humanas.
—Es usted el tipo de El martillo del Edén, ¿verdad?
Priest no contestó. Honeymoon le miraba fijamente. Priest supuso que estaría tratando de grabarse en la memoria las facciones del secuestrador. «Qué cara más dura.»
—Mire a la maldita calle. Honeymoon miró hacia delante. Cruzaron el puente.
—Tome la I-50 en dirección a San Francisco —indicó Priest.
—¿Adónde vamos?
—Usted no va a ninguna parte.
Honeymoon desembocó en la autopista.
—Conduzca a ochenta por el carril de la derecha. ¿Por qué diablos no están dispuestos a concederme lo que pido? —Priest procuraba mantenerse frío, pero la arrogante calma de Honeymoon le irritaba—. ¿Quiere que haya un jodido terremoto?
Honeymoon se mostró inexpresivo.
—El gobernador no puede ceder a la extorsión, usted lo sabe.
—Puede dar esquinazo al problema —argumentó Priest—. Puede anunciar que piensa ordenar el bloqueo de toda obra futura.
—Nadie nos creería. Sería un suicidio político para el gobernador.
—Ni hablar. Puede engañar al público respecto al motivo. ¿Para qué están los asesores políticos?
—Yo soy el mejor que hay, pero no puedo hacer milagros. Esto ha alcanzado demasiada resonancia. No deberían haber metido a John Truth en el asunto.
Priest replicó, furioso:
—¡Nadie nos escuchó hasta que John Truth entró en el caso! —Bueno, sea cual fuere el motivo, esto es ahora un enfrentamiento y el gobernador no puede echarse atrás. Si lo hiciera, el estado de California se encontraría expuesto al chantaje de cualquier idiota con una escopeta de caza en la mano y la ventolera de defender alguna maldita causa. Pero usted sí puede dar marcha atrás.
«¡El hijo de mala madre está tratando de catequizarme!»
—Tome la primera salida y vuelva hacia la ciudad —dijo Priest.
Honeymoon indicó el desvío a la derecha y continuó hablando:
—Nadie sabe quiénes son ni dónde encontrarlos. Si lo dejan correr ahora, podrán irse sin castigo. No se ha producido daño alguno. Pero si provoca otro terremoto, todos los cuerpos de representantes de la ley de Estados Unidos los perseguirán y no cesarán en la búsqueda hasta haberlos encontrado. Nadie puede esconderse eternamente.
La cólera acabó de apoderarse de Priest.
—¡No me amenace! —chilló—. ¡Soy yo quien tiene el puñetero revólver!
—No lo he olvidado. Sólo pretendo que los dos salgamos de ésta sin más daños.
De un modo u otro, Honeymoon se las había ingeniado para hacerse con las riendas de la conversación. Priest se sintió enfermo de frustre.
—Escúcheme —dijo—. Sólo hay un modo de salir de esto. Haga una declaración, hoy. No se construirán mas centrales eléctricas en California.
—No puedo hacer eso.
—Pare.
—Estamos en la autopista.
—¡Pare, maldita sea!
Honeymoon redujo la marcha y se detuvo en el arcén.
La tentación de apretar el gatillo era fuerte, pero Priest la resistió.
—¡Baje del coche!
Honeymoon puso la palanca de cambio en punto muerto y se apeó.
Priest se deslizó por el asiento y se puso al volante.
—Tiene hasta medianoche para ver las cosas con sensatez —dijo. Y arrancó.
Por el retrovisor vio a Honeymoon agitar los brazos haciendo señales a un automóvil para que se detuviera. El coche pasó de largo. Honeymoon volvió a intentarlo. Nadie se detendría.
Ver a un gran hombre con su traje caro y sus zapatos lustrosos de pie en el polvoriento arcén de la autopista, mientras intentaba que alguien le llevase en su vehículo, proporcionó a Priest una pequeña satisfacción y contribuyó a mitigar la fastidiosa sospecha de que Honeymoon se había llevado la mejor parte en aquel encuentro, incluso a pesar de que quien empuñaba el revólver era Priest.
Honeymoon renunció a agitar los brazos a los automóviles y echó a andar.
Priest sonrió y condujo hacia la ciudad.
Melanie estaba esperando donde la había dejado. Estacionó el Lincoln, dejó puestas las llaves y subió al Barracuda.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Melanie. Priest meneó la cabeza, disgustado.
—Nada —dijo en tono cabreado—. Fue una pérdida de tiempo. Vámonos.
Melanie puso el motor en marcha y arrancó.
Priest rechazó el primer sitio al que le llevó Melanie.
Era una pequeña localidad costera, a ochenta kilómetros al norte de San Francisco. Aparcaron en lo alto del acantilado, donde un viento fuerte hizo balancearse al Barracuda sobre sus ballestas. Priest bajó el cristal de la ventanilla para olfatear el mar. Le hubiera gustado quitarse las botas y caminar descalzo por la playa, notando entre los dedos de los pies la arena húmeda, pero no había tiempo. Aquella localización estaba muy expuesta. El camión resultaría allí demasiado visible. Lo separaba mucha distancia de la autopista y no iba a ser posible una huida rápida. Y lo más importante de todo, no había nada de mucho valor que pudiera destruirse: sólo un puñado de casas arracimadas alrededor de un puerto.
—A veces, un terremoto causa daños mayores a muchos kilómetros de su epicentro —alegó Melanie.
—Pero no puedes estar segura de ello —repuso Priest.
—Cierto. Uno no puede estar seguro de nada.
—Sin embargo, el mejor sistema para echar abajo un rascacielos es provocar un terremoto debajo de él, ¿no es así? —Ocurre lo mismo con todas las demás cosas, sí.
Se dirigieron hacia el sur, entre las verdes colinas del condado de Marin, y atravesaron luego el puente de Golden Gate. Siguieron la Ruta 1 a través del Presidio y el Parque Golden Gate y se detuvieron no demasiado lejos del campus de la Universidad Estatal de California en San Francisco.
—Esto es otra cosa —se apresuró a opinar Priest.
Estaban rodeados de casas y oficinas, de tiendas y restaurantes.
—Un temblor de tierra con epicentro aquí causaría los mayores daños en el puerto deportivo —dijo Melanie.
—¿Cómo es posible? Está a varios kilómetros.
—Hacia allá la tierra está ganada al mar. Los depósitos sedimentarios subterráneos están saturados de agua. Eso amplifica las sacudidas. Mientras que aquí lo más probable es que el suelo sea firme y sólido. Y estos edificios parecen fuertes. La mayoría sobreviven a un seísmo. Los que se desploman son los que están edificados a base de albañilería sin reforzar, la típica construcción de renta baja, o estructuras de armazón no consolidado.
Priest decidió que todo aquello eran evasivas. Melanie estaba nerviosa, ni más ni menos. «Un terremoto es un jodido terremoto, por los clavos de Cristo. Nadie sabe lo que se va a derrumbar. A mí no me importa, siempre y cuando algo se desplome.»
—Vamos a ver otro sitio —dijo.
Melanie se dirigió hacia el sur por la Interestatal 280.
—En el punto donde la falla de San Andrés cruza la Ruta 101, hay una ciudad pequeña llamada Felicitas —dijo.
Rodaron durante veinte minutos. Casi se pasaron el desvío de la salida que llevaba a Felicitas.
—¡Por ahí! ¡Por ahí! —chilló Melanie—. ¿No has visto el letrero? Priest giró el volante a la derecha y tomó el desvío.
—No miraba —se excusó.
La salida pasaba por una atalaya desde la que se dominaba la ciudad. Priest detuvo el vehículo y se apeó. Felicitas se extendía frente a él, a sus pies, como una postal. La calle Mayor la cruzaba de izquierda a derecha a través de su campo visual, flanqueada por tiendas y oficinas bajas, de tablas, con unos cuantos automóviles aparcados en batería delante de los edificios. Había una pequeña iglesia de madera con su campanario. Al norte y al sur de aquella vía pública principal se veían geométricas cuadrículas de calles con sus correspondientes hileras de árboles. Todas las casas eran de una planta. Por ambos extremos de la urbe, la calle principal se convertía en una carretera comarcal que luego iba a perderse entre campos de cultivo. Por el norte de la ciudad, un río serpenteante dividía el paisaje como una raja irregular en una ventana. A lo lejos, los raíles de una vía férrea dibujaban una línea recta, de este a oeste, como si la hubiera trazado un delineante. A espaldas de Priest, la autopista se desplazaba sobre un viaducto de altos arcos de hormigón.
Descendiendo monte abajo, se veía un conjunto de seis enormes tuberías de color azul brillante. Se hundían por debajo de la autopista, dejaban atrás la ciudad por el oeste y desaparecían en el horizonte, con todo el aspecto de un xilófono infinito.
—¿Qué infiernos es eso? —preguntó Priest. Melanie reflexionó un momento.
—Creo que se trata de un gasoducto.
Priest dejó escapar un prolongado suspiro de satisfacción.
—Este lugar es perfecto —dictaminó.
Hicieron otra parada más aquel día.
Después del terremoto, Priest necesitaría esconder el vibrador sísmico. La única arma con que contaba era la amenaza de más terremotos. Tenía que hacer que Honeymoon y el gobernador Robson creyesen que podía repetirlo cuantas veces fuese menester hasta que ellos cedieran. Era fundamental que mantuviese el camión oculto.
Cada vez iba a ser más y más difícil trasladar el vibrador sísmico por las carreteras públicas, por lo que precisaba esconderlo en algún lugar donde pudiese, de ser necesario, desencadenar un tercer terremoto sin desplazarse muy lejos.
Melanie le dirigió a la calle Tercera, que corría paralela a la orilla del enorme puerto natural que era la bahía de San Francisco. Entre la Tercera y los muelles se alzaba un ruinoso barrio industrial. Vías de ferrocarril en desuso a lo largo de calles sembradas de baches; fábricas donde todo era óxido y escombros; almacenes vacíos con los cristales de las ventanas rotos; patios abandonados llenos de plataformas de madera, neumáticos y automóviles destrozados.
—Eso está bien —dijo Priest—. Sólo dista media hora de Felicitas y es la clase de distrito donde nadie se interesa por sus vecinos.
Algunos edificios ostentaban letreros colocados por optimistas corredores de fincas. Haciéndose pasar por secretaria de Priest, Melanie llamó al número que figuraba en uno de los letreros y preguntó si tenían un almacén de unos ciento cuarenta metros cuadrados cuyo alquiler fuese barato, realmente barato.
Un vendedor joven y entusiasta acudió a atenderles una hora después. Les enseñó un bloque medio en ruinas, con techo de placas onduladas llenas de agujeros. Encima de la puerta había un rótulo, que Melanie leyó en voz alta: «Diarios Perpetuos». Disponía de espacio de sobra para aparcar el vibrador sísmico. El lugar contaba con un cuarto de baño que funcionaba y un pequeño despacho con un hornillo y un viejo televisor Zenith de gran tamaño que se había dejado allí el anterior inquilino.
Priest le contó al vendedor que necesitaba un sitio donde guardar barriles de vino durante cosa de un mes. Al hombre le importaba un pimiento para qué quería Priest el espacio. Lo que le encantaba era cobrar un alquiler por una propiedad que no valía nada. Prometió que al día siguiente contarían con suministro de agua y energía eléctrica. Priest le pagó por adelantado, en efectivo, el alquiler de cuatro semanas. Sacó el dinero del escondrijo secreto de la vieja guitarra.
A juzgar por la cara que puso, el vendedor consideró que aquél era su día de suerte. Entregó las llaves a Melanie, les estrechó la mano y se marchó a toda prisa, antes de que Priest cambiara de idea.
Priest y Melanie regresaron al valle del Silver River.
El jueves por la tarde, Judy Maddox tomó un baño. Tendida en la bañera, evocó el terremoto de Santa Rosa que tanto la había asustado cuando estaba en primer curso. Lo recordaba tan vívidamente como si hubiese ocurrido el día anterior. Nada podía ser más terrorífico que encontrarse de pronto con que el suelo bajo los pies de uno no es fijo y estable, sino traicionero y mortífero. A veces, en momentos de calma, tenía visiones de pesadilla: choques múltiples de automóviles, puentes que se hundían, edificios que se derrumbaban, incendios e inundaciones, pero ninguna de esas catástrofes le resultaba tan espantosa como el recuerdo de su propio terror cuando contaba seis años de edad.
Se lavó la cabeza y remitió el recuerdo a lo más recóndito del cerebro. Luego llenó una bolsa con todo lo necesario para pasar la noche y, a las diez, volvió al club de oficiales.
El puesto de mando estaba tranquilo, pero la tensión impregnaba el ambiente. Aún no sabía nadie a ciencia cierta si El martillo del Edén podría ocasionar un terremoto. Pero dado que Ricky Granger había secuestrado a Al Honeymoon a punta de pistola en el mismísimo garaje del Capitolio para luego dejarlo abandonado en la I-80, todos estaban seguros de que los terroristas iban en serio.
En la antigua sala de baile había ahora un centenar de personas. El comandante en jefe era Stuart Cleever, el pez gordo que había volado desde Washington el martes por la noche. A pesar de las órdenes de Honeymoon, no era posible que el Bureau permitiese que un humilde agente tomase el mando de algo tan importante. Judy tampoco deseaba estar al cargo del control total y se abstuvo de poner inconvenientes. Sin embargo, sí logró asegurarse de que ni Brian Kincaid ni Marvin Hayes participasen directamente en las maniobras.
El título de Judy era el de coordinadora de las operaciones de investigación. Eso le confería las atribuciones que necesitaba. Junto a ella estaba Charlie Marsh, coordinador de las operaciones de emergencia, al mando del equipo SWAT, dispuesto en la habitación contigua. Charlie era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de pelo entrecano que llevaba cortado al cepillo. Ex militar, adicto a la forma física y coleccionista de armas de fuego, no pertenecía al tipo que le gustaba a Judy, pero era abierto, sincero, digno de confianza, por lo que podía trabajar con él. Entre el estrado de la cúpula y la mesa ocupada por el equipo de investigación estaban Michael Quercus y sus jóvenes sismólogos, sentados ante sus pantallas, atentos a cualquier señal de actividad telúrica. Michael había ido a su casa durante un par de horas, lo mismo que Judy. Regresó vestido con unos pantalones de color caqui y un polo negro, todo limpio, y una bolsa de deporte con lo preciso para un largo turno de trabajo.
Durante la jornada habían hablado de cuestiones técnicas, hasta que Michael dispuso su equipo y presentó a sus colaboradores. Al principio se habían sentido un tanto incómodos el uno con el otro, pero Judy no tardó en darse cuenta de que Michael superaba con rapidez los sentimientos de enojo y culpabilidad producto del incidente del jueves. Tuvo la impresión de que debía estar enfurruñada durante un par de días, pero tenía demasiado trabajo. De modo que arrinconó el asunto en lo más profundo de la mente y se encontró con que estaba encantada de tener a Michael cerca.
Trataba de idear una excusa para dirigirle la palabra cuando empezó a sonar el teléfono de encima de la mesa.
Descolgó:
—Judy Maddox.
—Tienes una llamada de Ricky Granger —anunció el operador.
—¡Localízala! —apremió.
Al operador sólo le llevaría segundos conectar con el centro de seguridad de la Pacific Bell, de servicio las veinticuatro horas del día. Judy hizo una seña con la mano a Cleever y Marsh, indicándoles que se pusieran también a la escucha.
—Ya lo tienes —dijo el operador—. ¿Te paso ya la comunicación o le retengo un poco?
—Pásamela. Grábala en cinta. —Sonó un chasquido—. Aquí, Judy Maddox.
—Es usted lista, agente Maddox —dijo una voz masculina—. ¿Pero lo es lo bastante como para convencer al gobernador de que vea las cosas con sensatez?
Parecía iracundo, frustrado. Judy imaginó a un hombre de unos cincuenta años, delgado, mal vestido, pero acostumbrado a que le escuchasen. Se le estaban escapando las riendas con que dirigía su vida y el resentimiento le dominaba, especuló Judy.
—¿Hablo con Ricky Granger? —preguntó Judy.
—Sabe perfectamente con quién está hablando. ¿Por qué me obligan a provocar otro terremoto?
—¿Obligarle? ¿Se engaña a sí mismo con la idea de que la culpa de todo esto es de otra persona?
La pregunta pareció encolerizarle aún más.
—No soy yo quien consume cada vez más electricidad año tras año —dijo Ricky Granger—. No quiero más centrales eléctricas. No uso electricidad.
—¿No? —«¿De verdad?»—. ¿Entonces qué consume su teléfono…, lo impulsa el vapor?
«Un culto que no emplea electricidad. Eso es una pista.» Mientras le lanzaba pullas, trataba de adivinar qué significaba aquello. «Pero ¿dónde están?»
—No me joda, Judy. Es usted la que está en dificultades. Sonó el teléfono de Charlie, a su lado. Charlie lo cogió y escribió en el panel de notas, con grandes letras: «Cabina telefónica —Oakland— I-980 & I-580— Texaco.»
—Todos estamos en dificultades, Ricky —repuso Judy en un tono de voz más razonable.
Charlie fue al mapa de la pared. Judy le oyó pronunciar la palabra «barricadas».
—Su voz ha cambiado —observó Granger, receloso—. ¿Qué ha ocurrido?
Judy se sintió desplazada. No había recibido adiestramiento especial que potenciase sus aptitudes para la negociación. Lo único que sabía era que se trataba de retenerle al teléfono.
—He pensado de pronto que si usted y yo no logramos llegar a un acuerdo habrá aquí una catástrofe —dijo.
Oyó a Charlie dar órdenes urgentes en voz baja.
—Avisa al Departamento de Policía de Oakland, a la oficina del sheriff del condado de Alameda y a la Patrulla de Carreteras de California.
—Me está vacilando —dijo Granger—. ¿Ha localizado ya esta llamada? Dios, vaya rapidez. ¿Trata de retenerme en la línea mientras su equipo SWAT viene a por mí? ¡Olvídelo! ¡Tengo ciento cincuenta salidas por las que largarme de aquí!
—Pero sólo una para salir del brete en que se encuentra.
—Es más de medianoche —dijo Granger—. Se le ha agotado el tiempo. Voy a provocar otro terremoto y no hay maldita cosa que pueda hacer para impedírmelo.
Colgó.
Judy golpeó el auricular contra la horquilla.
—¡Vamos, Charlie!
Arrancó un ajuste electrónico del tablero de sujetos y salió corriendo de la estancia. El helicóptero esperaba en el patio de armas, con los rotores girando. Subió de un salto, seguida de Charlie.
Cuando despegaban, Charlie se puso el casco y le indicó por señas que hiciese lo mismo.
—Imagino que tardarán veinte minutos en montar las barricadas en su sitio —dijo—. Supongo que conducirá a noventa para evitar que le detengan por exceso de velocidad, así que habrá recorrido cosa de treinta kilómetros cuando estemos preparados. He dado orden de que bloqueen todas las autopistas importantes en un radio de cuarenta kilómetros.
—¿Qué hay de las otras carreteras?
—Tenemos la esperanza de que haya cubierto una distancia larga. Si se sale de las autopistas, lo habremos perdido. Ésta es una de las redes viarias de más tránsito de California. No podrías cerrarla herméticamente ni aunque dispusieras de todo el maldito ejército de Estados Unidos.
Al salir a la I-80, Priest oyó el zumbido de un helicóptero y levantó la cabeza para verle pasar por encima, procedente de San Francisco, a través de la bahía, rumbo a Oakland.
—¡Mierda! —exclamó—. No es posible que estén ya tras de nosotros, ¿verdad?
—Te lo dije —repuso Melanie—. Pueden localizar llamadas telefónicas así, instantáneamente.
—Pero ¿qué van a hacer? ¡Ni siquiera saben qué dirección íbamos a tomar cuando salimos de la gasolinera!
—Supongo que pueden bloquear la autopista.
—¿Cuál de ellas? ¿La novecientos ochenta, la ochocientos ochenta, la quinientos ochenta o la ochenta? ¿Por el norte o por el sur?
—Quizá todas. Ya conoces a la poli. Ellos hacen lo que les da la real gana.
—¡Mierda! —Priest apretó el acelerador a fondo.
—No te empeñes en que nos den el alto por exceso de velocidad.
—¡Vale, vale!
Priest volvió a reducir la marcha.
—¿No podemos salir de la autopista? Priest denegó con la cabeza.
—Para volver a casa no hay otro camino. Hay carreteras laterales, pero no cruzan el agua. Todo lo que podríamos hacer es refugiarnos en Berkeley. Aparcar en alguna parte y dormir en el coche. Pero no disponemos de tiempo, tenemos que llegar a casa para recoger el vibrador sísmico. —Volvió a sacudir la cabeza—. No hay nada que hacer, salvo ir zumbando a buscarlo.
El tránsito se hizo más fluido cuando dejaron Oakland y Berkeley a su espalda. Priest escudriñaba la oscuridad, alerta para descubrir luces intermitentes. Se sintió aliviado al llegar al puente Carquinez. Una vez cruzasen el agua podrían desplazarse por carreteras comarcales. Puede que llegar a casa les costase la mitad de la noche, pero estarían fuera de peligro.
Se acercó despacio al puesto de peaje, a la vez que examinaba las proximidades para detectar cualquier actividad policíaca. Sólo estaba abierta una cabina, lo que no tenía nada de extraño después de medianoche. Ni luces azules, ni coches patrulla, ni agentes de policía. Frenó y rebuscó en el bolsillo de los vaqueros para sacar las monedas.
Cuando levantó la cabeza vio al poli de la Patrulla de Carreteras. El corazón le dio un vuelco.
El policía estaba en la cabina, detrás del empleado del peaje, y miraba a Priest con expresión de sorpresa.
El empleado del peaje aceptó el dinero de Priest, pero no encendió la luz verde del semáforo.
El policía salió rápidamente de la cabina.
—¡Mierda! —exclamó Melanie—. ¿Qué pasa ahora?
Priest consideró la conveniencia de salir disparado, pero optó por no intentarlo. Eso desataría una persecución. Su viejo coche no podría correr más que el de los policías.
—Buenas noches, señor —dijo el agente. Era un hombre grueso de unos cincuenta años, con chaleco antibalas encima del uniforme—. Por favor, aparque en el lado derecho de la carretera.
Priest obedeció. Un automóvil de la Patrulla de Carreteras permanecía estacionado junto al arcén, donde no resultaba visible desde el puesto de peaje.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Melanie.
—Intentar mantener la calma —repuso Priest.
Había otro policía esperando en el coche aparcado. Se apeó al ver a Priest detener su automóvil. También vestía chaleco antibalas. El primer agente se acercó desde la cabina del peaje.
—Priest abrió la guantera y cogió el revólver que había robado por la mañana en Los Álamos. Después salió del coche.
Judy tardó solo unos minutos en llegar a la estación de servicio de Texaco desde donde se hizo la llamada telefónica. La policía de Oakland había actuado con celeridad. En la zona de aparcamientos había cuatro coches patrulla, uno en cada esquina, de cara al interior, centelleantes sus luces azules y con los faros iluminando el espacio para aterrizar. Descendió el helicóptero.
Judy se apeó de un salto. Un sargento de policía la saludó.
—Lléveme al teléfono —pidió Judy.
El hombre la condujo al interior de la estación de servicio. El teléfono estaba en un rincón, junto a los lavabos. Detrás del mostrador había dos empleados, una mujer negra de mediana edad y un joven blanco que lucía un pendiente. Parecían asustados. Judy preguntó al sargento:
—¿Los ha interrogado?
—No —respondió el policía—. Sólo les he dicho que es una búsqueda de rutina.
Tendrían que ser imbéciles para creer tal cosa, pensó Judy, con cuatro coches de la policía y un helicóptero del FBI en la explanada. Judy se identificó y les dijo:
—¿Han observado que alguien utilizara ese teléfono Judy consultó su reloj —hace quince minutos?
—Un montón de gente usa el teléfono —contestó la mujer. Judy tuvo automáticamente la impresión de que no le caían bien los policías. Miró al joven.
—Hablo de un hombre alto, de unos cincuenta años.
—Hubo un tipo con esas señas —replicó el muchacho. Miró a la mujer—. ¿No lo viste? Parecía una especie de hippie viejo.
—No lo vi —insistió la mujer con obstinación.
Judy sacó el retrato del ajuste electrónico.
—¿Podría tratarse de él?
El joven contempló el retrato, dubitativo.
—No llevaba gafas. Y el pelo era largo de veras. Por eso pensé que debía de ser un hippie. —Miró el ajuste electrónico con más atención—. Aunque podría ser él.
La mujer concentró la mirada en el retrato.
—Ahora me acuerdo —dijo—. Creo que es él. Un tipo flaco con camisa de dril azul.
—Eso ha sido de gran ayuda —dijo Judy, agradecida—. Ahora, una pregunta realmente importante. ¿Qué clase de coche conducía?
—Ni lo miré —confesó el muchacho—. ¿Sabe la cantidad de coches que pasan por aquí durante el día? Además, ahora está oscuro.
Judy se encaró con la mujer, que meneó la cabeza con aire triste.
—Cariño, se equivoca de persona… Ni siquiera conozco la diferencia entre un Ford y un Cadillac. Judy no pudo disimular su decepción.
—Maldita sea —dijo. Se dominó—. Gracias de todas formas, señores.
Salió al aire libre.
—¿Algún otro testigo? —preguntó al sargento.
—No. Puede que hubiese varios clientes aquí en aquel momento, pero hace un buen rato que se fueron. Sólo los dos que trabajan aquí.
Charlie Marsh se acercó apresuradamente, con un móvil pegado al oído.
—Han localizado a Granger —informó a Judy—. La Patrulla de Carreteras de California lo abordó en el puesto de peaje del puente Carquinez.
—¡Increíble! —se asombró Judy. Luego, algo en la expresión de Charlie le hizo comprender que las noticias no podían ser buenas—. ¿Lo tienen en custodia?
—No —dijo Charlie—. Los abatió a tiros. Llevaban chalecos antibalas, pero les disparó a la cabeza. Huyó.
—¿Sabemos en qué coche iba?
—No. El empleado del peaje no se fijó.
Judy no pudo evitar un toque de desesperación en su voz.
—Entonces, ¿consiguió escapar?
—Sí.
—¿Y los agentes de la Patrulla de Carretera?
—Muertos los dos.
El sargento de policía palideció.
—Que Dios se apiade de su alma —susurró.
Judy se alejó. Se sentía enferma.
—Y que Dios nos ayude a atrapar a Ricky Granger —pidió—. Antes de que asesine a alguien más.