15

A primera hora del miércoles, de pie a la vera del río Silver, Priest contemplaba el espectáculo del cielo al reflejarse en los quebrados planos de la cambiante superficie del agua y se maravillaba de la luminosidad blanca y azul que la aurora iba descubriendo. Dormía todo lo demás. Sentado junto a Priest, su perro jadeaba quedamente, a la espera de que sucediera algo.

Era un momento de máxima calma, pero el espíritu de Priest no estaba en paz.

La fecha tope distaba sólo dos días y el gobernador Robson aún no había dicho nada.

Era enloquecedor. No deseaba provocar otro terremoto. Éste sería mucho más impresionante, destruiría puentes y carreteras, derrumbaría rascacielos. Morirían personas.

Priest no era como Melanie, sedienta de venganza contra el mundo. Él sólo quería que le dejasen en paz. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese para salvar la comuna, pero sabía que era mucho más inteligente evitar muertes si le era posible. Una vez hubiese acabado todo y se hubiera cancelado el proyecto de la presa del valle, la comuna y él deseaban vivir en paz. Ésa era toda la cuestión. Y sus probabilidades de quedarse allí, sin que se metieran con ellos, serían mucho mayores si lograban salirse con la suya sin matar inocentes ciudadanos de California. Lo que había sucedido hasta entonces podría olvidarse con bastante celeridad. Tales sucesos desaparecerían de los noticiarios y nadie se preocuparía de lo que pudiera haber sido de aquellos chalados que afirmaban ser capaces de desencadenar movimientos sísmicos.

Mientras reflexionaba, apareció Star. Dejó caer en el suelo la bata púrpura y se metió en las frescas aguas del río para lavarse. Priest miró con ojos voraces aquel cuerpo voluptuoso, familiar pero todavía deseable. La noche anterior, Priest no había compartido su cama con nadie. Star seguía pasando las noches con Bones y Melanie estaba en Berkeley con su marido. «Así que el gran pichabrava duerme solo.»

Cuando Star procedía a secarse con la toalla, Priest dijo:

—Vamos a buscar un periódico. Quiero saber si el gobernador Robson dijo algo anoche.

Se vistieron y se trasladaron a una estación de servicio. Priest llenó el depósito del Barracuda mientras Star iba en busca del San Francisco Chronicle.

Volvió con la cara blanca.

—Mira —dijo, y le enseñó la primera página.

Había allí el retrato de una chica que le pareció familiar. Al cabo de unos segundos comprendió horrorizado que se trataba de Flower.

Aturdido, cogió el periódico. Al lado del retrato de Flower había uno de él.

Ambas eran imágenes generadas por ordenador. La de Priest se basaba en el aspecto que presentó en la conferencia de prensa del FBI, cuando se disfrazó de Peter Shoebury, con el pelo recogido por detrás y las grandes gafas. No creía que le reconociese nadie a través de aquella imagen.

Flower no había ido allí disfrazada. La obra del ordenador venía a ser como un retrato mal hecho: no era ella, pero se le parecía. Priest sintió frío. No estaba acostumbrado al miedo. Era un temerario al que le encantaba el riesgo. Pero aquello no era propio de él. Había puesto a su hija en peligro.

—¿Por qué demonios tuviste que ir a esa conferencia de prensa? —le reprochó Star furiosamente.

—Tenía que enterarme de lo que pensaban.

—¡Fue muy estúpido!

—Siempre he sido imprudente.

—Lo sé. —La voz de Star se suavizó y su mano tocó la mejilla de Priest—. Si fueses tímido no serías el hombre al que amo.

Un mes atrás aquello no hubiera importado fuera de la comuna, nadie conocía a Flower y, dentro, nadie leía periódicos. Pero la niña había ido a escondidas a Silver City a conocer muchachos, había robado un cartel en una tienda, la habían detenido y había pasado una noche en custodia. ¿La recordarían las personas con las que estuvo? Y de ser así, ¿la reconocerían en el retrato? El encargado de la vigilancia de las personas en libertad condicional seguramente se acordaría de ella, pero por suerte estaba de vacaciones en las Bahamas, donde era muy improbable que viera el San Francisco Chronicle. Pero ¿y la mujer en cuya casa pasó la noche? Una maestra de escuela que además era hermana del sheriff, recordó Priest. Acudió a su mente el nombre de la mujer: señorita Waterlow. Presumiblemente, vería a centenares de chicas, pero podía recordar sus caras. A lo mejor tenía mala memoria. Quizá también se había ido de vacaciones. Tal vez no leyese el Chronicle de hoy.

Y acaso Priest estuviese acabado.

No podía hacer nada. Si la maestra de escuela veía el retrato, reconocía a Flower y llamaba al FBI, cien agentes caerían sobre la comuna y sería el fin de todo.

Contempló el periódico mientras Star leía el texto.

—Si no supieses quién es, ¿la reconocerías?

Star denegó con la cabeza.

—Me parece que no.

—A mí también. Pero me gustaría estar seguro.

—No creo que los federales sean tan condenadamente listos —dijo Star.

—Unos, sí, y otros, no. Esa chica oriental es la que me preocupa. Judy Maddox. —Priest recordó las imágenes de Judy que aparecieron en la tele. Una joven tan esbelta, agraciada y elegante, que se abría paso a través de una multitud hostil, con una expresión de lo más decidido en sus facciones delicadas. Dijo—: Tengo un mal presentimiento acerca de ella. Un presentimiento realmente malo. Siempre sale adelante y sigue las pistas hasta llegar al final: primero el vibrador sísmico, después mi retrato en Shiloh, ahora Flower. Quizá sea ésa la razón por la que el gobernador Robson no ha dicho nada. Es posible que confíe en que ella nos atrape. ¿Lleva el periódico alguna declaración del gobernador?

—No. Según este reportaje, un montón de gente dice que Robson debería ceder y negociar con El martillo del Edén, pero el gobernador se niega a hacer comentarios.

—Esto no va bien —dijo Priest—. He de encontrar el modo de hablar con él.

Cuando se despertó, al principio, Judy no pudo comprender por qué se sentía tan mal. Luego irrumpió de golpe, espantosamente, en su recuerdo la horrible escena.

La noche anterior, el desconcierto la dejó paralizada. Farfulló una disculpa dirigida a Michael y salió corriendo del edificio, encendidamente roja de vergüenza. Pero aquella mañana un sentimiento distinto había sustituido a la mortificación. Ahora sólo experimentaba tristeza. Había llegado a pensar que Michael pudiera convertirse en parte de su vida. Había albergado el esperanzado deseo de conocerle mejor, de que aumentara su afecto hacia él, de hacer el amor con él. Imaginó que Michael podría cuidar de ella. Pero sus relaciones se habían estrellado y abrasado en un santiamén. Se sentó en la cama y miró la colección de títeres acuáticos vietnamitas que había heredado de su madre, dispuestos en un estante encima de la cómoda. Nunca había visto una función de títeres —no había estado nunca en Vietnam—, pero su madre le había contado que los titiriteros actuaban en un estanque y, sumergidos hasta la cintura, detrás de un telón, utilizaban la superficie del agua como escenario. Durante siglos tales juguetes pintados se emplearon para relatar historias prudentes y divertidas. Los títeres siempre recordaban a Judy la tranquilidad de su madre. ¿Qué diría ahora? Judy oía su voz, baja y sosegada: «Un error es un error. Otro error es normal. Sólo el mismo error cometido dos veces te convierte en tonto».

La noche anterior sólo fue un error. Michael había sido un error. Ella tenía que dejarlo a su espalda. Contaba con dos días para evitar un terremoto. Eso era lo verdaderamente importante.

En los telediarios, la gente opinaba acerca de si El martillo del Edén podía o no desencadenar un terremoto. Los que daban por supuesto que sí, habían formado un grupo de presión que apremiaba al gobernador Robson para que cediese. Pero, mientras Judy se vestía, su imaginación no cesaba de volver a Michael una y otra vez. Deseó poder hablar de ello con su madre. Oyó removerse a Bo, pero aquél no era la clase de asunto que debatir con su padre. En vez de ponerse a preparar el desayuno, llamó a su amiga Virginia.

—Necesito hablar con alguien —le dijo—. ¿Has desayunado ya?

Se reunieron en una cafetería próxima al Presidio. Ginny era una muchachita menuda, rubia, alegre y sincera. Siempre le diría a Judy exactamente lo que pensaba. Judy pidió dos medialunas de chocolate, para sentirse mejor, y luego refirió lo que había sucedido la noche anterior.

Cuando llegó a la parte en que irrumpió en el apartamento con la pistola en la mano y los encontró en pleno revolcón, Ginny prácticamente se tiraba por el suelo de risa.

—Lo siento —se excusó, y un trozo de tostada se le clavó en la garganta.

—Supongo que resulta la mar de divertido —sonrió Judy—. Pero a mí no me lo pareció anoche, te lo aseguro.

Ginny tosió y consiguió tragarse el trozo de tostada.

—No pretendía ser cruel ——dijo, tras recuperarse—. Me doy perfecta cuenta de que en ese momento no debió de ser demasiado hilarante. Lo que hizo ese hombre ha sido verdaderamente sórdido, quedar contigo y después acostarse con su esposa.

—Para mí, eso demuestra que no ha terminado con ella —dijo Judy—. De modo que no está listo para iniciar una nueva relación.

Ginny hizo una mueca de duda.

—No creo que sea así necesariamente.

—¿Te parece que era una especie de despedida, un último abrazo por los viejos tiempos?

—Tal vez incluso más simple. Ya sabes, los hombres nunca rechazan un polvo cuando se lo ofrecen. Da la impresión de que ese hombre ha llevado una vida de monje desde que ella le dejó. Sus hormonas probablemente se lo estuvieron poniendo muy difícil. Esa mujer es atractiva, ¿no lo dijiste?

—Tiene una pinta de lo más sexy.

—Lo que significa que si se le acerca con un jersey ajustado y empieza a moverse en plan cachondo frente a él, seguramente a ese hombre le resultará imposible evitar que se le ponga dura. Y una vez ocurre eso, el cerebro se desconecta y el piloto automático de la polla toma el mando.

—¿Tú crees?

—Escucha. No he visto a ese Michael en la vida, pero conozco a unos cuantos hombres, unos buenos y otros malos, y ésa es mi visión de esta historia.

—¿Qué harías tú?

—Hablaría con él. Le preguntaría por qué lo hizo. A ver qué se explica. A ver si se le puede creer o no. Si me viene con paparruchas, adiós, muy buenas, le olvidaría. Pero si me pareciese sincero, trataría de encontrarle sentido lógico a todo el incidente.

—De todas formas, tengo que llamarle —dijo Judy—. Aún no me ha mandado la lista.

—Pues llámale. Consigue la lista. Después le preguntas qué piensa de lo que está haciendo. Tú te sientes avergonzada, pero él también tiene algo por lo que pedir disculpas.

—Supongo que no te falta razón.

Aún no eran las ocho, pero ambas tenían prisa para ir al trabajo.

Judy pagó la cuenta y salieron rumbo a sus respectivos automóviles.

—Caray —dijo Judy—. Empiezo a sentirme mejor. Gracias.

Ginny se encogió de hombros.

—¿Para qué son las amigas? Ya me contarás qué te ha dicho. Judy subió a su coche y marcó el número de Michael. Se temió que estuviera dormido y que ella se encontrara hablándole mientras él estaba acostado con su esposa. Sin embargo, la voz de Michael sonó alerta, como si llevase un buen rato levantado.

—Lamento lo de su puerta —se excusó Judy.

—¿Por qué lo hizo?

Había más curiosidad que enfado en la voz de Michael.

—No lograba entender por qué no respondía. Luego oí un grito. Pensé que debía encontrarse en alguna clase de apuro.

—¿Qué la hizo ir a mi casa tan tarde?

—No me envió usted la lista de lugares de posibles terremotos.

—¡Ah, es verdad! La tengo encima de la mesa. Se me olvidó. Ahora se la mando por fax.

—Gracias. —Le dio el número de fax del nuevo centro de operaciones de emergencia—. Michael, hay una cosa que deseo preguntarle. —Respiró hondo. Formular la pregunta era más penoso de lo que había previsto. No es que ella fuera precisamente una tímida violeta, pero distaba mucho de tener el descaro de Ginny. Tragó saliva y dijo—: Me dio la impresión de que empezaba a interesarse por mí. ¿Por qué se acostó con su esposa?

Vaya. Ya lo había soltado.

Se produjo un largo silencio al otro extremo de la línea.

—Éste no es un buen momento para hablar de eso —dijo Michael al final.

—Muy bien.

Judy trató de mantener la decepción lejos de su voz.

—Ahora mismo le envío la lista.

—Gracias.

Judy colgó y puso en marcha el motor. La idea de Ginny no había sido tan estupenda al fin y al cabo. Se necesitaban dos para conversar, y Michael no estaba dispuesto a ello.

Cuando llegó al club de oficiales, ya estaba esperándola el fax de Michael. Se lo enseñó a Carl Theobald.

—Necesitamos equipos de vigilancia en cada una de estas localizaciones, ojo avizor para detectar la presencia de un vibrador sísmico —dijo—. Confiaba en disponer de personal de la policía, pero no creo que podamos utilizarlo. Es posible que se fueran de la lengua. Y si la gente de esos lugares se enterase de que nos tememos que sean un objetivo, cundirá el pánico. Así que tenemos que emplear personal del FBI.

—De acuerdo. —Carl frunció el ceño al mirar la hoja—. ¿Sabes?, estas localizaciones son terriblemente extensas. Un equipo no puede vigilar una superficie de más de dos kilómetros cuadrados y medio. ¿Hemos de destinar equipos múltiples? ¿No podría tu sismólogo reducir un poco esas zonas?

—Se lo preguntaré. —Judy cogió el teléfono y volvió a marcar el número de Michael—. Gracias por el fax —le dijo. Luego le explicó el problema.

—Tendría que visitar personalmente esos lugares —dijo Michael—. Indicios de fenómenos telúricos anteriores, tales como cauces secos de corrientes fluviales o escarpas de fallas me permitirían una delimitación más precisa.

—¿Podría hacerlo hoy? —pidió Judy de inmediato—. Puedo trasladarle a las localizaciones en un helicóptero del FBI.

—Ejem… claro, supongo —accedió Michael—. Quiero decir, naturalmente que lo haré.

—Podría salvar vidas.

—Exacto.

—¿Conoce el camino hasta el club de oficiales del Presidio?

—Desde luego.

—Cuando llegue aquí, el helicóptero le estará esperando.

—Vale.

—No sabe lo que se lo agradezco, Michael.

—No tiene nada que agradecer.

«Pero aún me gustaría saber por qué te acostaste con tu esposa.»

Judy colgó.

Fue un día larguísimo. Judy, Michael y Carl Theobald recorrieron más de mil quinientos kilómetros en helicóptero. Al llegar la noche habían establecido puestos de vigilancia de veinticuatro horas en cinco emplazamientos de la lista de Michael.

Regresaron al Presidio. El helicóptero tomó tierra en la desierta plaza de armas. La base era una ciudad fantasma, con sus edificios administrativos medio desmoronados y sus hileras de casas deshabitadas.

Judy tenía que ir al centro de operaciones de emergencia e informar a un pez gordo de la sede del FBI en Washington, que había llegado a las nueve de la mañana, con todo el aire de quien iba a tomar el mando absoluto de las operaciones. Pero antes la muchacha acompañó a pie a Michael hasta el coche, en un aparcamiento sumido en la penumbra.

—¿Y si se cuelan y se filtran, inadvertidos a través de la vigilancia?

—Creí que su gente era buena.

—Son lo mejor. Pero ¿y si los burlan? ¿Existe algún modo de que se me informe poco menos que ipso facto de un temblor de tierra que se produjera en cualquier punto de California?

—Seguro —repuso Michael—. Podría establecer aquí, en su puesto de mando, un sistema sismográfico interactivo. Sólo necesito un ordenador y una línea telefónica RDSI, o sea, Red Digital de Servicios Integrados.

—No hay problema. ¿Podría hacerlo mañana?

—Muy bien. De ese modo, usted sabrá inmediatamente si el vibrador sísmico actúa en algún lugar que no figure en la lista. —¿Eso es probable?

—No lo creo. Si el sismólogo de esos individuos es competente habrá seleccionado los mismos puntos que yo. Y si es incompetente, lo más probable es que no sean capaces de provocar terremoto alguno.

—Estupendo —dijo Judy—. Estupendo.

Lo recordaría. Podría decir al pez gordo de Washington que tenía la crisis bajo control.

Miró el rostro envuelto en sombras de Michael.

—¿Por qué se acostó con su esposa?

—He estado pensando en ello todo el día. —Yo también.

—Supongo que le debo alguna clase de explicación. —Eso creo.

—Hasta ayer, tenía la certeza de que todo había acabado. Luego, anoche, ella me recordó las cosas buenas que había tenido nuestro matrimonio. Ella es bonita, divertida, cariñosa y sexualmente atractiva. Y lo que es más importante, me hizo olvidar todas las cosas que fueron malas…

—¿Como cuáles? Michael suspiró.

—Creo que Melanie se siente atraída por las figuras autoritarias. Yo era profesor suyo. Quiere la seguridad que otorga el que le digan lo que tiene que hacer. Yo esperaba una compañera en plano de igualdad, alguien con quien compartir las decisiones y la toma de responsabilidades. A ella eso no le gustó nada.

—Capto el cuadro.

—Y hay algo más. En lo más hondo de sí misma, guarda un rencor infernal al mundo entero. La mayor parte del tiempo lo disimula, pero cuando se siente frustrada puede tornarse violenta. Solía arrojarme cosas, objetos pesados, como la cacerola que me tiró una vez. No llegó nunca a hacerme daño, no es lo bastante fuerte, aunque si hubiera un arma de fuego en la casa, me habría asustado.

Es difícil convivir con ese nivel de hostilidad.

—¿Y anoche…?

—Olvidé todo eso. Parecía querer que lo intentásemos de nuevo, y pensé que quizá deberíamos hacerlo, por el bien de Dusty. Además…

Judy deseó poder interpretar la expresión de Michael, pero estaba demasiado oscuro para verla.

—¿Qué?

—Quiero decirle le verdad, Judy, incluso aunque pudiera ofenderla. De modo que tengo que reconocer que aquello no fue tan racional y decente como pretendo presentarlo. En parte, lo hice porque Melanie es una mujer hermosa y deseaba tirármela. Ya lo he dicho.

Judy sonrió en la oscuridad. Después de todo, Ginny había tenido razón, aunque sólo fuese a medias.

—Lo sabía —dijo—. Pero me alegro de que lo haya confesado. Buenas noches.

Empezó a retirarse.

—Buenas noches —dijo Michael.

Su tono manifestaba desconcierto. Al cabo de unos segundos, él levantó la voz para preguntar:

—¿Está enfadada?

—No —respondió Judy por encima del hombro—. Ya no.

Priest esperaba que Melanie estuviese de vuelta en la comuna hacia media tarde. Cuando a la hora de la cena aún no se había presentado empezó a preocuparse.

Al llegar la noche ya se había puesto frenético. ¿Qué le habría pasado? ¿Había decidido volver con su marido? ¿Se lo habría confesado todo? ¿Estaba cantando de plano ante la agente Judy Maddox en una sala de interrogatorios del Edificio Federal de San Francisco?

No podía quedarse quieto, sentado en la cocina, ni acostado en su cama. Cogió un farol de vela y cruzó andando la viña para seguir después por el bosque hasta la explanada circular del aparcamiento y aguardó allí, atento el oído para percibir el rumor del viejo Subaru de Melanie… o el zumbido del helicóptero que anunciaría el final de todo.

Spirit fue el primero en oírlo. Estiró las orejas, tensó los músculos y echó a correr por el embarrado camino, sin dejar de ladrar. Priest se levantó y aguzó el oído. Era el Subaru. Le inundó el alivio. Vio aproximarse las luces entre los árboles. Empezaba a sentir el principio de una jaqueca. Hacía años que no le dolía la cabeza.

Melanie aparcó de cualquier manera, se apeó y cerró la portezuela de golpe.

—Te odio —le dijo a Priest—. Te odio por haberme obligado a hacer eso.

—¿Tenía razón? —preguntó él—. ¿Está preparando Michael una lista para el FBI?

—¡Vete a hacer puñetas!

Priest comprendió que había metido la pata. Debió mostrarse compasivo y deferente. Durante un momento había dejado que la ansiedad nublara su buen juicio. Ahora tendría que dedicar un buen rato a conquistarla.

—Te pedí que lo hicieras porque te quiero, ¿no lo comprendes?

—No, no lo comprendo. No entiendo nada. —Se cruzó de brazos, se apartó de él y clavó la mirada en la oscuridad de la arboleda—. Lo único que sé es que me siento como una prostituta.

Priest reventaba por enterarse de lo que Melanie había descubierto, pero se obligó a mantener la calma.

—¿Dónde estuviste? —preguntó.

—Dando vueltas por ahí. Me detuve a tomar una copa.

Priest guardó silencio durante unos segundos.

—Las prostitutas lo hacen por dinero —dijo luego—. Después se gastan ese dinero en ropas estúpidas y en drogas. Tú lo hiciste para salvar a tu hijo. Ya sé que te sientes mal, pero no eres mala. Eres buena.

Por fin, Melanie se dio la vuelta y se puso de cara a él. Había lágrimas en sus ojos.

—Lo malo no es que folláramos —dijo—. Lo peor es que me gustó. Eso es lo que hace que me sienta avergonzada. Me corrí. Un orgasmo de verdad. Chillé.

Priest experimentó un ramalazo de celos y se esforzó en reprimirlo. Algún día iba a encargarse de que Michael Quercus pagara por aquello. Pero no era el momento de decirlo. Necesitaba que por ahora las cosas se desarrollaran fría y calmosamente.

—Está bien —murmuró—. De verdad, está bien. Lo comprendo. Suceden cosas extrañas.

La rodeó con sus brazos y la apretó contra sí.

Melanie fue relajándose despacio. Priest notó que la tensión la iba abandonando poco a poco.

—¿No te importa? —dijo ella—. ¿No te pone furioso?

—Ni tanto así —mintió Priest, mientras le acariciaba la larga cabellera. «¡Venga! ¡Venga ya!»

—Tenías razón en lo de la lista —dijo Melanie. «Por fin.»

—Tal como imaginaste, esa mujer del FBI le pidió a Michael que determinase las localizaciones con mejores probabilidades de que se produjera un terremoto.

«Claro que sí. Soy endemoniadamente listo.»

—Al llegar —continuó Melanie—, me lo encontré sentado delante del ordenador. Estaba acabando.

—¿Y qué pasó?

—Le hice la cena, y todo lo demás…

Priest se lo podía imaginar. Si Melanie decidía ser seductora, resultaba irresistible. Y aún era más cautivadora cuando deseaba algo. Probablemente tomó un baño y se puso una bata, después se movería por el apartamento oliendo a flores y a jabón perfumado, escanciaría vino o prepararía café y de vez en cuando se abriría la bata como quien no quiere la cosa para que él pudiese lanzar rápidas ojeadas a las largas piernas y los suaves pechos. Le formularía preguntas a Michael y se manifestaría ávida y atenta ante sus respuestas. Le dedicaría alguna que otra sonrisa que dijese: «Me gustas tanto que puedes hacer conmigo cualquier cosa que te plazca».

—Cuando sonó el teléfono, le dije que no contestara, y luego lo descolgué. Pero aquella maldita mujer fue a la casa y, al no acudir Michael a abrir la puerta, la echó abajo. Chico, menuda sorpresa se llevó. —Priest supuso que Melanie sentía la necesidad de vaciar su pecho de todo aquello, así que no la apremió—. Casi se quedó en el sitio de pura vergüenza.

—¿Le dio Michael la lista?

—Entonces, no. Me parece que la mujer estaba demasiado confusa para pedirla. Pero le telefoneó esta mañana y él se la mandó por fax.

—¿La conseguiste tú también?

—Mientras Michael estaba en la ducha, fui a su ordenador e imprimí otra copia.

«¿Dónde coño está, pues?»

Melanie hundió la mano en el bolsillo posterior de sus vaqueros, sacó una hoja de papel doblada en cuatro y se la entregó a Priest.

«Gracias a Dios.»

Priest lo desdobló y lo miró a la luz del farol. Las letras y números impresos no significaban nada para él.

—¿Éstos son los lugares que le dijo que vigilara?

—Sí, van a montar puestos de vigilancia en cada una de esas zonas para tratar de localizar un vibrador sísmico, tal como tú pronosticaste.

Judy Maddox era inteligente. La vigilancia del FBI le pondría a él muy difícil la tarea de operar con el vibrador sísmico, sobre todo si se veía obligado a probar en varios puntos distintos, como le ocurrió en el valle de Owens.

Pero él era todavía más inteligente que Judy.

Él había previsto que Judy efectuaría aquel movimiento. Y había ideado un modo de darle esquinazo.

—¿Sabes cómo seleccionó Michael estos lugares? —preguntó.

—Claro. Son los puntos donde la tensión de la falla es más alta.

—Así que tú podrías hacer lo mismo.

—Ya lo hice. Y elegí los mismos sitios que él. Priest dobló la hoja de papel y se la devolvió.

—Ahora escucha con atención. Esto es muy importante. ¿Puedes echar otro vistazo a los datos y determinar las cinco mejores localizaciones próximas?

—Sí.

—¿Y podríamos provocar un terremoto en una de ellas?

—Probablemente —contestó Melanie—. Quizá no sea totalmente seguro, pero las probabilidades son buenas.

—Entonces eso es lo que vamos a hacer. Mañana echaremos un vistazo a esos nuevos sitios. Inmediatamente después de que hable con el señor Honeymoon.