La brigada de Terrorismo Nacional del FBI en San Francisco operaba en una habitación estrecha sita en un ala del Edificio Federal. Con sus mesas y paneles divisorios tenía el mismo aspecto de millones de oficinas, aunque la diferenciaba de ellas el hecho de que tanto los muchachos en mangas de camisa como las mujeres vestidas con elegancia llevaban pistola en la funda de la cadera o de la axila.
A las siete de la mañana del martes todos estaban allí de pie, sentados en las esquinas de las mesas o apoyados contra los tabiques, unos sorbiendo café de los vasos de plástico y otros con el bolígrafo y el cuaderno en las manos, listos para tomar notas. La brigada en pleno, con la salvedad del supervisor, estaba ahora a las órdenes de Judy. Un leve zumbido de conversaciones en voz baja llenaba el aire.
Judy sabía de qué estaban hablando. Ella se había rebelado contra el agente especial comisionado en funciones… y ganó la partida. Era algo que no sucedía a menudo. En cuestión de una hora, toda la planta sería un hervidero de rumores y comentarios. No le extrañaría en absoluto oír hacia el final de la jornada que había prevalecido sobre el jefe porque tenía un lío con Al Honeymoon.
Cesó el ronroneo cuando Judy se levantó y dijo:
—Prestadme atención, todos.
Lanzó una mirada general al grupo y experimentó una emoción familiar. Todas eran personas capacitadas, trabajadoras, bien vestidas, honestas y hábiles, los jóvenes más inteligentes de Estados Unidos. Se enorgullecía de trabajar con ellos.
—Vamos a dividirnos en dos equipos —inició su parlamento—. Peter, Jack, Sally y Lee comprobarán los informes y comunicaciones telefónicas basados en los retratos que tenemos de Ricky Granger.
Tendió la cuartilla de instrucciones que había preparado durante la noche. Una lista de preguntas permitiría a los agentes eliminar la mayor parte de las comunicaciones e informes y determinar cuáles merecían una visita por parte del agente o un policía de la localidad. A gran parte de los hombres identificados como Ricky Granger se les podía descartar a las primeras de cambio: afroamericanos, individuos con acento extranjero, muchachos de veinte años y sujetos bajitos. Por otra parte, los agentes se apresurarían a visitar a cualquier sospechoso que correspondiese a la descripción y que hubiera permanecido ausente de su domicilio durante el período de quince días que Granger estuvo trabajando en Shiloh (Texas).
—Dave, Louise, Steve y Ashok formarán el segundo equipo. Colaboraréis con Simon Sparrow, comprobando las informaciones basadas en la voz que tomó la grabadora cuando la mujer telefoneó a John Truth. A propósito, algunas comunicaciones en las que Simon está trabajando mencionan un disco pop. Pedimos a John Truth que citase de forma especial ese detalle en su programa de anoche. —Judy no lo hizo personalmente: el jefe de la oficina de prensa había hablado con el productor de Truth—. Así que es posible que recibamos algunas llamadas relativas a eso.
Tendió la segunda hoja de instrucciones con distintas preguntas.
—Raja.
El miembro más joven del equipo mostró su sonrisa descarada.
—Temía que te hubieses olvidado de mí.
—Estabas en mis sueños —repuso Judy, y todos soltaron la carcajada—. Raja, quiero que prepares una breve nota de instrucciones para todos los departamentos de policía, y especialmente para la Patrulla de Carreteras de California, explicándoles cómo se reconoce un vibrador sísmico. —Alzó una mano—. Y nada de chistes con los otros vibradores.
Se repitió la carcajada general.
—Ahora voy a ver si logro que nos proporcionen algunos efectivos humanos extra y un poco más de espacio. Mientras tanto, sé que os esforzaréis al máximo. Una cosa más…
Hizo una pausa para elegir las palabras. Necesitaba impresionarlos con la importancia de su trabajo, pero no dejaba de comprender que tenía que evitar ir al grano y decir que El martillo del Edén estaba en condiciones de ocasionar movimientos sísmicos.
—Esa gente está intentando chantajear al gobernador de California. Dice que pueden provocar terremotos. —Se encogió de hombros—. No os estoy diciendo que puedan hacerlo. Pero tampoco es tan imposible como parece y de lo que estoy segura es de que no digo que no puedan. De un modo o de otro, lo que sí tenéis que entender es que esta misión es muy, pero que muy seria. —Volvió a hacer una pausa, antes de rematar—: Manos a la obra.
Todos abandonaron sus asientos.
Judy salió del cuarto y recorrió el pasillo con paso vivo hasta llegar al despacho del agente especial comisionado. La hora del inicio oficial de la jornada eran las ocho y media, pero Judy tenía la certeza de que Brian Kincaid había entrado a trabajar antes. Sin duda debió de enterarse de que ella había convocado al equipo para las siete, al objeto de mantener una reunión informativa, y querría saber qué estaba pasando. Judy se disponía a decírselo.
La secretaria de Kincaid aún no estaba en su mesa. Judy llamó con los nudillos a la puerta del despacho interior y entró. Kincaid estaba sentado en su enorme sillón, con la chaqueta del traje todavía puesta y con todo el aire del que no tiene nada que hacer. Lo único que se veía encima de la mesa era un panecillo de salvado, al que le faltaba un mordisco, y el papel en que había llegado envuelto. Brian fumaba un cigarrillo. En los despachos del FBI estaba prohibido fumar, pero Kincaid era el jefe, así que nadie iba a ordenarle que lo dejase. Lanzó a Judy una mirada feroz, rezumante de hostilidad.
—Si te pidiese que me prepararas una taza de café —dijo—, supongo que me llamarías cerdo machista. De ninguna manera iba a prepararle su café. Caso de hacerlo, Kincaid lo tomaría como síntoma de que podía seguir pisoteándola. Pero Judy iba dispuesta a mostrarse conciliadora.
—Te conseguiré café —dijo. Descolgó el teléfono de Kincaid y marcó el número de la secretaria de la brigada de Terrorismo Nacional—. Rosa, ¿me harías el favor de venir al despacho del agente especial comisionado y preparar un tazón de café para el señor Kincaid?… Gracias.
Brian aún parecía enfadado. A Judy, su detalle no le hizo ganar ningún punto. Probablemente Kincaid pensaba que al agenciarle el café sin prepararlo ella personalmente le había ganado por la mano en cierto sentido.
«Punto decisivo, no puedo ganar.» Judy fue al asunto:
—Tengo más de mil pistas que seguir sobre la voz de la mujer grabada en cinta. Supongo que el retrato de Ricky Granger nos va a proporcionar todavía más llamadas. Con nueve personas no puedo tenerlo todo valorado para el viernes. Necesito veinte agentes más.
Kincaid se echó a reír.
—No pienso destinar veinte personas más a esa basura de misión.
Judy hizo como si no le hubiera oído.
—Ya he informado al Centro Estratégico de Información de Operaciones. —El CEIO era una agencia distribuidora de informes que operaba desde una oficina a prueba de bombas del edificio Hoover, en Washington, d. C.—. Doy por supuesto que en cuanto se difunda la noticia por el cuartel general, se apresurarán a enviarnos personal…, sólo con que se enteren de cualquier éxito que tengamos.
—No te dije que informaras al CHO.
—Quiero convocar una reunión con el Destacamento Conjunto Antiterrorista, al objeto de que tengamos aquí delegados de los departamentos de Policía, de Aduanas y del Servicio Federal de Protección de los EE. UU., los cuales necesitarán disponer de espacio. Y a partir del atardecer del jueves tengo intención de establecer puestos de vigilancia en los puntos donde haya más probabilidades de que pueda producirse un terremoto.
—¡No va a haber ningún terremoto!
—También necesito personal extra para eso.
—Olvídalo.
—Hay una sala bastante espaciosa aquí, en la oficina. Vamos a tener que montar en algún sitio nuestro centro de operaciones de emergencia. Anoche fui a echar un vistazo a los edificios del Presidio. —El Presidio era una base militar abandonada cercana al puente de Golden Gate. El club de oficiales estaba habitable, aunque una mofeta estuvo viviendo allí y aquello apestaba—. Pienso utilizar la sala de baile del club de oficiales. Kincaid se puso en pie.
—¡Al infierno! —vociferó.
Judy suspiró. No había manera de hacer aquello sin convertir a Brian Kincaid en un enemigo para toda la vida.
—Tengo que llamar al señor Honeymoon dentro de nada —dijo—. ¿Quieres que le diga que te niegas a proporcionarme el personal que me hace falta?
Kincaid estaba rojo de furia. Miró a Judy como si el sueño de su existencia, en aquel momento, fuera tirar de pistola y dejarla seca. Por último, dijo:
—Tu carrera en el FBI ha terminado, ¿lo sabes? Probablemente eso era una gran verdad, pero a Judy le dolió oírselo decir.
—Nunca quise luchar contra ti, Brian —respondió la muchacha, que no sin esfuerzo mantuvo la voz baja y razonable—. Pero me estuviste fastidiando a base de bien. Después de poner a buen recaudo a los hermanos Foong, merecía un ascenso. Pero lo que hiciste fue dárselo a tu amigote y me largaste una misión basura. No debiste hacerlo. No fue profesional…
—No me digas cómo…
Judy apagó la voz de Brian con la suya:
—Y cuando esa misión de mierda resultó ser un gran caso, me lo quitaste de las manos y lo jodiste. Todo lo malo que te ha ocurrido fue por tu maldita culpa. Ahora estás que te subes por las paredes. Bueno, ya sé que tienes el orgullo herido y que tus sentimientos están absolutamente destrozados, pero quiero que sepas también que eso me importa una jodida mierda.
Kincaid se quedó mirando con la boca medio abierta. Judy se dirigió a la puerta.
—A las nueve y media voy a ir a hablar con Honeymoon —informó—. Para entonces me gustaría que se hubiera asignado a mi equipo un experto en logística con autoridad para organizar al personal que necesito y que se haya montado un puesto de mando en el club de oficiales. Si no dispongo de ello, le pediré a Honeymoon que llame a Washington. Te toca mover.
Salió dando un portazo.
Experimentaba la jubilosa sensación que proporciona un acto temerario. Tendría que combatir paso a paso con Brian, pero ella también era capaz de luchar duro. Nunca más volvería a trabajar con Kincaid. En situaciones como aquélla, las altas esferas del Bureau solían ponerse de parte del oficial superior. Pero aquel caso era más importante que su carrera. Posiblemente estarían en juego centenares de vidas humanas. Si pudiese evitar una catástrofe y capturar a los terroristas, se retiraría con orgullo, y al infierno con todos.
La secretaria de la brigada de Terrorismo Nacional llenaba la máquina de café en la antesala de Kincaid.
—Gracias, Rosa —dijo Judy al pasar.
Volvió al despacho de Terrorismo Nacional. Sonaba el teléfono de encima de su mesa. Lo descolgó. Judy Maddox al habla.
—Aquí, John Truth.
—¡Hola! —Le extrañó oír al otro extremo de la línea telefónica la familiar voz radiofónica—. ¡Sí que empieza a trabajar temprano!
—Estoy en casa, pero me acaba de llamar el productor. Mi contestador de la emisora no ha parado en toda la noche de recibir llamadas relativas a la mujer de El martillo del Edén.
No estaba previsto que Judy hablara directamente con los medios de comunicación. Todos los contactos debían hacerse a través de la especialista en prensa, Madge Kelly, una joven agente licenciada en periodismo. Pero Truth no llamaba para obtener datos, sino para dar información. Y Judy tenía demasiada prisa para decirle a Truth que llamase a Madge.
—¿Algo bueno? —preguntó.
—Apueste a que sí. Tengo dos personas que recordaron el título del disco.
—¿En serio? —Judy estaba emocionada.
—Esa mujer recitaba poesía sobre un fondo de música psicodélica.
—¡Puaf!
—Sí. —Truth se echó a reír—. El álbum se titulaba Llueven Margaritas Frescas. Parece que ése era también el nombre de la orquesta, o «grupo», como solían llamarlos entonces.
Parecía simpático y amable, nada que ver con el tipejo viperino que salía en antena. Quizá eso no era más que puro teatro. Pero una no podía fiarse de la gente de los medios de comunicación.
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Lo mismo digo. Supongo que son anteriores a mi época. Estoy seguro de que no tenemos ese disco en la emisora. —¿Alguno de los comunicantes dio un número de catálogo o incluso el nombre de la casa discográfica?
—No. Mi productor ha llamado a esas dos personas, pero ninguna de ellas tiene ahora el disco, sólo lo recuerdan. —¡Maldita sea! Supongo que tendré que llamar a todas las casas de discos. Me pregunto si tendrán archivos que se remonten hasta aquellas fechas…
—Puede que el álbum lo grabara alguna marca de segunda o tercera y que ya no exista… A mí me suena como una pieza de tiempos remotos. ¿Quiere saber lo que haría yo?
—Claro.
—Haight-Ashbury está lleno de tiendas de discos de segunda mano, con dependientes que viven en el jurásico. Indagaría por ahí.
—Buena idea…, gracias.
—Siempre a su disposición. ¿Cómo marcha la investigación, en otros aspectos?
—Vamos progresando. ¿Quiere que nuestro jefe de prensa le llame y le proporcione los últimos detalles?
—¡Adelante! Acabo de hacerle un favor, ¿no?
—Desde luego, y me gustaría poder concederle una entrevista, pero a los agentes no nos está permitido conversar de modo directo con los medios. Lo siento de veras.
El tono de Truth se tornó agresivo.
—¿Ésa es la forma que tienen de agradecer a nuestros oyentes las molestias que se toman al llamar para proporcionarles información?
Un pensamiento espantoso cruzó por la mente de Judy.
—¿Está grabando esto?
—No le importa, ¿verdad?
Judy colgó. «¡Mierda!» Hablar con los medios sin autorización era lo que el FBI llamaba «asunto de listillos», lo que significaba que podían despedirla por eso. Si John Truth ponía en antena la cinta de aquella conversación, Judy se vería en serios apuros. Podría alegar que necesitaba con toda urgencia la información que John Truth ofrecía, y un jefe decente se conformaría con echarle una reprimenda, pero Kincaid le sacaría el máximo partido.
«Rayos, Judy, ya tienes tantos follones encima que un problema más no representa ninguna diferencia.»
Entró en el despacho Raja Jan, con una hoja de papel en la mano.
—¿Te placería echar un vistazo a esto antes de marchar? Es el memorándum para la policía acerca del modo de reconocer un vibrador sísmico.
«Aquello era rapidez.»
—¿Por qué te ha llevado tanto tiempo? —le pinchó Judy.
—Tuve que ir a mirar cómo se deletrea «sísmico».
Judy sonrió y revisó lo que Raja había escrito. Estaba bien.
—Estupendo. Envíalo. —Le devolvió la cuartilla—. Ahora tengo otro trabajo para ti. Estamos buscando un álbum titulado Llueven Margaritas Frescas. Es de los sesenta.
—Bromeas.
Judy sonrió.
—Sí, rezuma algo así como espíritu hippie. La voz del disco es la de la mujer de El martillo del Edén, y confío en que conseguiremos un nombre que la identifique. Si el sello todavía existe, hasta es posible que obtengamos una dirección conocida. Quiero que te pongas en contacto con todas las compañías discográficas importantes y que luego llames a todas las tiendas que vendan discos raros. Raja consultó su reloj.
—Aún no son las nueve, pero puedo empezar por la Costa Este.
—Manos a la obra.
Raja fue a su mesa. Judy descolgó el teléfono y marcó el número de la sede de la policía.
—Con el teniente Maddox, por favor. —Al cabo de un momento tuvo al hombre en la línea—. Soy yo, Bo.
—Hola, Judy.
—¿Puedes enviar tu cerebro a finales de los sesenta, cuando sabías qué música estaba de moda?
—Tendría que retroceder un poco más. Finales de los cincuenta, los primeros sesenta, ésa es mi época.
—No me vale. Creo que la mujer de El martillo del Edén grabó un disco con un conjunto que se llamaba Llueven Margaritas Frescas.
—Mis grupos favoritos tenían nombres como Frankie Rock y los Rockabillies. Nunca me gustaron los que usaban flores en sus nombres. Lo siento, Judy, nunca oí hablar de tu grupo.
—Bueno, merecía la pena intentarlo.
—Oye una cosa. Me alegro de que hayas llamado. He estado pensando en ese tío, Ricky Granger…, es el fulano que está detrás de la mujer, ¿verdad?
—Eso es lo que creemos.
—¿Sabes?, es tan cuidadoso, lo planea todo de tal forma que debe de estar muriéndose por saber qué tramas tú.
—Eso tiene lógica.
—Creo que el FBI ya ha hablado con él.
—¿De veras lo crees? —Eso era esperanzador, si Bo estaba en lo cierto. Existía un tipo de delincuente que se insinuaba en la investigación, se aproximaba a la policía como testigo o amable vecino que invitaba a café y luego se mostraba amistoso con los agentes y charlaba con ellos acerca de los adelantos que hacían en el caso—. Pero Granger siempre parece ultraprecavido.
—Es probable que dentro de él se esté librando una batalla, entre la cautela y la curiosidad. Pero observa su comportamiento…, es osado como el demonio. En mi opinión, la curiosidad ganará.
Judy asintió hacia el teléfono. Las intuiciones de Bo eran algo que merecía la pena escuchar, procedían de treinta años de experiencia en el cuerpo de policía.
—Voy a revisar todas las entrevistas del caso.
—Busca algo que se salga de lo corriente. Ese tipo nunca hace lo que se considera normal. Se presentará como un médium que se ofrece para adivinar dónde va a producirse el siguiente terremoto, o algo semejante. Es imaginativo.
—Vale. Algo más.
—¿Qué quieres de cena?
—Probablemente no estaré.
—No te pases.
—Bo, tengo tres días para atrapar a esa gente. Si fracaso, ¡pueden morir centenares de personas! No pienso en la cena.
—Si trabajas hasta agotarte, pasarás por alto la pista fundamental. Haz un alto y descansa de vez en cuando, almuerza, duerme cuando lo necesites.
—Como siempre haces tú, ¿eh? en casa.
Bo se echó a reír.
—Buena suerte.
—Adiós.
Judy colgó, fruncido el ceño. Hubiera tenido que repasar todas las entrevistas que el equipo de Marvin hizo a las personas de la Campaña pro California Verde, además de todas las notas relativas a la incursión sobre Los Álamos y cuanto hubiese en el archivo. Todo eso debería estar en la red de ordenadores. Pulsó la tecla y puso el directorio en pantalla. En cuanto empezó a examinar el material se dio cuenta de que aquello era demasiado para que pudiera revisarlo personalmente. Habían interrogado a todos los inquilinos del valle del Silver River, más de cien personas. Cuando consiguiera personal extra, destinaría un pequeño equipo a aquella tarea. Tomó nota.
¿Qué más? Tenía que disponer los puestos de vigilancia en los puntos con más probabilidades de movimiento sísmico. Michael le dijo que podía preparar una lista. Le alegró tener una excusa para llamarle. Marcó el número.
Michael pareció encantado de oírla.
—Estoy deseando que llegue la noche, la noche de nuestra cita. «Mierda… Se me había olvidado.»
—Me han vuelto a poner al frente del caso de El martillo del Edén —le informó.
—¿Significa eso que no podremos salir esta noche? Pareció alicaído.
Desde luego, Judy no pensaba en una cena con sesión cinematográfica después.
—Me gustaría verle, pero no dispondré de mucho tiempo. Podemos encontrarnos y tomar una copa, ¿Vale?
—Claro.
—Lo siento de veras, pero el caso se está desarrollando deprisa. Le llamo por aquella lista que me prometió, la de los lugares de los terremotos. ¿La preparó ya?
—No. Estaba tan preocupada, tan deseosa de evitar que la información llegara al público y provocase una oleada de pánico que eso me hizo pensar que el ejercicio podía ser peligroso.
—Ahora necesito saber.
—Está bien, consultaré los datos.
—¿Podría llevar la lista consigo esta noche?
—Desde luego. ¿En Morton’s a las seis?
—Allí nos veremos.
—Escuche…
—Sigo aquí.
—Me alegro mucho de que hayan vuelto a encargarle el caso. Y lamento que no podamos cenar juntos esta noche, pero me siento más a salvo sabiendo que anda de nuevo a la caza de los malos. Lo digo en serio.
—Gracias.
Al colgar, Judy confió en merecer su confianza.
«Quedan tres días.»
A media tarde, el centro de operaciones de emergencia estaba organizado y en plena actividad.
El club de oficiales parecía una quinta española. El interior era una deprimente imitación de un club de campo, con revestimiento de madera barato, murales horribles e instalación eléctrica de lo más espantosamente feo. El olor a mofeta no había desaparecido.
La cavernosa sala de baile había sido convertida en puesto de mando. En una esquina se encontraba el tinglado para la cúpula, una mesa destinada a los jefes de las principales agencias comprometidas en la solución de la crisis, incluidos el cuerpo de policía, el de bomberos, el personal médico, los servicios de urgencia de la oficina del alcalde y un representante del gobernador. Allí tomarían asiento los expertos de los cuarteles generales, que en aquellos instantes volaban de Washington a San Francisco en un reactor del FBI.
Se habían instalado, repartidos por toda la estancia, conjuntos de mesas para los distintos equipos que trabajarían en el caso: inteligencia e investigación, que se encargarían de las tareas esenciales; equipos de negociación y del SWAT a los que se recurriría en el caso de que hubiera rehenes; un grupo de apoyo administrativo y técnico que aumentaría en el caso de que se produjera una escalada de la crisis; un equipo jurídico que expidiese órdenes de búsqueda y arresto o de interceptación de líneas telefónicas; y un equipo de toma de pruebas, que entraría en cualquier escena de crimen después de que los hechos se hubieran producido y recogería las pruebas que encontrase.
En todas las mesas había ordenadores portátiles conectados con una terminal local. El FBI había estado utilizando durante mucho tiempo un sistema de control informativo de soporte papel llamado Salida Rápida, pero ahora disponía ya de una versión informatizada que utilizaba soporte lógico «Microsoft Access». Pero el papel tampoco había desaparecido. En ambos lados de la estancia, tablones de anuncios cubrían las paredes: tableros de pistas e indicaciones, sucesos, sujetos, solicitudes y rehenes. Pistas y datos clave aparecían escritos de forma que cualquiera pudiese localizarlos a primera vista, de una simple ojeada. En el tablero de sujetos había un nombre —Richard Granger— y dos retratos. En el de pistas, la fotografía de un vibrador sísmico.
La sala era lo bastante grande como para albergar a un par de centenares de personas, pero de momento sólo la ocupaban unas cuarenta. Casi todas estaban reunidas alrededor de la mesa de inteligencia e investigación y hablaban por teléfono, tecleaban y leían archivos en las pantallas.
Judy los había dividido en equipos, cada uno de ellos con un director que controlaba a los demás, de modo que ella pudiese estar informada del desarrollo de los acontecimientos con hablar sólo con tres personas.
Reinaba una atmósfera de urgencia reprimida. Todo el mundo se mostraba tranquilo, pero concentrado intensamente y entregado en cuerpo y alma al trabajo. Nadie interrumpía su labor para tomar café, charlar en la fotocopiadora o salir a fumar un cigarrillo. Más tarde, si la situación desembocaba en una amenaza de crisis abierta, el ambiente cambiaría, Judy no lo ignoraba: el cociente de tacos se multiplicaría, los nervios se pondrían a flor de piel y a ella le correspondería la tarea de impedir que la tapa de la caldera saltara. Al recordar la idea de Bo, arrastró una silla y se acomodó junto a Carl Theobald, un brillante joven agente de camisa azul oscuro a la última moda. Dirigía el equipo encargado de repasar los archivos de Marvin Hayes.
—¿Algo interesante? —le preguntó. Theobald denegó con la cabeza.
—No sabemos a ciencia cierta qué estamos buscando, pero sea lo que sea, aún no lo hemos encontrado.
Judy asintió. Había encomendado a su personal una labor ambigua, pero no podía evitarlo. Tenían que buscar algo fuera de lo corriente. En gran parte, dependía de la intuición personal del agente. Algunas personas podían oler la superchería incluso en un ordenador.
—¿Estás seguro de que lo tenemos todo registrado ahí? —pregunto Judy.
Carl se encogió de hombros.
—Deberíamos.
—Comprueba a ver si se ha anotado algo en papel.
—Se supone que no…
—Pero la gente lo hace.
—Vale.
Rosa la avisó, indicándole que volviera a la tribuna para atender una llamada telefónica. Era Michael. Judy sonrió al tiempo que cogía el aparato.
—Hola.
—Hola. Me ha surgido un problema y esta noche no puedo acudir a nuestra cita.
A Judy le sobresaltó su tono. Cortante y hostil. Últimamente se había mostrado cálido y afectuoso. Pero ahora volvía a ser el Michael original, el que le dio con la puerta en las narices y le dijo que concertase previamente una cita.
—¿De qué se trata?
—Se ha presentado un inconveniente. Lamento cancelar nuestra salida.
—¿Qué diablos ha ocurrido, Michael?
—Ahora tengo un poco de prisa. Ya la llamaré.
—Conforme —dijo Judy.
Michael colgó.
Dolida, Judy puso el auricular en la horquilla.
—«¿A qué viene ahora todo esto? —dijo para sí—. Precisamente ahora que empezaba a cogerle cariño. ¿Qué le pasa? ¿Por qué no puede seguir comportándose como lo hizo el domingo por la noche? ¿o incluso como cuando me llamó esta mañana?»
Carl Theobald interrumpió sus pensamientos. Parecía fastidiado.
—Marvin Hayes me las está haciendo pasar canutas —dijo—. Parece que tienen cosas archivadas en papel, pero cuando le dije que necesitaba echarles un vistazo, me contestó, más o menos, que me fuera a hacer puñetas.
—No te preocupes, Carl —le consoló Judy—. Esas cosas nos las envía el cielo para imbuirnos paciencia y tolerancia. Me limitaré a ir a verle y arrancarle los huevos.
Los agentes que estaban cerca la oyeron y soltaron la carcajada.
—¿Eso es lo que significa paciencia y tolerancia? —preguntó Carl, con una sonrisa—. No lo olvidaré.
—Ven conmigo, te haré una demostración —dijo Judy.
Salieron a la calle y subieron al automóvil de Judy. Tardaron quince minutos en llegar al Edificio Federal, en la avenida de Golden Gate. Mientras subían en el ascensor, Judy se preguntó qué táctica emplearía en sus relaciones con Marvin. ¿Le arrancaría las pelotas o tiraría por la vía de la conciliación? El enfoque cooperativo funcionaba sólo si la otra parte lo aceptaba. Con Marvin probablemente había rebasado ese punto para siempre. Vaciló ante la puerta del cuarto de la brigada del Crimen Organizado.
«Muy bien, seré Xena, la princesa guerrera.»
Entró, seguida de Carl.
Marvin estaba al teléfono, con una amplia sonrisa en la cara. Contaba un chiste.
—Y entonces va el camarero y le suelta al fulano: «En el cuarto de atrás hay un tejón que hace las mejores mamadas…».
Judy se inclinó por encima de la mesa y dijo con voz sonora:
—¿Qué es esa mierda que le estás sacudiendo a Carl?
—Alguien me interrumpe, Joe —se excusó Marvin—. Luego te llamo. —Colgó—. ¿Qué puedo hacer por ti, Judy?
Ella se le acercó todavía más por encima de la mesa, hasta casi rozarle la cara.
—Deja ya de joder la marrana.
—¿Qué es lo que ocurre contigo? —Marvin parecía agraviado—. ¿A qué viene eso de revisar mis archivos como si se diera por supuesto que he cometido algún maldito error?
No era imprescindible que hubiese cometido un error. Cuando el culpable se presentaba ante el equipo investigador bajo el disfraz de un espectador, o un vecino, generalmente ponía buen cuidado en evitar que sospechasen de él. No era culpa de los investigadores, pero el objetivo final consistía en ponerlos en ridículo.
—Creo que es muy posible que hayáis hablado con el autor —dijo Judy—. ¿Dónde están esas notas o informes redactados en papel?
Marvin se alisó su amarilla corbata.
—Todos tomamos algunas notas en la conferencia de prensa que luego no ponemos en el ordenador.
—Enséñamelas.
Marvin señaló un archivador situado encima de una mesa adosada a la pared.
—Sírvete tú misma.
Judy abrió el archivador. Había encima una factura por el alquiler de un pequeño sistema de megafonía con micrófonos.
—No encontrarás maldita cosa —dijo Marvin.
Puede que tuviera razón, pero ella debía intentarlo y Marvin era imbécil al tratar de ponerle pegas. Un hombre más listo habría dicho: «Eh, vamos, si se me ha pasado algo por alto, espero que des con ello». Todo el mundo comete errores. Pero Marvin estaba ahora demasiado a la defensiva para mostrarse cortés. Tenía que demostrar que Judy se equivocaba.
De ser así, resultaría bastante embarazoso para ella.
Se puso a ojear los papeles. Había varios faxes de periódicos que pedían detalles acerca de la conferencia de prensa, una nota en la que preguntaban cuántas sillas se necesitaban, una lista de invitados, un formulario en el que se pedía a los periodistas asistentes a la rueda de prensa que pusieran sus nombres y el de las publicaciones o emisoras a las que representaban. Judy recorrió con la vista aquella relación.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó de pronto—. ¿Florence Shoebury Instituto juvenil Eisenhower?
—Quería cubrir la conferencia de prensa para el periódico del colegio —explicó Marvin—. ¿Qué debíamos hacer, mandarla a la mierda?
—¿Comprobasteis sus declaraciones?
—¡Era una niña!
—¿Iba sola?
—La acompañaba su padre. Había una tarjeta comercial sujeta al formulario con una grapa.
—Peter Shoebury, de Watkins, Colefax y Brown. ¿Lo comprobasteis?
Marvin vaciló un largo instante. Comprendió que había cometido un error.
—No —reconoció por último—. Brian decidió dejarlos asistir a la conferencia de prensa y luego no se me ocurrió seguir el caso. Judy tendió a Carl el formulario con la tarjeta.
—Llama ahora mismo a este hombre —dijo. Carl tomó asiento ante la mesa más próxima y descolgó el teléfono.
—De todas formas —preguntó Marvin—, ¿qué te hace estar tan segura de que hablamos con el sujeto?
—Es lo que piensa mi padre.
Nada más salir de su boca las palabras comprendió que había metido la pata.
Marvin esbozó una sonrisa despectiva.
—Así que tu papaíto lo piensa. ¿A ese nivel tan bajo hemos caído? ¿Vienes a supervisarme porque tu papaíto te ha dicho que lo hagas?
—Vale ya, Marvin. Mi padre estaba metiendo malhechores en la cárcel cuando tú aún te meabas en la cama.
—De cualquier modo, ¿adónde quieres ir a parar con esto? ¿Intentas jugármela? ¿Buscas una víctima a la que cargar el muerto cuando hayas fracasado?
—¡Qué gran idea! —repuso Judy—. ¿Cómo es posible que no se me hubiera ocurrido?
Carl colgó el teléfono y dijo: Judy.
—Sí.
—Peter Shoebury no ha estado jamás en este edificio, y no tiene ninguna hija. Pero el sábado por la mañana le agredieron a dos manzanas de aquí y le robaron la cartera de mano. Contenía sus tarjetas comerciales.
Se produjo un momento de silencio, al cabo del cual Marvin exclamó:
—¡Joder!
Judy hizo caso omiso de su turbación. La noticia le había emocionado. Aquello podía ser toda una nueva fuente de información.
—Supongo que no se parecería en nada al retrato robot del ajuste electrónico que nos enviaron de Texas.
—Nada en absoluto —dijo Marvin—. Sin barba y sin sombrero. Llevaba unas gafas enormes y el pelo, largo, recogido en cola de caballo.
—Ése, probablemente, será otro disfraz. ¿Qué me dices de su constitución física y demás?
—Alto, delgado.
—¿Pelo moreno, ojos oscuros y alrededor de los cincuenta?
—Sí, sí y sí.
Judy casi sintió lástima por Marvin.
—Era Ricky Granger, ¿verdad?
Los ojos de Marvin se clavaron en el suelo como si deseara que se abriese y se lo tragara.
—Me temo que tienes razón.
—Quisiera que preparaseis un nuevo ajuste electrónico. Marvin asintió, sin mirarla.
—Desde luego.
—Y ahora, ¿qué me dices de Florence Shoebury?
—Bueno, ella nos desarmó por completo. Quiero decir, ¿qué clase de terrorista lleva consigo a una niña?
—Ah, uno que sea absolutamente despiadado. ¿Qué aspecto tenía la chica?
—Blanca, de unos doce o trece años. Pelo moreno, ojos oscuros; esbelta de constitución. Guapa.
—Será mejor que hagáis también un ajuste electrónico de ella. ¿Crees que es su hija de verdad?
—Oh, claro. Eso es lo que parecían. La niña no dio muestra alguna de actuar bajo coacción, si es eso lo que estás pensando.
—Sí. De acuerdo; de momento, voy a dar por supuesto que son padre e hija. —Miró a Carl—. Vámonos.
Salieron. En el pasillo, Carl comentó:
—¡Estupendo! Realmente le arrancaste los huevos.
Judy exultaba.
—Pero ahora tenemos otro sujeto… la chica.
—Sí. Espero que no me pilles nunca cuando cometa un error. Judy se detuvo y le miró.
—No fue el error, Carl. Cualquiera puede joderla. Pero Marvin tenía toda la intención del mundo de obstruir la investigación para cubrirlo. Ahí es donde se equivocó. Y por eso ahora ha quedado como un capullo. Si cometes un error, reconócelo.
—Sí —convino Carl—. Pero creo que también mantendré las piernas cruzadas.
Entrada la noche, Judy se hizo con un ejemplar de la primera edición del San Francisco Chronicle, que publicaba dos nuevos retratos: el ajuste electrónico de Florence Shoebury y el último de Ricky Granger disfrazado de Peter Shoebury. Con anterioridad sólo había echado una ojeada a las imágenes antes de encargar a Madge Kelly que las hiciese llegar a los periódicos y emisoras de televisión. Ahora, al examinarlas con más atención y a la luz de la lámpara de su mesa, le sorprendió el parecido entre Granger y Florence. «Son padre e hija, tienen que serlo. Me pregunto qué será de ella si meto a su padre en la cárcel.»
Bostezó y se frotó los ojos. El consejo de Bo resonó en su cerebro: «Haz un alto y descansa de vez en cuando, almuerza, duerme cuando lo necesites.» Era hora de irse a casa. El turno de noche ya había llegado.
Camino de vuelta a casa, repasó la jornada y los objetivos que había alcanzado. Cuando estaba detenida ante un semáforo, con la mirada en la doble hilera de luces que convergían en el infinito a lo largo del bulevar Geary, se dio cuenta de que Michael no le había enviado por fax la prometida lista de los puntos donde era más probable que se produjesen terremotos.
Marcó el número de Michael en el teléfono del coche, pero no obtuvo respuesta. Por alguna razón desconocida, eso la inquietó. Volvió a intentarlo en la siguiente luz roja y el otro número seguía comunicando. Llamó a la centralita de la oficina y pidió que se pusieran en contacto con la Pacific Bell y comprobasen si había voces en la línea. La operadora volvió a llamar a Judy para decirle que nadie hablaba. Tenían el teléfono descolgado.
Así que Michael estaba en casa, pero no accesible por teléfono.
Ya había notado algo extraño cuando la llamó para cancelar su cita. Así era aquel hombre; podía mostrarse amable y encantador, y luego cambiar bruscamente y ser difícil y arrogante. ¿Pero por qué mantener el auricular fuera de la horquilla? Judy se sintió preocupada.
Consultó el reloj del salpicadero. Estaban a punto de dar las once.
Quedaban dos días.
«No tengo tiempo para andarme con tonterías.»
Dio media vuelta y se dirigió a Berkeley.
Llegó a la calle de Euclides a las once y cuarto. Había luz en el apartamento de Michael. Vio en la entrada un viejo Subaru color naranja. Había visto antes aquel coche, pero no sabía de quién era. Aparcó detrás y pulsó el timbre de la puerta de Michael.
No hubo contestación.
Judy estaba intranquila. Michael poseía información de importancia fundamental. Aquel día, el mismo día en que ella le formuló una pregunta clave, él canceló su cita y luego se quedó incomunicado.
Era sospechoso.
Se preguntó qué convendría hacer. Acaso debería solicitar apoyo policial e irrumpir en la casa. Podía estar atado o muerto allí dentro.
Regresó al automóvil y cogió el radioteléfono, pero titubeó. Cuando un hombre deja descolgado su teléfono a las once de la noche, eso puede significar cierta diversidad de cosas. Podía querer dormir. Podía estar follando, aunque Michael parecía demasiado interesado en Judy para meterse en esas juergas eróticas… Judy pensaba que no era la clase de tipo que se acuesta cada noche con una mujer distinta.
Mientras dudaba, una joven con un maletín en la mano se acercó al edificio. Parecía una profesora auxiliar que volvía a casa después de trabajar hasta tarde en el laboratorio. Se detuvo ante la puerta y hurgó en el maletín, sin duda buscando las llaves.
Impulsivamente, Judy se apeó del coche y cruzó rápidamente el césped que se extendía ante la fachada.
—Buenas noches —saludó. Enseñó la placa—. Judy Maddox, agente especial del FBI. Necesito entrar en este edificio.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó la joven con voz cargada de ansiedad.
—Confío en que no. Si entra usted en su apartamento y cierra la puerta, no le ocurrirá nada.
Pasaron juntas. La mujer entró en un apartamento de la planta baja y Judy subió por la escalera. Llamó con los nudillos a la puerta de Michael.
No hubo respuesta.
¿Qué pasaba allí? Michael estaba dentro. Tenía que haber oído el timbre y los golpes. Por fuerza debía comprender que un visitante casual no iba a insistir tanto a aquella hora de la noche. Algo iba mal, de eso estaba segura.
Volvió a llamar, tres veces, con fuerza. Luego aplicó el oído a la hoja de madera y escuchó.
Oyó un grito.
Eso la decidió. Retrocedió un paso y dio a la puerta una patada con todas sus fuerzas. Calzaba mocasines y el dolor le laceró la planta del pie derecho, pero la madera se astilló en torno a la cerradura. Gracias a Dios, Michael no tenía una de esas puertas de planchas de hierro. La golpeó de nuevo con el pie. La cerradura pareció a punto de saltar. Tomó carrerilla, aplicó violentamente el hombro contra la puerta y ésta se abrió de golpe.
Judy empuñó la pistola.
—¡FBI! —voceó—. ¡Tiren las armas y salgan con las manos en alto!
Se produjo otro grito. A Judy, en el fondo de su cerebro, le pareció que era de mujer, pero no había tiempo para adivinar qué significaba. Entró en el recibidor.
La puerta del dormitorio de Michael estaba de par en par. Judy se dejó caer sobre una rodilla, con los brazos extendidos hacia delante y apuntó al interior de la alcoba.
Se quedó estupefacta ante lo que vio.
Michael estaba en la cama, desnudo, sudoroso. Se encontraba encima de una mujer delgada, pelirroja, que respiraba entrecortadamente. Judy comprendió que era la esposa de Michael. Estaban haciendo el amor.
Ambos contemplaron a Judy, asustados e incrédulos. Luego, Michael la reconoció y exclamó:
—¿Judy? ¿Qué diablos…?
Judy cerró los ojos. En la vida se había sentido tan ridícula.
—Oh, mierda —acertó a decir—. Lo siento. Oh, mierda.