13

Dusty estuvo enfermo todo el lunes.

Melanie fue a Silver City a recoger más medicina con la que combatir la alergia. Dejó a Dusty al cuidado de Flower, que atravesaba una repentina fase maternal.

Volvió dominada por el pánico.

Priest estaba con Dale en el cobertizo. Dale le había pedido que probase la mezcla del vino de la añada anterior. Iba a ser una cosecha de maduración lenta pero duradera. Priest sugirió que emplearan mayor cantidad de la uva de prensa más dorada, de las laderas inferiores del valle, más umbrías, para que el vino ganase en atractivo de inmediato; pero Dale se resistía.

—Ahora es un vino de expertos —dijo—. No tenemos que complacer a los compradores de supermercado. A nuestros clientes les gusta mantener el vino en sus bodegas durante unos años, antes de beberlo.

Priest sabía que aquélla no era la verdadera razón que Dale quería esgrimir, pero de todas formas siguió argumentando.

—No te metas con el comprador de supermercado… nos salvaron la vida en los primeros días.

—Bueno, no pueden salvarnos la vida ahora —insistió Dale—. ¿Por qué coño hacemos esto, Priest? Tenemos que estar fuera de esta tierra el domingo que viene.

Priest reprimió un suspiro de frustración. «Por el amor de Dios, ¡dame una oportunidad! Casi lo he conseguido… el gobernador no puede seguir haciendo caso omiso indefinidamente de los terremotos. Necesito un poco más de tiempo. ¿Por qué no puedes tener fe?»

Sabía que a Dale no se le podía superar mediante el engaño, el engatusamiento, la burla o la intimidación. Con él sólo funcionaría la lógica. Hizo un esfuerzo para hablar con calma, como la personificación del razonamiento sosegado.

—Puede que estés en lo cierto —concedió, magnánimo. Luego no pudo resistir la tentación de agregar un sarcasmo—. Les suele ocurrir con frecuencia a los pesimistas.

—¿Ah, sí?

—Todo lo que digo es, concédele estos seis días. No abandones ahora. Deja tiempo para el milagro. Quizá no se produzca. Pero tal vez sí.

—No sé —repuso Dale.

Entonces irrumpió Melanie con un periódico en la mano.

—Tengo que hablar contigo —manifestó, casi sin aliento.

El corazón de Priest dejó de latir un segundo. ¿Qué había ocurrido? Debía de ser algo referente a los terremotos… y Dale no estaba en el secreto. Priest le dirigió una sonrisa.

—¿No son excéntricas las mujeres? —comentó, y condujo a Melanie fuera del cobertizo.

—¡Dale no sabe nada! —advirtió en cuanto estuvieron a la distancia suficiente para que no les oyera—. ¿Qué diablos…?

—¡Mira esto! —exclamó Melanie, y agitó el periódico ante los ojos de Priest.

Se quedó de una pieza al ver la fotografía de un vibrador sísmico.

Su mirada exploró el patio y los edificios cercanos, pero no había nadie por las proximidades. Con todo, no deseaba mantener aquella conversación con Melanie en terreno abierto.

—¡Aquí no! —dijo en tono feroz—. Ponte ese maldito periódico bajo el brazo y vamos a mi cabaña. Melanie se dominó.

Atravesaron a pie el pequeño asentamiento hasta llegar a la cabaña de Priest. Apenas entraron, el hombre se hizo cargo del periódico y miró de nuevo la fotografía. No cabía la menor duda. Le era imposible leer el titular, así como el artículo que acompañaba a la imagen, naturalmente, pero la foto era de un camión exactamente igual al que él había robado.

—¡Mierda! —dijo, y arrojó el periódico sobre la mesa.

—¡Léelo! —conminó Melanie.

—Aquí dentro hay poca luz —se excusó Priest—. Explícame lo que dice.

—La policía está buscando un vibrador sísmico robado.

—¡Leches!

—No dice nada sobre terremotos bueno, una historia extraña… ¿quién iba a querer robar uno de esos malditos cacharros?

—No me lo creo —repuso Priest—. No puede ser una coincidencia. Ese asunto trata de nosotros, incluso aunque no nos cite para nada. Saben cómo hemos provocado el terremoto, pero aún no se lo han dicho a la prensa. Les asusta más que nada la posibilidad de provocar el pánico.

—Entonces, ¿por qué han publicado la fotografía?

—Para ponernos las cosas difíciles. Esa foto hace que nos resulte imposible conducir el camión por carreteras abiertas. Todos los polis de todas las patrullas de carretera de California andarán con cien ojos para localizarlo. —La frustración le impulsó a descargar un puñetazo contra la mesa—. ¡Joder! ¡No puedo permitir que me paren los pies tan fácilmente!

—¿Y si conducimos de noche? —continuó Melanie.

Priest ya había pensado en eso. Denegó con la cabeza.

—Seguiría siendo demasiado peligroso. También hay policías en las carreteras durante la noche.

—Tengo que ir a ver cómo está Dusty —dijo Melanie. Se encontraba al borde de las lágrimas—. ¡Oh, Priest, está tan enfermo!… No tendremos que abandonar el valle, ¿verdad? Estoy asustada. Jamás encontraré un lugar donde pueda ser feliz, lo sé.

Priest la abrazó para infundirle ánimo.

—Aún no estoy vencido, ni muchísimo menos. ¿Qué más dice el reportaje?

Melanie cogió el periódico.

—Hay una manifestación en San Francisco ante el Edificio Federal. —Sonrió a través de las lágrimas—. Un grupo de personas que dicen que El martillo del Edén tiene razón, que el FBI debe dejarnos en paz y que el gobernador Robson debería suspender la construcción de centrales eléctricas.

Priest se sintió complacido.

—Bueno, eso es todo cuanto necesito saber. ¡Todavía quedan unos cuantos californianos que piensan como Dios manda! —Luego volvió a mostrarse solemne—. Pero eso no me ayuda a imaginar el modo de conducir el camión sin que me dé el alto el primer poli que le ponga la vista encima.

—Voy a ver a Dusty —dijo Melanie.

Priest fue con ella. En su cabaña, Dusty estaba en cama, con los ojos derramando lágrimas, la cara roja y jadeando lastimosamente. Flower permanecía sentada junto al niño; leía en voz alta un libro con la tapa ilustrada por el dibujo de un melocotón gigante. Priest acarició el pelo de su hija. Flower alzó la cabeza y le sonrió, sin interrumpir la lectura.

Melanie llenó un vaso de agua y le dio a Dusty una pastilla. A Priest le daba mucha lástima Dusty, pero no podía evitar comprender que la enfermedad del niño representaba una suerte para la comuna. Melanie estaba cogida en una trampa. La mujer tenía el absoluto convencimiento de que debía vivir donde el aire fuese puro, pero le era imposible encontrar trabajo fuera de la ciudad. La comuna era la única solución. Si tuviera que marcharse de allí, podía ser que encontrara otra comuna similar que la aceptase…, pero también podía ser que no la encontrase y, de cualquier modo, estaba demasiado exhausta y descorazonada para volver a patear la carretera.

Y había algo más que eso, pensó Priest. En lo más profundo de aquella mujer alentaba una cólera terrible. Él ignoraba el origen de la misma, pero ese furor era lo bastante intenso como para que Melanie anhelase sacudir la tierra, incendiar ciudades y hacer que la gente saliese chillando de sus casas. La mayor parte del tiempo aquello se mantenía oculto bajo la fachada de una joven de gran atractivo sexual, pero desorganizada. A veces, sin embargo, cuando se le torcía la voluntad, cuando la frustración y la impotencia se apoderaban de ella, la ira salía a la superficie.

Priest los dejó para encaminarse a la cabaña de Star, con el problema del camión dándole vueltas en la cabeza. Era posible que Star tuviese alguna idea. Quizá existía algún modo de disfrazar el vibrador sísmico para que pareciese alguna otra clase de vehículo, una camioneta de reparto de Coke, una grúa o algo así.

Entró en la cabaña. Star ponía una tirita en la rodilla de Ringo, cosa que acostumbraba a hacer al menos una vez al día. Priest sonrió a su hijo de diez años.

—¿Qué hiciste esta vez, vaquero? —preguntó.

Luego reparó en la presencia de Bones. Yacía en la cama, completamente vestido, pero dormido como un tronco… mejor dicho, inconsciente. Había una botella de Chardonnay del valle del Silver River sobre la tosca mesa de madera. Bones tenía la boca abierta y emitía suaves ronquidos.

Ringo empezó a contarle a Priest la larga historia de su intento de cruzar el río saltando de rama en rama, pero Priest apenas le escuchaba. Ver a Bones le había inspirado la idea y su cerebro trabajaba febrilmente en ella.

Cuando ya se había atendido la despellejada rodilla de Ringo y el chico corría fuera de la cabaña, Priest explicó a Star el problema del vibrador sísmico. Luego le expuso la solución.

Priest, Star y Oaktree quitaron la enorme lona alquitranada que cubría la atracción de feria. El vehículo surgió con todo su glorioso y alegre colorido: un dragón verde cuyas fauces despedían llamas rojas y amarillas por encima de tres muchachas aullantes montadas en un asiento giratorio. Y el llamativo letrero del que Bones ya había hablado a Priest: «La Boca del Dragón».

Priest se dirigió a Oaktree:

—Conduciremos este vehículo pista forestal arriba y lo aparcaremos al lado del vibrador sísmico. Después retiraremos estos paneles pintados y los fijaremos en nuestro camión, cubriendo así la maquinaria. Los polis están buscando un vibrador sísmico, no una atracción de feria.

Con su caja de herramientas en la mano, Oaktree miró de cerca los paneles y observó el modo en que estaban clavados.

—Pan comido —determinó, al cabo de un minuto—. Puedo tenerlo hecho en un día, si cuento con la ayuda de una o dos personas.

—¿Y puedes volver a colocar después los paneles en su sitio, de forma que el tiovivo de Bones tenga el mismo aspecto del principio?

—Quedará como nuevo —prometió Oaktree.

Priest miró a Bones. La gran pega de aquel plan consistía en que Bones entraba en el ajo. En los viejos tiempos, Priest hubiera respondido de Bones con la vida. Al fin y al cabo, era un comedor de arroz. Tal vez no se hubiera podido confiar en que compareciese ante el altar el día de su propia boda, pero sabía guardar un secreto. Sin embargo, al ser ahora un drogata, apostar por él no era aconsejable. Un yonqui sería capaz de robar el anillo de boda de su madre.

Pero Priest no tenía más remedio que arriesgarse. Estaba desesperado. Había prometido desencadenar un terremoto cuatro días después y debía cumplir su amenaza. De no hacerlo, todo estaría perdido.

Bones aceptó el plan a ojos cerrados. Priest medio esperó que pidiese dinero a cambio. Sin embargo, llevaba cuatro días viviendo gratis en la comuna, por lo que era demasiado tarde para establecer una relación con Priest sobre una base comercial. Además, como antiguo miembro de la comuna, Bones sabía que el pecado más grave imaginable era valorar las cosas en términos crematísticos.

Bones sería más sutil. Aguardaría un par de días para pedir a Priest efectivo con el que comprarse una dosis de caballo. Priest cruzaría aquel puente cuando llegase a él.

—En marcha —dijo.

Oaktree y Star subieron con Bones a la cabina del camión de la feria. Melanie y Priest montaron en el Barracuda para cubrir el kilómetro y medio de distancia que los separaba del punto donde permanecía oculto el vibrador sísmico.

Priest se preguntó qué más sabría el FBI. Habían descubierto que el terremoto se desencadenó mediante el empleo de un vibrador sísmico. ¿Averiguaron más cosas? Encendió la radio del coche, con la esperanza de que dieran algún noticiario. Se encontró con Connie Francis en pleno despliegue vocal de Breaking’ in a Brand New Broken Heart, una canción bastante antigua, incluso para él.

El coche avanzó dando tumbos por el embarrado camino, a través del bosque, tras el camión de Bones. Éste manejaba el vehículo con bastante confianza, observó Priest, a pesar de que acababa de despertarse de un profundo sueño etílico. Hubo un momento en que Priest temió que la atracción de feria quedase atascada en uno de los barrizales, pero salió de él sin detenerse en el fondo.

Las noticias llegaron cuando estaban a punto de alcanzar el escondrijo del vibrador sísmico. Priest subió el volumen.

—Los agentes federales que investigan el caso del grupo terrorista El martillo del Edén han difundido el retrato robot de un sospechoso —leyó el locutor—. Se trata de un antiguo ciudadano de Los Ángeles conocido por el nombre de Richard o Ricky Granger, de cuarenta y ocho años de edad.

—¡Jesucristo! —exclamó Priest, y frenó en seco.

—A Granger se le busca asimismo por un asesinato cometido en Shiloh (Texas) hace nueve días.

—¿Cómo?

Nadie sabía que había matado a Mario, ni siquiera Star.

Los comedores de arroz estaban desesperadamente deseosos de ocasionar un terremoto que podía provocar la muerte de centenares de personas, pero al mismo tiempo se sentirían horrorizados al enterarse de que él había matado a un hombre a golpes de llave inglesa. La gente era contradictoria.

—Eso no es verdad —dijo Priest a Melanie—. No he matado a nadie.

Melanie le miraba fijamente.

—¿Ése es tu verdadero nombre? —preguntó—. ¿Ricky Granger? Priest había olvidado que Melanie lo ignoraba.

—Sí —respondió.

Se estrujó el cerebro para determinar quiénes conocían su nombre auténtico. Durante los últimos veinticinco años no lo había utilizado, salvo en Shiloh. De pronto se acordó de que había ido a la oficina del sheriff de Silver City, para sacar a Flower de la cárcel, y el corazón le dio un vuelco; luego recordó que el ayudante había dado por supuesto que tenía el mismo apellido que Star y le llamó señor Higgins. Gracias a Dios.

—¿Cómo han conseguido esa foto tuya? —inquirió Melanie.

—No es una foto —contestó Priest—. Es un retrato robot. Debe de tratarse de uno de esos dibujos que hacen con sus equipos de identificación.

—Sé a qué te refieres —repuso Melanie—. Sólo que ahora emplean un programa de ordenador.

—Hay un maldito programa de ordenador para todo —murmuró Priest.

Se alegraba de haber cambiado de apariencia antes de ponerse a trabajar en Shiloh. Mereció la pena haber esperado a que le creciera la barba, molestarse en recogerse el pelo todos los días y soportar el fastidio de llevar siempre sombrero. Con un poco de suerte, aquel retrato robot no guardaría el más remoto parecido con el aspecto que tenía ahora.

Pero necesitaba estar seguro.

—Tengo que ver la televisión —dijo.

Saltó fuera del coche. La atracción de feria estaba detenida cerca del escondite del vibrador sísmico y Oaktree y Star se apeaban. Les explicó la situación con cuatro palabras.

—Empezad aquí mientras me acerco a Silver City —dijo—. Me acompañará Melanie… quiero conocer también su opinión. Volvió al coche, salió del camino forestal y se dirigió a Silver City.

En los arrabales de la pequeña ciudad había una tienda de aparatos electrónicos. Priest aparcó y se apearon.

Priest miró nerviosamente a su alrededor. Aún había luz. ¿Y si se daba de manos a boca con alguien que hubiera visto su cara en la televisión? Todo dependía de si la imagen guardaba parecido con él. Tenía que saberlo. Tenía que arriesgarse. Se acercó a la tienda.

En el escaparate había varios televisores, todos mostrando las mismas imágenes. Era alguna clase de programa concurso. Un presentador de cabello plateado y traje azul, tomaba el pelo a una mujer de mediana edad que se había puesto demasiado lápiz de ojos.

Priest miró a un lado y a otro de la calle. No había nadie. Consultó su reloj: casi las siete. Darían las noticias en cuestión de segundos.

El presentador de cabello de plata pasó el brazo alrededor de la mujer y habló a la cámara. Hubo una vista general del auditorio, que aplaudía con histérico entusiasmo. Luego llegaron las noticias. Había dos bustos parlantes, un hombre y una mujer. Hablaron durante unos segundos.

Las múltiples pantallas mostraron a continuación el retrato en blanco y negro de un hombre barbudo con sombrero de vaquero.

Priest lo contempló fijamente.

El retrato no se parecía a él absolutamente nada.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Ni siquiera yo sabría que se supone que eres tú —respondió Melanie.

El alivio le inundó como una marejada. Su disfraz había funcionado. La barba cambió la forma de su rostro y el sombrero ocultaba su rasgo más distintivo, la larga, espesa y rizada cabellera. Ni siquiera él hubiera reconocido el retrato aunque hubiese sabido que se suponía era su propia persona.

Se tranquilizó.

—Gracias, dios de los hippies —entonó.

Parpadearon todas las pantallas y apareció otra imagen.

Priest se sobresaltó al ver, reproducida una docena de veces, una foto policíaca de sí mismo a la edad de diecinueve años. Estaba tan delgado que su cara parecía una calavera. Ahora tenía un aspecto bastante cuidado y apuesto, pero por aquel entonces, entre la droga, la bebida y el no tomar casi nunca una comida regular, era un esqueleto. Tenso el rostro, ceñuda la expresión. El pelo lacio, sin vida, con un corte tipo Beatles que incluso entonces debía de estar ya pasado de moda.

—¿Me reconocerías? —dijo Priest.

—Sí —repuso Melanie—. Por la nariz.

Volvió a contemplar la foto. Melanie tenía razón; el retrato reflejaba su característica nariz, estrecha y afilada, como un cuchillo curvado.

—Pero no creo que te reconociese nadie más —añadió Melanie—, y desde luego ningún desconocido.

Ella le rodeó la cintura con el brazo y le dio un apretón afectuoso.

—De joven parecías un chico realmente malo.

—Supongo que lo era.

—De cualquier modo, ¿dónde habrán encontrado esa fotografía?

—Doy por supuesto que en mi historial policíaco. Melanie alzó la mirada hacia él.

—No sabía que tuvieses historial policíaco. ¿Qué hiciste?

—¿Quieres una lista?

Melanie pareció escandalizada y reprobadora.

«No me vengas ahora con moralinas, nena… recuerda quién nos ha aleccionado acerca del modo de provocar terremotos.»

—Abandoné la vida del crimen cuando vine al valle —dijo Priest—. No he hecho nada reprobable en los últimos veinticinco años… hasta que te conocí.

Una arruga surcó la frente de Melanie. Priest comprendió que la mujer no se consideraba una delincuente. Ante sus propios ojos era una ciudadana medianamente respetable que se había visto inducida a cometer un acto desesperado. Aún creía pertenecer a una raza distinta a la de las personas que robaban y asesinaban.

«Piensa lo que te plazca, dulzura… pero atente al plan.»

Reaparecieron entonces los dos presentadores y luego cambió la escena y un rascacielos llenó la pantalla. En la parte inferior de ésta surgió una línea de palabras. A Priest no le hacía falta saber leer: reconoció el lugar. Era el Edificio Federal donde el FBI tenía sus oficinas de San Francisco. Se desarrollaba una manifestación y Priest recordó que Melanie había leído en el periódico algo sobre ella. Melanie dijo que mostraban su apoyo a El martillo del Edén. Un puñado de personas con carteles y megáfonos arengaban a un grupo que entraba en el edificio.

La cámara enfocó a una joven de facciones orientales. Llamó la atención de Priest porque era tan bonita en su exotismo que le impresionó. De figura esbelta, vestía un elegante traje de chaqueta y pantalón, pero su rostro manifestaba una decidida expresión de «nada de bromas conmigo», mientras se abría paso a codazos con implacable calma.

—¡Oh, Dios, mío, es ella! —exclamó Melanie. Priest se sorprendió.

—¿Conoces a esa mujer?

—¡La conocí el domingo! —¿Dónde?

—En el apartamento de Michael, cuando fui a buscar a Dusty.

—¿Quién es?

—Michael me la presentó como Judy Maddox, pero no dijo nada sobre ella.

—¿Qué pinta en el Edificio Federal?

—Lo dice ahí, en la pantalla: «El agente del FBI, Judy Maddox, encargada del caso de El martillo del Edén». ¡Es la detective que anda tras de nosotros!

Priest estaba fascinado. ¿Aquella muchacha era su enemigo? Una preciosidad de chica. Sólo verla en el televisor provocó en él un deseo anhelante de acariciar con la yema de los dedos la piel dorada de aquella belleza.

«Debería estar asustado, no excitarme. Es una detective cojonuda. Captó lo del vibrador sísmico, descubrió de dónde salió y ha conseguido mi nombre y mi foto. Es lista y trabaja rápido.»

—¿Y la conociste en casa de Michael?

—Sí.

Priest ya no las tuvo todas consigo. La agente estaba demasiado cerca. ¡Había conocido a Melanie! El hecho de que se sintiese atraído por ella, tras verla fugazmente en televisión, empeoraba las cosas. Era como si aquella muchacha tuviese alguna clase de poder sobre él.

Melanie continuó:

—Michael no dijo que perteneciese al FBI. Pensé que sería alguna nueva novia, así que me mostré con ella fría como el hielo. La acompañaba un hombre de más edad, ella dijo que era su padre, aunque no parecía asiático.

—Amiguita suya o no, ¡no me gusta que ande tan cerca de nosotros!

Priest se apartó del escaparate y echó a andar despacio de regreso al coche. Su mente corría a toda velocidad. Quizá no era tan extraño que el federal encargado del caso hubiera ido a consultar a un sismólogo de primera fila. La agente Maddox habló con Michael por la misma razón que lo hizo Priest: el hombre era un especialista en terremotos. Priest supuso que fue Michael quien contribuyó a que Maddox encontrase el enlace oportuno con el vibrador sísmico.

¿Qué más le habría dicho?

Se sentaron en el coche, pero Priest no encendió el motor.

—Mal asunto para nosotros —dijo—. Muy malo.

—¿Qué tiene de malo? —articuló Melanie, a la defensiva—. El que Michael quiera tontear por ahí con una agente del FBI no es nada malo. Quizá esa chica le mete su pistola por el culo. A mí me importa tres mierdas.

No era propio de Melanie emplear ese lenguaje. Está que trina.

—Lo verdaderamente malo es que Michael podría proporcionarle la misma información que nos dio a nosotros.

Melanie enarcó las cejas.

—Ahí no llego.

—Piensa en ello. ¿Qué es lo que tiene en la cabeza la agente Maddox? Se está preguntando: «¿Dónde va a descargar El martillo del Edén su siguiente golpe?». Michael puede ayudarla a responder a esa pregunta. Puede consultar sus datos, tal como hiciste tú, y determinar cuáles son los puntos con más probabilidades de que se produzca un terremoto. Entonces, el FBI puede delimitar esas localizaciones y buscar allí un vibrador sísmico.

—No se me había ocurrido. —Melanie se le quedó mirando—. El hijo de puta de mi esposo y su lagarta del FBI nos van a joder el invento, ¿es eso lo que quieres darme a entender?

Priest la contempló. Melanie parecía estar a punto de degollarle.

—Tranquilízate, ¿quieres?

—Maldito tipejo.

—Un momento. —A Priest se le estaba ocurriendo una idea. Melanie era el eslabón. Tal vez pudiera averiguar lo que Michael había contado a la guapa agente del FBI—. Puede que hubiese algún modo de dar un rodeo en torno al asunto. Dime una cosa, ¿qué es lo que sientes ahora hacia Michael?

—Pues, nada. Lo nuestro se acabó, y me alegro. Sólo espero que podamos tramitar nuestro divorcio sin demasiada hostilidad, sólo eso.

Priest estudió su expresión. No la creía. Lo que sentía hacia Michael era auténtica rabia despechada.

—Tenemos que enterarnos de si el FBI ha localizado los puntos con probabilidades de que se produzcan terremotos… y, si es así, saber cuáles son. Creo que él puede decírtelo.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Creo que sigue colado por ti, más o menos.

Melanie se le quedó mirando.

—Priest, ¿adónde rayos quieres ir a parar?

Priest respiró hondo.

—Si te acostaras con él, seguro que te contaría algo.

—¡Vete a la mierda, Priest, no pienso hacerlo! ¡Que te den por el culo!

—Odio pedírtelo… —Era verdad. No quería que Melanie durmiese con Michael. Opinaba que nadie debería hacer el amor a menos que lo deseara. Star le había enseñado que una de las cosas más repugnantes del matrimonio era el derecho que concedía a una persona de fornicar con otra. De forma que todo aquel plan era una traición a sus creencias—. Pero no tengo elección.

—Olvídalo —dijo Melanie.

—Conforme —se avino Priest—. Lamento habértelo pedido. —Puso en marcha el automóvil—. Lo único que desearía es que hubiese otro medio.

Guardaron silencio durante unos minutos, mientras avanzaban por la carretera, entre montañas.

—Lo siento, Priest —dijo Melanie al final—. Sencillamente es que no puedo hacerlo.

—Te lo dije, no te preocupes.

Dejaron la carretera y descendieron por la larga y accidentada pista forestal, rumbo a la comuna. Desde el camino ya no era visible la atracción de feria; Priest supuso que Oaktree y Star lo habían ocultado con vistas a la noche.

Aparcó en el espacio circular que habían despejado al final de la pista. Cuando caminaba entre los árboles hacia la aldea, bajo el crepúsculo, cogió la mano de Melanie. Tras un instante de titubeo, ella se le acercó y le apretó la mano cariñosamente.

El trabajo en la viña había concluido. El tiempo era caluroso y a causa de ello habían sacado al patio la gran mesa de la cocina. Unos cuantos chicos ponían los platos y cubiertos, mientras Slow cortaba largas rebanadas de un pan cocido en casa. Encima de la mesa se veían botellas de vino de la comuna y suspendido sobre aquel escenario flotaba el aroma de las especias.

Priest y Melanie fueron directamente a la chabola de la mujer para comprobar cómo se encontraba Dusty. Vieron de inmediato que estaba mejor. Dormía apaciblemente. Le había bajado la hinchazón, la nariz ya no le moqueaba y su respiración era normal. Flower estaba durmiendo en la silla colocada unto a la cama, con el libro abierto sobre el regazo.

Priest observó a Melanie mientras la mujer remetía la sábana en torno al cuerpo del niño dormido y le daba un beso en la frente. Levantó la mirada hacia Priest y susurró:

—Éste es el único lugar donde siempre se ha encontrado bien.

—Es el único lugar donde siempre me he encontrado a gusto —añadió Priest quedamente—. Es el único lugar del mundo que siempre ha estado bien. Por eso tenemos que salvarlo.

—Ya lo sé —confirmó Melanie—. Ya lo sé.