El domingo por la tarde, Judy llevó a Bo al Cinema Alexandria, en la esquina de la Geary y la Dieciocho, a ver la última película de Clint Eastwood. Se dio cuenta, no sin sorpresa, de que durante un par de horas lo pasó fenomenal y se olvidó por completo de los terremotos. A la salida del cine fueron a tomar un bocadillo con su correspondiente cerveza en uno de los antros preferidos de Bo, una tasca frecuentada por policías, con aparato de televisión encima del mostrador y un letrero en la puerta que advertía: «Timamos a los turistas».
Bo acabó su hamburguesa de queso y tomó con morosidad un trago de Guiness.
—Clint Eastwood debería protagonizar la historia de mi vida —dijo.
—Vamos, hombre —repuso Judy—. Todos los detectives mundo piensan lo mismo.
—Sí, pero es que yo hasta me parezco a Clint.
Judy sonrió. Bo tenía rostro redondo y nariz respingona.
—Yo veo más a Mickey Rooney en tu papel. Me gusta más —afirmó Judy.
—Creo que la gente debería divorciarse de sus hijos —protestó Bo, pero lo dijo riendo.
Empezó el noticiario en la tele. Judy vio el reportaje de la incursión sobre Los Álamos y sonrió con tristeza. Brian Kincaid la había puesto de vuelta y media a grito pelado… y luego adoptó su plan.
Sin embargo, no hubo entrevista triunfal a Brian. Sólo la filmación de un portón de cinco barras de madera hechas astillas; un letrero que rezaba: «No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos» y una unidad de SWAT con sus chalecos antibalas que volvía de la escena de los hechos.
—Me parece que no encontraron nada —aventuró Bo.
Eso desconcertó a Judy.
—Me extraña. Los Álamos parecían realmente los sospechosos por excelencia.
Se sentía decepcionada. Al parecer, su instinto le había fallado en toda la línea.
El presentador estaba diciendo que no se había efectuado ninguna detención.
—Ni siquiera han dicho que encontraron alguna prueba —manifestó Bo—. Me pregunto qué historia será ésa.
—Si has terminado aquí, podemos ir a averiguarlo —sugirió, Judy.
Abandonaron el bar y subieron al coche de Judy. La muchacha tomó el teléfono del automóvil y marcó el número de Simon Sparrow.
—¿Qué has oído referente a esa incursión? —le preguntó.
—Resultado: cero.
—Eso es lo que pensé.
—En aquel sitio no hay un solo ordenador, así que cuesta trabajo imaginarse que pudieran poner un mensaje en Internet. Allí nadie tiene graduación universitaria y dudo mucho que sepan deletrear la palabra sismólogo. En el grupo hay cuatro mujeres, pero ninguna de ellas responde al perfil de nuestras dos hembras: esas chicas están entre los diecisiete y los veintidós o veintitrés años. Y los vigilantes no tienen nada, ninguna queja contra la presa. Se sienten felicísimos con la indemnización que van a cobrar de la Coastal Electric por las tierras y están deseando largarse a su nuevo cuartel general. ¡Ah!, y el viernes, a las dos y veinte de la tarde, seis de los siete hombres que forman el grupo estaban comprando municiones en una tienda de Silver City llamada Armería Deportiva de Frank.
Judy meneó la cabeza.
—Bien, de todas formas, ¿de quién fue la estúpida idea de lanzar una batida contra ellos?
Había sido de ella, naturalmente.
—Esta mañana, en la sesión de instrucciones, Marvin la presentó como suya —dijo Simon.
—El que haya sido un fiasco le está bien empleado. —Judy frunció el entrecejo—. No lo entiendo. Me parecía una buena pista.
—Brian tiene otra reunión con el señor Honeymoon en Sacramento mañana por la tarde. Todo indica que va a ir con las manos vacías.
—Al señor Honeymoon no le gustará eso.
—Tengo entendido que no pertenece al tipo de los que se andan con pamplinas.
Judy sonrió, lúgubre. Kincaid no le inspiraba ninguna simpatía, pero el fracaso de la incursión tampoco le producía el menor placer. Significaba que El martillo del Edén seguía por allí, en alguna parte, proyectando otro terremoto.
—Gracias, Simon. Mañana nos vemos.
Apenas había colgado cuando el teléfono volvió a sonar. Era el operador de la centralita telefónica de la oficina.
—Ha llamado un tal profesor Quercus con un mensaje que dice que es urgente. Tiene una noticia importante para ti.
Judy debatió consigo misma la conveniencia de llamar a Marvin y pasarle el recado. Pero sentía demasiada curiosidad por enterarse de lo que Michael tenía que decir. Marcó el número del sismólogo.
Cuando Quercus descolgó, Judy oyó el sonido de fondo de la banda sonora de unos dibujos animados de la tele. Supuso que Dusty estaría allí.
—Habla Judy Maddox —dijo.
—¡Hola! ¿Cómo está?
Judy alzó las cejas. Un fin de semana con Dusty le había suavizado a fondo.
—Estoy muy bien, pero fuera del caso —dijo.
—Ya lo sé. He intentado ponerme en contacto con el colega que se ha hecho cargo del asunto, un tipo con nombre de cantante de soul…
—Marvin Hayes.
—Exacto. Me suena a Bailando en la vid, por Marvin Hayes y los Haystacks.
Judy se echó a reír.
—Pero no se ha molestado en corresponder a mis llamadas, así que seguiré con usted.
Eso era más propio de Michael.
—Vale, ¿qué ha averiguado?
—¿Puede dejarse caer por aquí? La verdad es que es mejor que se lo enseñe, que lo vea gráficamente. Judy se sintió complacida, incluso un poco entusiasmada, ante la idea de volver a verle.
—¿Tiene reservas de Cap’n Crunch?
—Creo que quedan unos pocos.
—Perfecto, estaré ahí dentro de quince o veinte minutos. —Colgó. Le dijo a Bo—: Tengo que ir a ver a mi sismólogo. ¿Te dejo en la parada del autobús?
—No puedo ir en autobús como Jim Rockford. ¡Soy un detective de San Francisco!
—¿Ah, sí? Eres un ser humano.
—Sí, pero los chicos del arroyo no lo saben.
—¿No saben que eres humano? —Para ellos soy un semidiós.
Bromeaba, pero Judy sabía que sus palabras encerraban algo de verdad. Llevaba casi treinta años en aquella ciudad metiendo hampones entre rejas. A Bo Maddox le temía todo adolescente apostado en la esquina de la calle con frasquitos de crack en el bolsillo de la cazadora.
—¿Qué quieres, entonces? ¿Venir conmigo hasta Berkeley?
—Claro, ¿por qué no? Me muero de curiosidad por conocer a tu guapo sismólogo.
Judy trazó una vuelta en U y se dirigió al puente de la Bahía.
—¿Qué te hace pensar que es guapo?
Bo sonrió.
—El modo en que le hablas —repuso Bo, con aire de suficiencia.
—No deberías emplear la psicología de polizonte con tu propia familia.
—¿Polizonte?, no seas tonta. Eres mi hija, puedo leer en tu cerebro.
—Tienes razón, es un tío bueno. Pero no me gusta mucho.
—¿Nooo?
Bo pareció escéptico.
—Es arrogante y difícil. Se porta mejor cuando tiene a su hijo con él, eso le humaniza.
—¿Está casado?
—Separado.
—Estar separado es estar casado.
Judy notó que Bo perdía su interés por Michael. Como si la temperatura hubiese descendido un grado. Sonrió interiormente. Bo estaba deseando que ella se casara, pero tenía escrúpulos anticuados.
Llegaron a Berkeley y Judy se dirigió a la calle de Euclides. Había un Subaru rojo aparcado en el espacio bajo el magnolio que Judy solía utilizar. Buscó otro sitio libre.
Cuando Michael abrió la puerta de su apartamento, Judy pensó que parecía tenso.
—Hola, Michael —dijo—. Le presento a mi padre, Bo Maddox.
—Entren —dijo Michael con brusquedad. Su talante había cambiado en el breve espacio de tiempo que tardaron en llegar. Cuando entraron en el salón, Judy comprendió el motivo.
Dusty estaba en el sofá, con un aspecto terrible. Tenía los ojos colorados y llorosos, y los globos oculares parecían hinchados. Le goteaba la nariz y respiraba ruidosamente. En la tele pasaban dibujos animados, pero el niño apenas les prestaba atención.
Judy se arrodilló junto a él y le acarició el pelo.
—¡Pobre Dusty! —dijo—. ¿Qué ha pasado?
—Sufre ataques de alergia —explicó Michael.
—¿Llamó usted al médico?
—No hace falta. Le di la medicina que necesita para cortar la reacción.
—¿Cuánto tarda en surtir efecto?
—Ya está funcionando. Lo peor ya ha pasado. Aunque pueden transcurrir varios días antes de que desaparezca del todo.
—Quisiera poder hacer algo por ti, hombrecito —le dijo Judy a Dusty.
Intervino una voz femenina:
—Yo le cuidaré, gracias.
Judy se levantó y dio media vuelta. La mujer que había entrado parecía acabar de bajarse de la pasarela de un desfile de modas. Tenía un bonito rostro oval, de cutis pálido, y su cabellera pelirroja le llegaba más abajo de los hombros. Aunque alta y delgada, sus pechos eran generosos y sus caderas curvilíneas. Embutía sus largas piernas en unos ceñidos vaqueros de color marrón y lucía una blusa verde lima con escote en uve.
Hasta aquel momento, Judy había considerado que iba elegantemente vestida con sus pantalones cortos caquis, sus mocasines de color que dejaban al aire sus bonitos tobillos y el polo blanco que realzaba el tono café au lait de su piel. Ahora se sintió desaliñada, de edad mediana y anticuada en comparación con aquella imagen de calle chic. Y Michael no tendría más remedio que darse cuenta de que Judy tenía un culo enorme y una tetas pequeñísimas al lado de la figura de aquella mujer.
—Ésta es Melanie, la mamá de Dusty —dijo Michael—. Melanie, te presento a mi amiga Judy Maddox. Melanie inclinó la cabeza como por compromiso.
«Así que es su esposa.»
Michael no había mencionado al FBI. ¿Deseaba hacer creer a Melanie que Judy era un ligue?
—Mi padre, Bo Maddox —presentó Judy.
Melanie no se molestó en entablar una conversación insustancial.
—Ya me iba —dijo. Llevaba una bolsa de lona con un dibujo del Pato Donald en un costado, evidentemente de Dusty.
Judy se sintió empequeñecida por la alta y elegante esposa de Michael. Y molesta consigo misma por aquella reacción.
«¿Por qué tiene que importarme un cuerno?»
Melanie lanzó una mirada circular a la estancia.
—¿Dónde está el conejo, Michael?
—Aquí. —Michael cogió un juguete sucio, de cuerpo blando, que estaba encima de la mesa, y se lo entregó.
Melanie miró al niño, sentado en el sofá.
—Esto no le ocurre nunca en las montañas —articuló fríamente.
Michael parecía angustiado.
—¿Qué voy a hacer? ¿No verlo nunca?
—Deberemos encontrarnos en algún sitio fuera de la ciudad.
—Quiero que se quede conmigo. No es igual si no pasa aquí la noche.
—Si no pasa aquí la noche, no le ocurre esto.
—Lo sé, lo sé.
El corazón de Judy lo lamentó por Michael. Saltaba a la vista que el hombre estaba desolado. Y su esposa era tan fría… Melanie guardó el conejo de trapo en la bolsa del Pato Donald y corrió la cremallera.
—Tenemos que irnos.
—Le llevaré hasta tu coche. —Michael cogió a Dusty y lo levantó del sofá—. Vamos, tigre, en marcha.
Cuando salieron, Bo miró a Judy y comentó:
—¡Uff! Familias desgraciadas.
Judy asintió. Pero Michael le caía ahora mejor que antes. Deseaba rodearle con sus brazos y consolarle: «Lo haces lo mejor que se puede hacer, nadie puede hacer más».
—Pero es tu tipo, ¿no? —dijo Bo.
—¿Tengo un tipo determinado? —Te gustan los retos.
—Eso es porque crecí con uno.
—¿Yo? —Bo fingió sentirse ultrajado—. Te mimé hasta echarte a perder.
Ella le pellizcó en la mejilla.
—Eso también.
Cuando Michael volvió, la expresión de su semblante era ceñuda y preocupada. No les ofreció una copa ni una taza de café y había olvidado todo lo relativo a los Cap’n Crunch. Se sentó ante el ordenador.
—Miren esto —dijo, sin más preámbulo.
De pie tras él, Bo y Judy miraron la pantalla por encima del hombro de Michael.
Quercus puso un gráfico en el monitor.
—Aquí tenemos lo que captó el sismógrafo del temblor de tierra del valle de Owens, con las misteriosas vibraciones preliminares que no podía entender, ¿se acuerda?
—Claro —dijo Judy.
—Y aquí el típico terremoto de aproximadamente la misma magnitud. Éste presenta las sacudidas previas normales. ¿Ve la diferencia?
—Sí.
Las sacudidas previas corrientes eran irregulares y esporádicas, en tanto que las vibraciones del valle de Owens seguían una pauta que parecía demasiado uniforme para ser naturales.
—Ahora mire esto.
Expuso en la pantalla un tercer gráfico. Mostraba una pauta de vibraciones regulares, idénticas a las del gráfico del valle de Owens.
—¿Qué es lo que produce esas vibraciones? —preguntó Judy.
—Un vibrador sísmico —anunció Michael con aire triunfal.
—¿Qué diablos es eso? —se interesó Bo.
Judy estuvo a punto de decir: «No lo sé, pero creo que quiero uno». Reprimió una sonrisa.
—Es una máquina que emplea la industria petrolífera para explorar el subsuelo —explicó Michael—. Básicamente, se trata de un gigantesco martillo neumático montado en un camión. Envía vibraciones a través de la corteza terrestre.
—¿Y esas vibraciones desencadenaron el terremoto?
—No creo que pueda ser una coincidencia.
Judy asintió con aire solemne.
—Eso es, pues. Realmente pueden provocar terremotos. Notó que una sensación helada le descendía por el cuerpo al calar la noticia en su cerebro.
—Santo Dios, espero que no vengan a San Francisco —dijo Bo.
—O a Berkeley —añadió Michael—. ¿Sabe?, aunque le dije que era posible, en el fondo de mi corazón no llegué a creerlo de verdad. Hasta ahora.
—El seísmo del valle de Owens fue de intensidad menor —dijo Judy.
Michael meneó la cabeza.
—Eso no puede considerarse un consuelo. Las proporciones de un terremoto no guardan ninguna relación con la potencia de la vibración que lo dispara. Depende de la presión de la falla. El vibrador sísmico puede desencadenar cualquier seísmo, desde un temblor de tierra apenas perceptible hasta otro Loma Prieta.
Judy recordaba el terremoto de Loma Prieta, de 1989, con la misma viveza que si fuera la pesadilla de la noche anterior.
—Mierda —se le escapó—. ¿Qué vamos a hacer?
—Estás fuera del caso —apuntó Bo.
Michael enarcó las cejas, perplejo.
—Me lo dijo. —Se dirigió a Judy—. Pero no me aclaró el motivo.
—Política de la oficina —repuso Judy—.Tenemos un nuevo jefe, al que no le resulto simpática y ha reasignado el caso a alguien a quien prefiere.
—¡No lo creo! —dijo Michael—. ¡Un grupo terrorista está ocasionando terremotos y el FBI se enzarza en una pelea familiar sobre quién ha de encargarse de perseguir a los terroristas!
—¿Qué quiere que le diga? ¿Los científicos no permiten que sus disputas personales se interpongan en su búsqueda de la verdad?
Michael dejó ver una de sus inesperadas sonrisas.
—Apueste los glúteos a que sí. Pero, una cosa. Siempre puede pasar esta información a Marvin Comosellame, ¿no?
—Cuando le conté a mi jefe lo de Los Álamos, me ordenó que no volviera a interferir.
—¡Eso es increíble! —exclamó Michael, y empezó a indignarse—. Usted no puede hacer caso omiso de lo que le he contado.
—No se preocupe, no lo pasaré por alto —repuso Judy secamente—. Conservemos la calma y reflexionemos unos minutos. ¿Qué es lo primero que tenemos que hacer con esa información? Si averiguamos de dónde procede el vibrador sísmico, puede que eso nos conduzca a El martillo del Edén.
—Exacto —convino Bo—. O lo han comprado o, lo que es más probable, lo han robado.
—¿Cuántas máquinas de ésas —preguntó Judy a Michael— existen en Estados Unidos continentales? ¿Cien? ¿Mil?
—Vaya usted a saber las que habrá por ahí.
—De todas formas, no muchas. Así que la gente que las fabrica seguramente tendrá registradas todas las ventas. Esta misma noche los localizaré y les pediré que me hagan una lista. Y si robaron el camión, es posible que figure en la lista del Centro Nacional de Información Criminal.
Al Centro Nacional de Información Criminal, regido por el cuartel general del FBI en Washington, D. C., tenían acceso todas las agencias de representantes de la ley.
—El CNIC sólo vale lo que la información que le introducen —dijo Bo—. No tenemos la matrícula correspondiente y por lo tanto no hay manera de que el ordenador pueda clasificarla. Podría conseguir que el Departamento de Policía de San Francisco emprenda una encuesta multiestatal a través de la computadora del Sistema de Telecomunicaciones de la Policía de California. Y podría hacer que los periódicos incluyesen una foto de uno de esos camiones y que el público participase en la búsqueda.
—Espera un momento —dijo Judy—. Si tú haces eso, Kincaid sabrá que yo estoy detrás.
Michael elevó los ojos al techo en expresión de desesperanza.
—No necesariamente —manifestó Bo—. No diré a los periódicos que el asunto está relacionado con El martillo del Edén. Me limitaré a comunicarles que estamos buscando un vibrador sísmico robado. Es un robo que se sale de lo corriente y les gustará el asunto.
—Estupendo —dijo Judy—. Michael, ¿puede proporcionarme una copia de los tres gráficos?
—Claro que si.
Quercus pulsó una tecla y la impresora empezó a zumbar. Judy le puso una mano en el hombro. La piel de Michael era cálida bajo el algodón de la camisa.
—Confío en que Dusty mejore —aseguró.
Michael cubrió con la suya la mano de Judy.
—Gracias. —El contacto era ligero, la palma estaba seca. Judy experimentó un ramalazo de placer. Luego, Michael levantó la mano y dijo—: Ah, tal vez debería darme el número de su busca, para que pueda ponerme en contacto con usted con más rapidez, de ser necesario.
Judy sacó una tarjeta. Tras pensar unos segundos, anotó el número del teléfono de su casa antes de entregársela.
—Una vez hayan hecho esas llamadas telefónicas… —Michael titubeó—, ¿podríamos quedar para tomar unas copas, o para cenar, tal vez? Verdaderamente, me gustaría saber cómo salieron las cosas.
—Yo no puedo —declinó Bo—. Tengo partido de bolos.
—¿Qué me dice de usted, Judy?
«¿Me está proponiendo que salgamos?»
—Tenía intención de ir a visitar a una persona que está en el hospital.
Michael se quedó cabizbajo.
Judy comprendió que aquella noche no tenía ninguna otra cosa que hacer que le apeteciese más que salir a cenar con Michael Quercus.
—Pero supongo que esa visita no me llevará toda la noche —dijo—. Vale, de acuerdo.
Sólo había pasado una semana desde que a Milton Lestrange le diagnosticaron el cáncer, pero ya parecía más delgado y más viejo. Tal vez era el efecto del ambiente del hospital: los instrumentos, la cama, las blancas sábanas. O quizá era el pijama azul de peto que dejaba al aire un triángulo de pecho blancuzco bajo la garganta. Milton había perdido todos los símbolos de poder: su enorme mesa escritorio, su estilográfica Mont Blanc, su rayada corbata de seda.
Al verle así, Judy se quedó impresionada.
—Dios, Milt, no pareces tan formidable —se le escapó.
El hombre sonrió.
—Sabía que no ibas a mentirme, Judy.
La muchacha se sintió un poco violenta…
—Lo siento, me salió sin pensar.
—No tienes por qué ponerte colorada. Estás en lo cierto. Me encuentro en muy baja forma.
—¿Qué intenciones tienen?
—Me van a operar esta semana, pero no han dicho qué día. Pero eso no es más que hacer un puente para rodear la obstrucción del intestino. Las perspectivas son malas.
—¿Qué quieres decir con eso de malas?
—El noventa por ciento de los casos resultan fatales.
Judy tragó saliva.
—Jesús, Milt.
—Puede que me quede un año. —No sé qué decir.
Milt no insistió en los funestos presagios.
—Sandy, mi primera esposa, vino ayer a verme. Me dijo que la habías llamado.
—Yo no tenía idea de si deseaba verte o no, pero supuse que por lo menos le interesaría saber que estabas en el hospital. Milt tomó la mano de Judy y le dio un leve apretón.
—Gracias. No muchas personas habrían pensado en eso. No sé cómo puedes ser tan sensata, con lo joven que eres.
—Me alegro de que viniera a verte.
—Quítame estas preocupaciones de la cabeza —cambió Milt de tema—. Háblame de la oficina.
—Eso sí que no debería preocuparte…
—Infiernos, de eso nada. Las cuestiones de trabajo no le preocupan a uno mucho cuando se está muriendo. Sólo es curiosidad.
—Bueno, gané mi caso. Los hermanos Foong probablemente se pasen en la cárcel la mayor parte de la década que viene.
—¡Buen trabajo!
—Siempre tuviste fe en mí.
—Sabía que eras capaz de hacerlo.
—Pero Brian Kincaid recomendó a Marvin Hayes para el cargo de nuevo supervisor.
—¿A Marvin? ¡Mierda! Brian el sabe que se suponía que ese cargo era para ti.
—A quién se lo dices.
—Marvin es un tipo duro, pero negligente. Practica la ley del mínimo esfuerzo.
—Estoy desconcertada —confesó Judy—. ¿Por qué lo valora Brian tan alto? ¿Es que esa pareja… son amantes o algo por el estilo?
Milt se echó a reír.
—No, amantes no. Pero una vez, hace mucho tiempo, Marvin salvó la vida a Brian.
—Te estás quedando conmigo.
—Fue durante un tiroteo. Yo estaba allí. Habíamos tendido una emboscada a una nave que desembarcaba heroína en Sonoma Beach, en el condado de Marin. Era a primera hora de una mañana de febrero y el mar estaba tan frío que hacía daño. No había muelle, así que los malos trasladaban kilos de caballo a un bote neumático para llevarlos a la orilla.
Milt suspiró y en sus pupilas azules apareció una mirada remota. Judy pensó que nunca más volvería a vivir una emboscada al amanecer.
Al cabo de un momento, reanudó su relato:
—Brian cometió un error, dejó que uno de los malhechores se le acercase. Un italiano bajito le agarró y le apuntó a la cabeza con una pistola. Todos íbamos armados, pero si disparábamos al italiano, lo más probable sería que él apretase el gatillo antes de morir. Brian tenía un susto de muerte. —Milt bajó la voz—. Se meó encima, todos vimos la mancha en los pantalones de su traje. Pero Marvin era tan frío como el mismísimo Belcebú. Echó a andar hacia Brian y el italiano. «Mátame a mí en vez de a él —dijo—. ¿A ti qué más te da? Viene a ser lo mismo.» Jamás vi nada semejante. El italiano aceptó la propuesta. Desvió el arma para encañonar a Marvin. Y en esa fracción de segundo, cinco de nosotros le freímos.
Judy asintió. Era la típica historia que los agentes solían contar en el Everton’s después de trasegar unas cuantas cervezas. Pero ella no lo descartaba como baladronada de la que presumir. Los agentes del FBI no se veían envueltos a menudo en tiroteos. Nunca olvidaban tal experiencia. No le costaba nada imaginar que, después de aquello, Kincaid se sintiera intensamente ligado a Marvin Hayes.
—Bueno, eso explica las dificultades que se han abatido sobre mí —dijo—. Brian me asignó una misión basura y luego, cuando resultó que era importante, me la quitó para dársela a Marvin.
Milt suspiró.
—Podría intervenir, supongo. Técnicamente, aún soy agente especial comisionado. Pero en cuestiones de oficina Kincaid es un experto político y sabe que no voy a volver más. Me combatiría. Y tampoco estoy seguro de tener la energía precisa para meter baza.
Judy meneó la cabeza.
—No quisiera que lo hicieses. Puedo manejar esto.
—¿Qué misión le ha asignado a Marvin?
—La de El martillo del Edén, esa gente que provoca terremotos.
—Esa gente que dice que provoca terremotos.
—Eso es lo que Marvin cree. Pero se equivoca.
Milt enarcó las cejas.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—¿Qué vas a hacer?
—Trabajaré el caso a espaldas de Brian.
Milt pareció preocupado.
—Eso es peligroso.
—Sí —se mostró Judy de acuerdo—. Pero no tan peligroso como un maldito terremoto.
Michael vestía traje de algodón azul marino encima de una camisa blanca, con el cuello desabrochado, sin corbata. Judy se preguntó si se habría puesto aquel conjunto sin más, sin pensarlo, o si lo hizo después de considerar que era lo bastante acorde para la comida. Ella se había presentado con un vestido de seda blanco con lunares rojos. Muy adecuado para una noche de mayo; siempre que lo llevaba los hombres indefectiblemente volvían la cabeza.
Michael la llevó a un pequeño restaurante del centro de la ciudad en el que servían platos vegetarianos indios. En la vida había probado la comida de la India, así que dejó que fuese Michael quien eligiera por ella. Judy colocó el móvil encima de la mesa.
—Ya sé que es de mala educación, pero Bo me prometió que llamaría inmediatamente, en el caso de conseguir algún dato sobre vibradores sísmicos robados.
—Por mí, vale —dijo Michael—. ¿Llamó a los fabricantes?
—Sí. Encontré en su casa a un jefe de ventas. Estaba viendo un partido de fútbol americano por la tele y prometió enviarme mañana una lista de compradores. Intenté convencerle para que lo hiciera esta noche, pero dijo que eso era imposible. —Arrugó el entrecejo, fastidiada. «No nos queda mucho tiempo: sólo cinco días, ahora»—. Sin embargo, me envió una foto por fax.
Judy sacó del bolso una hoja de papel doblada y se la enseñó. Michael se encogió de hombros.
—No es más que un camión grande con una máquina encima.
—Pero cuando Bo ponga esto en el Sistema de Telecomunicaciones de la Policía de California, todos los agentes del estado empezarán a buscarlos. Y si los periódicos y la televisión difunden mañana la fotografía, tendremos a la mitad de la población haciendo lo mismo.
Llegó la comida. Estaba sazonada con profusión de especias, pero era deliciosa. Judy la saboreó con gran placer. Unos minutos después sorprendió a Michael, que la miraba con una débil sonrisa en los labios. Judy alzó una ceja.
—¿Dije algo ingenioso?
—Me encanta verla disfrutar de la comida. La muchacha sonrió.
—¿Se me nota?
—Sí.
—Trataré de ser más delicada.
—Por favor, ni se le ocurra. Además… Es una delicia contemplarla.
—¿Qué?
—Me encanta su actitud de «a la carga». Es una de las cosas que me atrae de usted. Parece tener un apetito enorme por la vida. Le gusta Dusty, se nota que lo ha pasado bien entreteniéndolo junto a su padre, se enorgullece del FBI, evidentemente tiene buen gusto y disfruta llevando prendas bonitas… y hasta paladea Cap’n Crunch.
Judy notó que se sonrojaba, pero también se sintió complacida. Le gustaba el cuadro que pintaba de ella. Se preguntó qué era lo que a ella le atraía de él. Su fuerza, decidió. Podía ser irritablemente obstinado, pero en una crisis sería una roca. Aquella tarde, ante la gélida y despiadada actitud de su esposa, la mayoría de los hombres hubieran reaccionado armando gresca, pero él se limitó a preocuparse sólo de Dusty.
«Es más, me gustaría una barbaridad meterle mano por dentro de los calzoncillos.»
«Repórtate, Judy»
Tomó un sorbo de vino y cambió de tema.
—Damos por supuesto que El martillo del Edén posee datos similares a los de usted acerca de los puntos de presión existentes a lo largo de la falla de San Andrés.
—Deben tenerlos si quieren elegir bien los lugares donde el vibrador sísmico puede provocar un terremoto.
—¿Podría usted hacer el mismo ejercicio? Estudiar los datos y establecer la localización del mejor lugar.
—Supongo que sí. Probablemente habrá cinco o seis posibles sitios. —Comprendió el rumbo que tomaban los pensamientos de Judy—. Me parece que, a continuación, el FBI podría jalonar esos puntos y buscar allí un vibrador sísmico.
—Sí…, de estar yo en el caso.
—De todas formas, prepararé la lista. Tal vez se la envíe por fax al gobernador Robson.
—Procure que no la vea mucha gente. Podría desencadenar el pánico.
—Pero si mi previsión resultase acertada, eso revitalizaría mi negocio, le daría un buen empujón.
—¿Lo necesita?
—Seguro. Tengo un contrato que apenas me permite pagar el alquiler y el recibo del teléfono móvil de mi ex esposa. El dinero para iniciar el negocio me lo prestaron mis padres y aún no he empezado a devolvérselo. Albergaba la esperanza de que aterrizase otro cliente importante, la Mutual American Insurance.
—Trabajé para ellos, hace años. Pero lo dejé.
—Creí tener el acuerdo en el saco, pero le están dando largas al asunto y no hay forma de firmar el contrato. Supongo que se lo están pensando mejor. Si acaban echándose atrás, me encontraré en apuros. Pero si pronostico un terremoto y acierto, creo que eso les decidirá a firmar. Y entonces me sentiría a gusto.
—Con todo, confío en que será discreto. Si todo el mundo intenta marcharse de San Francisco al mismo tiempo, tendremos disturbios.
Michael le dedicó una sonrisa tipo «¿y a mí qué?» que resultó exasperantemente atractiva.
—La crisparía, ¿verdad?
Judy se encogió de hombros.
—Lo admitiré. Mi situación en el Bureau es vulnerable. Si se me relaciona con un estallido de histeria masiva, no creo que pudiera sobrevivir allí.
—¿Eso es importante para usted?
—Sí y no. Tarde o temprano me iré del Bureau, me casaré y tendré hijos. Ésos son mis planes. Pero quiero largarme cuando a mí me parezca bien, no cuando lo decida otro.
—¿Tiene en la cabeza a ese alguien con el que piensa tener los hijos?
—No. —Le dirigió una mirada ingenua—. Un hombre bueno es difícil de encontrar.
—Imagino que habrá una lista de espera.
—Qué cumplido más bonito.
«Me pregunto si tú entrarías en esa relación. Me gustaría saber si desearías figurar en la lista.» Michael le ofreció más vino.
—No, gracias. Prefiero una taza de café. Michael agitó la mano para avisar al camarero.
—Ser padre puede resultar penoso, pero uno nunca lo lamenta.
—Hábleme de Dusty.
Él suspiró.
—En el piso no tengo animales domésticos ni flores, y muy poco polvo a causa de los ordenadores. Todas las ventanas están herméticamente cerradas y tengo aire acondicionado. Pero fuimos a la librería y por el camino acarició a un gato. Una hora después, ya vio cómo estaba.
—Mala cosa. Pobre chico.
—Su madre se trasladó hace poco a un lugar de las montañas, cerca de la frontera de Oregón, y desde entonces el niño está bien… estuvo bien hasta hoy. Si no puede visitarme sin sufrir una reacción alérgica, no sé qué vamos a hacer. No puedo irme a vivir al jodido Oregón; allí no hay suficientes terremotos.
Parecía tan atribulado que Judy alargó el brazo por encima de la mesa y le dio un apretón en la mano.
—Ya se le ocurrirá algo. Es evidente que quiere mucho al niño.
Michael sonrió.
—Sí, le quiero mucho.
Tomaron su café y Michael pagó la cuenta. Acompañó a Judy hasta el coche.
—Esta velada se me ha hecho cortísima —dijo Michael.
«Creo que este hombre me gusta.»
«Bueno.»
—¿Quiere que vayamos al cine alguna vez?
«El juego de las citas. No cambia nunca.»
—Sí, me gustaría.
—¿Quizá una noche de esta semana?
—Muy bien.
—La llamaré.
—De acuerdo.
—¿Puedo darle un beso de buenas noches?
—Sí. —Judy sonrió—. Sí, por favor.
Michael acercó su rostro al de ella. Fue un beso leve, vacilante. Los labios del hombre se aplicaron suavemente sobre los de Judy, pero no los abrió. Ella le devolvió el beso de la misma forma. Los pechos de la joven se mostraron sensibles. Sin pensarlo, Judy oprimió su cuerpo contra el de Michael, que correspondió brevemente al apretón y luego se retiró.
—Buenas noches —deseó Michael.
La contempló mientras Judy subía a su automóvil y la despidió con un movimiento de la mano cuando ella se apartó del bordillo. Dobló una esquina y se detuvo ante un semáforo.
—¡Vaya! —exclamó.
El lunes por la mañana recibió la orden de integrarse en un equipo que investigaba a un grupo de musulmanes militantes en la Universidad de Stanford. Su primera tarea consistió en peinar los archivos informáticos de permisos de armas, con vistas a localizar nombres árabes. Le costó trabajo concentrarse en una relativamente inofensiva cuadrilla de fanáticos religiosos cuando sabía que El martillo del Edén proyectaba su siguiente terremoto.
Michael la llamó poco después de las nueve.
—¿Qué tal está, agente Judy? —dijo.
Oír su voz la hizo sentirse dichosa.
—Muy bien, lo que se dice estupendamente. —Disfruté mucho de nuestra salida.
Judy pensó en aquel beso y las comisuras de su boca se curvaron en una sonrisa íntima.
«Nos daremos otro en cualquier momento.»
—Yo también.
—¿Está libre mañana por la noche?
—Supongo que sí. —Eso sonaba demasiado frío—. Quiero decir que sí… so pena de que ocurra algo nuevo en este caso.
—¿Conoce el Morton’s?
—Claro.
—Nos encontraremos en la barra a las seis. Después podemos elegir una película de común acuerdo.
—Allí estaré.
Pero ése fue el único momento luminoso de la mañana. Hacia la hora del almuerzo, Judy no pudo contenerse por más tiempo y telefoneó a Bo, pero éste no tenía nada nuevo. Judy llamó después a los fabricantes del vibrador sísmico, quienes le dijeron que aún no habían acabado de preparar la lista y que se la remitirían por fax a última hora de la jornada laboral. «¡Otro maldito día perdido! ¡Ahora sólo nos quedan cuatro para atrapar a esa gente!»
Estaba demasiado preocupada para comer. Fue al despacho de Simon Sparrow. El psicolingüista vestía una elegante camisa azul con rayas rosa, de estilo inglés. Prescindía por completo de la forma de vestir establecida extraoficialmente para los miembros del FBI y nadie se metía con él, probablemente porque en su trabajo era algo extraordinario.
Hablaba por teléfono y, al mismo tiempo, miraba la pantalla de un analizador de ondas.
—Puede que ésta le parezca una pregunta extraña, señora Gorky, pero ¿podría decirme qué es lo que ve desde la ventana de la fachada de su casa? —Mientras escuchaba la respuesta, sus ojos permanecían pendientes del espectro de la voz de la señora Gorky y lo comparaba con la impresión que había grabado en la parte lateral del monitor. Al cabo de un momento trazó una línea sobre uno de los nombres de una lista—. Muchas gracias por su colaboración, señora Gorky. No la molestaré más. Adiós.
—Puede que ésta le parezca una pregunta extraña, señor Sparrow —dijo Judy—, ¿pero para qué necesita usted saber lo que ve la señora Gorky desde la ventana de la fachada de su casa?
—No lo necesito para nada —repuso Simon—. Esa pregunta produce por regla general una respuesta lo bastante prolongada como para permitirme analizar la voz. Cuando ella ha terminado de hablar, sé ya si es la mujer que estoy buscando.
—¿Y quién es esa mujer?
—La que llamó al programa de John Truth, naturalmente. —Dio unos toques con los dedos sobre la carpeta de anillas de encima de su mesa—. El Bureau, la policía y las emisoras de radio que retransmiten el programa han recibido hasta la fecha un total de mil doscientas veintinueve llamadas en las que se nos dice quién es esa mujer.
Judy cogió la carpeta y empezó a hojearla. ¿Podría estar la pista vital en algún punto de aquella carpeta? Simon ya había encargado a su secretaria que ordenase las llamadas informativas. En la mayor parte de los casos había un nombre, con la dirección y el número de teléfono del comunicante y al mismo tiempo sospechoso. Y en algunos de esos casos había incluso un comentario de la persona que hizo la llamada.
«Siempre he sospechado que esa mujer se relacionaba con la Mafia.»
«Es una de esas individuas de tipo subversivo, no me sorprendería que estuviese involucrada en algo como esto.»
«Parece una mamá corriente y normal, pero esa voz…, juraría sobre la Biblia.»
Una de aquellas informaciones particularmente inútiles no daba nombre alguno, pero decía:
«Sé que he oído esa voz en la radio o en algún sitio. Era muy sexy. Pero fue hace mucho tiempo. Quizá la oí en un disco.»
Era una voz sexy, repitió Judy. También ella lo había notado cuando la oyó. Aquella mujer podía haber hecho fortuna trabajando como vendedora por teléfono, convenciendo a ejecutivos para que comprasen espacios publicitarios que no necesitaban.
—Hasta la fecha —dijo Simon— he eliminado un centenar. Creo que voy a necesitar que alguien me eche una mano.
Judy seguía hojeando la carpeta.
—Te ayudaría si pudiese, pero me han echado del caso.
—Dios, gracias, seguro que eso hace que me sienta mejor.
—¿Sabes algo acerca de cómo marcha la cosa?
—El equipo de Marvin está llamando a todos los que figuran en la lista de correspondencia de la Campaña pro California Verde. Brian y él acaban de marcharse a Sacramento, pero ni por asomo se me ocurre qué van a decirle al famoso señor Honeymoon.
—No son los malditos Verdes, eso lo sabemos. —Lo malo es que no tiene ninguna otra idea.
Judy enarcó las cejas, con la vista en la carpeta. Había tropezado con otra llamada que mencionaba un disco. Como en el caso anterior, no se daba nombre de sospechoso, pero el comunicante había dicho:
«He oído la voz en un disco, estoy condenadamente seguro. Algo de hace bastante tiempo, como de los sesenta.»
—¿Has observado que hay dos informantes que citan un disco? —le preguntó Judy a Simon.
—¿Ah, sí? ¡Eso se me ha pasado!
—Creen que oyeron la voz en un disco antiguo.
—¿De veras? —Simon se mostró animado automáticamente—. Debe tratarse de un álbum recitado…, historias para dormir, o Shakespeare, o algo así. Una persona hablando es algo completamente distinto a una voz que canta.
Raja Jan pasó por delante de la puerta y vio a Judy.
—Ah, Judy, acaba de llamar tu padre. Creí que te habías ido a comer.
Judy se quedó de pronto sin aliento. Sin pronunciar palabra, dejó a Simon y salió disparada hacia su despacho. Sin sentarse siquiera, cogió el teléfono y marcó el número de Bo.
Él descolgó inmediatamente.
—Aquí, el teniente Maddox.
—¿Qué has encontrado?
—Un sospechoso.
—¡Jesús…! ¡Eso es fantástico!
—Coge esto. Hace quince días se perdió un vibrador sísmico en un punto indeterminado entre Shiloh (Texas) y Clovis (Nuevo México). El conductor y operario de la máquina desapareció; encontraron en un vertedero local su camioneta calcinada. Contenía lo que parecen ser las cenizas del hombre.
—¿Lo asesinaron por ese maldito camión? Esa gente no toma prisioneros, ¿eh?
—El principal sospechoso es un tal Richard Granger de cuarenta y ocho años de edad. Le llamaban Ricky y le tenían por hispano, pero con un nombre como ése muy bien puede ser un caucásico de piel atezada. Y… agárrate… tiene antecedentes.
—¡Eres un genio, Bo!
—Una copia de su historial está en camino por fax. Era un malhechor de ciertas ínfulas en Los Ángeles a fines de los sesenta y principios de los setenta. Condenas por asalto, robo con allanamiento de morada, robo de automóviles. Interrogado en relación con tres asesinatos y tráfico de drogas. Pero desapareció de escena en 1972. El Departamento de Policía de Los Ángeles creyó que lo había liquidado la Mafia —les debía dinero— pero no encontraron el cuerpo, así que tampoco cerraron el expediente.
—Ya lo tengo. Ricky huyó de la Mafia, se metió en religión y creó una secta.
—Por desgracia, no sabemos dónde.
—Salvo que no es en el valle del Silver River.
—El Departamento de Policía de Los Ángeles puede investigar su última dirección conocida. Seguramente será perder el tiempo, pero de todas formas se lo pediré. Guy, de Homicidios, me debe un favor.
—¿Tenemos alguna fotografía de Ricky?
—Hay una en el archivo, pero es un retrato de hace diecinueve años. Ahora roza los cincuenta y lo más probable es que tenga un aspecto muy distinto. Por suerte, el sheriff de Shiloh preparó un Efit, un ajuste electrónico. —Un Efit era un programa de ordenador que sustituía al artista de la policía encargado de los antiguos retratos robot—. Prometió remitírmelo por fax, pero aún no ha llegado.
—Reenvíamelo también por fax en cuanto lo recibas, ¿conforme?
—Desde luego. ¿Qué vas a hacer? —Voy a ir a Sacramento.
Eran las cuatro y cuarto cuando Judy franqueó la puerta sobre la que se veía grabada la palabra Gobernador.
La misma secretaria estaba sentada al otro lado de la enorme mesa escritorio. Reconoció a Judy y su semblante denotó sorpresa.
—Usted es miembro del personal del FBI, ¿verdad? La reunión con el señor Honeymoon empezó hace unos diez minutos.
—Está bien —dijo Judy—. Soy portadora de una información de suma importancia que llegó en el último momento. Pero antes de entrar en la reunión, ¿ha llegado un fax para mí durante los últimos minutos?
Al haber tenido que salir de su despacho antes de que llegase el ajuste electrónico del retrato de Ricky Granger, Judy había llamado a Bo para pedirle que remitiese el fax a la oficina del gobernador.
—Lo comprobaré. —La secretaria habló por teléfono—. Sí, su fax está aquí.
Un momento después apareció por una puerta lateral una joven con una hoja de papel en la mano. Judy contempló el rostro del fax. Aquél era el individuo que podía matar a miles de personas. Su enemigo.
Vio un hombre bien parecido que se había tomado su trabajo para disimular la forma de su cara, como si hubiera previsto que iba a llegar aquel momento. Cubría su cabeza con un sombrero vaquero. Lo que sugería que los testigos que ayudaron al sheriff a crear aquel retrato por computadora no habían visto nunca al sospechoso sin sombrero. En consecuencia no existía indicación alguna acerca de cómo era su pelo. Si el hombre era calvo, canoso, de cabello rizado o de larga pelambrera, su aspecto sería distinto al del retrato. Y la mitad inferior del semblante aparecía igualmente oculta por un bigote y una barba tupida. Debajo de la misma podía haber cualquier clase de mandíbula. Judy supuso que ahora estaría perfectamente afeitado.
El hombre tenía unos ojos hundidos que proyectaban una mirada hipnótica desde el retrato. Claro que, para el público en general, todos los criminales tienen ojos que miran con fijeza.
A pesar de todo, la imagen le dijo varias cosas. Ricky Granger no llevaba gafas habitualmente, saltaba a la vista que no era asiático ni afroamericano y puesto que su barba era oscura y espesa, su pelo probablemente sería moreno. La descripción que acompañaba al dibujo le informó de que la estatura del hombre era de aproximadamente metro ochenta y tres, tenía constitución esbelta, bien parecido y sin acento que llamase la atención. No era gran cosa, pero era mejor que nada.
Y nada era lo que tenían Brian y Marvin.
Se presentó el ayudante de Honeymoon, que acompañó a Judy a la Herradura, donde el gobernador y su estado mayor tenían sus despachos.
Judy se mordió el labio. Estaba a punto de quebrantar la primera regla de la burocracia y poner a su jefe en ridículo. Probablemente sería el fin de su carrera, allí acabaría el futuro de Judy en el FBI.
«A tomar por el saco.»
Lo único que deseaba era que su jefe se tomara en serio el asunto de El martillo del Edén antes de que éstos mataran a alguien. Siempre y cuando lograra eso, que la despidiesen.
Pasó por delante de la suite personal del gobernador y a continuación el ayudante le abrió la puerta del despacho de Honeymoon.
Judy entró.
Durante unos segundos se permitió el lujo de disfrutar ante la cara de sorpresa y consternación que automáticamente pusieron Brian Kincaid y Marvin Hayes.
Luego miró a Honeymoon.
El secretario de gabinete llevaba camisa gris claro y corbata de tono suave con lunares blancos y negros y tirantes oscuros con estampados en gris. Miró a Judy, enarcadas las cejas, y exclamó:
—¡Agente Maddox! Precisamente el señor Kincaid acababa de informarme de que la había tenido que retirar del caso porque es usted un verdadero tarugo.
Judy se sintió apabullada. Se suponía que iba a llevar las riendas de la escena; iba a ser la que derramase abatimiento a manos llenas. Honeymoon la había superado. No iba a perder protagonismo en su propio despacho.
Judy se recuperó en un santiamén.
«Muy bien, señor Honeymoon, si lo que quiere es jugar duro y agresivo, ahora voy con el bate.»
—Brian es una bolsa llena de basura —le dijo.
Kincaid frunció el ceño, pero Honeymoon se limitó a alzar levemente una ceja.
—Soy el mejor agente que tiene —añadió Judy—, y acabo de demostrarlo.
—¿De veras hizo tal cosa? —preguntó Honeymoon.
—Mientras Marvin ha estado por ahí, chupándose el dedo, metiéndoselo por el culo y creando la falsa impresión de que no había motivo ninguno de preocupación, yo he resuelto el caso.
Kincaid se puso en pie, roja la cara como un tomate.
—¡Maddox! —dijo, furioso—, ¿qué diablos estás haciendo aquí?
Judy no le hizo caso.
—Sé quién ha enviado las amenazas terroristas al gobernador Robson —le aseguró a Honeymoon—. Marvin y Brian, no. Usted puede decidir por su propia cuenta quién es aquí el tarugo.
Hayes tenía un color encarnado brillante. Estalló:
—¿De qué rayos hablas?
—Sentémonos todos —propuso Honeymoon—. Ya que la señora Maddox nos ha interrumpido, podemos escuchar lo que tenga que decirnos. —Inclinó la cabeza en dirección a su ayudante—. Cierra la puerta, John. Veamos, agente Maddox, ¿de verdad la he oído decir que sabe quién está enviando las amenazas?
—Correcto. —Puso encima de la mesa de Honeymoon el fax con el dibujo—. Éste es Richard Granger, un hampón de Los Ángeles al que se creía, equivocadamente, que la Mafia había liquidado en 1972.
—¿Y qué le hace pensar que es el culpable?
—Mire esto. —Le tendió otra hoja de papel—. Aquí tiene el sismógrafo de un terremoto típico. Observe las vibraciones que preceden al temblor de tierra. Hay una serie de magnitudes irregulares, un tanto a la buena de Dios. Son las sacudidas previas típicas. —Le mostró una segunda cuartilla—. Éste es el terremoto del valle de Owens. Nada irregular aquí. En vez de sacudidas de cualquier manera, un movimiento de aspecto común, una limpia serie de vibraciones regulares.
Terció Hayes:
—Nadie puede explicarse qué son esas vibraciones. Judy se encaró con él:
—Tú no podrías explicártelo, pero yo sí. —Puso otra hoja de papel sobre el escritorio de Honeymoon—. Mire este gráfico.
Honeymoon estudió el tercer gráfico y lo cotejó con el segundo.
—Regular, como el del valle de Owens. ¿Qué es lo que provoca vibraciones como éstas?
—Una máquina llamada vibrador sísmico.
Hayes emitió una risita disimulada, pero Honeymoon no sonrió siquiera.
—¿Qué es?
—Uno de estos armatostes. —Le tendió la fotografía que le habían enviado los fabricantes—. Se emplea en exploraciones petrolíferas.
Honeymoon se mostró escéptico.
—¿Está diciendo que el terremoto lo provocó el hombre?
—No teorizo, le estoy presentando los hechos. Se utilizó un vibrador sísmico en el lugar inmediatamente antes del terremoto. Puede usted formarse su propio juicio acerca de causa y efecto. Honeymoon dedicó a Judy una mirada valorativa. Se preguntaba si aquella joven era o no una bocazas. Judy le devolvió la mirada sin inmutarse.
—Está bien —declaró Honeymoon por último—. ¿Cómo le ha conducido todo eso hasta ese individuo barbudo?
—Hace una semana robaron un vibrador sísmico en Shiloh (Texas).
Judy oyó farfullar a Hayes:
—¡Oh, mierda!
—¿Y el tipo de la barba…?
—Richard Granger es el principal sospechoso de ese robo… y del asesinato del hombre que solía conducir el camión. Granger trabajaba en el equipo de exploración petrolífera que utilizaba el vibrador sísmico. El retrato hecho mediante ajuste electrónico está basado en los recuerdos y datos proporcionados por sus compañeros de trabajo.
Honeymoon asintió.
—¿Eso es todo?
—¿No es suficiente? —protestó Judy.
Honeymoon no respondió a eso. Se volvió hacia Kincaid.
—¿Qué tiene que decir sobre esto?
La sonrisa de Kincaid expresaba la opinión de que no merecía la pena expresar su opinión.
—No creo que deba molestarle con cuestiones de disciplina interna…
—Ah, quiero que se me moleste —respondió Honeymoon. Se apreciaba una nota peligrosa en su voz, y la temperatura del despacho pareció descender—. Mirémoslo desde mi punto de vista. Vienen ustedes aquí y me dicen que, definitivamente, el terremoto no es producto de la mano del hombre. —Alzó la voz—. Y ahora resulta, a juzgar por esta evidencia, que seguramente lo fue. De modo que tenemos un grupo en condiciones de ocasionar una catástrofe de grandes proporciones. —A Judy le embargó un torbellino de triunfo al hacerse claro que Honeymoon aceptaba su versión. Estaba furioso con Kincaid. Se puso en pie de un salto y apuntó a Brian con el índice—. Usted me dice que no puede dar con los autores y luego entra aquí el agente Maddox, con un nombre, un expediente policíaco y una jodida fotografía.
—Creo que debería alegar…
—Tengo la sensación de que ha estado engañándome, agente especial Kincaid —acusó Honeymoon, haciendo caso omiso de las palabras de Brian. La indignación oscurecía su semblante—. Y cuando la gente me toma el pelo suelo cabrearme un poco.
Judy permaneció sentada en silencio, como espectadora de la destrucción de Kincaid por parte de Honeymoon.
«Si te pones así cuando te cabreas un poco, Al, por nada del mundo me gustaría verte cuando te irrites de verdad.»
Kincaid volvió a intentarlo:
—Lamento si…
—Y también detesto a la gente que se disculpa —dijo Honeymoon—. Una disculpa se concibe con objeto de que el pecador se sienta justificado y así poder repetir el error. No está arrepentido. Kincaid intentó recomponer los jirones de su dignidad.
—¿Qué quiere que le diga?
—Que pone a la agente Maddox al cargo de este caso.
Judy se le quedó mirando. Aquello era mucho más de lo que había esperado.
La expresión de Kincaid era como si acabaran de ordenarle que se desnudase en plena Union Square. Tragó saliva.
—Si eso constituye un problema para usted, no tiene más que decirlo —manifestó Honeymoon— y me encargaré de que el gobernador Robson llame a Washington al director del FBI. El gobernador explicará entonces al director las razones concretas por las que presentamos esta petición.
—Eso no será necesario —repuso Kincaid.
—Entonces, ponga a Maddox al cargo.
—Muy bien.
—No, nada de «muy bien». Quiero que se lo diga aquí, ahora mismo.
Brian se negó a mirar a Judy, pero declaró:
—Agente Maddox, a partir de ahora estás al frente de la investigación del caso de El martillo del Edén.
—Gracias —repuso Judy.
«¡Salvada!»
—Y ahora, ¡fuera de aquí! —despidió Honeymoon.
Se levantaron todos.
—Maddox… —pronunció Honeymoon. Judy se volvió en la puerta.
—Sí.
—Llámeme a diario.
Eso significaba que continuaría apoyándola. Que podía hablar con Honeymoon en cualquier momento que juzgase oportuno. Y Kincaid lo sabía.
—Cuente con ello —dijo Judy. Salieron.
Cuando abandonaban la Herradura, Judy dedicó a Kincaid una dulce sonrisa y le repitió las palabras que él le dijo la última vez que estuvieron en aquel edificio, cuatro días antes.
—Te portaste estupendamente ahí dentro, Brian. No te preocupes de nada.