A la escasa claridad de un alba recién nacida, Priest aparcó el viejo Plymouth Barracuda al borde de la carretera. Tomó a Melanie de la mano y la condujo bosque adentro. El aire de la montaña era fresco y tiritaron un poco con sus camisetas de manga corta hasta que el esfuerzo de la caminata puso calor en sus cuerpos. Al cabo de unos minutos de marcha salieron a una escarpadura desde la que se dominaba la amplitud del valle del Silver River.
—Aquí es donde quieren construir la presa —dijo Priest.
El valle se estrechaba en aquel punto hasta quedar reducido a un cuello de botella, de forma que el otro lado de la cañada no distaría más de cuatrocientos o cuatrocientos cincuenta metros. Estaba demasiado oscuro para ver el río, al fondo, pero en el silencio de la mañana percibieron el rumor impetuoso de las aguas que corrían a sus pies. A medida que la claridad fue aumentando empezaron a distinguir abajo las formas de grúas y excavadoras gigantescas, inmóviles y silenciosas como dinosaurios dormidos.
Priest había abandonado casi totalmente la esperanza de que el gobernador Robson quisiera negociar. Era el segundo día desde el terremoto del valle de Owens y aún no había pronunciado palabra. Priest no imaginaba la estrategia del gobernador, pero de capitulación, nada.
Tendría que producirse otro seísmo.
Pero Priest estaba inquieto. Era harto posible que Melanie y Star se mostraran reacias, sobre todo cuando el segundo temblor de tierra habría de ocasionar más daños que el primero. Pero tenía que consolidar el compromiso que adquirieron. Empezaba con Melanie.
—Creará un lago de dieciséis kilómetros de longitud, valle arriba —le dijo. Observó cómo la cólera tensaba el pálido rostro oval de la mujer—. Corriente arriba, a partir de aquí, todo quedará sumergido bajo el agua.
Más allá del cuello de botella se extendía la superficie de un espacioso valle. Al hacerse visible el paisaje, pudieron ver cierto número de casas esparcidas por él y varios campos de cultivo, enlazados entre sí por caminos de tierra.
—Seguramente, alguien intentaría impedir la construcción de la presa, ¿no? —dijo Melanie.
Priest asintió.
—Hubo una enconada batalla legal. Nosotros no participamos. No creemos en tribunales ni abogados. Y tampoco quisimos que periodistas y equipos de televisión pulularan por nuestro territorio… somos muchos, demasiados, los que tenemos secretos que guardar. Por eso no queremos decirle a la gente que somos una comuna. La mayoría de nuestros vecinos ni siquiera conocen nuestra existencia y los otros creen que el viñedo se administra desde Napa y que aquí lo trabajan temporeros transeúntes. De modo que nos abstuvimos de participar en la protesta. Pero algunos de los residentes más ricos contrataron abogados y los grupos ecologistas se unieron a los vecinos de la zona. No sirvió de nada.
—¿Qué ocurrió?
—El gobernador Robson respaldó la construcción de la presa y puso al frente del asunto a ese tipejo llamado Al Honeymoon. —Priest odiaba a Honeymoon. Éste había mentido, engatusado y manipulado a la prensa con absoluta iniquidad—. Dio la vuelta a las cosas de tal modo que consiguió que los medios de comunicación presentaran a los habitantes locales como un puñado de individuos egoístas dispuestos a negar la energía eléctrica que necesitaban los hospitales y escuelas de California.
—Como si tuvierais la culpa de que los vecinos adinerados de Los Ángeles monten instalaciones de luz eléctrica bajo el agua de sus piscinas y dispongan de motores eléctricos para subir o bajar las persianas.
—Exacto. Así que la Coastal Electric obtuvo permiso para construir la presa.
—Y todas esas personas perderán sus hogares.
—Además de un centro de excursiones a caballo, un campamento de vida silvestre, varias cabañas de verano y un hatajo de chalados vigilantes conocidos por el nombre de Los Álamos. Todos recibirán indemnizaciones…, salvo nosotros, ya que la tierra no es de nuestra propiedad, la tenemos arrendada por un año. No conseguiremos nada… por el mejor viñedo que existe entre Napa y Burdeos.
—Y el único sitio donde he encontrado la paz.
Priest dejó oír un murmullo de comprensiva condolencia. Ése era el rumbo que quería que tomase la conversación.
—¿Dusty tuvo siempre esas alergias?
—Desde su nacimiento. La verdad es que es alérgico a la leche…, a la leche de vaca, de fórmula, incluso de pecho materno. Ha sobrevivido gracias a la leche de cabra. Eso fue lo que me hizo caer en la cuenta: la raza humana debe estar haciendo algo mal si el mundo está tan contaminado que hasta la leche de mis propios pechos es venenosa para mi hijo.
—Pero le llevaste a médicos.
—Michael insistió. Yo sabía que no iba a servir de nada. Nos recetaron medicinas que reprimían su sistema inmune para inhibir las reacciones a los alérgenos. ¿Qué manera es ésa de tratar su enfermedad? Lo que el niño necesitaba era agua pura, aire limpio y un sistema de vida sano. Supongo que es lo que he estado buscando desde que nació, un sitio como éste.
—Fue duro para ti.
—No tienes idea. Una mujer sola, con un niño enfermo, no puede conservar su trabajo, no puede conseguir un piso decente, no puede vivir. Uno cree que Estados Unidos es un gran lugar, pero resulta tan miserable como cualquier otro.
—Estabas en muy malas condiciones cuando te encontré. —A punto de suicidarme, y de matar a Dusty también. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Y entonces encontraste este lugar.
La rabia oscureció el semblante de Melanie.
—Y ahora quieren arrebatármelo.
—El FBI asegura que no provocamos el terremoto y el gobernador sigue sin decir palabra.
—Al diablo con ellos, ¡lo volveremos a hacer! Sólo que esta vez nos aseguraremos de que no puedan pasarlo por alto.
Eso era lo que Priest deseaba oírle decir.
—Representaría ocasionar daños importantes, derribar algunos edificios. Es posible que hubiese heridos.
—¡Pero no tenemos elección!
—Podríamos dejar el valle, disolver la comuna, volver al modo de vida antiguo: empleos fijos, dinero, aire emponzoñado, codicia, envidia y odio.
Había conseguido aterrarla.
—¡No! —protestó Melanie—. ¡No digas eso!
—Supongo que tienes razón. No podemos dar marcha atrás.
—Claro que no.
Priest lanzó otra mirada a un extremo y a otro del valle.
—Nos encargaremos de que permanezca tal como Dios lo creó.
Melanie cerró los párpados, aliviada, y pronunció:
—¡Amén!
Priest la cogió de la mano y la condujo a través de la arboleda, de vuelta al coche.
Cuando conducía por el estrecho camino, valle arriba, Priest preguntó:
—¿Vas a ir hoy a San Francisco a recoger a Dusty?
—Sí, iré después del desayuno.
Priest oyó un ruido extraño, por encima de las asmáticas palpitaciones del viejo motor de 8 en V Al mirar por la ventanilla vio un helicóptero.
—¡Mierda! —dijo, y pisó el freno.
Melanie se vio despedida hacia delante.
—¿A qué viene eso? —preguntó en tono de susto.
Priest detuvo el coche y se apeó de un salto. El helicóptero desaparecía por el norte.
—¿Qué es lo que pasa?
—¿Qué hace un helicóptero por aquí?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Melanie, estremecida—. ¿Crees que nos buscan?
El ruido se desvaneció, para oírse de nuevo al cabo de un momento. El aparato volvió a aparecer por encima de los árboles, volando bajo.
—Creo que son los federales —dijo Priest—. ¡Maldita sea!
Tras la sosa conferencia de prensa del día anterior, se había considerado seguro y a salvo durante los días inmediatos. Le pareció que Kincaid y Hayes estaban muy lejos de dar con su pista. Y ahora los tenía allí, en el valle.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Melanie.
—Mantener la calma. No han venido por nosotros.
—¿Cómo lo sabes?
—Estoy seguro.
Melanie llegó al filo de las lágrimas.
—¿Por qué hablas siempre en plan de adivinanza, Priest?
—Lo siento. —Recordó que Melanie le era imprescindible para lo que él tenía que hacer. Lo que significaba que debía explicarle las cosas. Reunió sus pensamientos—. No pueden venir por nosotros porque ignoran que existimos. La comuna no aparece en ninguno de los registros del gobierno: el contrato de arrendamiento de nuestra tierra va a nombre de Star. No figuramos en los archivos de la policía ni del FBI porque nunca hemos atraído su atención. No hemos aparecido en ningún artículo periodístico ni en ningún programa de televisión. No estamos registrados en el Impuesto sobre la Renta. Nuestro viñedo no figura en el mapa.
—¿Por qué andan por aquí entonces?
—Creo que vienen por Los Álamos. Esos majaretas deben estar en todos los archivos de toda agencia de representantes de la ley de los Estados Unidos continentales. Por el amor de Dios, montan constante guardia en su portillo con fusiles de alta potencia, sólo para tener la plena certeza de que todo el mundo se entera de que hay aquí una partida de jodidos lunáticos.
—¿Cómo puedes estar seguro de que el FBI va tras ellos?
—Tuve buen cuidado en garantizar eso. Cuando Star llamó al programa de John Truth, le indiqué que pronunciase el lema de Los Álamos: «No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos». Les dejé una pista falsa.
—¿Estamos a salvo, pues?
—No del todo. Cuando se lleven el chasco de Los Álamos, puede que los federales echen una mirada a los demás pobladores del valle. Verán la viña desde el helicóptero y nos harán una visita. Así que vale más que volvamos a casa y pongamos en guardia a los demás.
Subió al coche. En cuanto Melanie ocupó su asiento, Priest arrancó y pisó a fondo el acelerador. Pero el automóvil tenía veinticinco años y no lo habían diseñado para volar por serpenteantes caminos de montaña. Priest maldijo su jadeante carburador y su suspensión tan entusiasta de las sacudidas.
Mientras bregaba para mantener la velocidad por el zigzagueante camino se preguntó, preocupado, qué mando del FBI habría ordenado aquella incursión. No se esperaba que Kincaid o Hayes tuvieran la intuición necesaria para una medida así. Tenía que haber alguien más en el caso. Le hubiera gustado saber quién.
Un automóvil negro apareció por detrás, a toda velocidad, con los faros encendidos a pesar de que ya era de día. Se acercaban a una curva, pero el conductor tocó la bocina y se aprestó a adelantarles. Cuando pasaron por la izquierda, Priest vio al hombre que iba al volante y a su compañero, dos fornidos individuos jóvenes, vestidos de modo informal, pero con el pelo corto y bien afeitados. Inmediatamente después apareció un segundo automóvil, que tocó la bocina y se les acercó raudo.
Cuando el FBI tenía prisa, lo mejor era apartarse de su camino. Priest le dio al freno y se desvió a un lado del camino. Las ruedas de la derecha del Barracuda traquetearon sobre la hierba de la cuneta. El segundo automóvil pasó como una centella, mientras se acercaba ya el tercero. Priest detuvo su coche.
Melanie y él contemplaron la serie de vehículos que pasaron a toda velocidad. Además de coches, dos camiones acorazados y tres minifurgonetas ocupadas por hombres de torvo rostro y unas cuantas mujeres.
—Es una redada —dijo Melanie en tono de consternación.
—¡No jodas! —La tensión tornó a Priest sarcástico.
Melanie no pareció darse cuenta.
Entonces un coche se separó del convoy y fue a detenerse inmediatamente detrás del Barracuda.
De pronto, Priest tuvo miedo. Contempló el coche a través del retrovisor. Era un Buick Regal de color verde oscuro. El conductor hablaba por teléfono. Iba otro hombre en el asiento de pasajero. Priest no pudo distinguir sus caras.
Deseó de todo corazón no haber asistido a la conferencia de prensa. Uno de los fulanos del Buick podía muy bien haber estado allí el día anterior. En tal caso, no cabe duda de que preguntaría qué estaba haciendo un abogado de Oakland en el valle del Silver River. Difícilmente podía ser una coincidencia. Cualquier agente con medio cerebro se apresuraría a colocar a Priest en el primer lugar de la lista de sospechosos.
Pasó el último vehículo del convoy. En el Buick, el conductor colgó el teléfono. Los agentes se apearían en cualquier segundo. Priest se estrujó el cerebro a la desesperada, para extraer de él una historia plausible. «No sabe hasta qué punto despertó mi interés este caso… Y resulta que anoche me acordé de un programa de la televisión sobre este grupo de vigilantes y su lema acerca de que no reconocen al gobierno, precisamente lo mismo que dijo la mujer al contestador automático de John Truth, así que pensé, ya sabe, jugar a detective y echarles un vistazo con mis propios ojos…» Pero no iba a colar. Por muy plausible que fuera la historia, le someterían a una investigación tan a fondo que sería de todo punto imposible que se dejaran engañar.
Los dos agentes salieron del coche. Priest los miró con toda su atención por el espejo retrovisor.
No reconoció a ninguno de ellos.
Se relajó un poco. Una película de sudor recubría su cara. Se secó la frente con el dorso de la mano.
—Oh, Jesús, ¿qué es lo que quieren? —dijo Melanie.
—Tranquila —recomendó Priest—. No des la impresión de que tenemos prisa por salir zumbando. Voy a fingir que estoy verdadera, verdaderamente interesado en ellos y en lo que hacen. Eso les hará desear desembarazarse de nosotros cuanto antes. Psicología inversa.
Se apeó del Barracuda.
—¡Eh! ¿Son ustedes de la policía? —saludó con entusiasmo—. ¿Está pasando algo grande por aquí?
El conductor, un hombre con gafas de montura negra, respondió:
—Somos agentes federales. Señor, hemos comprobado su matrícula y el coche está registrado a nombre de la Compañía Embotelladora de Napa.
Paul Beale se encargaba del seguro del coche, así como de todo el papeleo burocrático del automóvil.
—Es la empresa para la que trabajo.
—¿Puedo ver su permiso de conducir?
—Desde luego. —Priest se sacó la licencia de conducir del bolsillo trasero del pantalón.
—¿Era de ustedes el helicóptero que vi antes?
—Sí, señor, lo era. —El agente examinó el permiso y se lo devolvió—. ¿Y adónde se dirige esta mañana?
—Trabajamos en un viñedo que hay valle arriba. Eh, espero que anden ustedes detrás de esos malditos vigilantes. A todos los que vivimos por aquí nos tienen que no nos llega la camisa al cuerpo. Son…
—¿Y dónde han estado esta mañana?
—Anoche estuvimos en Silver City, en una fiesta. Se nos hizo un poco tarde. ¡Pero estoy sobrio, no se preocupe!
—Está bien.
—Oiga, escribo algunas notas para el periódico local, ¿conoce el Silver City Chronicle? ¿Puede usted darme algunos datos acerca de esta incursión? ¡Va a ser la noticia más importante del condado de Sierra en muchos años! —Al tiempo que las palabras salían de su boca, Priest se daba cuenta del riesgo al que se estaba exponiendo, dado que era un hombre que ni siquiera sabía leer ni escribir. Se palpó los bolsillos—. ¡Dios, ni siquiera llevo un lápiz encima!
—No podemos decirle nada —repuso el federal—. Tendrá que llamar al agente de prensa de la oficina del Bureau en Sacramento.
Priest simuló desencanto.
—¡Ah! ¡Oh, claro, comprendo!
—Dijo usted que se dirigían a su casa.
—Sí. Bien. Supongo que tendré que reanudar la marcha. ¡Buena suerte con esos vigilantes!
—¡Gracias!
Los agentes volvieron a su automóvil.
Priest saltó de nuevo al asiento del Barracuda. Observó por el retrovisor a los federales mientras subían a su vehículo. Ninguno de los dos pareció escribir nada.
—¡Por Jesucristo! —jadeó, agradecido—. Se han tragado mi cuento.
Arrancó y el Buick se puso en marcha tras él.
Cuando, minutos después, se aproximaba a la entrada del rancho de Los Álamos, Priest bajó el cristal de la ventanilla y aguzó el oído para escuchar los disparos. No oyó ninguno. Al parecer, el FBI había sorprendido a Los Álamos durmiendo.
Dobló una curva y no vio coche alguno aparcado cerca de la entrada del lugar. El portillo de cinco barras de madera que bloqueaba el camino de acceso estaba reducido a astillas. Supuso que el FBI había irrumpido con sus camiones acorazados, tirándolo abajo sin detenerse. Normalmente, el portillo tenía su guardia… ¿dónde estaba el centinela? Vio a un hombre con pantalones de camuflaje, boca abajo sobre la hierba, con las manos esposadas a la espalda, vigilado por cuatro agentes. Los federales no dejaban nada al azar.
Los agentes levantaron la cabeza, alertados ante la llegada del Barracuda, pero se relajaron al ver el Buick verde que lo seguía. Priest condujo despacio, como un automovilista curioso.
A su espalda, el Buick redujo la marcha y se detuvo cerca del destruido portillo.
En cuanto quedó fuera de la vista de los federales, Priest aceleró a fondo.
Al llegar de vuelta a la comuna, se fue derecho a la cabaña de Star, para contarle lo del FBI.
La encontró en la cama con Bones.
Le tocó en el hombro, para despertarla.
—Hemos de hablar —le dijo—. Esperaré fuera.
Ella asintió con la cabeza. Bones ni se movió.
Priest paseó por el exterior mientras Star se vestía. No tenía nada que objetar a que Star renovase sus relaciones con Bones, naturalmente. Él se acostaba con Melanie regularmente y Star tenía perfecto derecho a divertirse reavivando una antigua llama. Con todo, experimentó una mezcla de curiosidad y aprensión al verlos juntos en la cama, ¿eran apasionados, ávidos el uno del otro… o relajados y juguetones? ¿Pensaba Star en Priest mientras hacía el amor con Bones o mantenía fuera de su imaginación a todos los demás amantes para pensar sólo en el que estaba con ella en aquel momento? ¿Los comparaba mentalmente y determinaba si uno era más potente, o más tierno, o más hábil que los demás? Esas preguntas no eran nuevas. Recordaba tener las mismas ideas cada vez que Star se acostaba con otro. Ocurría actualmente igual que en los primeros tiempos, con la diferencia de que ahora eran mucho más viejos.
Sabía que su comuna no era como otras. Paul Beale efectuó un seguimiento de la fortuna de otros grupos. Todos empezaban con ideales semejantes, pero la mayor parte habían adquirido compromisos. Por regla general, practicaban el culto todos juntos, siguiendo a un gurú o una disciplina religiosa de alguna clase, pero habían vuelto a la propiedad privada y al uso del dinero y ya no practicaban la libertad sexual completa. Priest se figuró que eran débiles. Carecían de la fuerza de voluntad precisa para mantenerse fieles a sus ideales y conseguir que funcionasen. En sus momentos de autosuficiencia se decía a sí mismo que era cuestión de liderazgo.
Star salió vestida con vaqueros y una holgada sudadera de brillante color azul. Para ser alguien que acababa de levantarse de la cama, su aspecto era imponente. Priest se lo dijo.
—Un buen polvo hace maravillas en mi cutis —contestó ella. Su voz encerraba justo el matiz suficiente para hacerle pensar a Priest que Bones constituía una especie de venganza por Melanie. ¿Iba a ser eso un factor desestabilizador? Ya tenía demasiados motivos de preocupación.
Apartó aquella idea de su cerebro, de momento. Camino de la cocina, le habló a Star de la incursión del FBI contra Los Álamos.
—Es posible que decidan comprobar otras residencias del valle, en cuyo caso es probable que lleguen hasta aquí. No entrarán en sospechas siempre y cuando no les permitamos saber que somos una comuna. Hemos de mantener la idea de costumbre. Si somos trabajadores itinerantes, sin ningún interés de larga duración en el valle, no tenemos razón alguna para que nos preocupe la presa.
Star asintió.
—Será mejor que se lo recuerdes a todos durante el desayuno. Los comedores de arroz sabrán en seguida lo que tienes realmente en la cabeza. Los demás supondrán que la política normal es la de no decir nada que pueda atraer la atención sobre nosotros. ¿Qué hay respecto a los niños?
—No interrogarán a los niños. Son el FBI, no la Gestapo.
—Muy bien.
Entraron en la cocina y empezaron a preparar café.
A media mañana llegaron los agentes, dando tumbos monte abajo, con los mocasines llenos de barro y con hierbas colgando de las vueltas de los pantalones. Priest los observaba desde el granero. Su intención era escabullirse entre las cabañas y desaparecer entre los árboles, si reconocía a alguien de la conferencia de prensa del día anterior. Pero a aquellos dos era la primera vez que los veía. El más joven era alto y ancho de hombros, de aspecto nórdico, pelo rubio claro y piel blanca. El de más edad era un asiático de pelo negro que le clareaba en la coronilla. No eran la pareja que le había interrogado a primera hora de la mañana y estaba seguro de que ninguno de los dos asistió a la rueda de prensa.
Casi todos los adultos estaban en la viña dedicados a rociar las cepas de salsa caliente diluida para disuadir a los venados de comer los renuevos. Los chicos estaban en el templo, donde recibían la clase dominical impartida por Star, que les contaba el episodio de Moisés niño entre las plantas de papiro del Nilo.
A pesar de los cuidadosos preparativos que había dispuesto, Priest sintió un ramalazo de puro terror cuando los agentes se aproximaban. Durante veinticinco años, aquel lugar había sido un santuario secreto. Hasta el jueves pasado, cuando se presentó un policía en busca de los padres de Flower, ningún funcionario oficial había puesto pie allí: ningún topógrafo, ningún cartero, ni siquiera un basurero. Y allí estaba ahora el FBI. Si hubiera podido ordenar a un rayo que descendiera del cielo y matase a los agentes, lo habría hecho sin pensárselo dos veces.
Respiró hondo y luego echó a andar a través de la falda de la colina, hacia la viña. Dale saludó a los dos agentes, como estaba previsto. Priest llenó una lata de agua mezclada con pimienta y procedió a rociar las vides, avanzando hacia Dale para poder oír la conversación.
El asiático habló en tono amable.
—Somos agentes del FBI y estamos realizando una investigación rutinaria por los alrededores. Me llamo Bill Ho y mi compañero es John Aldritch.
Esto es alentador, se dijo Priest. Sonaba como si no tuvieran ningún interés especial en la viña: sólo estaban echando un vistazo por los alrededores, con la esperanza de tropezarse con alguna pista. Era una expedición de pesca. Pero tal perspectiva no le hizo sentirse menos tenso.
Ho lanzó una mirada apreciativa que abarcó todo el valle.
—Qué sitio más hermoso. Dale asintió.
—Estamos muy ligados a él.
«Ándate con ojo, Dale… deja la ironía para otra ocasión, esto no es un jodido juego.»
Aldritch, el agente más joven, dijo en tono impaciente:
—¿Está usted al frente de esto?
Tenía acento sureño.
—Soy el encargado —respondió Dale—. ¿En qué puedo servirle?
—¿Viven ustedes aquí? —preguntó Ho.
Priest fingió estar trabajando, pero el corazón le latía desbocado y el oído se esforzaba por no perder ripio.
—La mayor parte de nosotros somos trabajadores estacionales —informó Dale, según el guión acordado con Priest—. La empresa proporciona alojamiento ya que este lugar está lejos de todas partes.
—Un sitio extraño para una granja frutícola —comentó Aldritch.
—No es una granja frutícola, es un lagar, una bodega. ¿Quiere probar una copa del caldo de nuestra última cosecha? Es verdaderamente estupendo.
—No, gracias. A menos que tenga un producto sin alcohol.
—No, lo siento. Esto es lo auténtico.
—¿A quién pertenece el lugar?
—A la Compañía Embotelladora de Napa.
Aldritch tomó nota.
Ho lanzó un vistazo en derredor, una mirada al conjunto de edificios que se alzaban un poco más allá del extremo del viñedo.
—¿Tiene inconveniente en que echemos una mirada? Dale se encogió de hombros.
—Claro que no, adelante.
Reanudó su trabajo.
Sin tenerlas todas consigo, Priest observó alejarse a los agentes. A primera vista, no dejaba de ser plausible aquella historia de trabajadores mal pagados que vivían en los alojamientos que les proporcionaba una dirección de empresa mezquina. Pero había detalles susceptibles de inducir a un agente listo a formular más preguntas. El templo constituía el mas evidente. Star había recogido la pancarta que proclamaba la Cinco Paradojas de Baghram A pesar de todo, alguien con una mente inquisitiva podía preguntar por qué la escuela era un edificio circular sin ventanas ni muebles.
Además, entre las arboledas próximas había pequeños espacios de tierra con plantas de marihuana. A los agentes del FBI no les interesaba el pequeño consumo de drogas, pero su cultivo no encajaba con la ficción de un núcleo de obreros transeúntes. La tienda gratuita parecía un establecimiento comercial corriente hasta que se observaba que los artículos no tenían precio ni había caja registradora. Era posible que hubiese otras cien particularidades que, a través de una investigación, echasen por tierra el simulacro, pero Priest confió en que el FBI se concentrase en Los Álamos y se limitara a echar una ojeada superficial a sus vecinos, sólo como cuestión de rutina.
Tuvo que hacer un esfuerzo para vencer la tentación de seguir a los agentes. Anhelaba desesperadamente ver qué era lo que miraban y oír lo que se decían uno a otro mientras husmeaban en torno a su casa. Pero se obligó a seguir fumigando las cepas y a levantar la cabeza cada par de minutos para comprobar por dónde andaban y qué estaban haciendo.
Los agentes entraron en la cocina. Allí se encontraban Garden y Slow, que preparaban lasaña para la comida del mediodía. ¿Qué les decían los agentes? ¿Parloteaba Garden nerviosamente y se traicionaba con su actitud? ¿Había olvidado Slow las instrucciones y se había puesto a farfullar atropellada y entusiásticamente acerca de la meditación diaria?
Los agentes salieron de la cocina. Priest los miró atentamente, deseoso de leer sus pensamientos, pero estaban demasiado lejos para que pudiese interpretar la expresión de sus rostros, y el lenguaje de sus cuerpos tampoco decía nada.
Empezaron a rondar por las cabañas y a asomarse a su interior. A Priest le resultaba imposible adivinar si algo de lo que veían les hacía sospechar que aquello era algo más que una pequeña explotación vinícola.
Examinaron la prensa, las bodegas donde se fermentaba el vino y las barricas donde la cosecha del año anterior esperaba a que la embotellasen. ¿Se habrían dado cuenta de que no había nada que funcionase con electricidad?
Abrieron la puerta del templo. ¿Dirigirían la palabra a los niños, en contra de las previsiones de Priest? ¿Perdería Star la calma y empezaría a llamarlos cerdos fascistas? Priest contuvo la respiración.
Los agentes cerraron la puerta sin entrar en el templo. Abordaron a Oaktree, que cortaba duelas en el patio. Oaktree alzó la cabeza y respondió, cortante, sin interrumpir su trabajo. Tal vez supuso que si se mostraba amable despertaría sus sospechas.
Se cruzaron con Aneth, que colgaba pañales a secar. Se negaba a usar pañales desechables. Probablemente se lo explicaría así a los agentes:
—No hay suficientes árboles en el mundo para que todos los niños dispongan de pañales de usar y tirar.
Los agentes descendieron hasta el arroyo y estudiaron las piedras que permitían cruzar la superficial corriente. Las miraron como si pensaran en si debían pasar o no al otro lado. Los bancales de marihuana estaban en el otro extremo. Pero a los agentes no pareció seducirles la posibilidad de mojarse los pies, porque dieron media vuelta y regresaron.
Por último volvieron a la viña. Priest trató de escrutar sus semblantes sin mirarlos con fijeza.
¿Estaban convencidos o descubrieron algo que levantó sus recelos? Aldritch parecía hostil, Ho, amistoso, pero eso lo mismo podía ser puro teatro. Aldritch le comentó a Dale:
—Algunas de estas cabañas están demasiado arregladitas para ser «alojamiento temporal», ¿no le parece?
Priest se quedó de una pieza. Era una pregunta cargada de escepticismo, que sugería que Aldritch no se tragaba la historia. Priest empezó a preguntarse si habría algún modo de matar a los dos hombres del FBI e irse de rositas.
—Sí —respondió Dale—. Algunos de nosotros venimos año tras año. —Improvisaba: nada de aquello figuraba en el guión—. Y algunos vivimos todo el año.
Dale no estaba acostumbrado a mentir. Si aquello duraba demasiado, acabarían por pillarle en un renuncio.
—Quiero una lista de todos los que viven o trabajan aquí —pidió Aldritch.
El cerebro de Priest se lanzó a trabajar a toda máquina. Dale no podía dar los nombres que se usaban en la comuna, porque eso los delataría, aparte de que, de todas formas, los agentes insistirían en que se le proporcionasen los nombres verdaderos. Pero varios miembros de la comuna, incluido el propio Priest, tenían antecedentes penales. ¿Tendría Dale la suficiente rapidez de reflejos para percatarse de que debía inventar nombres para todos?, ¿y tendría también audacia para hacerlo?
—También necesitamos edad y domicilio fijo de cada una de esas personas —añadió Ho. Lo dijo en tono de excusa.
«¡Mierda!» La cosa iba de mal en peor.
—Los pueden conseguir en las nóminas de la compañía —dijo Dale.
«No, no podían.»
—Lo siento, los necesitamos ahora —dijo Ho. Dale pareció anonadado.
—Dios, me parece que tendrán que ir a preguntárselo uno por uno. Tan seguro como el infierno que no sé la fecha de nacimiento de cada uno de ellos. Soy su jefe, no su abuelo.
La mente de Priest seguía a toda velocidad. Aquello era peligroso. No podía permitir que los agentes interrogasen a todos los integrantes del colectivo. Se traicionarían una docena de veces.
Tomó una decisión instantánea y se adelantó.
—¿Señor Arnold? —inventó un nombre para Dale ante la urgencia de la situación—. Quizá pueda yo ayudar a los caballeros. —Sin planearlo premeditadamente adoptó la personalidad de un complaciente tontorrón, loco por echar una mano, pero no muy brillante. Se dirigió a los agentes—. Llevo viniendo aquí varios años y supongo que los conozco a todos y que sé la edad que tienen.
A Dale pareció aliviarle lo suyo traspasar a Priest la responsabilidad.
—Está bien, adelante —dijo.
—¿Por qué no vienen a la cocina? —invitó Priest a los agentes—. Aunque no quieran probar el vino, apuesto a que no le harán ascos a una taza de café.
Ho aceptó con una sonrisa:
—Eso será estupendo de veras.
Priest los condujo de vuelta entre las hileras de cepas y los llevó a la cocina.
—Tenemos que hacer algo de papeleo —explicó a Garden y Slow—. Vosotras como si no estuviéramos, seguid preparando esa pasta que huele tan imponente.
Ho ofreció su cuaderno de notas a Priest.
—Oh, mi letra es la peor del mundo —declinó Priest llanamente—. Ahora, si toman ustedes asiento y escriben los nombres mientras hago el café…
Puso al fuego un pote con agua y los agentes se sentaron ante la larga mesa de pino.
—El encargado es Dale Arnold y tiene cuarenta y dos años. Aquellos fulanos nunca comprobarían nada. Allí, nadie figuraba en la guía telefónica ni en ninguna clase de registro.
—¿Domicilio fijo?
—Vive aquí. Todos vivimos aquí.
—Creí que eran trabajadores estacionales.
—Así es. La mayoría de ellos se largarán cuando llegue noviembre, cuando se haya acabado la vendimia y se hayan prensado las uvas; pero no son la clase de gente que mantiene dos casas. ¿Por qué pagar un alquiler cuando se vive en otro sitio?
—Entonces la dirección fija de todos los que están aquí sería…
—Lagar del valle del Silver River, Silver City (California). Pero todos se hacen enviar la correspondencia a las señas de la compañía en Napa, es más seguro.
Aldritch ponía cara de estar irritado y un tanto perplejo, tal como Priest pretendía. Los tipos quejicas no tienen la paciencia que se requiere para poner en claro las contradicciones menores.
Les sirvió café mientras desgranaba una relación de nombres. Para ayudarse a recordar quién era quién utilizaba variaciones de nombres corrientes: Dale Arnold, Peggy Star, Richard Priestley, Holly Goldman. No citó a Melanie ni a Dusty, puesto que no estaban allí: Dusty se encontraba en casa de su padre, y Melanie había ido a recogerle.
Aldritch le interrumpió:
—Según mi experiencia, la mayoría de los obreros agrícolas transeúntes de este estado son mexicanos, o al menos hispanos.
—Sí, y este grupo es una excepción —convino Priest—. La empresa tiene unos pocos viñedos y supongo que el mandamás mantiene a los hispanos juntos, formando sus propias cuadrillas, con capataces que hablan español, y pone a todos los demás en nuestro equipo. No es racismo, entiéndalo, simplemente es práctico.
Parecieron aceptarlo.
Priest hablaba despacio, alargando la sesión lo más posible. En la cocina, los agentes no podían hacer ningún daño. Si se aburrían y la impaciencia les impulsaba a marchar, tanto mejor.
Mientras Priest hablaba, Garden y Slow seguían cocinando. Garden se mantenía silenciosa, con cara inexpresiva, y se las arreglaba para mover los cacharros con gesto altanero. Slow, nerviosísimo, no cesaba de dirigir vistazos aterrados a los agentes, pero éstos no parecían reparar en ello. Tal vez estaban acostumbrados a que las personas sintieran pavor en su presencia. Y quizá les gustaba.
Priest tardó quince o veinte minutos en darles los nombres y edades de los veintiséis adultos de la comuna. Ho cerraba el cuaderno cuando Priest dijo:
—Ahora, los niños. Déjeme pensar. Jesús, crecen tan deprisa, ¿verdad?
Aldritch soltó un gruñido exasperado.
—No creo que nos haga falta conocer los nombres de los niños —dijo.
—Muy bien —se avino Priest, ecuánime—. ¿Más café, señores?
—No, gracias. —Aldritch miró a Ho—. Creo que aquí ya hemos acabado.
—Así que estos terrenos pertenecen a la Compañía Embotelladora de Napa.
Priest vio la ocasión de subsanar el desliz que Dale había cometido anteriormente.
—No, eso no es exactamente así —dijo—. La compañía trabaja las viñas y opera el lagar, pero la tierra pertenece al gobierno.
—Entonces el arrendamiento estaría a nombre de Embotelladora de Napa.
Priest vaciló. Ho, el amable, formulaba una pregunta realmente peligrosa. ¿Pero qué contestarle? Mentir era excesivamente arriesgado. Podrían comprobar aquello en cuestión de segundos. De mala gana, respondió:
—De hecho, me parece que el contrato de arrendamiento puede que vaya a nombre de Stella Higgins. —Detestaba tener que dar el nombre de Star al FBI—. Fue la mujer que puso en marcha el viñedo, hace años.
Confió en que el dato no les sirviera de nada. No veía en qué aspecto podía servirle de pista.
Ho escribió el nombre.
—Eso es todo, creo —dijo.
Priest disimuló su alivio.
—En fin, buena suerte con el resto de sus pesquisas —deseó, mientras les acompañaba fuera de la cocina.
Los llevó a través de la viña. Los agentes hicieron un alto para agradecer a Dale su colaboración.
—¿A quién están persiguiendo? —preguntó Dale.
—A un grupo terrorista que trata de extorsionar al gobernador de California —le informó Ho.
—Bien, espero que los atrapen —dijo Dale con autoridad.
«No, no esperas tal cosa.»
Por fin, los dos agentes se alejaron a través del campo, dando algún que otro tumbo por el irregular terreno, hasta desaparecer entre los árboles.
—Bueno, parece que la cosa salió bastante bien —le dijo Dale a Priest, muy complacido consigo mismo.
«Jesucristo todopoderoso, si tú supieras.»