Judy soñó que daba un paseo por la orilla del mar con Michael Quercus y que los pies desnudos del hombre dejaban unas huellas perfectas y bien definidas en la arena húmeda.
El sábado por la mañana había colaborado en unas clases de alfabetización para delincuentes juveniles. La respetaban porque llevaba pistola. Se sentó en la sala de una iglesia junto a un rufián de diecisiete años, al que ayudó a hacer prácticas de caligrafía escribiendo la fecha mientras confiaba en que eso hiciera menos probable el que tuviera que arrestarlo antes de que transcurrieran diez años.
Por la tarde recorrió al volante la escasa distancia que separaba el domicilio de Bo de la tienda de Alimentos Gala, en el bulevar Geary, donde hizo la compra.
Las acostumbradas rutinas del sábado no la sosegaron. Estaba furiosa con Brian Kincaid por haberla apartado del caso de El martillo del Edén, pero como no podía hacer nada recorrió los pasillos del establecimiento pisando fuerte y tratando de concentrar su mente en las Chips Chewy Ahoy, en el Arroz A-Rony y en la colección Zee de paños de cocina estampados con dibujos en color amarillo. En el pasillo de los cereales para desayuno se acordó del hijo de Michael, Dusty, y compró una caja de Cap’n Crunch.
Pero sus pensamientos volvían siempre al caso. «¿Realmente anda suelto por ahí alguien en condiciones de provocar terremotos? ¿O me falta un tornillo?»
De vuelta a casa, Bo la ayudó a descargar los comestibles y le preguntó qué tal iba la investigación.
—Me he enterado de que Marvin Hayes ha hecho una incursión en la Campaña pro California Verde.
—No creo que haya sacado mucho provecho —repuso Judy—. Están completamente limpios. Raja los entrevistó el martes. Dos hombres y tres mujeres por encima de los cincuenta. Ningún antecedente criminal, ni una mísera multa por exceso de velocidad entre los dos y ninguna asociación con personas sospechosas. Si ellos son terroristas, yo soy Kojak.
—En el telediario han dicho que Hayes está revisando sus registros.
—Exacto. Es una lista de todos cuantos han escrito alguna vez solicitando información, incluida Jane Fonda. Hay dieciocho mil nombres y direcciones. El equipo de Marvin está pasando ahora cada uno de esos nombres por la computadora del FBI para determinar a quién merece la pena interrogar. Eso podría llevar un mes.
Sonó el timbre de la puerta. Judy abrió para encontrarse a Simon Sparrow en el umbral. Se sintió sorprendida, pero complacida.
—¡Hola, Simon, pasa, pasa!
Llevaba negros pantalones cortos de ciclista, camiseta deportiva de manga corta, zapatillas Nike y gafas de sol circulares. Sin embargo, no había ido en bicicleta: su Honda Del Sol verde esmeralda estaba aparcado junto al bordillo, con la capota bajada. Judy se preguntó qué hubiera pensado su difunta madre al ver a Simon: «Un buen chico —habría dicho—, aunque no muy varonil».
Bo estrechó la mano de Simon y luego dirigió a Judy una mirada clandestina que quería decir: «¿Quién diablos es este mariquita?». Judy le sorprendió al presentar:
—Simon es uno de los principales analistas lingüísticos del FBI.
En cierto modo divertido, Bo acogió:
—Bueno, Simon, desde luego me alegra mucho conocerte.
Simon llevaba una cinta de casete y un sobre de papel. Lo levantó todo en el aire.
—Traigo mi informe sobre la cinta de El martillo del Edén —dijo.
—Estoy fuera del caso —declinó Judy.
—Ya lo sé, pero supuse que a pesar de todo te interesaría. Por desgracia, las voces de la cinta no se corresponden con ninguna de las que tenemos en nuestro archivo acústico.
—No hay nombres, pues.
—No, pero sí gran cantidad de detalles interesantes. Se despertó la atención de Judy.
—Has dicho voces. Yo sólo oí una voz.
—No, hay dos. —Simon miró en torno y vio el radiocasete de Bo encima del mostrador de la cocina. El hombre lo usaba normalmente para escuchar The Greatest Hits of the Everly Brothers. Introdujo el casete en la reproductora—. Déjame que te hable mientras oímos la cinta.
—Me gustaría, pero ahora el caso es de Marvin Hayes.
—De todas maneras, quiero tu opinión.
Judy sacudió la cabeza obstinadamente.
—Deberías hablar primero con Marvin.
—Ya sé lo que dices. Pero Marvin es un jodido idiota. ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que metió a un delincuente en la cárcel?
—Simon, si estás intentando meterme en el caso a espaldas de Kincaid, ¡olvídalo!
—Escucha lo que tengo que decir, ¿vale? Eso no puede hacer ningún daño.
Simon aumentó el volumen y puso en marcha la cinta.
Judy suspiró. Estaba loca por saber lo que Simon había descubierto acerca de El martillo del Edén. Pero si Kincaid se enteraba de que Simon había hablado con ella antes que con Marvin, le iba a costar caro.
La voz de la mujer dijo:
—Aquí, El martillo del Edén con un mensaje para el gobernador Mike Robson.
Simon detuvo la cinta y miró a Bo.
—Al oírla por primera vez, ¿qué es lo que viste en tu imaginación?
Bo sonrió.
—Me representé a una mujer grandota, de alrededor de los cincuenta, con amplia sonrisa. Bastante sexy. Recuerdo que lo primero que se me ocurrió fue que —miró a Judy, antes de acabar la frase— me gustaría conocerla.
Simon asintió.
—Tu instinto es de fiar. Las personas no preparadas pueden observar un montón de cosas acerca de alguien que habla con sólo escucharle. Casi siempre sabes si el orador es hombre o mujer, naturalmente. Pero también puedes hacerte una idea de la edad que tiene y, por regla general, calcular con cierta precisión su estatura y complexión física. A veces, hasta adivinas su estado de salud.
—Tienes razón —dijo Judy. Estaba intrigada, en contra de su voluntad—. Cuando oigo una voz por teléfono, me represento a la persona, incluso aunque escuche un anuncio grabado en cinta.
—Eso es porque el sonido de la voz viene del cuerpo. Tono, timbre, volumen, resonancia, enronquecimiento, todas las características vocales tienen causas físicas. Las personas altas tienen un tracto vocal más largo, las de edad tienen rígidos los tejidos y chirriantes los cartílagos, las enfermas tienen gargantas inflamadas.
—Eso resulta lógico —manifestó Judy—. Lo que pasa es que nunca había pensado en ello, la verdad.
—Mi ordenador capta los mismos detalles que las personas y es más preciso. —Simon sacó del sobre que llevaba un papel mecanografiado—. Esta mujer está entre los cincuenta y dos y los cincuenta y siete años. Es alta, de metro ochenta y dos a metro ochenta y cinco. Tiene sobrepeso, pero no es obesa: probablemente es de construcción generosa. Bebe y fuma, lo que no obsta para que a pesar de ello goce de buena salud.
Judy se sentía inquieta, pero exaltada. Aunque habría preferido que Simon no hubiera empezado, ahora le fascinaba la posibilidad de conocer detalles acerca de la misteriosa mujer que estaba detrás de la voz.
Simon miró a Bo.
—Y tienes razón respecto a lo de la amplia sonrisa. Tiene una gran cavidad bucal y cuando habla no labializa totalmente, no imprime todo el carácter labial que necesitan los sonidos…, no frunce los labios.
—Me gusta esa mujer —comentó Bo—. ¿Dice tu ordenador si es buena en la cama?
Simon sonrió.
—El motivo por el que crees que es una mujer sensual se debe a que su voz tiene un matiz susurrante. Eso puede ser síntoma de excitación erótica. Pero cuando se trata de un rasgo permanente, no indica gran temperamento sexual.
—Creo que te equivocas —replicó Bo—. Las mujeres sexy tienen voces sexy.
—También la tienen las que fuman mucho.
—De acuerdo, eso también es cierto.
Simon rebobinó la cinta para volver al principio.
—Fijaos ahora en su acento.
—Simon —protestó Judy—, creo que no deberíamos.
—¡Sólo escucha, por favor!
—¡Vale! ¡Vale!
En esa ocasión dejó oír las dos primeras frases:
—Aquí, El martillo del Edén, con un mensaje para el gobernador Mike Robson. Mierda. No esperaba tener que hablar a una grabadora.
Detuvo la cinta.
—Es acento de California del Norte, naturalmente. Pero ¿habéis notado algo más?
—Es de clase media —dijo Bo.
Judy arrugó el entrecejo.
—A mí me pareció clase alta.
—Los dos tenéis razón —dijo Simon—. Su acento cambia entre la primera frase y la segunda.
—¿Eso es insólito? —preguntó Judy.
—No. El acento básico de la mayor parte de nosotros es el del grupo social en el que nos criamos, pero luego se va modificando a lo largo de la vida. Por norma, la gente trata de ascender: los obreros intentan hablar como personas de posibles y los nuevos ricos tratan de expresarse como gente cuya fortuna data de mucho tiempo atrás. A veces, se da el caso contrario: el político de familia patricia puede hacer que su acento suene más sencillo o coloquial, dar la impresión de un hombre del pueblo, ¿entendéis lo que quiero decir?
—Apuesta a que sí —sonrió Judy.
—El acento aprendido se emplea en situaciones formales —explicó Simon mientras rebobinaba la cinta—. Sale a relucir cuando el que habla adopta una actitud «elegante». Pero volvemos a expresarnos como en la infancia cuando nos vemos sometidos a tensión. ¿Todo va bien hasta ahora?
—Desde luego —confirmó Bo.
—Esa mujer ha degradado su forma de hablar. Hace que suene más clase proletaria de lo que realmente es.
Judy estaba fascinada.
—¿Crees que es una especie de figura Patty Hearst?
—En ese terreno, sí. Empieza con una frase formal ensayada, que expresa con voz de persona de extracción media. Ahora, en el habla de Estados Unidos, cuanto más alta es la clase a la que uno pertenece, más se acentúa la pronunciación de la letra «r». Teniendo eso en cuenta, escuchad ahora el modo en que articula la palabra «gobernador».
Judy se aprestó a interrumpirle, pero se sentía demasiado interesada. La mujer de la cinta dijo:
—Aquí, El martillo del Edén, con un mensaje para el gobernador Mike Robson.
—¿Oís cómo pronuncia «gobernador Mike»? Es el habla de la calle. Pero escuchad el siguiente corte. La voz tipo anuncio por correo le ha hecho bajar la guardia y se expresa con naturalidad.
—Mierda. No esperaba tener que hablar a una grabadora.
—Aunque dice «mierda», pronuncia la palabra «grabadora» muy correctamente. Una voz tipo proletario silabearía «graadoa», pronunciando sólo la primera erre y comiéndose la be. El graduado medio dice «grabadoa», pronunciando claramente la be. Sólo el titulado superior dice «grabadora» tal como ella lo hace, pronunciando cuidadosamente las dos erres y la be.
—¿Quién habría pensado que pudiera sacarse de dos simples frases? —dijo Bo.
Simon sonrió, a sus anchas.
—¿Pero habéis notado algo en el vocabulario? Bo denegó con la cabeza.
—Nada que pueda señalar con el dedo.
—¿Qué es una grabadora?
Bo se echó a reír.
—Un aparato del tamaño de un maletín muy pequeño, con dos carretes o bobinas encima. Tuve una en Vietnam… una Grundig.
Judy comprendió adónde quería ir a parar Simon. El término grabadora estaba anticuado. El aparato que utilizaban hoy era una platina de casete. La voz del anuncio por correo se grababa en el disco duro de un ordenador.
—Vive en una época desfasada —dijo Judy—. Lo que vuelve a hacerme pensar en Patty Hearst. A propósito, ¿qué ha sido de ella?
—Cumplió su condena —informó Bo—, salió de la cárcel, escribió un libro y apareció en Geraldo. Bienvenida a Norteamérica.
Judy se puso en pie.
—Esto ha sido fascinante, Simon, pero no me siento nada a gusto. Opino que ahora deberías llevar tu informe a Marvin.
—Quiero enseñarte una cosa más —dijo él.
Tocó el botón de aceleración.
—La verdad es que…
—Sólo oye esto.
La mujer de la voz dijo:
—Se produjo en el valle de Owens, poco después de las dos, pueden comprobarlo.
Hubo un tenue ruido de fondo y la mujer titubeó. Simon puso la cinta en «Pausa».
—He aumentado ese extraño murmullo. Aquí lo tienes reconstruido.
Pulsó la tecla de «Pausa». Judy oyó una voz masculina, distorsionada, con un intenso siseo de fondo, pero lo bastante clara como para percibir que decía: «No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos». El ruido de fondo volvió a ser normal y la voz de la mujer repitió: «No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos». Continuó: «Ahora que sabe que somos capaces de cumplir lo que decimos que podemos hacer, será mejor que recapacite en lo que se refiere a nuestra demanda».
Simon detuvo la cinta.
—Pronuncia palabras que le habían dado —observó Judy—, se olvidó de algo y se lo recordaron.
—¿No supusiste ya —dijo Bo— que el mensaje original de Internet lo había dictado un individuo de la clase proletaria, quizá analfabeto, y que lo tecleó una mujer con estudios?
—Sí —repuso Simon—. Pero esta mujer es otra… de más edad.
—No, yo no —contestó Judy—. Estoy al margen del caso. Vamos, Simon, sabes que esto me puede ocasionar más problemas.
—Está bien. —Simon sacó la cinta de la grabadora y se levantó—. De todas formas, ya te he dicho todo lo más importante. Avísame si se te ocurre alguna idea brillante que pueda pasar a Mogadon Marvin.
Judy le acompañó a la puerta.
—Ahora mismo llevo el informe a la oficina… Es probable que Marvin esté allí todavía —dijo Simon—. Después me iré a dormir. Me he pasado toda la noche trabajando en esto.
Subió al coche deportivo y se alejó entre rugidos del motor. Cuando Judy volvió a entrar, Bo, con aire pensativo, preparaba té verde.
—De modo que ese tipo salido del arroyo tiene a su disposición un puñado de mujeres con clase que toman al dictado lo que les dice.
Judy asintió.
—Creo que sé adónde quieres ir a parar.
—Un culto, una secta o algo así.
—Sí. Me hizo pensar en Patty Hearst. —Se estremeció. El hombre que estaba detrás de todo aquello debía de ser una figura carismática con dominio sobre las mujeres. Carecía de instrucción, pero eso no le coartaba, porque disponía de otras personas que cumplían sus órdenes—. Pero algo no encaja. Esa exigencia de que se congele la construcción de nuevas centrales eléctricas… no es suficientemente absurda.
—Estoy de acuerdo —repuso Bo—. No es bastante aparatosa. Me parece que tienen alguna razón más egoísta, más prosaica, para querer ese bloqueo.
—Es extraño —musitó Judy—. Quizá tienen intereses en alguna planta de energía en particular.
Bo se la quedó mirando.
—¡Eso sí que es una idea luminosa, Judy! Como, por ejemplo, la contaminación de su río salmonero o algo por el estilo.
—En alguna parte —dijo la muchacha—. Pero les hace polvo de verdad.
Se exaltó. Había dado con algo.
—El bloqueo de toda construcción de centrales energéticas es, pues, una tapadera. No se atreven a citar la planta que realmente les importa por temor a que eso nos conduzca a ellos.
—Pero ¿cuántas posibilidades puede haber? No se construyen todos los días centrales eléctricas. Y esas cosas son a veces polémicas. Cualquier propuesta conlleva su correspondiente informe.
—Comprobemos.
Entraron en el estudio. El ordenador portátil de Judy estaba en una mesa lateral. A veces redactaba informes allí, mientras Bo veía el partido de fútbol americano. La tele no la distraía y le gustaba estar cerca de él. Conectó el aparato. Mientras aguardaba a que se cargara el sistema operativo, dijo:
—Si hacemos una lista de todos los lugares donde está previsto construir centrales eléctricas, la computadora del FBI nos dirá dónde hay una secta cerca de cualquiera de ellos.
Accedieron a los archivos del San Francisco Chronicle y buscaron cualquier referencia a las centrales eléctricas que habían aparecido en los últimos tres años. La búsqueda produjo ciento diecisiete artículos. Judy examinó los titulares, prescindiendo de los reportajes que tuvieran alusiones a Pittsburg y Cuba.
—Bien, aquí tenemos el proyecto de una central nuclear en el desierto de Mojave… —Pasó por alto la historia—. Una presa hidroeléctrica en el condado de Sierra… una central térmica de petróleo cerca de la frontera de Oregón…
—¿Condado de Sierra? —preguntó Bo—. Eso repica como una especie de campana. ¿Tienes la situación exacta?
Judy hizo clic sobre el artículo.
—Sí… es el proyecto de una presa en el río Silver. Bo arrugó el entrecejo.
—Valle del Silver River…
Judy encaró de nuevo la pantalla del ordenador.
—Aguarda, creo que me suena… ¿no hay un grupo de vigilantes que tiene un gran rancho por allí?
—¡Exacto! —corroboró Bo—. Los llaman Los Álamos. Los capitanea un tipo estrafalario, un tal Poco Latella, que salió de Dale City. Eso es todo lo que sé sobre ellos.
—Correcto. Están armados hasta los dientes y se niegan a reconocer el gobierno de Estados Unidos… Jesús, si hasta utilizan la frase de la cinta: «No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos». Bo, creo que ya los tenemos.
—¿Qué vas a hacer?
A Judy se le cayó el alma a los pies al recordar que estaba fuera del caso.
—Si Kincaid se entera de que he estado trabajando en el caso, se va a mondar de risa.
—Hay que echar un vistazo a Los Álamos.
—Llamaré a Simon. —Cogió el teléfono y marcó el número de la oficina. Conocía al operador de la centralita—. Hola, Charlie, aquí Judy. ¿Está Simon Sparrow en la oficina?
—Vino y se fue —contestó Charlie—. ¿Quieres llamarle al coche?
—Sí, gracias.
Esperó. Charlie volvió a conectar la línea y dijo:
—No contesta. He probado también con el número de casa. ¿Le doy un toque por el busca?
—Sí, por favor. —Judy recordó que Simon dijo que se iba a dormir—. Aunque me temo que lo ha desconectado.
—Le enviaré recado de que te llame.
—Gracias. —Judy colgó y le dijo a Bo—: Creo que tengo que ir a ver a Kincaid. Supongo que si le proporciono una pista tan caliente, tal vez no se cabree demasiado conmigo.
Bo se limitó a encogerse de hombros.
—No tienes elección, ¿verdad?
Judy no podía arriesgarse a que muriese alguien sólo porque temía confesar lo que había estado haciendo.
—No, no tengo elección.
Vestía estrechos vaqueros negros y camiseta de manga corta color fresa rosada. La camiseta, ceñida, moldeaba demasiado la figura para llevarla en la oficina, incluso en sábado. Subió a su cuarto y se la cambió por un polo suelto de color blanco. Después montó en su Monte Carlo y partió hacia el centro urbano.
Marvin tendría que organizar una incursión contra Los Álamos. Podían tener complicaciones: los vigilantes estaban como cabras. La operación debería contar con buen número de efectivos y organizarse minuciosamente. Al Bureau le aterraba encontrarse con otro Waco. Se destinarían a la batida todos los agentes de la oficina. La oficina de campo del FBI en Sacramento también participaría. Probablemente atacarían al amanecer del día siguiente.
Fue directamente al despacho de Kincaid. En la antesala, la secretaria trabajaba en su ordenador, ataviada con su acostumbrada vestimenta de los sábados: vaqueros blancos y camisa roja. La mujer cogió el teléfono y anunció:
Judy Maddox desea verle. —Al cabo de un momento, colgó y le dijo a Judy—. Ya puedes entrar.
Judy vaciló ante la puerta del despacho interior. Las dos últimas veces que entró allí fue para sufrir desilusión y humillación. Pero no era supersticiosa. Tal vez en esta ocasión Kincaid se mostrara comprensivo y amable.
A pesar de todo, le molestó ver aquel cuerpo fornido en el sillón que había pertenecido al delgado y apuesto Milton Lestrange. Se dio cuenta de que aún no había ido al hospital a ver a Milt. Tomó nota mental de ir aquella misma noche o a la mañana siguiente.
Brian la acogió fríamente.
—¿Qué puedo hacer por ti, Judy? .
—Vi hace un rato a Simon Sparrow —empezó—. Me llevó su informe porque no se había enterado aún de que yo estaba fuera del caso. Naturalmente, le dije que se lo entregara a Marvin.
—Naturalmente.
—Pero me contó algo de lo que había averiguado y yo he reflexionado especulativamente sobre ello y creo que El martillo del Edén es una secta que se siente amenazada por el proyecto de construcción de una central eléctrica.
Brian parecía fastidiado.
—Se lo transmitiré a Marvin —dijo en tono impaciente.
Judy siguió machacando.
—En estos momentos hay varios proyectos de construcción de plantas energéticas en California; lo he comprobado. Y uno de ellos está en el valle del Silver River, donde hay un grupo de vigilantes del ala ultraderechista llamado Los Álamos. Brian, creo que Los Álamos deben de ser El martillo del Edén. Opino que deberíamos organizar una batida contra ellos.
—¿Eso es lo que opinas? «¡Oh, mierda!»
—¿Hay algún fallo en mi lógica? —preguntó, en tono gélido.
—Apuesta a que sí. —Brian se levantó—. El fallo estriba en que no estás en el maldito caso.
—Ya lo sé —articuló Judy—. Pero pensé…
Kincaid la interrumpió alargando el brazo por encima de la enorme mesa y agitando un dedo acusador ante la cara de Judy.
—Has interceptado el informe psicolingüístico y tratas de colarte subrepticiamente de nuevo en el caso… ¡Y sabes muy bien por qué! Crees que es un caso importante, de gran repercusión, y en tu afán de protagonismo tratas de hacerte notar.
—¿Por quién? —replicó Judy, indignada.
—Por el cuartel general del FBI, por la prensa, por el gobernador.
—¡No es verdad!
—Calla y escucha. Estás fuera del caso. ¿Me entiendes? Fue… ra… Fue… ra. No hables de él con tu amigo Simon. No compruebes los proyectos de centrales de energía. Y no propongas incursiones contra cuarteles generales de vigilantes.
—¡Jesucristo!
—Lo que tienes que hacer es esto: irte a casa. Y dejarnos el caso a Marvin y a mí de una vez.
—Brian…
—Adiós, Judy. Que tengas un buen fin de semana.
Judy se le quedó mirando. Kincaid tenía el rostro como la grana y su respiración era jadeante. Ella se sentía furiosa e impotente. Le costó trabajo reprimir las réplicas que saltaban a sus labios. Ya se había visto obligada a pedir disculpas por haberle chillado y maldita la falta que le hacía verse humillada otra vez. Se mordió la lengua. Al cabo de unos segundos, giró sobre sus talones y salió del despacho.