9

Priest apenas podía creer que lo había conseguido.

«He provocado un terremoto. De veras lo hice. Yo.»

Mientras conducía el camión hacia el norte por la U.S. 395, rumbo a casa, con Melanie a su lado, y Star y Oaktree detrás, en el Barracuda, dejó volar la imaginación, desbocada. Imaginó el rostro blanco de un busto parlante de la televisión que daba la noticia, informando de que El martillo del Edén había cumplido lo que prometió; alborotos en las calles con la gente empavorecida ante la amenaza de otro movimiento sísmico; un más que turbado gobernador Robson, delante del edificio del Capitolio, que anunciaba la suspensión de toda construcción en California de nuevas plantas energéticas.

Tal vez era demasiado optimista. Puede que el personal no estuviera preparado aún para dejarse dominar por el pánico. Quizá el gobernador no se derrumbaría de inmediato. Pero al menos se vería obligado a entablar negociaciones con Priest.

¿Qué iba a hacer la policía? El público esperaría que las fuerzas de la ley atrapasen a los autores. El gobernador había llamado al FBI. Pero las autoridades no sabían quiénes eran los integrantes de El martillo del Edén, no tenían ninguna pista. Su labor lindaba con lo imposible.

Una cosa había salido mal hoy y a Priest le era imposible evitar preocuparse por ella. Cuando Star llamó a John Truth no había hablado con una persona, sino que dejó el mensaje a una máquina. Priest la hubiera interrumpido, pero cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando ya era demasiado tarde.

Se figuró que una voz desconocida en una cinta magnética no les sería de mucha utilidad a los polizontes. Con todo, deseaba no haber dejado ese exiguo rastro.

Le pareció sorprendente que el mundo continuara adelante como si nada hubiese ocurrido. Turismos y camiones seguían circulando carretera arriba y carretera abajo, la gente aparcaba delante del Burger King, la Patrulla de Carreteras detuvo a un joven que conducía un Porsche rojo, una cuadrilla de mantenimiento de la autopista podaba los arbustos del arcén. Todos deberían estar convulsionados.

Empezó a preguntarse si el terremoto había sucedido realmente. ¿Se imaginó todo el asunto durante un sueño producto de la droga? Había visto con sus propios ojos la grieta que se abrió en la tierra en el valle de Owens… y, sin embargo, el terremoto parecía más inverosímil e imposible ahora que cuando surgió la idea. Anhelaba la confirmación pública: un noticiario de la televisión, una fotografía en la cubierta de una revista ilustrada, la gente comentándolo en el bar o en la cola de caja del supermercado.

Entrada la tarde, cuando estaban en la parte de la frontera correspondiente a Nevada, Priest se detuvo en una estación de servicio. El Barracuda hizo lo propio. Priest y Oaktree llenaron los depósitos, de pie bajo los declinantes rayos del sol del atardecer, mientras Melanie y Star iban al servicio de señoras.

—Espero que salgamos en los noticiarios —dijo Oaktree nerviosamente.

Estaba pensando lo mismo que Priest.

—¿Cómo no vamos a salir? —replicó Priest—. ¡Hemos provocado un terremoto!

—Las autoridades pueden echar tierra sobre el asunto.

Como muchos viejos tipos hippies, Oaktree creía que el gobierno controlaba las noticias. Priest pensó que podía ser más difícil de lo que Oaktree imaginaba. Priest creía que la opinión pública iba a ser su propio censor. Se negaban a comprar los periódicos o a ver los programas de televisión que desafiaban sus prejuicios.

A pesar de todo, la idea de Oaktree le preocupó. Puede que no fuese tan difícil ocultar a la opinión pública un pequeño terremoto ocurrido en un lugar solitario.

Entró a pagar la gasolina. El aire acondicionado le provocó un estremecimiento. El empleado tenía puesta la radio detrás del mostrador. A Priest se le ocurrió que muy bien podía escuchar las noticias. Preguntó qué hora era y el hombre del mostrador le dijo que las seis menos cinco. Después de pagar, Priest se entretuvo por el local, fingiendo examinar las revistas de actualidad mientras oía cantar a Billy Jo Spear «57 Chevrolet». Melanie y Star salieron juntas de los servicios de señoras. Por fin empezó al noticiario.

Al objeto de tener excusa para continuar rondando por allí, Priest eligió unas cuantas barras de caramelo y se acercó con ellas al mostrador, mientras escuchaba.

La primera noticia consistió en la boda de una pareja de actores que interpretaban el papel de dos vecinos en una telecomedia. ¿A quién le importaba aquella basura? Priest escuchó, impaciente, al tiempo que golpeaba el suelo con la puntera. Después vino un reportaje sobre la visita del presidente a la India. Priest confió en que aprendiese un mantra. El empleado marcó el importe de los caramelos y Priest pagó. Seguramente, la noticia del terremoto vendría ahora. Pero la tercera información se refería a un tiroteo que había tenido lugar en un colegio de Chicago.

Priest anduvo despacio hacia la puerta, seguido de Melanie y Star. Otro cliente terminó de llenar su jeep Wrangler y entró a pagar.

Por fin, el locutor leyó:

—El grupo terrorista medioambiental El martillo del Edén ha reivindicado la autoría de un terremoto de escasa intensidad que se ha producido en el valle de Owens, en la California oriental.

—¡Sí! —susurró Priest.

Y se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho, en gesto de triunfo.

—¡No somos terroristas! —siseó Star.

—El movimiento sísmico —continuó el locutor— ha ocurrido el día en que el mencionado grupo amenazó con provocar un terremoto, pero Matthew Bird, el sismólogo del estado, niega que este o cualquier otro seísmo pueda ocasionarlo un agente humano.

—¡Embustero! —exclamó Melanie entre dientes.

—La reivindicación se hizo mediante una llamada telefónica al programa estelar de esta emisora, John Truth en Directo.

En el momento en que llegaba a la salida le dejó de piedra oír la voz de Star. Se detuvo en seco. Star decía:

—No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos. Ahora que sabe que somos capaces de cumplir lo que decimos que podemos hacer, será mejor que recapacite en lo que se refiere a nuestra demanda. Anuncie el bloqueo inmediato de toda construcción de nuevas centrales eléctricas en California. Tiene siete días para tomar su determinación.

—¡Por Jesucristo… ésa soy yo! —estalló Star.

—¡Calla! —ordenó Priest. Lanzó una mirada por encima del hombro.

El cliente del jeep Wrangler estaba hablando mientras el empleado pasaba por la máquina la tarjeta de crédito. Ninguno de los dos parecía haber oído el arranque de Star.

—El gobernador Mike Robson no ha respondido a esta última amenaza. La crónica deportiva de hoy…

—¡Dios mío! —dijo Star—. Han transmitido por radio mi voz. ¿Qué voy a hacer?

—Conservar la calma —le dijo Priest. Él no se sentía nada tranquilo, pero mantenía el tipo. Mientras caminaban por el asfalto hacia los vehículos, articuló en voz baja y razonable—: Fuera de la comuna, nadie conoce tu voz. Durante los últimos veinticinco años apenas has hablado unas cuantas palabras con los forasteros. Y quienes pudieran recordarte de los días de Haight-Ashbury no saben dónde vives ahora.

—Supongo que tienes razón —dijo Star, con el tono inequívoco de no estar muy convencida.

—La única excepción que se me ocurre es Bones. Puede oír la cinta y reconocer tu voz.

—No nos traicionaría. Bones es comedor de arroz. —No lo sé. Los drogatas son capaces de cualquier cosa.

—¿Qué me dices de los demás…, como Dale y Poem?

—Sí, son una preocupación —reconoció Priest. En las cabañas no había receptores de radio, pero la camioneta de la comuna tenía uno, que a veces encendía Dale—. Si sucede eso, será cuestión de arreglarlo con ellos.

«O recurrir de nuevo a la solución Mario.»

«No, no podría hacer una cosa así… con Dale o Poem no.» «¿O sí?»

Oaktree esperaba al volante del Barracuda.

—Vamos, chicos, ¿dónde está el atasco? —apremió.

Star le explicó en cuatro palabras lo que habían oído.

—Por suerte, nadie fuera de la comuna conoce mi voz… ¡Oh, Cristo jesús, ahora me acuerdo de algo! —Se volvió hacia Priest—. El encargado de la libertad condicional…, de la oficina del sheriff.

Priest soltó una maldición. Claro. Star había hablado con él tan sólo el día anterior. El miedo le oprimió el corazón. Si había oído la emisión y recordado la voz de Star, el sheriff y media docena de agentes podía encontrarse en aquel momento en la comuna, a la espera de que Star volviese.

Pero a lo mejor no habían oído las noticias. Priest tenía que comprobarlo. ¿Pero cómo?

—Voy a llamar a la oficina del sheriff —dijo.

—¿Pero qué le vas a decir? —preguntó Star.

—No sé, ya pensaré algo. Esperad aquí.

Entró en la tienda de la estación de servicio, el dependiente le proporcionó cambio y se dirigió a la cabina telefónica. En Información de California obtuvo el número de la oficina del sheriff de Silver City y lo marcó. Acudió a su memoria el nombre del oficial encargado de la vigilancia de quienes estaban en libertad condicional.

—Desearía hablar con el señor Wicks —pidió.

—Billy no está aquí —le respondió una voz amable.

—Pero si hablé con él ayer.

—Anoche cogió un avión rumbo a Nassau. A estas horas estará tumbado en una playa, tomándose una cerveza y viendo pasar las chavalas en biquini, perro con suerte. Hasta dentro de quince días no vuelve. ¿Puede ayudarle algún otro?

Priest colgó. «Jesús, esto sí que es un golpe de suerte.» Salió.

—Dios está con nosotros —anunció a los demás.

—¿Cómo? —preguntó Star, apremiante—. ¿Qué ha pasado?

—El tipo en cuestión se fue anoche de vacaciones. Se va a pasar dos semanas en Nassau. No creo que las emisoras extranjeras transmitan la voz de Star. Estamos a salvo.

Star se arrellanó en el asiento, aliviada.

—¡Hay que dar gracias a Dios!

Priest abrió la portezuela del camión.

—Volvamos a la carretera —dijo.

La medianoche estaba al caer cuando Priest desvió el vibrador sísmico por el serpenteante camino que, a través de la arboleda, llevaba a la comuna. Condujo el camión al lugar de su escondrijo. Aunque reinaba la oscuridad y todos estaban exhaustos, Priest se aseguró de que hasta el último centímetro cuadrado del vehículo quedara cubierto por la vegetación, de forma que resultase invisible desde todos los ángulos y desde el aire. Luego subieron todos al Barracuda y recorrieron el último kilómetro y medio.

Priest conectó la radio del automóvil para escuchar el boletín de noticias de medianoche. Esa vez, el terremoto fue la información principal, la que abrió el noticiario:

—Nuestro programa John Truth en Directo ha interpretado hoy un papel protagonista en el ininterrumpido drama del grupo terrorista medioambiental El martillo del Edén que asegura estar en condiciones de provocar terremotos —declamó una voz exaltada—. Después de que un movimiento sísmico de intensidad moderada sacudiese el valle de Owens, en la parte oriental de California, una mujer que aseguró representar al grupo llamó a John Truth y dijo que ellos fueron quienes desencadenaron el temblor de tierra.

A continuación la emisora retransmitió completo el mensaje de Star.

—Mierda —murmuró Star al oír su propia voz.

Priest no pudo evitar sentirse alicaído. Aunque estaba seguro de que eso no le iba a servir de nada a la policía, tampoco deseaba oír a Star expuesta de aquel modo. Eso la hacía sentirse terriblemente vulnerable y él deseaba con toda su alma destruir a los enemigos de Star y verla sana y salva.

Tras pasar la cinta, el locutor dijo:

—El agente especial Raja Jan se hizo cargo esta noche de la cinta grabada, para proceder a su análisis por parte de expertos en psicolingüística del FBI.

Eso constituyó un puñetazo en el plexo solar de Priest.

—¿Qué coño es psicolingüística? —preguntó.

—Es la primera vez que oigo esa palabra —repuso Melanie—, pero supongo que lo que hacen es estudiar el lenguaje que empleas para luego sacar conclusiones respecto a tu psicología.

—No sabía que fueran tan listos —manifestó Priest, preocupado.

—No te pongas nervioso, hombre —aconsejó Oaktree—. Pueden analizar el cerebro de Star tanto como quieran, eso no les va a proporcionar su dirección.

—Supongo que no. El locutor decía:

—El gobernador Mike Robson no ha pronunciado aún ningún comentario, pero el director de la oficina del FBI en San Francisco ha prometido celebrar una conferencia de prensa mañana por la mañana. Otras noticias…

Priest desconectó la radio. Oaktree aparcó el Barracuda junto al tiovivo de Bones. Éste había tapado el camión con una lona alquitranada para proteger la colorista pintura. Lo cual daba a entender que tenía intención de pasar allí una temporada.

Anduvieron monte abajo y cruzaron la viña hacia la aldea. La cocina y el barracón de los niños estaban a oscuras. En la ventana de Apple parpadeaba la luz de la llama de una vela —padecía insomnio y le gustaba leer durante la madrugada— y unos suaves acordes de guitarra salían de la morada de Song, pero las demás cabañas estaban silenciosas y oscuras. El perro de Priest acudió a recibirlos y agitó con feliz alegría la cola, a la luz de la luna. Se desearon buenas noches quedamente y se encaminaron a sus domicilios individuales, excesivamente cansados para celebrar su triunfo.

Era una noche cálida. Priest permaneció tendido en la cama desnudo, entregado a sus pensamientos. Ningún comentario por parte del gobernador, pero una conferencia de prensa del FBI al día siguiente. Eso le inquietaba. En aquel punto del juego, el gobernador debería estar dominado por el pánico y declarar: «El FBI ha fallado, no podemos permitirnos otro terremoto, he de hablar con esas personas». A Priest le ponía nervioso ignorar tan por completo lo que pensaba el enemigo. Siempre se abrió camino a base de leer a otras personas, de adivinar lo que realmente deseaban interpretando su modo de mirar, su expresión, sus sonrisas, la manera en que se cruzaban de brazos o se rascaban la cabeza. Trataba de manipular al gobernador Robson, pero era difícil sin un contacto cara a cara. ¿Y qué tramaba el FBI? ¿Significaba algo aquello que decían del análisis psicolingüístico?

Debía averiguar algo más. No podía seguir allí tendido y esperar a que la oposición actuase.

Se preguntó si sería conveniente llamar a la oficina del gobernador e intentar hablar con él. ¿Le pasarían la comunicación? Y en el caso de que lo hicieran, ¿se enteraría de algo? Tal vez mereciese la pena intentarlo. No obstante, se colocaría en una posición que no le gustaba. Sería alguien que suplica, que solicita el privilegio de una conversación con el gran hombre. La estrategia era imponer su voluntad al gobernador, no pedir favores.

Se le ocurrió entonces que podía asistir a la rueda de prensa.

Sería peligroso: caso de ser descubierto, estaría perdido. Pero la idea le sedujo. Dárselas de reportero era la clase de fantasmada que solía practicar en los viejos tiempos. Se había especializado en golpes audaces: robar aquel Lincoln blanco y dárselo a Riley Cara de Cerdo; acuchillar al detective Jack Kassner en los lavabos del bar Blue Light; presentar a los Jenkinson la oferta de compra de la licorería de la calle Cuarta. Siempre se las arregló para salir bien librado de asuntos como aquéllos.

Tal vez se haría pasar por fotógrafo. Podía pedir prestada a Paul Beale una cámara de las buenas. Melanie podía ser la periodista de calle. Era lo bastante guapa como para que a cualquier agente del FBI se le desorbitaran los ojos.

¿A qué hora se celebraría la conferencia de prensa?

Saltó de la cama, se calzó las sandalias y salió afuera. Encontró a la luz de la luna el camino a la cabaña de Melanie. La mujer se cepillaba la pelirroja cabellera, sentada en el borde de la cama, desnuda. Al entrar Priest, alzó la cabeza y sonrió. El resplandor de la vela perfilaba su cuerpo, trazaba un aura tras la línea perfecta de sus hombros e iluminaba los pezones, las caderas y el vello rojizo del triángulo donde se unían los muslos. Le dejó sin aliento.

—Hola —dijo Melanie.

Priest tardó un instante en acordarse del motivo de su visita.

—Tengo que usar tu teléfono celular —declaró.

Melanie hizo un puchero. Aquélla no era la reacción que deseaba de un hombre que irrumpía allí y la encontraba desnuda. Él le dedicó su sonrisa de chico malo.

—Pero puede que tenga que arrojarte al suelo, violarte y luego utilizar tu teléfono.

Melanie sonrió.

—Está bien, puedes usar primero el teléfono.

Priest cogió el aparato y, después, vaciló. Melanie se había mostrado perentoria, casi un poco mandona, durante todo el día y él lo pasó por alto porque la sismóloga era ella: pero eso se había acabado. A Priest no le gustaba que ella le diese permiso para algo. Aquélla no era la relación que se daba por supuesto debían tener.

Se tendió en la cama, con el teléfono en la mano, y guio la cara de Melanie hacia su ingle. La mujer titubeó, pero acabó por hacer lo que él deseaba.

Durante cosa de un minuto, Priest yació inmóvil allí, disfrutando de la sensación.

Luego llamó a información.

Melanie interrumpió lo que estaba haciendo, pero Priest le cogió un mechón de pelo y retuvo la cabeza de la mujer en su sitio. Ella vaciló como si sospesara la idea de protestar, pero al cabo de unos segundos reanudó la operación.

«Eso está mejor.»

Priest obtuvo el número marcó.

—FBI —respondió una voz masculina.

La inspiración acudió a Priest, como de costumbre:

—Aquí, la emisora de radio KCAR, de Carson City, le habla Dave Horlock —dijo—. Queremos enviar un reportero para que asista a la conferencia de prensa de mañana. ¿Puede darme la dirección y la hora?

—Se telegrafiará —respondió el hombre.

«Perezoso hijo de puta.»

—No estoy en el despacho —improvisó Priest—. Y es muy posible que mañana nuestro reportero tenga que salir de aquí temprano.

—Se celebrará a las doce del mediodía aquí, en el Edificio Federal del FBI en San Francisco, avenida Golden Gate, 450.

—¿Necesita invitación o basta con que nuestro muchacho se deje caer por allí sin más ni más?

—No hay invitaciones. Lo único que necesita es la credencial de prensa y lo corriente.

—Gracias por su información.

—¿De qué emisora dijo usted que es? Priest colgó.

«Credencial. ¿Cómo voy a conseguir eso?»

Melanie dejó de chupar y dijo:

—Confío en que no rastreen esa llamada. Priest se sorprendió.

—¿Por qué iban a hacerlo?

—No lo sé. Quizá el FBI rastree por rutina todas las llamadas del exterior.

Priest arrugó el entrecejo.

—¿Pueden hacer eso?

—Con ordenadores, seguro.

—Bueno, tampoco he mantenido la comunicación el tiempo suficiente para que localicen la llamada.

—No estamos en los sesenta, Priest. No se necesita tiempo, el ordenador lo hace en nanosegundos. Sólo tienen que consultar los registros de los recibos para averiguar a quién corresponde el número que telefoneó a la una menos tres minutos de la madrugada.

Priest oía por primera vez la palabra «nanosegundos», pero no le costó nada suponer qué quería decir. Ahora estaba preocupado.

—Mierda —dijo—. ¿Pueden determinar dónde está uno?

—Sólo mientras el teléfono está conectado. Priest se apresuró a desconectarlo.

Empezó a desanimarse. Durante el día se había visto sorprendido con demasiada frecuencia: por la grabación de la voz de Star, por el concepto de análisis psicolingüístico y ahora por la idea de que un ordenador pudiera seguir la pista de las llamadas telefónicas. ¿Había algo más que no se le hubiera ocurrido prever?

Sacudió la cabeza. Estaba pensando negativamente. Con cautela y preocupación nunca se conseguía nada. La imaginación y la osadía eran su fortaleza. Aparecería en la rueda de prensa del día siguiente, se las arreglaría para abrirse paso y se formaría una idea de lo que tramaba el enemigo. Tendida boca arriba en la cama, Melanie cerró los ojos y dijo:

—Ha sido una larga jornada en la silla.

Priest miró el cuerpo de la mujer. Le encantaba contemplar sus pechos. Adoraba el modo en que Melanie se movía al andar, con un contoneo cadencioso de lado a lado. Disfrutaba viéndola quitarse el jersey por encima de la cabeza, el gesto de levantar los brazos que hacía que las tetas se tensaran hacia arriba como pistolas puntiagudas. Le gustaba verla ponerse el sujetador, ajustarse los senos bajo las copas de la prenda para que estuvieran cómodos. Ahora, mientras permanecía de espaldas, los pechos estaban ligeramente aplanados, rebosantes por los lados y los pezones eran suaves en reposo.

Necesitaba limpiar de preocupaciones el cerebro. La segunda mejor forma de hacerlo era la meditación. La primera, la mejor de todas, la tenía delante. Se arrodilló encima de Melanie. Cuando le besó los pechos, Melanie suspiró gozosamente y le acarició el pelo, pero no levantó los párpados. Por el rabillo del ojo Priest percibió un movimiento. Miró hacia la puerta y vio en el umbral a Star, que se cubría con una bata de seda púrpura. Priest sonrió. Sabía lo que estaba pensando Star: había hecho aquello mismo en otras ocasiones. Ella enarcó las cejas en gesto de interrogación. Priest asintió con la cabeza. Star entró y cerró la puerta silenciosamente.

Priest dio unas chupadas al pezón rosado de Melanie y se lo introdujo despacio en la boca con los labios, después jugueteó con la punta de la lengua, deslizándola, entrándola y sacándola, una y otra vez, a ritmo uniforme. Melanie gimió de placer.

Star se desató el cinturón de la bata y la dejó caer en el suelo, luego, de pie allí, se dedicó a mirar, mientras se acariciaba suavemente los pechos. Su cuerpo era muy distinto al de Melanie: la piel ligeramente atezada en tanto la de Melanie era blanca, las caderas y los hombros más anchos, el pelo moreno y espeso mientras que el de Melanie era de color rojo, dorado y fino. Unos instantes después, Star se inclinó para besar la oreja de Priest, le pasó la mano por la espalda, a lo largo de la columna vertebral, y después la deslizó entre las piernas, acariciando y apretando.

Se aceleró la respiración de Priest.

«Despacio, despacio. Hay que saborear el momento.»

Star se arrodilló junto a la cama y empezó a acariciar el pecho de Melanie mientras Priest lo chupaba.

Melanie notó que algo había cambiado. Dejó de gemir. Su cuerpo se puso rígido y luego abrió los ojos. Al ver a Star, dejó escapar un grito.

Star sonrió y continuó acariciándola.

—Tienes un cuerpo muy hermoso —dijo en voz baja.

Priest se quedó mirando, extasiado, mientras Star se agachaba y se introducía en la boca el otro pecho de Melanie. Melanie los apartó a los dos y se incorporó.

—¡No! —exclamó.

—Relájate —le dijo Priest—. Todo está bien, de verdad. Le acarició el pelo.

Star pasó la mano por la parte interior del muslo de Melanie.

—Te gustará —afirmó—. Una mujer puede hacer ciertas cosas mucho mejor que un hombre. Ya lo verás.

—No —repitió Melanie. Apretó las piernas con fuerza.

Priest comprendió que aquello no iba a resultar. Se sintió defraudado. Le gustaba ver a Star caer encima de otra hembra, volverla loca de placer. Pero a Melanie aquello le asustaba demasiado.

Star insistió. Su mano volvió a ascender por el muslo de Melanie y las yemas de los dedos rozaron la borla de pelos rojos.

—¡No! —Melanie apartó con un golpe la mano de Star.

Fue un mandoble violento y Star exclamó:

—¡Ufff! ¿Por qué tuviste que hacer eso?

Melanie empujó a Star a un lado y saltó de la cama.

—¡Porque eres gorda y vieja y porque no quiero practicar el sexo contigo!

Star se quedó boquiabierta y Priest dio un respingo.

Melanie se plantó ante la puerta en dos enérgicas zancadas y la abrió.

—¡Por favor! —dijo—. Déjame en paz.

Ante la sorpresa de Priest, Star estalló en lágrimas.

—¡Melanie! —clamó, indignado.

Antes de que Melanie tuviese tiempo de replicar, Star se fue. Melanie cerró de un portazo.

—¡Vaya, nena! —le dijo Priest—. Eso fue muy ruin.

Melanie volvió a abrir la puerta.

—Si eso es lo que piensas, también puedes largarte. ¡Déjame sola!

Priest estaba desconcertado. En veinticinco años, nadie le había echado de una casa de la comuna. Ahora le ordenaba que se fuera una preciosa muchacha desnuda, roja de rabia, de excitación o de ambas cosas. A su humillación se sumaba el hecho de que la tenía empinada como el asta de una bandera.

«¿Estoy perdiendo tirón?»

La idea le turbó. Siempre se las había arreglado para que la gente hiciera lo que él quería, sobre todo allí, en la comuna. Se vio tan pillado por sorpresa que estuvo en un tris de obedecer a Melanie. Anduvo hasta la puerta sin pronunciar palabra.

Entonces comprendió que no podía ceder. Si se dejaba derrotar ahora, nunca recobraría la posición dominante. Y necesitaba tener a Melanie bajo control. Era esencial para su plan. Sin su ayuda no podría desencadenar otro terremoto. No podía permitirle afirmar su independencia de aquella forma. Melanie era demasiado importante.

Dio media vuelta al llegar al umbral y la miró, erguida allí desnuda, en jarras. ¿Qué es lo que quería? Llevó la voz cantante a lo largo de toda la jornada, en el valle de Owens, porque era la experta, y eso le había dado alas para mostrar ahora su mal genio. Pero en el fondo de su corazón no deseaba ser independiente…, no estaría allí si lo deseara. Prefería que alguien con mando le dijese lo que debía hacer. Por eso se casó con su profesor. Al dejarlo, se había unido a otra figura autoritaria, el líder de una comuna. Se acababa de revolver contra él porque no quería compartir a Priest con otra mujer. Probablemente temía que Star se lo arrebatase. Pero lo que menos deseaba en el mundo era que Priest se marchase.

Él cerró la puerta.

Tres pasos le bastaron para atravesar la pequeña estancia y se plantó frente a Melanie. La muchacha aún estaba encendida de rabia y respiraba entrecortadamente.

—Acuéstate —le ordenó Priest.

Melanie pareció molesta, pero se tendió en la cama.

—Abre las piernas —dijo él.

Al cabo de unos segundos, Melanie obedeció.

Priest la cubrió. En el momento en que la penetraba, Melanie le rodeó súbitamente con los brazos y lo apretó con fuerza. Priest se movió con rapidez dentro de ella, deliberadamente brusco. Melanie levantó las piernas alrededor de la cintura de Priest. Él sintió los dientes de la mujer sobre los hombros, mordiéndole. Dolía, pero le gustaba. Melanie entreabrió la boca. Respiraba entre jadeos.

—¡Ah, joder! —exclamó en voz baja, gutural—. Priest, hijo de puta, te quiero.

Cuando se despertó, Priest fue a la cabaña de Star.

Estaba tendida de costado, abiertos los ojos, con la vista clavada en la pared. Al sentarse Priest en la cama, junto a ella, Star rompió a llorar.

Él besó sus lágrimas. Empezó a empinársele.

—Dime algo —murmuró.

—¿Sabías que Flower acuesta a Dusty?

Priest no se esperaba aquello. ¿Qué importaba?

—No lo sabía —confesó.

—No me gusta.

—¿Por qué? —Priest trató de que su voz no sonase irritada. «¿Ayer provocamos un terremoto y hoy llora por los niños?»—. Eso es infernalmente mejor que robar carteles de cine en Silver City.

—Pero tú tienes una nueva familia —estalló Star.

—¿Qué rayos significa eso?

—Tú, Melanie, Flower y Dusty. Sois como una familia. Y no hay sitio para mí, no encajo.

—Claro que sí —repuso Priest—. Eres la madre de mis hijos, y eres la mujer que quiero. ¿Cómo no vas a encajar?

—¡Me sentí tan humillada anoche!

Priest le acarició los pechos por encima del algodón de la camisa de dormir. Star cubrió la mano de Priest con la suya y apretó la palma contra su cuerpo.

—El grupo es nuestra familia —le explicó Priest—. Siempre ha sido así. No sufrimos los complejos de la unidad suburbana mamá-papá-dos-hijos. —Repetía las enseñanzas que había recibido de la propia Star años atrás—. Somos una gran familia. Nos queremos todos, el grupo en pleno, y todos y cada uno cuidamos de todos y cada uno. Así, no tenemos que engañarnos unos a otros ni a nosotros mismos en lo que se refiere al sexo. Tú puedes hacerlo con Oaktree, o con Song, y yo sabré que tanto yo como los chicos seguimos importándote.

—Pero ¿sabes una cosa, Priest? Nadie nos había rechazado nunca a ti o a mí.

No había reglas acerca de quién podía practicar el sexo con quién, pero naturalmente nadie estaba obligado a hacer el amor si no lo deseaba. Sin embargo, ahora que pensaba en ello, Priest no recordaba una sola ocasión en que una mujer le hubiese rechazado. Evidentemente, lo mismo podía aplicársele a Star… hasta que llegó Melanie.

Una sensación de pánico culebreó por su ánimo. La había experimentado varias veces en el curso de las últimas semanas. Era el miedo a que la comuna estuviera derrumbándose, era el temor a perder el dominio, a ver en peligro todo lo que amaba. Venía a ser como si estuviese perdiendo el equilibrio, como si el suelo empezara a moverse de modo imprevisible y el piso firme hasta entonces se convirtiera en algo inestable y cambiante, como había ocurrido el día anterior en el valle de Owens. Se esforzó para poner coto a aquella angustia. Tenía que mantener la calma. Él era el único que podía hacer que se mantuviera viva la lealtad de todos y que todos siguieran juntos y unidos. Tenía que permanecer tranquilo.

Tendido en la cama, al lado de Star, le acarició el pelo.

—Todo irá bien —dijo—. Ayer le dimos un susto de muerte al gobernador Robson. Va a hacer lo que queramos, ya lo verás.

—¿Estás seguro?

Priest tomó en sus manos los dos pechos de Star. Notó que se ponía a cien.

—Confía en mí —susurró.

—Hazme el amor, Priest —pidió Star.

Él le dedicó su sonrisa pícara.

—¿Cómo lo quieres?

Star sonrió entre las lágrimas.

—De la maldita manera que te dé la gana.

La apretó contra si para que ella notase la erección.

Después, Star se durmió. Acostado junto a ella, Priest le estuvo dando vueltas en la cabeza, preocupado, al problema de la credencial, hasta que dio con la solución. Entonces se levantó.

Fue al barracón de los chicos y despertó a Flower.

—Quiero que me acompañes a San Francisco —le dijo—. Vístete.

En la desierta cocina, preparó tostadas y zumo de naranja para la niña. Mientras Flower se lo desayunaba, Priest le explicó:

—¿Te acuerdas de lo que hablamos acerca de llegar a ser escritora? Me dijiste que te gustaría trabajar para una revista.

—Sí, la revista Teen —repuso Flower.

—Exacto.

—Pero lo que a ti te gustaría es que escribiera poesía para así poder seguir viviendo aquí.

—Y aún me gusta eso, pero hoy vas a enterarte de lo que significa ser periodista.

Flower pareció sentirse feliz.

—¡Estupendo!

—Te voy a llevar a una conferencia de prensa del FBI.

—¿FBI?

—Es la clase de trabajo que tendrás que hacer si eres reportera.

Flower arrugó la nariz con disgusto. Había heredado de su madre la aversión hacia los representantes de la ley y el orden.

—Nunca he leído nada sobre el FBI en Teen.

—Bueno, he comprobado que Leonardo DiCaprio no da hoy ninguna conferencia de prensa.

Flower esbozó una sonrisa avergonzada.

—Mal asunto.

—Pero si haces la clase de preguntas que se le ocurrirían a un periodista de Teen, quedarás bien. La chica asintió pensativamente.

—¿Sobre qué es la conferencia de prensa?

—Sobre un grupo que afirma haber provocado un terremoto. Ahora bien, no quiero que le digas nada a nadie acerca de esto. Tiene que ser un secreto, ¿vale?

—Vale.

Se lo contaría a los comedores de arroz cuando volviese, decidió.

—Podrás decírselo a mamá y a Melanie, a Oaktree, a Song y a Aneth, y a Paul Beale, pero a nadie más. Es importante de veras.

—¡Toma ya!

Priest se daba cuenta de que estaba corriendo un riesgo loco. Si las cosas se torcían, acaso lo perdiera todo. Incluso corría el peligro de que lo arrestaran delante de su hija. Con lo que aquel día tal vez resultara el peor de su vida. Pero correr riesgos locos siempre había sido su estilo. Cuando propuso plantar vides, Star señaló que el arrendamiento de la tierra sólo tenía un año de vigencia. Podían dejarse los riñones cavando y plantando y luego no recoger nunca los frutos de su esfuerzo. Star argumentó que debían negociar un contrato de arrendamiento por diez años antes de poner manos a la obra. Parecía razonable, pero Priest comprendió que sería fatal. Si aplazaban el inicio de los trabajos, nunca lo harían. No tenía más remedio que convencerlos para que corriesen el riesgo. Al término de aquel año, la comuna se había convertido en una comunidad. Y el gobierno le renovó a Star el contrato de arrendamiento…, aquel año y todos los siguientes, hasta la fecha.

Pensó en ponerse el traje azul marino. Sin embargo, estaba tan pasado de moda que en San Francisco llamaría la atención, de modo que llevó sus acostumbrados vaqueros azules. Aunque hacía calor, se puso encima de la camiseta de manga corta una camisa de franela, a cuadros y faldones largos, que no introdujo bajo la cintura de los pantalones. De la caja de herramientas tomó un pesado cuchillo de diez centímetros de hoja, que iba en una vaina de cuero. Se lo puso al cinto, por la espalda, donde el faldón de la camisa lo ocultaba.

Durante las cuatro horas del trayecto a San Francisco el nivel de adrenalina fue bastante alto. Tuvo visiones de pesadilla: los detenían a los dos, él encerrado en una celda de la cárcel, Flower sentada sola en una sala de interrogatorios de la sede del FBI y sometida a un tercer grado acerca de sus padres. Pero el miedo le dio alas.

Llegaron a la ciudad a las once de la mañana. Dejaron el coche en una zona de aparcamiento del Golden Gate. En una tienda, Priest le compró a Flower un cuaderno de espiral y dos lápices. A continuación la llevó a una cafetería. Mientras la niña se tomaba su refresco de soda, Priest le dijo:

—Ahora mismo vuelvo. —Y salió del local.

Anduvo hacia Union Square y, al paso, fue examinando los rostros de los hombres con los que se cruzaba, en busca de alguno que se pareciera a él. Las calles estaban llenas de gente que había salido de compras, disponía de cientos de caras entre las que elegir. Vio a un individuo de rostro delgado y pelo moreno que miraba el menú de un restaurante y durante un momento creyó haber encontrado a su víctima. Tenso como un alambre, estuvo observándole unos segundos; luego el hombre dio media vuelta y Priest vio que tenía el ojo derecho cerrado de forma permanente a causa de una herida de alguna clase.

Decepcionado, Priest continuó su camino. No era fácil. Había cantidad de cuarentones de piel atezada, pero la mayoría de ellos pesaban diez o quince kilos más que él. Localizó otro probable candidato, pero llevaba una cámara colgada del cuello. Un turista no le servía: Priest necesitaba alguien con documentación de la localidad. «Éste es uno de los centros comerciales mayores del mundo y estamos en sábado por la mañana: tiene que haber aquí un hombre que se parezca a mí.» Consultó su reloj: las once y media. El tiempo se le estaba escapando. Por fin tuvo un golpe de suerte: un tipo de semblante delgado, de unos cincuenta años, con gafas de montura grande y andares vivarachos. Vestía pantalones azul marino y polo verde, pero llevaba una cartera de mano bastante desgastada y tenía aspecto tirando a clase humilde: Priest supuso que iba a la oficina en sábado para poner al día algún trabajo atrasado. «Necesito su cartera.» Priest le siguió cuando dobló una esquina, mientras se mentalizaba, a la espera de una oportunidad.

«Estoy furioso, estoy desesperado, soy un loco huido del manicomio, tengo que conseguir como sea veinte pavos para una dosis, odio a todo el mundo, quiero emprenderla a navajazos, quiero matar, estoy loco, loco, loco…»

El hombre pasó por delante del aparcamiento donde Priest había dejado el Barracuda y se adentró por una calle de viejos edificios de oficinas. Durante un momento no hubo nadie a la vista. Priest empuñó el cuchillo y echó a correr hacia el hombre.

—¡Eh! —le llamó.

El hombre se detuvo, por reflejo, y volvió la cabeza.

Priest le agarró por la camisa, le puso el cuchillo ante la cara y vociferó:

—¡Dame ahora mismo tu jodida cartera si no quieres que te rebane el jodido pescuezo!

El hombre debería haberse hundido lleno de terror, pero no lo hizo. «Dios santo, es un tipo duro.»

Su rostro expresaba cólera, no miedo.

Al mirarle a los ojos, Priest leyó lo que pensaba: «Sólo es uno y ni siquiera lleva pistola».

Priest titubeó, repentinamente temeroso. «Mierda, no puedo permitir que esto se vaya al carajo.» El punto muerto duró una fracción de segundo. «Un fulano vestido corrientemente, con una cartera, que va a trabajar un sábado por la mañana… ¿podría ser un detective de la pasma?»

Pero era demasiado tarde para pensarse las cosas dos veces. Antes de que el hombre pudiera moverse, Priest le pasó el filo del cuchillo por la mejilla y trazó una raya roja de sangre, de cinco centímetros de longitud, inmediatamente debajo del cristal derecho de las gafas.

El valor del hombre se evaporó y toda idea de resistencia se apresuró a abandonarle. Desorbitó los ojos a impulsos del miedo y su cuerpo pareció combarse.

—¡Está bien! ¡Está bien! —se avino con voz aguda y temblorosa.

No es un polizonte, después de todo.

—¡Venga! ¡Venga ya! ¡Dámela ahora mismo! —chilló Priest.

—Está en el portafolios…

Priest le arrancó la cartera de mano. En el último segundo decidió quitarle también las gafas. Se las arrebató de la cara, dio media vuelta y salió corriendo.

Volvió la cabeza al llegar a la esquina. El hombre estaba vomitando en la acera.

Priest dobló a la derecha. Dejó caer el cuchillo en un cubo de basura y continuó su camino. En la esquina siguiente se detuvo junto al solar de un edificio en construcción y abrió la cartera de mano. Dentro había una carpeta de archivo, un cuaderno de notas, varios bolígrafos, un paquetito que parecía contener un emparedado y una billetera de cuero. Priest cogió la billetera y arrojó la cartera de mano por encima de la valla, hacia un montacargas de la constructora.

Regresó a la cafetería y se sentó con Flower. El café que Priest había pedido aún estaba tibio. «No he perdido mi toque. Han pasado treinta años desde la última vez que hice una cosa así, pero aún puedo hacer que cualquier tipo se cague por las patas abajo. Adelante, Ricky»

Abrió la billetera. Contenía dinero, tarjetas de crédito, tarjetas comerciales y una tarjeta de identidad con una foto. Priest sacó una de las tarjetas comerciales y se la tendió a Flower.

—Mi tarjeta, señora.

La niña emitió una risita.

—Eres Peter Shoebury, de Watkins, Colefax y Brown.

—¿Soy abogado?

—Supongo.

Priest miró la fotografía de la tarjeta de identidad. Tendría unos tres centímetros cuadrados y medio y estaba tomada en una cabina automática. Calculó que sería de diez años antes, más o menos. No guardaba un parecido exacto con la cara de Priest, pero tampoco Peter Shoebury se parecía mucho a ella. Suele ocurrir eso con las fotos.

No obstante, Priest podía aumentar el parecido. El pelo moreno de Shoebury era liso, pero lo llevaba corto.

—¿Me puedes prestar tu cinta del pelo? —le pidió Priest a Flower.

—Faltaría más.

Flower se quitó la pequeña cinta de goma con que se recogió el pelo y se desparramó éste alrededor de la cara. Priest hizo lo contrarío, se echó el pelo hacia atrás y lo recogió en una cola de caballo que sujetó con la cinta. Después se puso las gafas.

Enseñó la foto a Flower.

—¿Qué te parece mi identidad secreta?

—Hummm. —Flower miró el dorso de la tarjeta—. Esto te permitirá entrar en la oficina del centro, pero no en la sucursal de Oakland.

—Supongo que sobreviviré a eso.

Flower sonrió.

—Papá, ¿dónde te lo has agenciado?

Priest alzó una ceja, mirándola, y dijo:

—Lo he tomado prestado.

—¿Limpiaste el bolsillo de alguien?

—Algo así. —Pudo percatarse de que Flower pensaba que era una pillería más que un acto de maldad. La dejó creer lo que quisiera. Consultó el reloj de la pared. Eran las once cuarenta y cinco—. ¿Lista para emprender la marcha?

—Claro.

Caminaron calle adelante y entraron en el Edificio Federal, un imponente monolito granítico, en gris, que ocupaba toda la manzana. En el vestíbulo tuvieron que someterse a un detector metales y Priest se alegró de que se le hubiera ocurrido desenbarazarse del cuchillo. Preguntó al guarda de seguridad en que planta estaba el FBI.

Tomaron el ascensor. Priest tuvo la sensación de estar en una euforia de cocaína. El peligro le puso en sobrealerta. «Si el ascensor se averiara, podría impulsarlo con mi energía física.» Se figuró que estaba muy bien tener aquella seguridad en si mismo, incluso ser un poco arrogante mientras interpretaba el papel de abogado.

Condujo a Flower a la oficina del FBI y siguió las indicacioes del letrero que señalaba la situación de la sala de conferencias, un poco más allá del vestíbulo. En el extremo de la habitación había una mesa con varios micrófonos. Cerca de la puerta había cuatro hombres, todos altos y con aspecto de estar en plena forma, traje sin una sola arruga, camisa blanca y corbata sobria. Tenían que ser agentes.

«Si supieran quién soy, me abatirían a tiros sin pensárselo lo más mínimo.»

«Tranquilo, Priest…, no pueden leer en el cerebro de la gente, no saben nada acerca de ti.»

Priest medía metro ochenta y dos, pero ellos eran más altos. Adivinó inmediatamente que el jefe era el hombre de más edad, cuyo pelo blanco y tupido estaba meticulosamente peinado, con su raya recta. Hablaba con un individuo de bigote negro. Otros dos, más jóvenes, escuchaban en actitud y expresión deferentes.

Una joven que llevaba tablilla sujetapapeles en la mano se acercó a Priest.

—Hola, ¿puedo servirle en algo?

—Bueno, desde luego espero que sí —respondió Priest.

Los agentes repararon en él cuando empezó a hablar. Priest leyó sus reacciones en cuanto empezaron a mirarle. Al ver su cola de caballo y sus pantalones azules se pusieron en guardia; luego, al observar la presencia de Flower su actitud se suavizó.

—¿Todo va bien por ahí? —preguntó uno de los jóvenes.

—Me llamo Peter Shoebury —dijo Priest—. Soy abogado en la Watkins, Colefax y Brown, de esta ciudad. Mi hija Florence es editora del periódico del colegio. Se ha enterado por la radio de la convocatoria de su rueda de prensa y quería cubrirla para su periódico. Así que me dije, eh, es una información pública, vayamos a ver. Espero que no tengan ustedes inconveniente.

Todos miraron al sujeto del pelo blanco, lo que confirmó la intuición que tuvo Priest de que se trataba del jefe.

Hubo un terrible momento de vacilación.

«¡Rayos, muchacho, tú no eres abogado! Eres Ricky Granger, solías traficar al por mayor con anfetaminas a través de un puñado de tiendas de licores de Los Ángeles, allá por los sesenta… ¿y no andas mezclado en esa mierda del terremoto? Registradle, chicos, y esposad a la chica. Encerrémoslos, vamos a averiguar qué es lo que saben.»

El hombre del pelo blanco levantó la mano y dijo:

—Soy el adjunto del agente especial comisionado, Brian Kincaid, director de la oficina de campo del FBI en San Francisco.

Priest le estrechó la mano.

—Celebro conocerle, Brian.

—¿En qué firma dijo usted que está, señor?

—Watkins, Colefax y Brown.

Kincaid frunció el entrecejo.

—Creí que eran agentes de bienes raíces, no abogados.

«¡Oh, mierda!»

Priest asintió y trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora.

—Eso es correcto, y mi tarea consiste en solucionarles posibles conflictos judiciales. —Había un término para designar al abogado que trabaja en una sociedad. Priest rebuscó en su memoria y acabó por dar con él—. Soy asesor jurídico interno.

—¿Lleva encima alguna identificación?

—Ah, claro.

Abrió la billetera robada y sacó la tarjeta con la fotografía de Peter Shoebury. Contuvo el aliento.

Kincaid la miró, para comprobar después el parecido que tenía con Priest. A éste no le costó nada adivinar lo que el agente estaba pensando:

«Podría ser él, supongo».

Le devolvió la tarjeta. Priest volvió a respirar.

Kincaid miró a Flower.

—¿En qué centro estudias, Florence?

El corazón de Priest se desbocó.

«Haz algo, chica.»

—Hum… —Flower vaciló. Priest estaba a punto de contestar por ella, pero ella se le adelantó—: En el Instituto juvenil Eisenhower.

Una oleada de orgullo inundó a Priest. Flower había heredado su descarada intrepidez. Sólo por si se diera el caso de que Kincaid conociese los centros pedagógicos de San Francisco, Priest añadió:

—Está en Oakland.

Kincaid pareció darse por satisfecho.

—Muy bien, será un placer tenerte entre nosotros, Florence —dijo.

«¡Lo conseguimos!»

—Gracias, señor —respondió la niña.

—Si hay alguna pregunta a la que pueda responder ahora, antes de que empiece la conferencia de prensa…

Priest había tenido buen cuidado en no aleccionar a Flower más de la cuenta. Si parecía cortada, tímida o se hacía un lío con las preguntas, la cosa parecería simplemente natural, se figuró; mientras que si daba la impresión de tener demasiado aplomo y llevarlo todo bien ensayado, tal vez despertara sospechas. Pero ahora experimentó un ramalazo de ansiedad acerca del comportamiento de Flower y tuvo que reprimir el apremiante impulso de dar un paso al frente y decirle lo que debía hacer. Se mordió el labio.

Flower abrió su cuaderno de notas.

—¿Está usted al frente de la investigación?

Priest se tranquilizó un poco. Flower se las arreglaría estupendamente.

—Ésta no es más que una de las múltiples investigaciones de las que tengo que estar pendiente —respondió Kincaid. Señaló al hombre del bigote negro—. Esta misión la lleva el agente especial Marvin Hayes.

Flower se volvió hacia Hayes.

—Creo que a mi escuela le gustaría saber qué clase de persona es usted, señor Hayes. ¿Podría contestar a algunas preguntas personales?

A Priest le dejó de piedra observar un toque de coquetería en el modo en que la chica ladeó la cabeza y sonrió a Hayes.

«¡Es demasiado joven para flirtear con un hombre maduro, por el amor de Dios!»

Pero Hayes picó. Pareció complacido.

—Claro, adelante —dijo.

—¿Está usted casado?

—Sí. Tengo dos hijos, un chico de poco más o menos tu edad y una niña más pequeña.

—¿Aficiones?

—Colecciono recuerdos de boxeo.

—Eso no es corriente.

—Supongo que no.

Priest se sintió simultáneamente encantado y desanimado al ver la naturalidad con que Flower se adaptaba al papel. «Se le da de perlas. Rayos, espero no haberla estado criando todos estos años para que acabe convertida en una redactora de revista barata.»

Examinó a Hayes mientras el agente respondía a las inocentes preguntas de Flower. Era su rival. Hayes vestía correcta y esmeradamente al estilo convencional. Su traje marrón claro de entretiempo, la camisa blanca y la corbata de seda oscura habrían salido probablemente de Brooks Brothers. Calzaba zapatos de tacón bajo, relucientes de cepillo y betún y cuidadosamente atados. El cabello y el bigote también estaban perfectamente arreglados.

No obstante, Priest presintió que toda aquella apariencia ultraconservadora era falsa. La corbata resultaba demasiado llamativa, lucía un anillo de rubí demasiado grande en el dedo meñique de la mano izquierda y el bigote no dejaba de tener un sello demasiado chabacano. Además, Priest pensó que la especie de brahmán estadounidense que Hayes pretendía imitar no se hubiera presentado hecho un brazo de mar un sábado por la mañana, ni siquiera para asistir a una conferencia de prensa.

—¿Cuál es su restaurante favorito? —le preguntó Flower.

—Muchos de nosotros vamos al Everton’s, que realmente es algo más que una taberna.

La sala de conferencias se estaba llenando de hombres y mujeres con cuadernos de notas y grabadoras, fotógrafos cargados de cámaras y disparadores de flash, reporteros de radio con enormes micrófonos y un par de equipos de televisión con sus videocámaras. A medida que iban entrando, la azafata de la tablilla con sujetapapeles les hacía firmar en un libro. A Priest y Flower parecían haberles dispensado de la medida. Priest se sintió agradecido. No hubiera sabido escribir «Peter Shoebury» aunque en ello le fuese la vida.

Kincaid, el jefe, tocó a Hayes en el codo.

—Ahora tenemos que prepararnos para nuestra conferencia de prensa, Florence. Espero que te quedes a oír lo que vamos a anunciar.

—Sí, muchas gracias —dijo la niña.

—Ha sido amable de verdad, señor Hayes —añadió Priest—. Los profesores de Florence se lo agradecerán mucho.

Los agentes se dirigieron a la mesa del fondo de la sala.

«Dios mío, los hemos engatusado.»

Priest y Florence se sentaron detrás y esperaron. Se alivió la tensión de Priest. Realmente se había salido con la suya.

«Sabía que iba a hacerlo.»

Aún no había obtenido mucha información, pero confiaba en que lo que iba a anunciarse en la conferencia de prensa se la proporcionaría. Lo que sí había logrado ya era una idea acerca de la gente con la que estaba tratando. Le tranquilizó lo que acababa de comprobar. Ni Kincaid ni Hayes le habían maravillado por su brillante inteligencia. Parecían vulgares polizontes más o menos diligentes, de los que van tirando con una mezcla de rutina tenaz y corrupción accidental. Poco tenía que temer de ellos.

Kincaid se puso en pie y se presentó. Parecía seguro de sí, aunque le traicionaba cierto exceso de positivismo. Tal vez era jefe desde hacía poco tiempo.

—Quisiera empezar dejando bien clara una cosa —manifestó—. El FBI no cree que fuera un grupo terrorista quien provocó el terremoto de ayer.

Destellaron las lámparas relámpago, ronronearon las grabadoras y los periodistas garabatearon sus notas. Priest hizo un esfuerzo para evitar que la indignación asomara a su rostro. Los muy hijos de Satanás se negaban a tomarle en serio… ¡a pesar de todo!

—Ésa es también la opinión del sismólogo del estado, que me parece está preparado para atender entrevistas en Sacramento esta misma mañana.

«¿Qué tengo que hacer para convencerte? ¡Amenacé con causar un terremoto, lo desencadené y no obstante te niegas a creer que lo hiciese! ¿He de matar a alguien para que me creas?» Kincaid continuó:

—Sin embargo, se ha formulado una amenaza terrorista y el Bureau tiene intención de atrapar a sus autores. Dirige nuestra investigación el agente especial Marvin Hayes. Tienes la palabra, Marvin. Hayes se levantó. Estaba más nervioso que Kincaid. Priest lo observó al instante. Leyó mecánicamente una declaración que llevaba preparada.

—Los agentes del FBI interrogaron esta mañana, en su propio domicilio, a cinco empleados a sueldo de la Campaña pro California Verde. Dichos empleados colaboran voluntariamente con nosotros. Priest se sintió más que satisfecho. Había largado una pista falsa y los federales la estaban siguiendo.

—Los agentes han visitado también el cuartel general de la campaña, aquí en San Francisco —prosiguió Hayes—, y han examinado documentos y archivos informáticos.

En busca de pistas, peinarían la lista de direcciones postales de la organización, supuso Priest. Hayes continuó hablando, pero su parlamento era repetitivo. Los periodistas congregados en la sala plantearon preguntas y añadieron detalles y colorido, pero la historia básica no cambió. La tensión volvió a aumentar en Priest mientras permanecía sentado, impaciente, a la espera de la oportunidad de retirarse sin que reparasen en ellos. Le alegraba el hecho de que la investigación del FBI marchase por unos derroteros tan distantes —y eso que aún no habían tropezado con la segunda pista falsa—, pero le enfurecía que se negasen tercamente a dar crédito a su amenaza.

Por fin, Kincaid dio por concluida la sesión y los periodistas empezaron a levantarse y a recoger sus bártulos.

Priest y Flower echaron a andar hacia la salida, pero les salió al paso la mujer de la tablilla con sujetapapeles, que les dedicó una sonrisa radiante y dijo:

—Me parece que no han firmado, ¿verdad? —Tendió a Priest un libro y un bolígrafo—. No tienen más que poner su nombre y la entidad a la que representan.

El miedo paralizó a Priest. «¡No puedo! ¡No puedo!» «Que no cunda el pánico. Relájate.»

Ley, tor, purdoykor

—¿Señor? ¿Tendría la bondad de poner aquí su firma?

—Desde luego. —Priest tomó el libro y el bolígrafo. Luego se lo pasó a Flower—. Creo que es Florence quien debería firmar…, ella es la periodista —dijo, recordando a la chica el nombre falso. Se le ocurrió que podía habérsele olvidado el nombre del colegio al que supuestamente asistía—. Pon tu nombre y añade el de «Instituto juvenil Eisenhower».

Flower ni siquiera hizo una mueca. Escribió en el libro y se lo devolvió a la mujer.

«Y ahora, por el amor de Dios, ¿podemos irnos ya?»

—Usted también, caballero, por favor —dijo la mujer y alargó el libro a Priest.

Éste lo cogió de mala gana. ¿Y ahora qué? Si se limitaba a trazar un garabato, ella podía pedirle que añadiera su nombre con letras de imprenta; eso ya le había sucedido otras veces. Pero quizá podía declinar el honor y salir de allí tranquilamente. Al fin y al cabo, la mujer no era más que una secretaria.

Mientras vacilaba, oyó la voz de Kincaid.

— Espero que te haya resultado interesante, Florence. «Kincaid es un agente: su trabajo es ser desconfiado.»

—Sí, señor, lo ha sido —respondió Flower cortésmente.

Priest rompió a sudar bajo la camisa.

Trazó algo ilegible con su rúbrica donde teóricamente debía poner su nombre. Acto seguido, devolvió el libro a la mujer. Kincaid le pidió a Flower.

—¿Te acordarás de enviarme un ejemplar del periódico de tu instituto cuando esté impreso?

—Sí, cuente con él. «¡Vámonos! ¡Vámonos!» La mujer abrió el libro y dijo:

—Oh, señor, perdóneme, ¿le importaría escribir su nombre en letras de imprenta? Me temo que su firma no es lo que se dice clara.

«¿Y qué hago ahora?»

—Necesitas la dirección —le decía Kincaid a Florence. Sacó una tarjeta del bolsillo de la pechera de la chaqueta—. Aquí la tienes.

—Gracias.

Priest se acordó de que Peter Shoebury llevaba tarjetas comerciales. «Ésa es la solución… ¡Gracias a Dios!» Abrió la cartera y entregó a la mujer una de aquellas tarjetas.

—Tengo una letra espantosa… válgase de esto —dijo—. Tenemos que darnos prisa. —Estrechó la mano a Kincaid—. Ha sido usted verdaderamente muy amable. Me encargaré de que Florence no se olvide de enviarle el recorte.

Abandonaron la sala.

Cruzaron el vestíbulo y esperaron el ascensor. Priest se imaginó a Kincaid saliendo tras él, empuñada la pistola y diciendo:

«¿Qué clase de abogado no sabe escribir su propio nombre, tío puñetero?».

Pero llegó el ascensor, bajaron y salieron del edificio al aire libre.

—Tengo el padre más chalado del mundo —comentó Flower. Priest le sonrió:

—Eso es verdad.

—¿Por qué teníamos que dar nombres falsos?

—Bueno, nunca me ha gustado que los cerdos consigan mi verdadero nombre —repuso Priest. Pensó que la niña aceptaría esa explicación.

No ignoraba lo que sus padres sentían respecto a los polis. Pero Flower dijo:

—Bueno, pues estoy enfadada contigo. Priest frunció el entrecejo.

—¿Por qué?

—Nunca olvidaré que no hacías más que llamarme Florence —respondió ella.

Priest se la quedó mirando durante un momento y luego ambos estallaron en una carcajada.

—Vamos, chica —dijo Priest cariñosamente—. Volvamos a casa.