8

Judy Maddox conducía de regreso a casa el viernes, al término de la peor semana de su carrera en el FBI.

No lograba imaginar qué podía haber hecho para merecer aquello. Bueno, sí, le gritó al jefe, pero éste se le había mostrado innoblemente hostil antes de que ella se subiera a la parra, así que tenía que haber otro motivo. El día anterior fue a Sacramento con la sana intención de conseguir que el Bureau pareciera la viva imagen de la eficacia y competencia y, sin saber muy bien cómo, lo que hizo fue dar la impresión de desorden e impotencia. Se sentía frustrada y deprimida.

Nada bueno había sucedido desde su reunión con Al Honeymoon. Visitó y entrevistó por teléfono a profesores de sismología. Inquiría a cada uno de ellos si trabajaba en la localización de puntos de tensión crítica en las franjas de la falla. En el caso de que así fuera, ¿quién tenía acceso a sus datos? Y ¿estaba relacionada alguna de esas personas con grupos terroristas?

Los sismólogos no le proporcionaron mucha ayuda. La mayoría de los académicos actuales habían sido estudiantes durante los años sesenta y setenta, cuando el FBI pagaba a todo chivato pelotillero del campus para que actuase como espía de los movimientos de protesta. Hacía bastante tiempo de eso, pero no lo habían olvidado. Para ellos, el Bureau era el enemigo. Judy comprendía su forma de pensar, pero hubiera deseado que no fuesen tan pasivo-agresivos con los agentes que trabajaban por el interés público. Aquél era el día de la fecha límite señalada por El martillo del Edén, y no se había producido ningún terremoto. Judy experimentaba un profundo alivio, incluso aunque eso sugería que se equivocó al tomar en serio la amenaza. Tal vez significara la conclusión de todo el asunto. Se dijo que debería disfrutar de un fin de semana relajante. El tiempo era espléndido, cálido y soleado. Por la noche le prepararía a Bo un revuelto de pollo frito y descorcharía una botella de vino. Al día siguiente tendría que ir al supermercado, pero el domingo podría darse un paseo por la costa, llegarse a la bahía de Bodega, sentarse en la playa y leer un libro como una persona normal. Casi con toda seguridad el lunes le asignarían una nueva misión. Tal vez pudiera empezar de nuevo.

Pensó en llamar a su amiga Virginia y preguntarle si le apetecía ir a la playa. Ginny era su más vieja amiga. También hija de policía, de la misma edad de Judy, ejercía de directora de ventas de una empresa de seguridad. Sin embargo, Judy comprendió que no era compañía femenina lo que deseaba. Sería estupendo tumbarse sobre la arena al lado de algo con piernas velludas y voz grave. Hacía un año que se separó de Don: era la temporada más larga que había pasado sin novio, desde la adolescencia. En el colegio había sido un poco ligera de cascos, casi promiscua; cuando trabajaba en la Mutual American Insurance tuvo una aventura con su jefe; después vivió siete años con Steve Dolen y le faltó muy poco para casarse con él. Tal vez pedía lo imposible. Quizá, bien considerado todo, se trataba de que los hombres atentos eran débiles, y los fuertes, como Don Riley, acababan calzándose a la secretaria.

Repicó el teléfono del coche. No necesitaba descolgarlo: tras dos timbrazos el aparato conectaba automáticamente su sistema manos libres.

—Hola —dijo—. Aquí, Judy Maddox.

—Aquí, tu padre.

—Hola, Bo. ¿Vas a ir a cenar a casa? Podríamos… Él la interrumpió:

—Enciende la radio del coche, rápido —dijo—. Sintoniza el programa de John Truth.

«Dios, ¿qué pasa ahora?»

Accionó la tecla del aparato. Salió una emisora que daba música rock. Pulsó otro botón y dio con la estación de San Francisco que emitía John Truth en Directo. El acento nasal de Truth llenó el ámbito del coche.

Hablaba con el estilo gravemente dramático con que solía sugerir que iba a comunicar una de esas noticias importantes que estremecen al mundo.

—El sismólogo del estado de California ha confirmado que en el día de hoy se produjo un terremoto, en la fecha en que El martillo del Edén prometió provocarlo. Tuvo lugar veinte minutos después de las dos de la tarde, en el valle de Owens, exactamente donde dijo El martillo del Edén que iba a producirse cuando llamó a este programa hace unos minutos.

«Dios mío…, lo hicieron.»

Judy estaba electrizada. Olvidó su frustración y se desvaneció su abatimiento. Volvió a sentirse viva.

John Truth decía:

—Pero el mismo sismólogo estatal niega que este terremoto o cualquier otro pueda haber sido causado por un grupo terrorista.

¿Eso era cierto? Judy tenía que saberlo. ¿Qué opinaban otros sismólogos? Tenía que hacer algunas llamadas. A continuación oyó a John Truth decir:

—Dentro de un momento pasaremos la grabación del mensaje que ha dejado El martillo del Edén.

«¡Están en cinta!»

Podía ser un error fatal por parte de los terroristas. Lo ignoraban, pero una voz grabada en cinta proporcionaría una enorme cantidad de información cuando la analizase Simon Sparrow.

Truth continuó:

—Mientras tanto, ¿qué piensan ustedes? ¿Creen que el sismólogo del estado tiene razón? ¿O suponen que le está restando importancia? Quizá es usted sismólogo y tiene formado su propio criterio técnico sobre el particular. O acaso sea usted un ciudadano preocupado y cree que las autoridades tienen que inquietarse tanto como usted. En cualquier caso llame a John Truth en Directo y dígale al mundo lo que piensa usted.

Dieron paso al anuncio de una casa de muebles y Judy bajó el volumen:

—¿Sigues ahí, Bo?

—Claro.

—Lo hicieron, ¿eh?

—Eso es lo que parece.

Judy se preguntó si su padre dubitativo o sólo era cauto.

—¿Qué te dice tu instinto?

Bo le dio otra respuesta ambigua:

—Que esos individuos son muy peligrosos. Judy trató de aquietar el ritmo acelerado y enfocar la mente sobre lo que convenía hacer a continuación.

—Será mejor que llame a Brian Kincaid…

—¿Qué vas a decirle?

—Le daré la noticia… Un momento. —Bo trataba de argumentar algo—. No crees que deba llamarle.

—Creo que deberías llamar a tu jefe cuando tuvieses algo que no se pueda obtener a través de la radio.

—Tienes razón. —Judy empezó a sentirse cada vez más tranquila a medida que repasaba las posibilidades—. Me parece que regresaré al trabajo.

Dio media vuelta.

—De acuerdo. Estaré en casa dentro de una hora o algo así. Llámame si quieres cena.

Judy experimentó un ramalazo de afecto hacia él. Se manifestaba sinceramente de corazón.

—Gracias, Bo. Eres un padre fenomenal.

El hombre se echó a reír.

—Tú también eres una hija fenomenal. Hasta luego.

—Hasta luego.

Pulsó el botón que cortaba la llamada y aumentó el volumen de la radio.

Oyó una voz baja, sexy, que decía:

—Aquí, El martillo del Edén, con un mensaje para el gobernador Mike Robson.

La imagen que acudió al cerebro de Judy fue la de una mujer madura, de pechos voluminosos y amplia sonrisa, agradable pero un poco como actuante improvisada.

«¿Ése es mi enemigo?»

El tono cambió y la mujer murmuró:

—Mierda. No esperaba tener que hablar a una grabadora. «No es la mente organizada que está detrás de todo esto. Demasiado atolondrada. Recibe instrucciones de alguien más.» La mujer recobró su voz formal para proseguir:

—Tal como prometimos, hoy hemos provocado un terremoto, cuatro semanas después de nuestro último mensaje. Se produjo en el valle de Owens, poco después de las dos, pueden comprobarlo.

Un tenue ruido de fondo la hizo vacilar. «¿Qué ha sido eso? Simon lo descubrirá.» Al cabo de un segundo, la mujer continuó:

—No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos. Ahora que sabe que somos capaces de cumplir lo que decimos que podemos hacer, será mejor que recapacite en lo que se refiere a nuestra demanda. Anuncie el bloqueo inmediato de toda construcción de nuevas centrales eléctricas en California. Tiene siete días para tomar su determinación.

«¡Siete días! La otra vez nos dieron cuatro semanas.»

—A partir de entonces desencadenaremos otro terremoto. Pero el próximo no será en medio de ninguna parte. Si nos obligan, causaremos daño de verdad.

«Una escalada de las amenazas cuidadosamente calculada. Jesús, esa gente me asusta.»

—No nos gusta, pero es el único camino. Por favor, háganos caso, para que esta pesadilla pueda terminar.

Tomó la palabra John Truth.

—Oyeron la voz de El martillo del Edén, el grupo que afirma haber provocado el terremoto que sacudió a primeras horas de la tarde el valle de Owens.

Judy tenía que hacerse con la cinta. Volvió a bajar el volumen de la radio y marcó el número particular de Raja. Era soltero, podía renunciar a su velada del viernes.

Cuando descolgó, ella dijo:

—Hola, soy Judy.

—¡No puedo! ¡Tengo entradas para la ópera! —fue la reacción automática de Raja.

Judy titubeó, para luego optar por seguir el juego.

—¿Qué representan?

—Pues… La boda de Macbeth.

Judy reprimió la carcajada.

—¿De Ludwig Sebastian Wagner?

—Exacto.

—No existe tal opera, ni existe tal compositor. Esta noche trabajas.

—Mierda.

—¿Por qué no te inventaste un grupo de rock? Te hubiera creído.

—Me olvido siempre de la edad que tienes.

Ella se echó a reír. Raja tenía veintiséis años. Judy, treinta y seis.

—¿Cuál es la misión?

Raja no parecía demasiado reacio. Judy volvió a la seriedad.

—Está bien, aquí lo tienes. Esta tarde hubo un terremoto en la parte oriental del estado y El martillo del Edén reivindica haberlo provocado.

—¡Toma ya! ¡Quizá esa gente vaya en serio!

Daba la impresión de sentirse más complacido que asustado. Era joven y entusiasta, y tampoco había echado una reflexiva mirada a las implicaciones.

—John Truth acaba de retransmitir un mensaje en cinta grabado por los perpetradores del movimiento sísmico. Necesito que vayas a la emisora y consigas esa cinta.

—Ya estoy en marcha.

—Asegúrate de que te dan el original, no una copia. Si se te resisten y te ponen pegas, diles que puedes conseguir una orden judicial en cuestión de una hora.

—Nadie se me resiste. Soy Raja, ¿recuerdas?

Cierto. Era encantador.

—Lleva la cinta a Simon Sparrow y dile que necesito que me entregue algo mañana por la mañana.

—Hecho.

Judy cortó la comunicación y conectó de nuevo el programa de John Truth. El locutor decía:

un seísmo menor, entre paréntesis, de magnitud cinco a seis.

«¿Cómo diablos lo hicieron?»

—No ha habido desgracias personales, ni han sufrido daños edificios u otras propiedades, pero el temblor de tierra lo percibieron de manera inequívoca los habitantes de Bishop, Bigpine, Independence y Lone Pine.

Algunas de esas personas deben de haber visto a los causantes del terremoto durante las últimas horas, comprendió Judy. Tenía que trasladarse allí y empezar a entrevistar al personal cuanto antes. ¿Dónde se produjo exactamente el terremoto? Necesitaba hablar con un experto.

La opción más evidente era el sismólogo del estado. Sin embargo, el hombre parecía tener una mente cerrada. Ya había eliminado sin más la posibilidad de que el movimiento sísmico fuera obra humana. Eso la preocupó. Quería alguien predispuesto a considerar todas las posibilidades. Pensó en Michael Quercus. Podía ser un sujeto fastidioso, pero no le arredraba especular. Además, estaba precisamente al otro lado de la bahía, en Berkeley, mientras que el sismólogo del estado se encontraba en Sacramento.

Pero si se presentaba en su casa sin cita previa, tal vez se negara a recibirla. Al tiempo que exhalaba un suspiro, Judy marcó el número.

Tardó un rato en contestar y Judy supuso que debía de estar fuera de casa. El sismólogo descolgó el auricular al cabo de seis timbrazos.

—Quercus…

El tono indicaba el fastidio que le producía la interrupción.

—Aquí, Judy Maddox, del FBI. Necesito hablar con usted. Es urgente y me gustaría ir a su domicilio ahora mismo.

—Eso es imposible de todo punto. Estoy acompañado.

«Ya podía haberme dado cuenta de que eres un tío difícil.»

—¿Tal vez cuando haya acabado su reunión?

—No es ninguna reunión, y no habrá acabado hasta el domingo.

«Sí, claro.»

Judy supuso que tendría allí a una mujer. Pero en la primera entrevista le había dicho que no salía con nadie. Por alguna razón, Judy recordaba sus palabras exactas: «Estoy separado de mi esposa y no tengo novia». Quizá le había mentido. O acaso estuviera con alguna chica nueva. Pero no parecía ser una relación reciente, si pensaba pasar con ella el fin de semana. Por otra parte, Quercus era lo suficientemente arrogante como para dar por supuesto que una muchacha se iría a la cama con él en la primera cita, y también era lo bastante atractivo como para que probablemente muchas lo hicieran.

«No sé por qué me intereso tanto por su vida amorosa.»

—¿Ha escuchado la radio? —le preguntó—. Se ha producido un terremoto y el grupo terrorista del que hablamos afirma haberlo desencadenado.

—¿Ah, sí? —Parecía intrigado, en contra de su voluntad—. ¿Me está diciendo la verdad?

—Eso es lo que quiero tratar con usted.

—Comprendo.

«Venga, testarudo hijo de tal…, cede, por una vez en la vida.»

—Es realmente importante, profesor.

—Me gustaría ayudarla… pero esta noche no es posible, de verdad… No, espere. —La voz de Quercus llegó sofocada al haber cubierto el hombre con la mano el micrófono telefónico, pero Judy pudo distinguir las palabras—. ¡Eh! ¿Has conocido alguna vez a un agente del FBI de verdad, de carne y hueso? Judy no oyó la respuesta, pero al cabo de unos segundos Quercus le dijo—: Está bien, a la persona que tengo invitada le gustaría conocerla. Venga.

A Judy no le sedujo la idea de que la exhibiesen como una especie de fenómeno de circo, pero en aquel punto no iba a poner inconvenientes y decirlo.

—Gracias. Estaré ahí dentro de veinte minutos. Cortó la comunicación.

Mientras cruzaba el puente reflexionó sobre la circunstancia de que ni Raja ni Michael parecían asustados. Raja estaba exaltado, Michael intrigado. Ella también se sentía electrizada por la súbita reanimación del caso; pero cuando se acordaba del terremoto de 1989, de las imágenes televisadas de los obreros rescatando cadáveres de entre los escombros de la derruida autovía Nimitz de dos niveles, en Oakland, y pensaba en la posibilidad de que un grupo terrorista tuviese capacidad para hacer una cosa así, el presagio le oprimía y le helaba el corazón.

Para aligerarse el cerebro intentó adivinar el aspecto que pudiera tener el ligue de Michael Quercus. Había visto un retrato de su esposa, una impresionante pelirroja, con figura de supermodelo y rostro enfurruñado. «Al parecer le gusta lo exótico.» Pero habían roto, así que quizá no era realmente su tipo. Judy se lo imaginaba con una mujer tipo profesora, con gafas modernas de cerco delgado, pelo corto y sin maquillaje. Por otro lado, esa clase de mujer no cruzaría la calle para conocer a un agente del FBI. Lo más probable era que hubiese elegido una cabeza de chorlito despampanante de las que se dejan impresionar con facilidad. Judy se imaginó una muchacha vestida con prendas ajustadas, que fumaba y mascaba chicle al mismo tiempo y que, tras lanzar una mirada al apartamento, preguntaba:

«¿Has leído todos esos libros?».

«No sé por qué me obsesiono tanto con su novia, cuando tengo tantas otras cosas de las que preocuparme.»

Llegó a la calle de Euclides y aparcó bajo el mismo magnolio de la otra vez. Tocó el timbre, Michael Quercus le abrió la puerta y ella entró en el edificio. El hombre se acercó a la puerta del piso, descalzo y con aire de estar pasando un fin de semana agradable y cómodo en sus vaqueros azules y camiseta de manga corta. «Una chica puede pasar un fin de semana divertido tonteando con él.» Judy le siguió al estudio-sala de estar.

Allí, ante su asombro, vio a un niño de unos cinco años, pecoso y de pelo rubio, vestido con un pijama rebosante de dinosaurios estampados. Al cabo de unos segundos le reconoció como el chico de la fotografía de encima de la mesa. El hijo de Michael. Era su invitado del fin de semana. Se sintió un poco violenta consigo misma por haber imaginado a aquella rubia con la cabeza llena de pájaros. «Fui un tanto injusta contigo, profesor.»

—Dusty —dijo Michael—, te presento al agente especial Judy Maddox.

El chiquillo le estrechó la mano educadamente y preguntó:

—¿De verdad eres del FBI?

—Sí, de verdad.

—¡Caray!

—¿Quieres ver mi placa?

La sacó del bolso que llevaba colgando del hombro y Dusty la retuvo con reverencia.

—A Dusty le encanta ver Expediente X —dijo Michael.

Judy sonrió.

—Yo no trabajo en el Departamento de Aeronaves Extraterrestres, sólo persigo criminales terrícolas corrientes.

—¿Me enseñas tu pistola? —dijo Dusty.

Judy titubeó. Sabía que a los chavales les fascinan las armas de fuego, pero no le hacía gracia estimular tal interés. Consultó a Michael con la mirada, pero éste se encogió de hombros. Judy se desabotonó la chaqueta y sacó el arma de la funda sobaquera.

Mientras lo hacía, sorprendió la mirada que Michael lanzó sobre sus pechos y notó un súbito ramalazo sexual. Ahora que no hacía gala de su hosquedad resultaba algo así como atractivo, con sus pies descalzos y suelta la camiseta de manga corta.

—Las armas son muy peligrosas, Dusty —dijo Judy—, así que no te la voy a dejar, pero puedes mirarla. La cara de Dusty, al contemplar la pistola, tenía la misma expresión que la de Michael cuando ella se abrió la chaqueta. La idea le hizo sonreír.

Al cabo de un momento volvió a enfundar el arma. Con aplicada cortesía, Dusty invitó:

—Íbamos a tomar unos pocos Cap’n Crunch, ¿Te apetece acompañarnos?

Judy se moría de ganas de interrogar a Michael cuanto antes, pero tuvo la intuición de que el geólogo se mostraría más propicio si ella se mostraba paciente y a tono con la situación.

—Muy amable —dijo—. La verdad es que tengo hambre y me encantará tomar un puñado de Cap’n Crunch.

—Vamos a la cocina.

Los tres tomaron asiento ante la mesa con superficie de plástico de la cocinita e hicieron los honores a los cereales de desayuno, con leche, servidos en tazones de brillante porcelana azul. Judy se dio cuenta de que realmente estaba hambrienta: hacía bastante que quedó atrás la hora de la cena.

—Dios mío —exclamó—, ya no me acordaba de lo estupendos que son los Cap’n Crunch.

Michael rio. A Judy le maravillaba el cambio que había experimentado. Se mostraba relajado y simpático. Parecía una persona radicalmente distinta al individuo malhumorado que la obligó a volver a la oficina y telefonearle para solicitar audiencia. A Judy empezó a caerle bien.

Concluida la cena, Michael aprestó a Dusty para que se fuera a la cama. El niño preguntó a su padre:

—¿Puede contarme un cuento la agente Judy?

Judy reprimió su impaciencia. «Dispongo de siete días. Puedo esperar unos minutos más.»

—Creo que es tu papá quien está deseando contarte un cuento —dijo—, porque no tiene ocasión de hacerlo tan a menudo como le gustaría.

—No pasa nada. —Michael sonrió—. Actuaré de oyente.

Pasaron al dormitorio.

—No sé muchos cuentos, pero recuerdo uno que solía contarme mi mamá —dijo Judy—. Es la leyenda del dragón bondadoso. ¿Te gustaría escucharlo?

—Sí, por favor —pidió Dusty.

—A mí también —se sumó Michael.

—Érase una vez, hace mucho, muchísimo tiempo, un dragón bondadoso que vivía en China, que es de donde proceden todos los dragones. Un día, el dragón bondadoso echó a andar y siguió andando y andando. Anduvo tanto que salió de China y se perdió en el desierto.

»Al cabo de muchos días llegó a otra tierra, que estaba muy lejos, al sur. Era el país más bonito que habían visto jamás sus ojos, con bosques, montañas, valles fértiles y ríos en los que chapotear.

»Había palmeras y morales cargados de fruta en sazón. La temperatura siempre era cálida y siempre soplaba una brisa muy agradable.

»Pero tenía un defecto. Era una tierra deshabitada. No vivía nadie allí: ninguna persona, ningún dragón. Así, aunque al dragón bondadoso le gustaba mucho aquella tierra, se sentía solo, terriblemente solo.

»Sin embargo, no sabía cómo volver a casa, de modo que vagó y vagó por allí, en busca de alguien que le hiciese compañía. Por fin, un día afortunado encontró a la única persona que vivía en aquella tierra: una princesa de las hadas. Era tan hermosa que el dragón se enamoró de ella al instante. La princesa también se sentía sola y aunque el dragón tenía un aspecto horrible, su corazón era bueno, de modo que se casaron.

»El dragón bondadoso y el hada princesa se querían y tuvieron cien hijos. Todos los hijos eran valientes y buenos como su padre el dragón y hermosos como su madre la princesa de las hadas.

»El dragón bondadoso y el hada princesa cuidaron de sus hijos hasta que fueron mayores. Y entonces, súbitamente, los padres desaparecieron. Se marcharon a vivir eternamente, en amor y armonía, al mundo de los espíritus. Y los hijos se convirtieron en el pueblo valiente, bueno y hermoso de Vietnam. Y de allí, de ese país, es de donde vino mi mamá.

Dusty tenía unos ojos como platos.

—¿De verdad?

Judy sonrió.

—No sé, quizá.

—De todas formas, es un cuento precioso —apreció Michael.

Le dio a Dusty un beso de buenas noches.

En el momento en que Judy salía del cuarto oyó susurrar a Dusty:

—Es muy simpática, ¿verdad?

—Sí —contestó Michael.

De nuevo en el salón, Michael dijo:

—Gracias. Ha sido estupenda con él.

—No resultó difícil. Es un encanto.

Michael asintió.

—Lo ha heredado de su madre.

Judy sonrió.

—Observo que no lo discute. —Michael hizo una mueca.

—No conozco a su esposa. En la fotografía parece muy bonita.

—Lo es. E… infiel.

Era una confidencia inesperada al venir repentinamente de un hombre al que ella consideraba orgulloso. Le cobró cierto afecto. Pero no supo qué responderle.

Tras un momento de silencio, Michael manifestó:

—Ya tiene bastante de familia Quercus. Hábleme del terremoto.

«Por fin.» —Tuvo lugar en el valle de Owens a las dos y veinte de esta tarde.

—Comprobemos el sismógrafo.

Michael se sentó a la mesa y empezó a teclear en el ordenador. Judy se sorprendió con la mirada puesta en los pies descalzos del sismólogo. Hay hombres que tienen pies desagradables, pero aquéllos estaban bien formados y parecían fuertes, con las uñas perfectamente cortadas. La piel era blanca y cada dedo gordo tenía encima una minúscula mata de pelo oscuro. Michael no se percató del escrutinio.

—Cuando sus terroristas formularon la amenaza, hace cuatro semanas, ¿especificaron el punto donde provocarían el terremoto?

—No.

—Hummm. En la comunidad científica decimos que para que un pronóstico de terremoto tenga éxito ha de precisar fecha, localización y magnitud. Su gente sólo dio la fecha. Lo cual no es muy convincente. Se produce un terremoto en «algún punto» de California cada día, más o menos. Tal vez ellos reivindicaron la responsabilidad de algo que sucedió de modo natural.

—¿Puede precisarme el lugar exacto donde se produjo el movimiento sísmico de hoy?

—Sí. Puedo determinar el epicentro calculándolo por triangulación. Lo cierto es que el ordenador lo hace automáticamente. No tengo más que marcar las coordenadas.

Un instante después, la impresora empezó a zumbar.

—¿Hay algún modo de saber cómo se disparó el terremoto? —preguntó Judy.

—¿Quiere decir si puedo averiguar a través del gráfico si fue causado por un agente humano? Sí, debería conseguirlo.

—¿Cómo?

Pulsó la tecla del ratón e hizo girar la pantalla del monitor para que quedase de cara a Judy.

—A un terremoto normal lo preceden siempre una serie de sacudidas o pequeños temblores previos, de intensidad ascendente, que pueden captarse en el sismógrafo. En cambio, cuando el terremoto lo provoca una explosión, no hay aumento gradual de intensidad: el gráfico empieza con una espiga característica.

Volvió a su computadora.

Probablemente es un buen maestro, se dijo Judy. Explicaba las cosas con claridad. Pero sería implacablemente intolerante con los alumnos desatentos. Plantearía exámenes o pruebas por sorpresa y se negaría a admitir a los que llegasen tarde a sus clases.

—Es extraño —observó Quercus.

Judy miró a la pantalla por encima del hombro de Michael.

—¿Qué es extraño?

—El sismógrafo.

—No veo la espiga.

—No. No hubo explosión.

Judy no supo si sentirse aliviada o decepcionada.

—¿De modo que el terremoto se produjo por causas naturales?

Michael sacudió la cabeza.

—No estoy seguro. Hubo sacudidas previas, sí. Pero es la primera vez que observo esa clase de sacudidas.

Judy se sentía desilusionada. Quercus había prometido aclararle si la reivindicación de El martillo del Edén era o no plausible. Ahora se expresaba enloquecedoramente inseguro.

—¿Qué tienen de peculiar esas sacudidas previas? —preguntó.

—Son demasiado regulares. Parecen artificiales.

—¿Artificiales?

Michael asintió con la cabeza.

—Ignoro qué es lo que ha causado esas vibraciones, pero no parecen naturales. Creo que sus terroristas hicieron algo. Sólo que no sé qué es.

—¿Puede averiguarlo?

—Eso espero. Llamaré a unas cuantas personas. Conozco un montón de sismólogos que estarán estudiando ya estas lecturas. Entre todos seremos capaces de averiguar qué significan.

No parecía excesivamente seguro, pero Judy supuso que tendría que conformarse con aquello, de momento. Esa noche había podido sacarle a Michael todo lo que le era posible conseguir. Ahora necesitaba ir a la escena del crimen. Tomó la hoja que había salido de la impresora.

Mostraba una serie de referencias cartográficas.

—Gracias por recibirme —dijo—. No sabe cuánto se lo agradezco.

—Ha sido un placer.

Dedicó a Judy una sonrisa de doscientos vatios y dos hileras de brillantes dientes blancos.

—Que disfrute de su fin de semana con Dusty.

—Gracias.

Judy subió a su automóvil y emprendió el regreso a la ciudad. Iría a la oficina y consultaría en Internet los horarios de las compañías aéreas, para comprobar los posibles vuelos que hubiera por la mañana con destino a algún aeropuerto próximo al valle de Owens. También precisaba enterarse de quién era el agente con jurisdicción sobre el valle de Owens para consultar con él acerca de lo que ella estaba haciendo. Después llamaría al sheriff local para ponerlo de su parte.

Llegó al 410 de la avenida Golden Gate, estacionó el vehículo en el garaje subterráneo y cogió el ascensor. Oyó voces al pasar por delante del despacho de Brian Kincaid. Debía de estar trabajando hasta tarde.

Era un momento tan bueno como cualquier otro para ponerle al corriente. Entró en la antesala y dio unos toquecitos a la puerta del despacho interior.

—Adelante —permitió Kincaid.

Judy entró. El alma se la cayó a los pies al ver que Kincaid estaba con Marvin Hayes. Marvin y ella no se podían ver ni en pintura. Estaba sentado delante de la mesa, vestido con traje marrón, camisa blanca y corbata negra y dorada. Era un hombre bien parecido, de pelo moreno, cortado al cepillo, y bigote esmeradamente recortado. Parecía la imagen de la competencia, pero lo cierto es que representaba lo que no debía ser un agente de la ley: era perezoso, brutal, descuidado y carente de escrúpulos. Por su parte, consideraba a Judy una relamida.

Por desgracia, a Brian Kincaid le gustaba, y Brian era el jefe. Los dos hombres parecieron sorprendidos y culpables cuando Judy entró en el despacho. La muchacha comprendió que sin duda estaban hablando de ella. Con la intención de que se sintiesen aún peor, preguntó:

—¿Interrumpo algo?

—Hablábamos del terremoto —dijo Brian—. ¿Oíste las noticias?

—Naturalmente. He estado trabajando en ello. Acabo de entrevistarme con un sismólogo que dice que las sacudidas previas son algo que no había visto hasta la fecha, aunque está seguro de que son artificiales. Me ha dado el mapa con las coordenadas de la localización exacta del temblor de tierra. Quiero ir mañana por la mañana en busca de testigos.

Los dos hombres intercambiaron una mirada significativa.

—Judy, nadie puede causar un terremoto —dijo Brian.

—Eso no lo sabemos.

—He hablado esta noche con dos sismólogos —intervino Marvin— y ambos me han dicho que eso es imposible.

—Los científicos disienten…

—Creemos que ese grupo nunca ha estado cerca del valle de Owens —manifestó Brian—. Se han enterado de que se produjo el movimiento sísmico y se atribuyen el mérito.

Judy frunció el entrecejo.

—Ésta es mi misión —dijo—. ¿Cómo es que Marvin se entrevista con sismólogos?

—Este caso ha adquirido una importancia de primera categoría —dijo Brian.

Judy adivinó lo que iba a seguir y el corazón se le llenó de furia impotente.

—Incluso aunque estamos convencidos de que El martillo del Edén no puede hacer lo que dice, sí están en condiciones de conseguir ingentes cantidades de publicidad. No te considero a la altura de las circunstancias para llevar este asunto.

A Judy le costó una enormidad dominar su cólera.

—No puedes retirarme de la misión sin motivo.

—Ah, tengo un motivo —afirmó Brian. Cogió un fax de encima de la mesa—. Ayer mantuviste un altercado con un agente de la Patrulla de Carreteras de California. Te paró por exceso de velocidad. Según esto, te negaste a cooperar, te mostraste insultante y no quisiste enseñarle el permiso de conducir.

—¡Por el amor de Dios, le mostré mi placa!

Brian pasó por alto sus palabras. Judy comprendió que no le interesaban los detalles. El incidente con el agente de la Patrulla de Carreteras de California no era más que un pretexto.

—Estoy organizando una brigada especial para que se encargue de El martillo del Edén —continuó Kincaid. Tragó saliva nerviosamente, alzó el mentón con gesto agresivo y dijo—: He pedido a Marvin que se ponga al frente de ella. No necesitará tu ayuda. Estás fuera del caso.