7

Priest necesitaba actividad física para evitar que la tensión le volviese loco. Concluida la reunión en el templo se fue al viñedo y se puso a escardar. Era un día caluroso, no tardó en romper a sudar y se quitó la camisa. Star trabajaba a su lado.

Al cabo de aproximadamente una hora, la mujer consultó su reloj.

—Es hora de tomarse un descanso —dijo—. Vamos a escuchar el diario hablado.

Se sentaron en el coche de Priest y conectaron la radio. El boletín de noticias fue idéntico al que habían oído anteriormente. Priest rechinó los dientes, desilusionado.

—¡Maldita sea, el gobernador tiene que decir algo en seguida!

—No vamos a esperar que ceda sin más ni más a las primeras de cambio, ¿verdad? —comentó Star.

—No, pero pensé que habría algún mensaje, aunque sólo fuera, quizá, un asomo de concesión. Rayos, la idea de congelar toda nueva planta de energía nuclear no es exactamente un absurdo. Es muy probable que millones de habitantes de California estén de acuerdo con ella.

Star asintió.

—Mierda, en Los Ángeles ya es peligroso respirar por culpa de la contaminación, ¡por el amor de Dios! No puedo creer que la gente quiera realmente vivir en esas condiciones.

—Pero no ocurre nada.

—Bueno, desde el principio pensamos que sería necesario hacer una demostración antes de que nos escucharan.

—Sí. —Priest titubeó, antes de estallar—: Supongo que me asusta la posibilidad de que no funcione.

—¿El vibrador sísmico?

Priest volvió a vacilar. No habría sido tan sincero con otra persona que no fuese Star, e incluso con ella medio lamentaba ya haber confesado tan sinceramente sus dudas. Pero había empezado, así que lo mismo podía terminar.

—Todo el asunto —dijo—. Tiemblo ante la idea de que no haya terremoto, en cuyo caso estaremos perdidos.

Star parecía un poco sorprendida, Priest no dejó de notarlo. Se había acostumbrado a tener una confianza ciega en él respecto a todo lo que Priest hacía. Pero éste nunca había intentado nada como aquello.

De vuelta a la viña, Star pidió:

—Haz algo esta noche con Flower.

—¿Qué quieres decir?

—Dedícale un rato. Haz algo con ella. Siempre estás jugando con Dusty.

Dusty tenía cinco años. Era fácil divertirse con él. Todo le fascinaba. Flower había cumplido los trece, una edad en la que todo lo que hacían los adultos parecía estúpido. Priest estaba a punto de decirlo cuando comprendió que las palabras de Star tenían otro motivo.

«Cree que puedo morir mañana.»

Tal pensamiento le sacudió como un puñetazo. No ignoraba que el plan del terremoto era peligroso, desde luego, pero lo consideró principalmente como un peligro para él, aparte el riesgo de dejar a la comuna sin dirigente. No se le pasó por la imaginación que Flower iba a quedarse sola en el mundo a la edad de trece años.

—¿Qué puedo hacer con ella?

—Quiere aprender a tocar la guitarra.

Eso resultaba una novedad para Priest. Tampoco era precisamente un gran guitarrista, pero sabía tocar canciones populares y blues sencillos, lo que era suficiente como punto de partida.

—Vale, empezaremos esta noche.

Reanudaron el trabajo, pero unos minutos después lo interrumpieron, cuando Slow, con una sonrisa de oreja a oreja, gritó:

—¡Eh, mirad quién viene por ahí!

La mirada de Priest atravesó el viñedo. La persona que estaba esperando era Melanie. La mujer había ido a San Francisco para llevar a Dusty con su padre. Era la única preparada para indicar a Priest el punto exacto donde debía utilizarse el vibrador sísmico, y Priest no se sentiría cómodo de nuevo hasta que ella estuviese de vuelta. Pero era demasiado pronto para que llegase y, de todas formas, Slow no se hubiera exaltado tanto de tratarse de Melanie.

Priest vio un hombre que bajaba por la ladera del monte; le seguía una mujer con un niño en brazos. Priest frunció el entrecejo. A menudo pasaba un año sin que apareciese por el valle un solo visitante. Aquella mañana se había presentado el polizonte; ahora aquellas personas. ¿Pero eran desconocidos? Entornó los párpados. La manera ondulante de andar del hombre le resultaba terriblemente familiar. Al acercarse las figuras, Priest exclamó:

—¡Dios mío! ¿No es Bones?

—¡Sí, es Bones! —confirmó Star, encantada—. ¡Santo cielo! Echó a correr hacia los recién llegados. Spirit se unió al entusiasmo y salió al trote rápido tras ella, sin escatimar ladridos.

Priest los siguió más despacio. Bones, que en realidad se llamaba Billy Owens, era comedor de arroz. Pero le gustaban las cosas tal como iban en la comuna antes de la llegada de Priest. Lo ideal para él era vivir al día, tal como se desarrollaba la existencia en los días iniciales de la comuna. Las crisis constantes constituían una gozada para él y le gustaba emborracharse, drogarse o hacer las dos cosas a la vez, antes de que hubieran pasado dos horas desde que se despertaba. Tocaba la armónica con maniática brillantez y era el mendigo callejero de más éxito de todos los del grupo. No había ingresado en la comuna para trabajar, someterse a una disciplina y asistir a un acto diario de culto. De modo que al cabo de un par de años, cuando quedó claro que el régimen era permanente, Bones se marchó.

Priest-Star.

No habían vuelto a verle desde entonces. Ahora, pasados más de veinte años, volvía.

Star le echó los brazos al cuello, lo apretó fuerte contra sí y le besó en la boca. Los dos habían sido pareja formal durante una temporada. Por aquellas fechas, todos los hombres de la comuna se acostaron con Star, pero la mujer tenía una debilidad especial por Bones. Priest experimentó un ramalazo de celos mientras observaba a Bones apretar contra el suyo el cuerpo de Star.

Cuando se separaron, Priest tuvo ocasión de comprobar que Bones no tenía buen aspecto. Siempre había sido un hombre delgado, pero ahora parecía esquelético de veras, como a punto de morir de inanición. Tenía una pelambrera desgreñada y una barba dispersa, pero ahora la barba estaba enmarañada y el pelo parecía caérsele a puñados. La suciedad cubría sus pantalones vaqueros y la camiseta de manga corta y uno de los tacones de sus botas vaqueras estaba desgastado casi por completo.

«Lo tenemos aquí porque está en apuros.»

Bones presentó a la mujer con el nombre de Debbie. Era más joven que él, no tendría más de veinticinco años y se la podía considerar bonita si no se era exigente. La criatura era un niño de unos dieciocho meses. Tanto la mujer como el chico estaban tan delgados y tan sucios como Bones.

Era la hora de la comida del mediodía. Llevaron a Bones a la cocina. El almuerzo consistía en un guiso a base de cebada perlada sazonado con hierbas de la huerta. Debbie comió vorazmente y alimentó al crío, pero Bones se limitó a tomar un par de cucharadas y luego encendió un cigarrillo. Había un montón de cosas que evocar, anécdotas de los viejos tiempos.

—Os diré cuál es mi recuerdo preferido —dijo Bones—. Una tarde, en la falda del monte que se ve allí, Star me explicó cómo se practica el cunnilingus. —Un murmullo de risas se elevó alrededor de la mesa. Unas risas ligeramente embarazosas, pero Bones no se dio cuenta de ese detalle y continuó—: Yo tenía veinte años y no conocía a nadie que hiciera tal número. ¡Me sorprendió mucho! Pero Star me hizo probarlo. ¡Y qué sabor! ¡Ufff!

—Había un montón de cosas que ignorabas —dijo Star—. Recuerdo que solías decirme que no acababas de entender por qué te levantabas por la mañana con dolor de cabeza, y tuve que explicarte que eso ocurría siempre que te acostabas borracho la noche anterior. Desconocías el significado de la palabra «resaca».

Se las había arreglado para cambiar hábilmente el tema de conversación. En los viejos tiempos resultaba perfectamente normal hablar de cunnilingus en la mesa, pero las cosas habían cambiado mucho desde que Bones se marchó. Nadie propuso nunca que las charlas fueran menos escabrosas, pero sucedió con toda naturalidad cuando los niños empezaron a entender las cosas.

Bones se mostraba un tanto descarado, reía mucho, se esforzaba en caer bien, se removía nervioso, encadenaba los pitillos.

«Quiere algo. No tardará mucho en decirme qué es.»

Mientras quitaban la mesa y fregaban los cacharros, Bones se llevó a Priest a un aparte.

—Tengo algo que quiero enseñarte. Vamos.

Al paso, Priest tomó una bolsita de marihuana y un librito de papel de fumar. Los miembros de la comuna no fumaban droga durante el día, porque reducía el ritmo de trabajo en la viña, pero aquél era un día especial, y Priest experimentó la necesidad de calmar los nervios. Al tiempo que ascendían monte arriba, entre los árboles, lio un canuto con la destreza hija de la larga práctica. Bones se humedeció los labios.

—¿No tienes algo con, digamos, algo que te endiñe una buena sacudida, que te largue un buen viaje?

—¿A qué le das estos días, Bones?

—Un poco de azúcar moreno de vez en cuando, ya sabes, me mantiene la cabeza clara.

Heroína.

De modo que era eso. Bones había degenerado en drogata.

—Aquí no tenemos caballo —dijo Priest—. Nadie lo consume.

«Y largaría con viento fresco a cualquiera que lo hiciese, antes de que tú abrieses la boca.»

Priest encendió el porro.

Cuando llegaron a la explanada donde estaban aparcados los coches, Bones dijo:

—Ahí lo tienes.

Al principio, Priest no logró determinar qué era exactamente lo que veía. Se trataba de un camión, ¿pero de qué clase? Llevaba pintado un alegre dibujo con brillantes colores rojo y amarillo, y, en la parte lateral, un monstruo que despedía fuego por la nariz y un letrero escrito con los mismos tonos alegres.

Bones estaba enterado de que Priest no sabía leer, así que explicó:

La Boca del Dragón. Un tiovivo.

Priest lo comprendió entonces. Infinidad de atracciones de feria iban montadas en camiones. El motor del vehículo impulsaba al tiovivo cuando funcionaba. Luego, esas partes giratorias podían plegarse sobre el camión y éste se conducía a donde se montaba la feria siguiente.

Priest le pasó el porro y preguntó:

—¿Es tuyo?

Bones le dio una larga calada al canuto, retuvo el humo un momento y luego lo exhaló y repuso:

—Durante diez años he vivido a costa de él. Pero necesita una reparación y no tengo dinero para que lo arreglen. De modo que he de venderlo.

Priest comprendió entonces a dónde quería ir a parar. Bones dio otra chupada al porro, pero no lo devolvió.

—Probablemente vale cincuenta mil dólares, pero sólo pido diez mil.

Priest asintió con la cabeza.

—Parece un buen negocio… para alguien.

—Quizá vosotros deberíais comprarlo —dijo Bones.

—¿Y qué coño iba a hacer yo con una atracción de feria, Bones?

—Es una buena inversión. Si tienes un año malo con el vino, siempre os quedará el recurso de salir con el tiovivo y ganar algún dinero.

A veces tenían años malos. Cuando a la meteorología le daba por fallarles, no les era posible enmendarle la plana. Pero Paul Beales siempre estaba dispuesto a concederles crédito. Creía en los ideales de la comuna, a pesar incluso de que había sido incapaz de atenerse a ellos. Y sabía que al año siguiente iba a haber otra vendimia.

Priest sacudió la cabeza.

—Ni hablar. Pero te deseo suerte, compañero. Sigue probando, acabarás por encontrar comprador.

Bones debía saber que había sido un intento difícil, pero ello no fue óbice para que se mostrara empavorecido.

—Eh, Priest, ¿quieres conocer la verdad del asunto?… Estoy con el agua al cuello. ¿Puedes prestarme mil pavos? Con eso podría levantar cabeza.

«Te llenarías de droga hasta la cabeza, quieres decir. Luego, al cabo de unas fechas, estarías otra vez como al principio, como ahora.»

—No tenemos dinero —dijo Priest—. Aquí no lo utilizamos, ¿es que no te acuerdas?

Bones puso cara de tío astuto.

—Tienes un escondite en alguna parte, ¡venga ya!

«¿Y crees que voy a hablarte de ello?»

—Lo siento, colega, no puedo ayudarte. Bones inclinó la cabeza.

—Esto es una putada, tío. Quiero decir, que estoy en un apuro serio.

—Y no intentes jugármela por la espalda y pedírselo a Star, porque te dará la misma contestación. —Puso una nota áspera en la voz—. ¿Me escuchas?

—Claro, claro —afirmó Bones, a todas luces asustado—. Tranquilo, Priest, hombre, tranquilo.

—Estoy tranquilo —repuso Priest.

Priest se pasó la tarde preocupado por Melanie. La mujer podía haber cambiado de idea y decidir volver con su esposo o simplemente asustarse y poner pies en polvorosa. En cuyo caso él estaría acabado. No había modo, ni por su parte ni por parte de ninguna otra persona allí, de interpretar los datos grabados en el disquete de Michael Quercus y averiguar el punto donde situar al día siguiente el vibrador sísmico.

Pero Melanie se presentó al atardecer, y Priest experimentó un inmenso alivio. Priest le contó lo del arresto de Flower y le advirtió que un par de personas se manifestaron deseosas de echarle la culpa a Melanie y a sus bonitos vestidos. Melanie dijo que cogería algunas prendas de trabajo en la tienda gratuita.

Después de cenar, Priest fue a la cabaña de Song y cogió la guitarra de la muchacha.

—¿La vas a usar? —preguntó cortésmente.

No iba a decir: «¿Me puedes prestar tu guitarra?», porque en teoría toda propiedad era común, así que la guitarra le pertenecía a él tanto como a ella, incluso aunque era Song quien había fabricado el instrumento. No obstante, en la práctica todo el mundo pedía siempre las cosas.

Se sentó con Flower en la puerta de la cabaña y afinó la guitarra. Spirit, el perro, le observó en actitud alerta, como si también fuese a aprender a tocar.

—La mayoría de las canciones tienen tres acordes —empezó Priest—. Si conoces tres acordes puedes tocar nueve de cada diez canciones de todo el mundo.

Le mostró el acorde de do. Mientras Flower pugnaba por pulsar las cuerdas con la yema de sus débiles dedos, Priest contempló el rostro de la niña a la luz del crepúsculo: su piel perfecta, el pelo moreno, los ojos verdes, como los de Star, la pequeña arruga de su frente cuando la niña se concentraba.

«Tengo que continuar vivo, para cuidar de ti.»

Pensó en cómo era él a la edad de Flower, ya un delincuente experto, hábil, endurecido para la violencia, con su odio hacia los polis y su desprecio por los ciudadanos vulgares que eran lo bastante tontos como para dejarse robar. «A los trece años yo ya me había echado a perder.» Estaba firmemente decidido a que no le ocurriera lo mismo a Flower. La habían criado en el seno de una comunidad de paz y amor, sin que la tocase el mundo que había corrompido al pequeño Ricky Granger, un mundo que le convirtió en un rufián antes de que le brotara vello en la barbilla. «Serás una buena chica, me encargaré de ello.»

Flower tocó el acorde y Priest se dio cuenta de que una canción le estaba dando vueltas en la cabeza desde la llegada de Bones. Era una tonada popular de principios de los sesenta que a Star siempre le había gustado.

Muéstrame la prisión

Muéstrame la cárcel

Muéstrame al recluso

Cuya vida se ha ido al traste.

—Te enseñaré una canción que tu madre solía cantar cuando eras una cría de pecho —dijo Priest. Le quitó la guitarra de las manos—. ¿Te acuerdas de ésta?

Te indicaré un joven

Cargado de razones.

En su cabeza oía la voz inconfundible de Star, baja y sensual tanto entonces como ahora.

Pero por la fortuna

Vas tú o voy yo

Tú o yo.

Priest tenía más o menos la misma edad que Bones, y Bones se estaba muriendo. A Priest no le cabía la menor duda. La mujer y el niño no tardarían en abandonarle. Bones dejaría que el hambre consumiera su cuerpo mientras alimentaba su vicio. Podía aplicarse una sobredosis o envenenarse con drogas adulteradas, como también podía maltratar su organismo hasta que no aguantara más y sufriera una pulmonía. De una forma o de otra, era hombre muerto.

«Si pierdo este lugar, seguiré el mismo camino que Bones.» Mientras Flower forcejeaba con el acorde en la menor, Priest jugueteó con la idea de volver a la sociedad normal. Se imaginó yendo a trabajar todos los días, comprando calcetines y zapatos de puntera, teniendo en casa televisor y tostadora. La idea le produjo náuseas. Nunca había llevado una vida ordenada. Se crio en un burdel, se educó en la calle, durante un breve espacio de tiempo fue propietario de un negocio semilegal y la mayor parte de su existencia se la pasó como líder de una comuna aislado del mundo.

Recordó el único empleo regular que había tenido en la vida. A los dieciocho años fue a trabajar para los Jenkinson, la pareja que llevaba la tienda de licores abierta en su calle. En aquel tiempo, Priest los consideró viejos, pero ahora suponía que andaban por la cincuentena. La intención que le animó entonces fue trabajar allí justo el tiempo que tardase en averiguar dónde guardaban el dinero, robárselo y largarse. Pero aprendió algo acerca de sí mismo.

Descubrió que poseía un raro talento para la aritmética. Todas las mañanas, el señor Jenkinson ponía en la caja registradora diez dólares en calderilla para disponer de cambio. Cuando los clientes compraban licor, pagaban y recibían la vuelta, Priest o los atendía personalmente o escuchaba a uno de los Jenkinson entonar el precio total de la compra: «Un dólar y veintinueve centavos, señora Roberto», o «Tres pavos justos, señor». Y las cantidades parecían ir sumándose solas, por su propia cuenta, en la cabeza de Priest. En cada momento de la jornada, Priest conocía exactamente la cantidad que guardaba la caja, y al final del día estaba en condiciones de decir al señor Jenkinson, antes de que éste la contase, la suma total recaudada.

Se dedicó a escuchar las conversaciones que mantenía el señor Jenkinson con los proveedores y no tardó en enterarse de los precios, al por mayor y al detalle, de todos los artículos de la tienda. A partir de ahí la caja registradora automática de su cerebro calculó el beneficio de cada transacción y su sorpresa fue de campeonato al enterarse de lo que estaban ganando los Jenkinson, sin que nadie les robara.

Tomó las disposiciones oportunas para que se les robara cuatro veces al mes, y luego les hizo una oferta por el establecimiento. Cuando la rechazaron, arregló un quinto robo y se aseguró de que la señora Jenkinson se enfadase en serio aquella vez. Después de eso, el señor Jenkinson aceptó la oferta.

Priest obtuvo del usurero del barrio un préstamo para abonar el depósito y luego pagó al señor Jenkinson los plazos con las recaudaciones de la tienda. Aunque no sabía leer ni escribir, siempre estaba enterado con exactitud de su situación financiera. Nadie podía estafarle. En cierta ocasión empleó a una señora de mediana edad y aspecto respetable que «distraía» diariamente un dólar de la caja registradora. Al final de la semana, Priest dedujo cinco dólares de la paga de la señora y le dijo que no volviera más.

Al cabo de un año poseía cuatro establecimientos; dos años después era propietario de un almacén de licores al por mayor; a los tres años era millonario, y al final del cuarto ejercicio anual era un fugitivo.

A veces se preguntaba qué habría sucedido si hubiese liquidado la totalidad del préstamo al usurero, dado al contable las cifras reales para que pagase el impuesto sobre la renta, y llegado a un acuerdo—alegato con el Departamento de Policía de Los Ángeles respecto a las acusaciones de fraude. Tal vez ahora tendría una empresa tan importante como la Coca-Cola y viviría en una de aquellas mansiones de Beverly Hills, con jardinero, mozo encargado de la piscina y garaje para cinco coches.

Pero al mismo tiempo que intentaba imaginárselo se daba perfecta cuenta de que eso nunca podía haber ocurrido. No era él. El individuo que bajaba por la escalera de la mansión, envuelto en un albornoz blanco, y ordenaba fríamente a la doncella que le preparase un vaso de zumo de naranja tenía el rostro de otra persona. Priest no podía vivir en un mundo decente. Siempre había tenido problemas con las reglas establecidas: nunca fue capaz de obedecer a otras personas. Por eso tenía que vivir allí.

«En el valle del Silver River yo dicto las reglas, yo soy las reglas.»

Flower se quejó de que le dolían los dedos.

—Entonces ha llegado el momento de dejarlo —dijo Priest—. Si te parece bien, mañana te enseñaré otra canción.

«Si aún sigo vivo.»

—¿A ti no te duelen?

—No, pero eso es sólo porque estoy acostumbrado. En cuanto hayas practicado un poco, tendrás la punta de los dedos endurecida como la piel de los talones de los pies.

—¿Noel Gallagher tiene la yema de los dedos endurecida?

—Si Noel Gallagher es un guitarrista pop…

—¡Claro que sí! ¡Está en Oasis!

—Bueno, entonces tendrá endurecidas las puntas de los dedos. ¿Crees posible que te gustara ser música?

—No.

—Eso es bastante concluyente. ¿Tienes otras ideas?

Flower pareció sentirse culpable, como si supiese que Priest iba a desaprobar sus aspiraciones, pero hizo acopio de valor y dijo con firmeza:

—Quiero ser escritora.

Priest no estaba seguro de si eso le parecía bien o mal. «Tu padre nunca podrá leer tus obras.» Pero fingió entusiasmo.

—¡Estupendo! ¿Qué clase de escritora?

—Para una revista. Como Teen, quizá.

—¿Por qué?

—Conoces a las estrellas, las entrevistas y escribes sobre modas y productos de belleza.

Priest rechinó los dientes y procuró no dejar entrever su repulsión.

—Bueno, de cualquier modo, me gusta la idea de que puedas llegar a ser escritora. Si escribes poemas e historias, aún podrías seguir viviendo en el valle del Silver River.

—Sí, tal vez —repuso Flower, dubitativa.

Priest comprendió que no albergaba precisamente la intención de pasarse allí la vida. Claro que era demasiado joven para entender las cosas. Cuando fuera lo suficientemente mayor como para decidir por sí misma, lo vería todo de un modo distinto.

«Espero.»

Star se acercó.

—La hora de Truth —anunció.

Priest se hizo cargo de la guitarra.

—Ahora vete y prepárate para ir a la cama —dijo.

Star y él se encaminaron hacia el círculo de aparcamiento y, por el camino, dejaron la guitarra en la cabaña de Song. Encontraron en el aparcamiento a Melanie, sentada ya en el asiento posterior del Barracuda y con la radio sintonizada. Se había puesto una camiseta de llamativo tono amarillo y unos vaqueros azules, prendas tomadas en la tienda gratuita. Demasiado grandes para ella, llevaba metidos los faldones de la camiseta bajo la cintura de los vaqueros y éstos apretados de forma que resaltaba la esbeltez de su talle. Aún parecía más sexualmente provocativa.

John Truth tenía un llano deje nasal que podía resultar hipnótico. Su especialidad era expresar en voz alta las cosas que sus oyentes sentían en el fondo del corazón, pero que les avergonzaba reconocer. En su mayor parte, era un discurso normalmente fascista: el SIDA era un castigo por haber pecado, la inteligencia era una herencia de raza, lo que le hacía falta al mundo era una disciplina más estricta, todos los políticos eran estúpidos y corruptos, etcétera, etcétera. Priest suponía que su audiencia estaba formada principalmente por la clase de hombres blancos gordos que todo lo que saben lo aprendieron en las tabernas.

—Este tipo —dijo Star— representa todo lo que odio de Estados Unidos: está lleno de prejuicios, es santurrón, hipócrita, farisaico y jodidamente estúpido.

—Es verdad —convino Priest—. Escucha.

Truth decía:

—Voy a leer una vez más la declaración del señor Honeymoon, secretario del gabinete del gobernador.

A Priest se le erizó el vello.

—¡Ese hijo de puta! —exclamó Star.

Honeymoon era el hombre que estaba detrás del proyecto de inundación del valle del Silver River, y contaba con la animadversión de todos.

John Truth continuó, hablando despacio y plomizamente, como si cada sílaba entrañase un significado especial.

—Escuchen esto: «El FBI ha investigado la amenaza aparecida en el boletín electrónico de Internet el día primero de mayo. La investigación ha determinado que la amenaza carece de verosimilitud».

A Priest el alma se le cayó a los pies. Aunque ya se lo esperaba, no por eso dejó de abatirle. Confió en que al menos hubieran dejado entrever algún leve intento de apaciguamiento. Pero Honeymoon parecía absolutamente intratable.

Truth continuó leyendo:

—«El gobernador Mike Robson, de acuerdo con la recomendación del FBI, ha decidido no adoptar ninguna medida.» Tal es, amigos, la declaración en su totalidad. —Saltaba a la vista que a Truth le parecía insultantemente corta—. ¿Os sentís satisfechos? El plazo dado por los terroristas se cumple mañana. ¿Estáis tranquilos? Llamad a este número de John Truth y comunicad al mundo vuestra opinión.

—Eso significa que tenemos que cumplir la amenaza —dijo Priest.

—Bueno, la verdad es que no esperaba que el gobernador cediese antes de que le hiciéramos una demostración —manifestó Melanie.

—Ni yo tampoco, supongo. —Priest enarcó las cejas—. La declaración cita al FBI dos veces. Lo que me hace pensar que Mike Robson está dispuesto a echar la culpa a los federales, si las cosas van mal. Así que me pregunto si no tendrá la cabeza llena de dudas.

—De modo que si le proporcionamos la prueba de que realmente podemos provocar un terremoto… —Quizá se lo piense de nuevo.

Star parecía abatida.

—Mierda —articuló—. Me temo que confiaba en que no hubiéramos tenido que hacerlo.

Priest se alarmó. No quería que Star se desanimara en aquel punto. Su apoyo era imprescindible para arrastrar al resto de los comedores de arroz.

—Podemos hacerlo sin lastimar a nadie —dijo—. Melanie ha seleccionado el punto perfecto. —Se volvió hacia el asiento trasero—. Explícale a Star lo que hemos hablado.

Melanie se inclinó hacia delante y desplegó un mapa de forma que Star y Priest pudiesen verlo. Ignoraba que Priest no sabía interpretar los mapas.

—Aquí tenemos la falla del valle de Owens —dijo, y señaló una línea roja—. Hubo allí terremotos importantes en 1790 y 1872, así que ya ha pasado el tiempo necesario para que se produzca otro.

—Seguramente —apuntó Star—, los terremotos no se producen según un horario regular, ¿o sí?

—No, pero la historia de la falla indica que en el transcurso de un siglo, más o menos, se acumula presión suficiente para provocar un terremoto. Lo que significa que podemos ocasionar uno con un golpecito en el lugar adecuado.

—¿Dónde está ese lugar? —quiso saber Star.

Melanie señaló un punto del mapa.

—Aproximadamente aquí.

—¿No puedes ser más precisa?

—No, hasta que esté allí. Los datos de Michael nos dan la situación dentro de un radio de kilómetro y medio. Cuando eche un vistazo al terreno podré estar en condiciones de señalar el punto.

—¿Cómo?

—Me lo indicarán las muestras de terremotos anteriores.

—Muy bien.

—Ahora, la mejor hora, de acuerdo con la ventana sísmica de Michael, será entre la una treinta y las dos y veinte.

—¿Cómo puedes tener la certeza de que nadie resultará herido?

—Mira el mapa. El valle de Owens está muy poco poblado, sólo hay unas cuantas localidades pequeñas a lo largo del cauce de un río seco. El lugar que he elegido se encuentra a kilómetros de distancia de cualquier núcleo habitado.

—Nos aseguraremos de que el terremoto tenga una intensidad reducida —añadió Priest—. Los efectos apenas los percibirán en la población más próxima.

Sabía que eso no era verdad, lo mismo que lo sabía Melanie; pero dirigió a la mujer una dura mirada y ella no le contradijo.

—Si apenas se van a percibir los efectos, a nadie le va a importar un comino, digo yo.

Estaba en plan negativo, pero que les llevase la contraria era señal de hasta qué punto se sentía tensa.

—Dijimos que mañana provocaríamos un terremoto —alegó Priest—. En cuanto lo hayamos hecho, llamaremos a John Truth por el teléfono móvil de Melanie y le comunicaremos que cumplimos nuestra promesa. ¡Qué momento será, qué sensación!

—¿Nos creerá?

—No tendrá más remedio —aseguró Melanie—, cuando compruebe los sismógrafos.

—Imaginaos lo que pensarán el gobernador Robson y sus acólitos. —Priest captó el júbilo de su propia voz—. Especialmente ese cabrito de Honeymoon. Será algo así como: «¡Mierda! ¡Esa gente puede provocar terremotos, hombre! ¿Y qué coño vamos a hacer ahora?».

—¿Y luego qué? —preguntó Star.

—Luego repetiremos la amenaza. Pero en esa ocasión no les daremos un mes. Les daremos una semana.

—¿Cómo les enviaremos la amenaza? ¿Igual que la vez anterior?

Respondió Melanie:

—No lo creo oportuno. Estoy segura de que tienen algún sistema de control del boletín electrónico que les permitirá rastrear la llamada telefónica. Y si utilizamos un boletín electrónico distinto corremos el riesgo de que nadie repare en el mensaje. Recordad que transcurrieron tres semanas antes de que John Truth recogiese éste de ahora.

—Así que llamamos y les amenazamos con un segundo terremoto.

—Pero la próxima vez —intervino Priest— no será en unas remotas soledades… sino en un sitio donde se causará verdadero daño. —Vio la mirada aprensiva de Star y añadió—: No tendremos la menor intención de cumplirlo. Una vez hayamos demostrado nuestra capacidad, con la amenaza será suficiente.

—Inshallah —pronunció Star. Era una expresión que había tomado de Poem, que era argelina—. Ojalá. Quiera Dios.

Estaba oscuro como boca de lobo cuando partieron a la mañana siguiente.

A la luz del día nunca se había visto un vibrador sísmico en un radio de ciento sesenta kilómetros del valle y Priest deseaba que continuasen sin verlo. Su plan consistía en salir y regresar envueltos en la oscuridad. El viaje de ida y vuelta sería de unos ochocientos kilómetros, once horas al volante del camión, a una velocidad máxima de setenta y dos kilómetros por hora. Priest había decidido que llevarían el Barracuda como apoyo. Les acompañaría Oaktree para turnarse en la conducción.

Priest empleó una linterna para iluminar el camino a través de los árboles hasta el lugar donde permanecía escondido el camión. Los cuatro estaban preocupados, silenciosos. Tardaron media hora en retirar las ramas amontonadas sobre el vehículo.

Priest tenía los nervios en tensión cuando por fin se sentó tras el volante, introdujo la llave de ignición y puso el motor en marcha. Al primer intento, emitió un rugido la mar de satisfactorio que llenó de júbilo el ánimo de Priest.

Las casas de la comuna se encontraban a más de kilómetro y medio de distancia, de modo que estaba seguro de que a tal distancia nadie oiría el ruido del motor. La espesura del bosque apagaría el sonido.

Naturalmente, más tarde todos notarían la ausencia de los cuatro miembros de la comuna. Había aleccionado a Aneth para que explicase que fueron a una viña de Napa en la que se había plantado un nuevo híbrido de vid que Paul Beale quería que viesen. No era corriente que la gente abandonara la comuna así como así; pero se formularían pocas preguntas, ya que a nadie le gustaba poner en tela de juicio los actos de Priest.

Encendió los faros mientras Melanie subía al camión y tomaba asiento a su lado. Metió la primera y condujo el pesado vehículo por el camino de tierra, dobló luego colina arriba y se dirigió a la carretera. Los neumáticos todo terreno se las entendían bien con los cauces de los riachuelos y las zonas embarradas.

«Jesús, me pregunto si esto va a resultar.» «¿Un terremoto? ¡Vamos!»

«Pero tiene que funcionar.»

Llegó a la carretera y torció hacia el este. Veinte minutos después salían del valle del Silver River y desembocaban en la Ruta 89. Priest tomó la dirección sur. Lanzó un vistazo a los retrovisores y comprobó que Star y Oaktree seguían detrás, en el Barracuda.

Junto a él, Melanie estaba muy tranquila. Para romper el hielo, preguntó, amable:

—¿Qué tal se encontraba Dusty anoche?

—Estupendamente, le gusta visitar a su padre. Michael siempre encuentra tiempo para dedicárselo, nunca para dedicármelo a mí.

La amargura de Melanie le era familiar. Lo que sorprendió a Priest fue que no tuviese miedo. A diferencia de él, no le atormentaba el temor de lo que pudiera ser del niño si ella moría hoy. Daba la impresión de tener una confianza completa en que nada malo iba a ocurrir, en que el terremoto no le causaría el menor daño. ¿Acaso conocía detalles que Priest ignoraba? ¿O pertenecía a ese tipo de personas que prescinden totalmente de los detalles incómodos? Priest no estaba seguro. Cuando rompió el alba, rodaban por la serpenteante carretera del extremo norte del lago Tahoe. La inmóvil superficie del agua parecía un disco de acero pulimentado que había caído en medio de las montañas. El vibrador sísmico era un vehículo que destacaba sobre la zigzagueante carretera que bordeaba una orilla orlada de pinos; pero los veraneantes aún estaban dormidos y las únicas personas que vieron el camión fueron unos pocos trabajadores de ojos cargados de sueño que marchaban camino de los hoteles y restaurantes en los que prestaban sus servicios.

A la salida del sol marchaban ya por la U. S. 395, al otro lado de la frontera de Nevada, traqueteando hacia el sur a través del llano paisaje del desierto. Hicieron un alto en un área de descanso, aparcaron el camión en un punto donde resultaba invisible desde la carretera y tomaron un desayuno a base de tortillas que rezumaban aceite acompañadas de café aguado.

Cuando la carretera torció para adentrarse de nuevo en California se inició el ascenso por las montañas y durante un par de horas el paisaje fue majestuoso, con empinadas laderas cubiertas de arbolado, una versión a gran escala del valle del Silver River. Volvieron a bajar por la ribera de un mar plateado que Melanie dijo era el lago Mono.

Poco después se encontraron en una carretera de dos carriles que trazaba una línea recta a través del valle largo y polvoriento. El valle fue ampliándose hasta que las montañas del fondo se convirtieron en una simple neblina azulada y luego volvió a estrecharse. A ambos lados de la carretera, el suelo era pedregoso y de color castaño, con dispersos y raquíticos matorrales. No había río, pero los llanos de sal parecían una distante lámina de agua.

—Éste es el valle de Owens —informó Melanie.

El paisaje imbuyó en Priest la sensación de que aquel terreno lo había agostado alguna clase de desastre.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.

—El río está seco porque hace años desviaron sus aguas hacia Los Ángeles.

Dejaban atrás alguna que otra ciudad soñolienta cada treinta o treinta y cinco kilómetros. Ahora no existía forma alguna de pasar inadvertidos. El tránsito era escaso y cada vez que se detenían ante un semáforo, las miradas de todo el mundo se concentraban en el vibrador sísmico. Gran cantidad de hombres lo recordarían. «Sí, claro que vi esa máquina. Parecía uno de esos trastos que asfaltan las carreteras o algo por el estilo. De todas formas, ¿qué era?»

Melanie conectó el ordenador portátil y desplegó el mapa. Dijo en tono pensativo:

—En algún punto, debajo de nosotros, dos enormes bloques de corteza terrestre, encajados entre sí, inmóviles, presionan para liberarse.

La idea hizo que Priest sintiera frío. Le costaba un trabajo ímprobo creer que pretendía desencadenar toda aquella reprimida fuerza destructora. «Debo de haber perdido el juicio.»

—En algún sitio dentro de los diez o quince kilómetros siguientes —dijo Melanie.

—¿Qué hora es?

—Acaban de dar la una.

Lo habían calculado estupendamente. La ventana sísmica se abriría dentro de media hora y se cerraría unos cincuenta minutos más tarde.

Melanie dirigió a Priest por un desvío lateral que atravesaba el suelo llano del valle. No era una carretera propiamente dicha, sólo un sendero abierto entre peñascos y maleza. Aunque el suelo parecía casi horizontalmente nivelado, la carretera principal desapareció de su vista y sólo podían ver los techos de los altos camiones que circulaban por ella.

—Frena aquí —dijo Melanie por último.

Priest detuvo el vehículo y ambos se apearon. Un sol de justicia se abatía sobre ellos desde lo alto de un cielo implacable. El Barracuda paró detrás de ellos y de él se bajaron Star y Oaktree, que estiraron los brazos y las piernas para desentumecer los músculos tras el largo viaje que habían realizado.

—Mira eso —indicó Melanie—. ¿Ves el barranco seco?

Priest distinguió el punto donde una corriente de agua, seca desde mucho tiempo atrás, había abierto un canal en el suelo rocoso. Pero en el punto que señalaba Melanie el barranco se interrumpía bruscamente, como si hubiesen levantado de pronto un muro ante él.

—Eso es extraño —dijo Priest.

—Ahora dirige la vista unos metros a la derecha.

Priest siguió el movimiento del dedo de Melanie. El lecho del arroyo empezaba de nuevo, tan abruptamente como había quedado cortado, para continuar hacia el centro del valle. Priest comprendió lo que Melanie le señalaba.

—Ésa es la franja de la falla —dijo—. La última vez que hubo aquí un terremoto, todo un lado del valle elevó sus laderas, se alzó cosa de cinco metros y luego volvió a descender.

—Eso es lo que ocurrió, más o menos.

—Y nosotros estamos a punto de repetir la operación —dijo Oaktree—, ¿no es así? .

Se apreció un deje de temor en su voz.

—Vamos a intentarlo —articuló Priest vivamente—. Y no tenemos mucho tiempo. —Se volvió hacia Melanie—. ¿Está el camión exactamente en el lugar preciso?

—Supongo que sí —repuso ella—. Unos metros más acá o más allá en la superficie no representarán ninguna diferencia a ocho kilómetros de profundidad.

—Vale. —Priest vaciló. Casi tuvo la sensación de que debía pronunciar un discurso. Pero dijo—: Bueno, manos a la obra.

Subió a la cabina del camión y se acomodó en el asiento del conductor. Luego encendió el motor del vibrador. Accionó la palanca que hacía descender la plancha de acero y la llevó hasta el suelo. Dispuso el vibrador en el centro de su radio de frecuencia para que efectuase una sacudida de treinta segundos.

Miró a través del cristal posterior de la cabina y comprobó los indicadores. Las lecturas eran normales. Cogió el mando a distancia y se apeó del camión.

—Todo a punto —dijo.

Los cuatro subieron al Barracuda. Oaktree se puso al volante. Regresaron a la carretera, la cruzaron, y rodaron hacia la maleza del otro lado. Ascendieron por la falda del monte hasta que Melanie dijo:

—Aquí ya está bien. Oaktree detuvo el coche.

Priest confió en que no llamaran la atención, que no fueran visibles desde la carretera. De ser así, tampoco podían hacer nada. Pero los colores terrosos de la pintura del Barracuda se fundían con el tono castaño del paisaje.

—¿Estamos lo bastante lejos? —preguntó Oaktree, nervioso.

—Así lo creo —respondió Melanie fríamente.

No estaba asustada en absoluto. Al escrutar su semblante, Priest vio un atisbo de loca agitación en sus pupilas. Algo casi sexual. ¿Se estaba vengando de los sismólogos que la habían rechazado, del marido que la dejó en la estacada o del maldito mundo entero? Cualquiera que fuese la explicación, Melanie se estaba tomando un desquite a lo grande con aquella operación.

Se apearon del coche y dirigieron la mirada a través del valle. Sólo podían ver el techo del camión.

—Ha sido un error por nuestra parte venir los dos —le dijo Star a Priest—. Si morimos, a Flower no le quedará nadie que la cuide.

—Tiene a toda la comuna —respondió Priest—. Tú y yo no somos los únicos adultos a los que quiere y en los que confía. No somos una familia nuclear y la comuna es una muy buena razón para no serlo.

Melanie pareció molesta.

—Estamos a cuatrocientos metros de la falla, dando por supuesto que corre a lo largo del valle —dijo en un tono de «dejémonos de tonterías»—. Percibiremos el movimiento sísmico, pero sin correr el menor peligro. La gente que resulta herida durante los terremotos generalmente es porque les alcanzan partes de edificios: techos que se les caen encima, puentes que se hunden, cristales que salen disparados, cosas de esa clase. Aquí estamos a salvo.

Star miró por encima del hombro.

—¿No caerá sobre nosotros la montaña?

—Puede. Y también puede que muramos víctimas de un accidente de tráfico durante el regreso al valle del Silver River. Pero es tan improbable que no merece la pena que perdamos el tiempo preocupándonos de ello.

—Para ti eso es fácil de decir…, el padre de tu hijo está a quinientos kilómetros de distancia, en San Francisco.

—A mí no me importa morir aquí —dijo Priest—. No puedo criar a mis hijos en unos Estados Unidos suburbanos.

Oaktree murmuró:

—Tiene que resultar. Esto tiene que funcionar.

—Por el amor de Dios, Priest —apremió Melanie—, no tenemos todo el día. Aprieta ese maldito botón. Priest dirigió la vista hacia la carretera y esperó a que acabara de pasar un jeep Grand Cherokee Limited de color verde.

—Muy bien —dijo, al ver la carretera libre—. Allá va.

Pulsó el botón del control remoto.

Oyó al instante el rugido del vibrador sísmico, aunque sofocado por la distancia. Notó la vibración en la planta de los pies, un tenue pero definido temblor.

—¡Oh, Dios! —dijo Star.

Se hinchó una nube de polvo alrededor del camión.

Los cuatro se mantenían tensos como cuerdas de guitarra, pendiente todo el organismo del primer indicio de movimiento de la tierra.

Pasaron los segundos.

Los ojos de Priest rastrillaron el paisaje, a la búsqueda de señales de un temblor, aunque sospechaba que lo sentiría antes de verlo.

«¡Vamos, vamos!»

Los equipos de exploración sísmica establecían el vibrador para que efectuase una «sacudida» de siete segundos. Priest la había fijado para que la sacudida se prolongase durante treinta segundos. En realidad, pareció una hora.

Por último, el ruido se interrumpió.

—Maldita sea —murmuró Melanie.

A Priest el mundo se le cayó encima. Nada de terremoto. Había fallado.

Quizá sólo fue una demencial idea hippie, algo así como levitar el Pentágono.

—Prueba otra vez —pidió Melanie.

Priest contempló el mando a distancia que sostenía en la mano. ¿Por qué no?

Por la U. S. 395 se acercaba un camión de dieciséis toneladas, pero en esa ocasión Priest no esperó. Si Melanie estaba en lo cierto, el temblor de tierra no afectaría al vehículo. Si Melanie estaba equivocada, morirían todos.

Apretó el botón.

Se repitió el distante rugido, se produjo una perceptible vibración en el suelo y una nube de polvo envolvió el vibrador sísmico.

Priest se preguntó si se abriría la carretera bajo el camión de dieciséis toneladas.

No ocurrió nada. Esa vez los treinta segundos transcurrieron más deprisa. A Priest le sorprendió la interrupción del ruido. ¿Eso es todo? Le engulló la desesperación. Tal vez la comuna del valle del Silver River era un sueño que tocaba a su fin. «¿Qué voy a hacer? ¿Dónde voy a vivir? ¿Cómo evitaré acabar igual que Bones?»

Pero Melanie no estaba dispuesta a darse por vencida.

—Cambiemos de sitio el camión e intentémoslo otra vez.

—Pero dijiste que la situación exacta no importaba —señaló Oaktree—. Que «unos metros más allá o más acá en la superficie no representarían ninguna diferencia a ocho kilómetros de profundidad», eso o algo así fue lo que dijiste.

—Entonces lo trasladaremos algo más que unos metros —insistió Melanie, enojada—. El tiempo se nos está acabando, ¡vamos!

Priest no discutió con ella. Melanie estaba transfigurada. En circunstancias normales, Priest podía dominarla. Era una dama en apuros, él la había rescatado y lo lógico era que la mujer se manifestase eternamente sometida a su voluntad. Pero ahora había tomado las riendas, impaciente y dominante. Priest no tuvo inconveniente en permitírselo, siempre y cuando Melanie cumpliese lo prometido. Ya la volvería a meter en cintura después.

Subieron al Barracuda y marcharon sobre la tierra achicharrada en dirección al vibrador sísmico. Melanie y Priest subieron a la cabina del camión, él se puso al volante y ella le fue indicando el camino, mientras Oaktree y Star los seguían en el coche. No avanzaron por la senda, sino que fueron a campo traviesa. Las gigantescas ruedas del camión aplastaban matorrales y arbustos y rodaban sin dificultad por encima de las piedras, pero Priest se preguntó si no iba a sufrir alguna avería el Barracuda, con su tracción tan baja. Supuso que Oaktree tocaría la bocina, caso de verse en dificultades.

Melanie exploraba el terreno, para localizar rasgos reveladores que indicasen por dónde corría la franja de la falla. Priest no vio ningún otro cauce seco desplazado. Pero cuando habían recorrido ochocientos metros, Melanie señaló lo que parecía un peñasco de algo más de un metro de altura.

—Una escarpa de la falla —dijo—. De unos cuatrocientos años de antigüedad.

—Ya la veo —repuso Priest.

Era una depresión del terreno, en forma de cuenco; y una grieta en el borde del mismo demostraba que la tierra se había desplazado lateralmente, como si el cuenco se hubiera roto para después volver a pegarse toscamente.

—Probemos ahí —dijo Melanie.

Priest detuvo el camión y bajó la plancha. Comprobó rápidamente los indicadores y dispuso el vibrador. En esa ocasión programó una sacudida de sesenta segundos. Cuando todo estuvo preparado se apeó del camión de un salto.

Consultó su reloj con ansiedad. Eran las dos de la tarde. Sólo les quedaban veinte minutos.

De nuevo atravesaron la U. S. 395 en el Barracuda y subieron por la ladera del monte del otro lado. Los conductores de los escasos vehículos que pasaban por allí continuaron sin hacerles ningún caso. Pero Priest estaba nervioso. Tarde o temprano alguien preguntaría qué estaban haciendo. No quería verse obligado a dar explicaciones a un polizonte curioso o a un entrometido concejal de ayuntamiento. Tenía a punto una historia plausible, relativa a un proyecto universitario de investigación geológica de los cauces fluviales secos, pero por nada del mundo deseaba ofrecer a alguien la oportunidad de que en el futuro recordara su rostro.

Bajaron del coche y miraron a través del valle hacia el punto donde el vibrador sísmico se erguía junto a la escarpa. Priest anhelaba con todo su corazón que esa vez la tierra se moviera y se abriese. «Venga, Dios mío… concédeme este favor, ¿vale?» Oprimió el botón.

El camión rugió, el suelo tembló débilmente y el polvo se elevó del suelo. La vibración se prolongó durante un minuto completo, en lugar de medio. Pero no se produjo ningún terremoto. Permanecieron donde estaban un poco más de tiempo, desilusionados.

Cuando cesó el ruido, Star preguntó:

—No va a funcionar, ¿verdad?

Melanie le dedicó una mirada preñada de furor. Con decisión, se dirigió a Priest:

—¿Puedes alterar la frecuencia de las vibraciones?

—Sí —dijo Priest—. La aguja está ahora alrededor del centro, así que puedo subirla o bajarla.

—Existe la teoría de que el tono puede ser un factor crucial. Verás, en la tierra están resonando continuamente vibraciones más o menos tenues. Entonces, ¿por qué no hay terremotos constantes? Quizá porque una vibración ha de tener el tono justo para desgajar la falla. ¿Conoces la causa por la que una nota musical consigue que un cristal salte hecho añicos?

—No lo he visto nunca, salvo en las historietas y los dibujos animados, pero sé lo que quieres decir. La respuesta es sí. Cuando utilizan el vibrador en la exploración sísmica, varían el tono en las sacudidas de siete segundos.

—¿Sí? —Melanie mostró curiosidad—. ¿Por qué?

—No lo sé, quizá porque da una lectura mejor en los geófonos. De todas formas, no me parecía útil en nuestro caso, así que no seleccioné ese factor, pero puedo hacerlo.

—Vamos a intentarlo.

—Está bien… pero tenemos que darnos prisa. Son ya las dos y cinco.

Subieron al coche. Oaktree condujo rápido, desplazándose a través del polvoriento desierto. Priest fijó de nuevo los mandos del vibrador para que la sacudida fuese incrementando gradualmente el tono durante un período de sesenta segundos. Mientras regresaban a toda velocidad a su punto de observación, Priest consultó el reloj.

—Las dos y cuarto —constató—. Es nuestra última oportunidad.

—No te preocupes —le tranquilizó Melanie—. He agotado las ideas. Si no sale bien ahora, abandono.

Oaktree detuvo el Barracuda y volvieron a apearse.

La idea de regresar a Silver River sin nada que celebrar deprimía a Priest tan profundamente que le asaltó el deseo de estrellar el camión, destrozarlo en la autopista y poner fin a todo. Quizá ésa era su vía de escape. Se preguntó si a Star le gustaría morir con él. «Puedo imaginármelo: los dos juntos, una sobredosis de analgésico, una botella de vino en la que disolver las pastillas…»

—¿A qué esperas? —instó Melanie—. Son las dos y veinte. ¡Aprieta ese maldito botón!

Priest oprimió el botón.

Como en las ocasiones anteriores, el camión rugió, la tierra tembló y una nube de polvo se elevó del suelo alrededor de la plancha de acero del vibrador. Esa vez, el rugido no se mantuvo en el mismo tono moderado, sino que un sordo y profundo retumbar empezó lentamente a ascender.

Luego ocurrió.

Bajo los pies de Priest la tierra pareció ondular como si se tratase de una mar picada. Después sintió como si alguien le agarrase por una pierna y lo arrojara contra el suelo. Cayó de espaldas, chocando violentamente contra el suelo. El golpe le dejó sin resuello.

Star y Melanie chillaron al mismo tiempo, Melanie con un aullido agudo y Star con un rugido rezumante de sobresalto y miedo. Priest las vio caer a las dos: Melanie junto a él, Star a unos pasos de distancia. Oaktree se tambaleó, conservó momentáneamente el equilibrio sobre una pierna y, por último, se fue también al suelo.

Priest estaba silenciosamente aterrado. «Lo he logrado, o sea, que voy a morir.»

Se elevó un estruendo semejante al de un tren expreso que pasara junto a ellos. Del suelo salió disparada una gran polvareda, volaron por el aire infinidad de piedras pequeñas y empezaron a rodar peñascos por doquier en todas direcciones.

El suelo continuó moviéndose como si alguien hubiese agarrado el extremo de una alfombra y no dejara de agitarla. La sensación resultaba increíblemente desorientadora, como si el mundo se hubiera convertido de súbito en un lugar extraño por completo.

«No estoy preparado para morir.»

Priest contuvo el aliento y bregó para ponerse de rodillas. Luego, cuando había conseguido plantar firmemente un pie en el suelo, Melanie le cogió de un brazo y tiró de él, acercándole de nuevo al suelo.

—¡Suéltame, tía tonta! —le gritó Priest. Pero no pudo oír sus propias palabras.

El suelo se levantó y lo arrojó ladera abajo, lejos del Barracuda. Melanie cayó encima de él. Temió que el coche se volcara también y los aplastase a los dos e intentó rodar sobre sí mismo para apartarse de su camino. No veía a Star ni a Oaktree. Una mata espinosa le azotó el rostro, arañándoselo. Se le metió polvo en los ojos, cegándole momentáneamente. Perdió el sentido de la orientación. Se contrajo sobre sí mismo, en una pelota, se cubrió la cara con las manos y aguardó la muerte. «Cristo, si voy a morir, quisiera poder hacerlo junto a Star.» Los temblores terrestres se interrumpieron tan bruscamente como habían empezado. Priest no tenía idea de si habían durado diez segundos o diez minutos.

Al cabo de un momento, el ruido cesó.

Priest se frotó los ojos para eliminar el polvo y se levantó. La vista se le fue aclarando poco a poco. Vio a Melanie a sus pies. Alargó la mano y la ayudó a levantarse.

—¿Te encuentras bien?

—Creo que sí —respondió ella, estremecida.

Se fue dispersando el polvo que enturbiaba el aire y vio a Oaktree, que se incorporaba inseguro sobre sus piernas. ¿Dónde estaba Star? La localizó unos pasos más allá. Tendida boca arriba, con los ojos cerrados. A Priest le dio un vuelco el corazón. «Muerta no, Dios, por favor, que no haya muerto.» Se arrodilló junto a ella.

—¡Star! —articuló con voz acuciante—. ¿Estás bien?

Ella abrió los ojos.

—¡Jesús! —exclamó—. ¡Eso sí que fue un bombazo!

Priest sonrió, mientras se esforzaba por contener las lágrimas de alivio.

Ayudó a Star a levantarse.

—Todos estamos vivos —constató.

El polvo se asentaba rápidamente. Miró a través del valle y vio el camión. Se sostenía sobre sus ruedas y parecía no haber sufrido daños. A unos metros del vehículo había una enorme hendidura en el suelo, que se prolongaba en mitad del valle, de norte a sur, hasta donde alcanzaba la vista.

—Vaya, que me aspen —declaró quedamente Priest—. Mirad eso.

—Funcionó —dijo Melanie.

—¡Lo hicimos! —se animó Oaktree—. ¡Maldita sea, provocamos un puto terremoto!

Priest sonrió a todos.

—Ésa es la verdad —afirmó.

Besó a Star y luego a Melanie; después Oaktree hizo lo propio; a continuación, Star besó a Melanie. Rieron a coro. Luego, Priest empezó a bailar. Una danza de guerra piel roja a base de saltos a la pata coja. En medio de aquel valle quebrantado sus botas sacudieron el polvo que acababa de posarse. Se le unió Star y después Melanie y Oaktree, los cuatro formaron un corro y dieron vueltas y vueltas, entre gritos y vítores y carcajadas, hasta que las lágrimas afluyeron a sus ojos.