6

La reunión en la oficina del gobernador estaba prevista para las doce del mediodía. Sacramento, la capital del estado, distaba un par de horas de San Francisco por carretera. Judy salió de casa a las diez menos cuarto contando con el denso tráfico que iba a encontrar a la salida de la ciudad.

Al Honeymoon, el edecán con quien iba a entrevistarse, era una figura conocida de la política de California. Desempeñaba oficialmente el cargo de secretario del gabinete, pero en realidad era la persona que se encargaba de las tareas molestas. Cada vez que el gobernador Robson necesitaba construir una nueva autopista a través de una zona de paisajes pintorescos, levantar una central nuclear, despedir a un millar de empleados gubernamentales o traicionar a un amigo fiel, tenía allí a Honeymoon para llevar a cabo el trabajo sucio.

Los dos hombres habían sido colegas durante veinte años. Cuando se conocieron, Mike Robson no era todavía más que un congresista estatal y Honeymoon acababa de salir de la facultad de Derecho. A Honeymoon se le eligió para el papel de chico malo porque era negro, y el gobernador había calculado astutamente que la prensa vacilaría antes de denigrar a un hombre de color. Aquellos días liberales hacía mucho tiempo que volaron, pero Honeymoon maduró hasta convertirse en un negociador político extraordinariamente hábil y enormemente implacable. No le caía simpático a nadie, pero eran muchos los que le temían.

En beneficio del Bureau, Judy deseaba causarle una buena impresión. No se daba con frecuencia la circunstancia de que personajes de la política tuviesen un interés personal directo en un caso del FBI. Judy se daba perfecta cuenta de que el modo en que llevara aquella misión iba a colorear de manera definitiva la actitud futura de Honeymoon hacia el Bureau y las agencias policiales en general. La experiencia personal siempre causaba un impacto más vivo que los informes y las estadísticas.

Al FBI le gustaba parecer todopoderoso e infalible. Pero ella había adelantado tan poco en el caso que le resultaría más bien difícil interpretar ese papel, sobre todo ante alguien tan inflexible como Honeymoon. De cualquier modo, tampoco era el estilo de Judy. Su plan consistía simplemente en inspirar confianza y dar la impresión de eficiencia.

Tenía otro motivo para intentar ofrecer una buena imagen de sí misma. Deseaba que la declaración del gobernador Robson abriese la puerta para un diálogo con El martillo del Edén. La idea de que el gobernador estaba predispuesto a negociar persuadiría a los terroristas de que era aconsejable refrenarse. Y si respondían intentando ponerse en comunicación, eso tal vez le proporcionara a Judy alguna pista acerca de dónde se encontraban. En aquel momento, no se le ocurría otro sistema para atraparlos. Todas las vías de la investigación que había seguido la llevaron a callejones sin salida. Pensaba que quizá le fuera difícil convencer al gobernador para que insinuase esa idea. El hombre no querría dar la sensación de que iba a escuchar las exigencias de los terroristas, por temor a que eso animase a otros. Pero tendría que haber algún modo de expresar la declaración de forma que el mensaje resultara claro sólo para los individuos de El martillo del Edén.

Judy no vestía el impresionante conjunto de Armani. El instinto le había advertido que Honeymoon sería más proclive a mostrarse cálido con alguien que llevara ropa corriente, así que se puso un traje pantalón color gris acero, se recogió la cabellera en perfecto moño ligado en la nuca y alojó el arma en una funda sujeta a la cadera. Para eludir la posibilidad de que aquel atavío pareciese demasiado austero, se adornó con unos pequeños pendientes de perlas que atraían la atención sobre su largo cuello. Tener aspecto seductor nunca perjudicaba.

Se preguntó distraídamente si Michael Quercus la encontraba atractiva. Él era un bombón; lástima que resultase tan irritante. La madre de Judy le habría dado el visto bueno. La muchacha recordaba que siempre decía: «Me gustan los hombres que toman las riendas de cualquier situación». Quercus vestía con elegancia, con toda la naturalidad del mundo. Judy se preguntó cómo sería su cuerpo debajo de la ropa. Tal vez estaba cubierto de vello oscuro, como el de un mono: a ella no le gustaban los hombres peludos. Quizá era paliducho de piel y blandengue de carnes, pero pensó que no era probable: no parecía encajar. Comprendió que estaba fantaseando, imaginándose a Quercus desnudo y se sintió molesta consigo misma. «Lo que menos falta me hace es un ídolo popular con mal genio.»

Decidió llamar previamente y asegurarse el aparcamiento. Marcó el número del teléfono celular de la oficina del gobernador y le respondió el secretario de Honeymoon.

—Tengo una reunión a las doce del mediodía con el señor Honeymoon y quisiera saber si puedo aparcar en el edificio del Capitolio. Es la primera vez que voy a Sacramento.

El secretario era joven.

—En este edificio no disponemos de aparcamiento para visitantes, pero hay un garaje en la manzana siguiente.

—¿Exactamente dónde?

—La entrada está en la calle Décima, entre las calles K y L. El edificio del Capitolio está en la Décima, entre la L y la M. Literalmente a un minuto de distancia. Pero su reunión no es al mediodía, sino a las once treinta.

—¿Qué?

—Su reunión está programada para las once treinta.

—¿La han cambiado?

—No, señora, siempre ha sido a las once treinta.

Judy se enfureció. Llegar tarde crearía una mala impresión incluso antes de que abriera la boca. Aquello ya se había torcido.

Dominó su indignación.

—Supongo que alguien ha cometido un error. —Consultó su reloj. Si se lanzaba a la carrera como si la persiguiese Satanás, podría llegar en noventa minutos—. No hay problema, voy con antelación al horario previsto —mintió—. Allí estaré.

—Muy bien.

Judy pisó a fondo el acelerador y vio subir la aguja del cuentakilómetros del Monte Carlo hasta los ciento sesenta. Por suerte no circulaban muchos vehículos en aquella dirección de la autopista. La mayor parte del tránsito matinal rodaba en el otro sentido, en dirección a San Francisco.

La hora de la reunión se la había comunicado Brian Kincaid, así que él también llegaría tarde. Iban por separado, porque Kincaid tenía otra cita en Sacramento, en la oficina del FBI de allí. Judy marcó el número de la oficina de San Francisco y habló con la secretaria del agente especial comisionado.

—Linda, aquí Judy. ¿Tendrías la bondad de llamar a Brian y avisarle de que el ayudante del gobernador nos espera a las once y media y no a las doce del mediodía?

—Creo que eso ya lo sabe —repuso Linda.

—No, no lo sabe. Me dijo que a las doce. Mira a ver si puedes ponerte en contacto con él y adviértele.

—Faltaría más.

—Gracias.

Judy cortó la comunicación y procuró concentrarse en la tarea de conducir.

Al cabo de un momento oyó una sirena de la policía.

Miró por el retrovisor y vio el familiar color castaño de la pintura de un coche de la Patrulla de Carreteras de California.

—¡No lo puedo creer, maldita sea! —exclamó.

Se desvió hacia el arcén y aplicó los frenos con rabia. El coche patrulla se detuvo tras ella. Judy abrió la portezuela.

¡QUÉDESE EN EL COCHE! —ordenó una voz a través del amplificador.

Judy sacó la placa con el escudo del FBI, estiró el brazo cuanto pudo para que el agente la viera y se apeó.

¡QUÉDESE EN EL COCHE!

Judy captó un toque de miedo en la voz y vio que el patrullero iba solo. Suspiró. No le costaba nada imaginarse a un agente novato empuñando el arma y disparando sobre ella a impulsos del nerviosismo.

Mantuvo la placa en alto para que el agente pudiera verla.

—¡FBI! —gritó—. ¡Por el amor de Dios, mírelo!

¡VUELVA AL COCHE!

Judy echó una ojeada al reloj. Eran las diez y media. Temblando a causa de la frustración, se sentó dentro del coche. Mantuvo abierta la portezuela.

La espera fue enloquecedoramente larga. Por último, se le acercó el patrullero.

—El motivo por el que la he hecho parar se debe a que iba a ciento cincuenta y ocho kilómetros por hora…

—Mire esto —dijo Judy, enarbolada la placa.

—¿Qué es?

—¡Por los clavos de Cristo, es una placa del FBI!

—¡Soy un agente en una misión urgente y usted me está retrasando!

—Bien, desde luego, usted no parece…

Judy saltó fuera del coche, ante la atónita sorpresa del patrullero, y agitó el índice bajo el mentón del hombre.

—No me diga que no parezco un jodido agente. Es usted incapaz de reconocer una placa del FBI, ¿cómo va a saber, entonces, qué aspecto tiene un agente?

Se puso en jarras y echó hacia atrás el faldón de la chaqueta para que el patrullero pudiese ver la pistolera.

—¿Puedo ver su permiso de conducir?

—Rayos, ni hablar. Ahora me largo y voy a conducir a Sacramento a ciento cincuenta y ocho kilómetros por hora, ¿entendido?

Subió al automóvil.

—No puede hacer eso.

—Escriba a su congresista —replicó Judy; cerró la portezuela de golpe y arrancó.

Se colocó en el carril de la izquierda, aceleró hasta los ciento sesenta y consultó su reloj. Había perdido unos cinco minutos. Aún podía conseguirlo.

Perdió los nervios con el patrullero. El hombre se lo diría a sus superiores, que presentarían una queja formal ante el FBI. Judy recibiría una reprimenda. Pero si hubiera sido educada con el fulano aquél, aún estaría allí.

—¡Mierda! —lamentó sinceramente.

Llegó a las once y veinte al desvío que llevaba al centro urbano de Sacramento. A las once y veinticinco entraba en el garaje de la calle Décima. Tardó un par de minutos en encontrar sitio. Bajó por la escalera a todo correr y cruzó lanzada la calle.

El edificio del Capitolio es un palacio de piedra blanca, como un pastel de bodas, que se yergue en medio de un jardín impoluto bordeado por gigantescas palmeras. Apretó el paso por el vestíbulo de mármol hacia un enorme portalón con la palabra Gobernador cincelada sobre el dintel. Judy se detuvo, respiró hondo dos veces para calmarse y consultó el reloj.

Eran las once treinta en punto. Había llegado a tiempo. El Bureau no daría imagen de incompetencia.

Abrió la puerta de doble hoja y entró.

Se encontró en un espacioso vestíbulo presidido por una secretaria acomodada detrás de una inmensa mesa escritorio. A un lado había una fila de asientos donde, con gran sorpresa por su parte, vio a Brian Kincaid, que aguardaba tranquilamente, con aire fresco y relajado, traje gris oscuro, el pelo blanco peinado esmeradamente y sin dar en absoluto la impresión de alguien que ha llegado allí corriendo. Judy se percató repentinamente de que ella estaba sudando.

Cuando la mirada de Kincaid se cruzó con la suya, Judy captó un destello de sorpresa en la expresión del hombre, un centelleo que se apresuró a eliminar.

—Ejem… Hola, Brian —saludó Judy.

—Buenos días.

Kincaid desvió la vista.

No le dio las gracias por haberle enviado un mensaje avisándole de que la reunión iba a celebrarse antes.

—¿A qué hora has llegado? —preguntó Judy.

—Hace unos minutos.

Lo cual significaba que conocía la hora correcta de la reunión. Pero a ella le dijo que era media hora después. Seguramente no habría tratado adrede de confundirla, ¿o sí? Parecía casi infantil.

Antes de que tuviese tiempo de llegar a una conclusión, un joven negro salió por una puerta lateral. Se dirigió a Brian:

—¿Agente Kincaid?

Kincaid se puso en pie.

—Servidor.

—Y usted debe de ser la agente Maddox. El señor Honeymoon los recibirá a ambos ahora mismo.

Le acompañaron a lo largo de un pasillo, para doblar luego a una esquina.

—Llamamos a este corredor la Herradura —explicó el muchacho negro mientras caminaban— porque los despachos del gobernador se concentran en tres de los lados de un rectángulo.

Hacia la mitad del segundo flanco cruzaron otro vestíbulo, ocupado por dos secretarias. Un joven con una carpeta en la mano aguardaba sentado en un sofá de cuero. Judy supuso que aquél era el camino hacia el despacho particular del gobernador. Unos cuantos pasos más adelante les introdujeron en el despacho de Honeymoon.

Era un hombre alto y corpulento, con el pelo gris cortado al cepillo. Se había quitado la chaqueta de su traje gris a rayas para dejar a la vista unos tirantes negros. Tenía subidas las mangas de la camisa blanca, pero el nudo de la corbata de seda se encontraba en lo alto del cuello de la camisa, sostenido en la parte inferior por una aguja que atravesaba los dos picos del cuello de la camisa. Se quitó las gafas de media luna y cerco de oro al tiempo que se levantaba. Su rostro era moreno, como tallado, y tenía una expresión tipo «no me vaciles». Podía haber sido un teniente de policía, salvo que iba demasiado bien vestido.

Pese a su aspecto intimidatorio, sus modales fueron corteses. Les estrechó la mano y dijo:

—Agradezco que hayan tenido el detalle de venir hasta aquí desde San Francisco.

—No hay problema —repuso Kincaid.

Tomaron asiento.

Honeymoon preguntó, sin más preámbulos:

—¿Cuál es su valoración de las circunstancias?

—Bueno, señor —dijo Kincaid—, me expresó usted su deseo particular de conocer al agente que estuviese en el filo, así que dejaré que sea Judy quien le informe.

—Me temo que aún no hemos cogido a esas personas —declaró Judy. De inmediato se maldijo a sí misma por empezar con una disculpa. ¡Sé positiva!—. Estamos razonablemente seguros de que no tienen ninguna relación con la Campaña pro California Verde…, que eso fue un débil intento de plantar una pista falsa. Ignoramos quiénes son, pero puedo comunicarle algunos datos importantes que hemos averiguado respecto a ellos.

—Continúe, por favor —se interesó Honeymoon.

—Para empezar, el análisis lingüístico del mensaje de la amenaza nos dice que nos las entendemos no con un individuo solo, sino con un grupo organizado.

—Bueno, dos personas, por lo menos —intervino Kincaid. Judy le fulminó con la mirada, pero Kincaid rehuyó los ojos de la muchacha.

—¿En qué quedamos? —articuló Honeymoon, con cierto matiz de irritación—. ¿Dos personas o un grupo?

Judy comprendió que se había puesto colorada.

—El mensaje lo compuso un hombre y lo tecleó una mujer, de modo que por lo menos hay dos personas. No sabemos aún si son más.

—Muy bien. Pero, por favor, sea precisa.

Aquello no iba como debía ir.

Judy prosiguió, sin perder tiempo:

—Punto dos: esas personas no están mentalmente desequilibradas.

—Bueno, clínicamente, no —metió baza Kincaid—. Pero tan seguro como el infierno que tampoco son normales.

Se echó a reír como si hubiera soltado un comentario ingeniosísimo. Silenciosamente, Judy le maldijo por estar rebajándola.

—Las personas que cometen crímenes violentos pueden dividirse en dos categorías, organizadas y desorganizadas. Los miembros de la desorganizada actúan sin pensar, utilizan el arma que tienen más a mano y eligen a sus víctimas al azar. Son auténticos dementes.

Honeymoon se mostró interesado.

—¿Y la otra categoría?

—Los organizados planean sus delitos, llevan consigo las armas y atacan a las víctimas que han seleccionado previamente empleando ciertos criterios lógicos.

—Están locos, pero sólo en un sentido distinto —volvió a meter baza Kincaid.

Judy se esforzó en prescindir de él.

—Tales personas pueden estar enfermas, pero no son personajes de dibujos animados. Podemos considerarlos seres racionales e intentar anticiparnos a lo que puedan hacer.

—Muy bien. Y la gente de El martillo del Edén forman un grupo organizado.

—A juzgar por el mensaje de su amenaza, sí.

—Confía usted mucho en ese análisis lingüístico —comentó Honeymoon, escéptico.

—Es una herramienta potente.

—No es el sustituto definitivo de un meticuloso trabajo de investigación —intervino de nuevo Kincaid—. Pero en este caso es lo único que tenemos.

Sus palabras parecían implicar que habían tenido que recurrir al análisis lingüístico porque Judy, en su negligencia, no se molestó en realizar la tarea de campo que le correspondía. Desesperada, la muchacha siguió presentando batalla:

—Nos las vemos con gente muy seria…, lo que significa que si no pueden provocar un terremoto, intentarán alguna otra cosa.

—¿Como qué, por ejemplo?

—Algún acto terrorista más usual. Hacer estallar una bomba, tomar un rehén, asesinar a una personalidad prominente.

—Dando por supuesto que dispongan de capacidad para hacerlo, claro —dijo Kincaid—. Hasta ahora, nada indica que la tengan.

Judy respiró hondo. Había una cosa que tenía que decir, no le era posible evitarlo.

—Sin embargo, no estoy en disposición de excluir la posibilidad de que realmente puedan desencadenar un terremoto.

—¿Cómo? —exclamó Honeymoon.

Kincaid se echó a reír burlonamente. Judy prosiguió, tenaz:

—No es probable, pero sí concebible. Así lo ha afirmado uno de los principales especialistas de California, el profesor Quercus. Faltaría a mi deber si no se lo dijera a usted.

Kincaid se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas.

—Judy le ha dado las respuestas de libro, Al —manifestó en un tono de voz de «bueno, cosas de chicos»—. Ahora quizá debería explicarle el aspecto que presenta el asunto desde la perspectiva que proporciona cierta cantidad de años y experiencia.

Judy se le quedó mirando. «Ésta me la pagas, acabaré contigo aunque sea lo último que haga en la vida, Kincaid. Te estás pasando toda la entrevista tirándome por los suelos. Pero ¿y si se produce realmente un terremoto, cabrón de mierda? ¿Qué vas a decirles a los familiares de los muertos?»

—Continúe, por favor —indicó Honeymoon a Kincaid.

—Esa gente no puede provocar ningún terremoto y las centrales eléctricas les importan un pimiento. Mi instinto me dice que se trata de un muchachito que pretende impresionar a su novia. Ha conseguido que al gobernador no le llegue la camisa al cuerpo, que el FBI se líe a dar palos de ciego yendo de un lado a otro como moscas acongojadas, que el asunto tenga tratamiento estelar todas las noches en el programa de John Truth… De golpe y porrazo, se ha convertido en un tipo importante y a esta chica se le cae la baba, ¡vaya!

Judy se sintió absolutamente humillada. Kincaid la había dejado exponer todos sus descubrimientos para luego volcar desprecio y burla sobre cuanto ella había dicho. Era evidente que lo llevaba bien pensado y Judy tuvo ahora la seguridad de que la engañó deliberadamente respecto a la hora de la reunión con la esperanza de que llegase tarde. Todo había sido una estrategia para desacreditarla y al mismo tiempo hacer de Kincaid el número uno, el que dominaba la situación. Judy se sintió enferma.

Honeymoon se puso en pie súbitamente.

—Aconsejaré al gobernador que no tome ninguna medida respecto a esta amenaza. —Añadió, a guisa de despedida—. Muchas gracias a los dos.

Judy comprendió que ya era demasiado tarde para pedirle que abriese la puerta al diálogo con los terroristas. La oportunidad había pasado. Y, de todas formas, cualquier sugerencia que hiciese, Kincaid la anularía totalmente. La desesperación la agobió. «¿Y si es real? ¿Y si verdaderamente pueden hacerlo?»

—En el momento en que considere que podemos serle de alguna ayuda —ofreció Kincaid—, no tiene más que indicárnoslo. Honeymoon parecía ligeramente desdeñoso. Difícilmente necesitaba invitación para utilizar los servicios del FBI. Pero ofreció cortésmente la mano para que se la estrechasen.

Segundos después, Judy y Kincaid estaban fuera del despacho.

Judy guardó silencio mientras recorrían la Herradura, atravesaban el vestíbulo y desembocaban en el pasillo de mármol. Allí, Kincaid se detuvo y dijo:

—Te portaste estupendamente ahí dentro, Judy. No te preocupes de nada.

Kincaid no pudo reprimir una sonrisa afectada.

Judy tenía la firme determinación de impedir a toda costa que se percatase de lo crispada que se sentía. La dominaban unos deseos locos de chillarle, pero se dominó para decir con una calma total:

—Creo que hicimos nuestro trabajo.

—Desde luego. ¿Dónde aparcaste? —En el garaje de ahí enfrente. Judy agitó el pulgar.

—Yo lo tengo en el otro lado. Nos vemos luego.

—Apuesta a que sí.

Judy observó alejarse a Kincaid y después dio media vuelta y echó a andar en la dirección contraria.

Al cruzar la calle vio una confitería. Entró y compró unos bombones.

Durante el regreso a San Francisco se comió la caja entera.