El jueves, Priest se despertó con las primeras luces del alba. Por regla general, se despertaba temprano todos los días del año. No necesitaba dormir mucho, a menos que el sarao de la noche anterior hubiera sido más desenfrenado de la cuenta, cosa que ahora era raro que ocurriese.
Un día más.
De la oficina del gobernador no había trascendido nada, salvo un silencio enloquecedor. Se comportaban como si no les hubiera llegado ninguna amenaza. A El martillo del Edén apenas se le mencionaba en las noticias de los diarios hablados que Priest escuchó por la radio de su automóvil. Sólo John Truth los tomaba en serio. En su programa radiofónico diario no cesaba de burlarse del gobernador Mike Robson. Hasta el día anterior, todo lo que el gobernador pareció dispuesto a decir fue que el FBI había iniciado una investigación. Pero por la noche Truth informó de que el gobernador había prometido efectuar aquel mismo día una declaración.
La declaración lo decidiría todo. Si era conciliatoria y apuntaba al menos la idea de que el gobernador iba a considerar la demanda, Priest se regocijaría. Pero si la declaración se mostraba negativamente inflexible, Priest tendría que provocar un terremoto.
Se preguntó si realmente podía hacerlo.
Melanie se manifestó de modo muy convincente cuando habló de la franja de la falla y afirmó que podría deslizarse. Pero nadie lo había intentado aún. Reconoció incluso que no estaba segura al ciento por ciento de que funcionaría. ¿Y si fallaba? ¿Y si resultaba pero los detenían? ¿Y si funcionaba y morían durante el terremoto…? ¿Quién iba a cuidar de los integrantes de la comuna y de los niños?
Se dio media vuelta. La cabeza de Melanie descansaba sobre la almohada, a su lado. Priest contempló la cara de la mujer en reposo. La piel era blanca y las pestañas casi transparentes. Un largo mechón de pelo rojizo le caía sobre la mejilla. Priest levantó un poco la sábana y miró los senos, redondos y suaves. Pensó en despertarla. Introdujo la mano por debajo de la ropa de la cama y empezó a acariciar el cuerpo de la mujer, deslizando los dedos por el vientre y en el triángulo de vello pelirrojo que había debajo. Melanie se agitó, tragó saliva y luego se dio media vuelta y se apartó.
Priest se sentó. Estaba en la casa de una sola habitación que había constituido su hogar durante los últimos veinticinco años. Además de la cama, tenía un viejo sofá frente a la chimenea y, en un rincón, una mesa con una gruesa vela amarilla en su palmatoria. Carecía de luz eléctrica.
En los días iniciales de la comuna, la mayor parte de la gente vivía en cabañas como aquélla y los chicos dormían todos en un barracón. Pero con el paso de los años se formaron algunas parejas, las cuales construyeron viviendas mayores, con habitaciones independientes para los niños. Priest y Star conservaron sus propias casas individuales, pero la tendencia actuaba contra ellos. Era mejor no luchar contra lo inevitable: Priest lo aprendió de Star. Ahora había seis hogares familiares además de las quince cabañas del principio. En aquellos momentos, el censo de la comuna lo formaban veinticinco adultos y diez niños, además de Melanie y Dusty. Había una cabaña vacante. Aquel cuarto le era tan familiar como su mano pero, últimamente, los objetos habían adquirido un aura nueva. Durante años, sus ojos pasaban por ellos sin reparar en la presencia de los mismos: el cuadro de Priest que Star había pintado con motivo del trigésimo cumpleaños del hombre; el rebuscadamente decorado narguilé que dejó tras de sí una muchacha francesa llamada Marie-Louise; el destartalado anaquel que hizo Flower en su clase de carpintería; la cesta de la fruta donde Priest guardaba la ropa. Ahora que sabía que tal vez tuviera que marchar, cada uno de aquellos objetos hogareños le parecía especial y maravilloso, y se le formaba un nudo en la garganta cada vez que los ojos caían sobre él. Su cuarto era como un álbum de fotografías en el que cada imagen desencadenaba una serie de recuerdos: el nacimiento de Ringo; el día en que Smiler estuvo en un tris de ahogarse en el río; aquella vez en que hizo el amor con dos hermanas gemelas llamadas Jane y Eliza; el seco y cálido otoño en que recogieron la primera cosecha de uvas; el sabor de la añada del 89. Cuando miraba en torno y pensaba en las personas que querían arrebatárselo todo, sentía una cólera que le abrasaba interiormente como vitriolo en el estómago. Cogió una toalla, se calzó las sandalias y salió de la cabaña, desnudo. Spirit, su perro, le saludó con un olfateo silencioso. Era una mañana clara y fresca, con jirones de nubes altas en el cielo azul. El sol aún no había aparecido por encima de las montañas y el valle estaba sumido en sombras. No había nadie a la vista.
Anduvo colina abajo, a través de la aldea, y Spirit le siguió. Aunque el espíritu comunal todavía era vigoroso, la gente había conferido personalidad a sus hogares con toques individuales. Una mujer había cultivado flores y arbustos alrededor de su casa: en consecuencia, Priest bautizó aquel terreno con el nombre de El jardín. Dale y Poem, pareja estable, habían dejado que sus hijos pintaran los muros exteriores de su domicilio y el resultado era un revoltijo de colorines. Un hombre llamado Slow, retrasado mental, se había construido un sinuoso porche, en el que se balanceaba una mecedora de fabricación casera.
Priest tenía plena conciencia de que era muy posible que aquel lugar no le pareciese bonito a otros ojos. Los caminos estaban embarrados, los edificios eran destartalados y el trazado urbano caótico. La distribución no guardaba ningún orden: el barracón de los chicos se alzaba inmediatamente después del cobertizo del vino y el taller de carpintería en medio de las cabañas. Las letrinas se trasladaban todos los años, pero en vano: estuvieran donde estuviesen, el olor siempre se percibía los días calurosos. Sin embargo, todo en aquel lugar le robaba el corazón. Y cuando miraba a lo lejos y veía las laderas cubiertas de arbolado elevándose en desnivel desde el río reluciente hasta las cumbres azules de la Sierra Nevada, el panorama le parecía tan hermoso que llegaba a dolerle.
Pero ahora, cada vez que lo contemplaba, la idea de que podía perderlo se le clavaba en el alma como un cuchillo.
A la orilla del río, encima de un peñasco había una caja de madera que contenía jabón, cuchillas de afeitar baratas y un espejo de mano. Se enjabonó la cara, se afeitó, se adentró en la corriente y se lavó a conciencia, de pies a cabeza. Se secó con vivos movimientos y una áspera toalla.
No tenían instalación de agua corriente. En invierno, cuando la temperatura era demasiado baja para bañarse en el río, disponían un baño comunal dos veces a la semana, calentaban en la cocina grandes tinajas de agua y se lavaban unos a otros: era realmente erótico. Pero en verano sólo los niños pequeños disfrutaban de agua caliente.
Regresó monte arriba y se vistió en un santiamén, poniéndose los vaqueros azules y la camisa de trabajo que siempre llevaba. Se dirigió a la cocina y entró. La puerta no estaba cerrada con llave; allí no había llaves. Colocó los leños, encendió la lumbre, puso sobre el fuego una cacerola con agua para hacer café y salió de la cocina.
Le gustaba pasear mientras los demás seguían en el catre. Fue susurrando sus nombres al pasar por delante de sus moradas: «Moon. Chocolate. Giggle». Se imaginaba a cada uno de ellos allí tumbados, durmiendo. Apple, una muchacha gorda, tendida de espaldas, con la boca abierta, ronca que te ronca; Juice y Alaska, dos mujeres de edad mediana, entrelazadas; los chicos en el barracón… Flower, su hija, Ringo y Smiler; Dusty, el hijo de Melanie; los gemelos, Bubble y Chip, todo mejillas sonrosadas y pelo desgreñado…
«Mi gente.»
«Ojalá puedan vivir siempre aquí.»
Pasó por delante del taller, donde guardaban picos, palas, azadones y podaderas; el círculo de cemento donde pisaban las uvas en octubre; y la bodega donde el vino del año anterior se asentaba, fermentaba y clarificaba en grandes toneles; casi a punto ya para la mezcla y embotellado.
Hizo una pausa fuera del templo.
Se sentía muy orgulloso. Desde el primer momento hablaron de edificar un templo. Durante muchos años pareció un sueño imposible. Siempre había demasiadas otras cosas que hacer: tierras que despejar y vides que plantar, graneros que construir, la huerta, la tienda, las clases que impartir a los niños. Pero cinco años atrás la comuna pareció llegar a una meseta. Por primera vez, Priest no tuvo que preocuparse de si tendrían bastantes reservas de alimentos para todo el invierno. Dejó de temer la posibilidad de que una mala cosecha pudiera borrarlos del mapa. En la lista de tareas urgentes que llevaba en la cabeza no había quedado nada por hacer. De modo que anunció que había llegado el momento de levantar el templo.
Y allí estaba.
Significaba mucho para Priest. Venía a demostrar que la comunidad había alcanzado la madurez, que ya no vivían con una mano delante y otra detrás. Podían alimentarse por sí mismos y contaban con tiempo y con recursos de sobra para construir un lugar de culto. Ya no eran un hatajo de hippies tratando de hacer realidad un sueño idealista. El sueño funcionaba; lo habían demostrado. El templo era el emblema de su triunfo.
Entró. Era una sencilla estructura de madera con un solo tragaluz y sin mobiliario alguno. A la hora del culto, todos se sentaban en el suelo en círculo, cruzadas las piernas. Era también la escuela y la sala de reuniones. La única decoración era un cartel que compuso Star. Priest no sabía leer, pero estaba enterado de lo que decía:
La meditación es vida: todo lo demás, distracción
El dinero te hace pobre
El matrimonio es la mayor infidelidad
Cuando nadie posee nada, todos lo poseemos todo
Hacer lo que te plazca es la única ley.
Ésas eran las Cinco Paradojas de Baghram. Priest dijo que se las enseñó un gurú indio a cuyas lecciones había asistido en Los Ángeles, pero lo cierto era que se las inventó él. «Bastante buenas para un tipo que no sabe leer.»
Permaneció en el centro de la sala durante varios minutos, con los ojos cerrados, los brazos caídos inertes a los costados, al tiempo que concentraba su energía. Eso no tenía nada de camelo. Star le había enseñado técnicas de meditación, y verdaderamente funcionaban. Sentía que el cerebro se le clarificaba como el vino en las barricas. Rezó pidiendo que se ablandara el corazón del gobernador Mike Robson y anunciase que se paralizaba la construcción de nuevas centrales de energía en California. Se imaginó al apuesto gobernador con su traje oscuro y su camisa blanca, sentado en un sillón de cuero detrás de su mesa de madera pulimentada. Y en la escena que Priest veía, el gobernador manifestaba:
—He decidido conceder a esas personas lo que desean, no sólo para evitar un terremoto, sino también porque es sensato y lógico.
Al cabo de unos minutos, la fortaleza espiritual de Priest se había renovado. Se sintió alerta, confiado, centrado.
Cuando salió de nuevo al aire libre, decidió ir a echar un vistazo al viñedo.
Originalmente, allí no había cepas. Cuando llegó Star, lo único que encontró en el valle fue un pabellón de caza en ruinas. Durante tres años, la comuna fue dando bandazos de crisis en crisis, dividida por peleas internas, arrasada por las tormentas, sostenida por mendicantes visitas a las ciudades. Entonces llegó Priest.
Tardó menos de un año en erigirse en líder reconocido, al mismo nivel de mando que Star, en una dirección conjunta. Primero organizó las salidas petitorias de limosna para que resultasen rentables al máximo. Se presentaban en una urbe como Sacramento o Stockton el sábado por la mañana, cuando las calles estaban repletas de gente que iba de compras. Cada uno tenía asignada una esquina. Y cada uno tenía su rollo: Aneth decía que estaba recogiendo dinero para poder comprar un billete de autobús que la trasladara a casa de sus parientes en Nueva York; Song rasgueaba su guitarra y entonaba There but for Fortune; Slow farfullaba que llevaba tres días sin comer; Bones arrancaba sonrisas a la gente exhibiendo un letrero que rezaba: «¿Por qué mentir? Pido para cerveza».
Pero pedir limosna no era más que un recurso secundario. Bajo la dirección de Priest, los hippies formaron terrazas en la falda de la colina, desviaron un arroyo para disponer de agua de riego y plantaron un viñedo. El tremendo esfuerzo que tuvo que hacer el equipo los convirtió en un grupo fuertemente cohesionado y el vino los capacitó para vivir sin tener que servirse de la mendicidad. Ahora, los expertos buscaban su Chardonnay.
Priest anduvo a lo largo de las rectas hileras. Entre las cepas se habían plantado hierbas y flores, en parte porque eran útiles y bonitas, pero sobre todo porque atraían a avispas y mariquitas, las cuales daban buena cuenta de los pulgones y otras plagas. No se empleaba allí ningún producto químico: confiaban en los métodos naturales. También cultivaban trébol, porque fijaba el nitrógeno del aire y, cuando araban y lo mezclaban con la tierra, actuaba como fertilizante natural.
Las vides estaban rebrotando. El mes de mayo concluía, de modo que el peligro de que las heladas acabasen con los renuevos ya había quedado atrás. En aquel punto del ciclo, casi todo el trabajo estribaba en ligar los brotes a los enrejados para dirigir su desarrollo y evitar los daños que pudiese producir el viento.
Priest había aprendido lo referente al vino durante sus años de vendedor de licores al por mayor, y Star había estudiado el tema en los libros, pero no hubieran podido alcanzar el éxito de no ser por el viejo Raymond Delavalle, un viticultor bonachón que los ayudó porque, suponía Priest, lamentaba no haber sido más lanzado y audaz en su juventud.
El viñedo de Priest había salvado a la comuna, pero la comuna había salvado la vida a Priest. Llegó allí en plan de fugitivo, perseguido por el hampa, la policía de Los Ángeles y los inspectores del Impuesto sobre la Renta, todos a la vez. Era alcohólico y adicto a la cocaína, estaba solo, arruinado y predispuesto al suicidio. Llegó a la comuna por la polvorienta carretera, siguiendo las ambiguas indicaciones de un autostopista, y vagó entre los árboles hasta tropezarse con un puñado de hippies desnudos que canturreaban sentados en el suelo. Los estuvo contemplando durante un buen rato, hechizado por el mantra y la sensación de profunda calma que se elevaba en el aire como el humo de una fogata. Uno o dos de los hippies le sonrieron, pero el grupo continuó con su rito. Al final, Priest empezó a desnudarse, despacio, como un hombre en trance. Se quitó el traje de calle, la camisa de color rosa, los zapatos de plataforma y los calzoncillos jockey rojiblancos. Luego, ya desnudo, se sentó con ellos.
Allí había encontrado la paz, una nueva religión, amigos y amantes. En un tiempo en que estaba dispuesto a lanzarse, al volante de su Plymouth Barracuda 440-6 de color amarillo, por el borde de un precipicio, la comuna dio significado a su vida.
Ahora no volvería a haber para él otra existencia. Aquel lugar era cuanto tenía y moriría por defenderlo.
Puede que tuviese que hacerlo.
Escucharía por la noche el programa de radio de John Truth. Si el gobernador iba a abrir la puerta de las negociaciones, o a hacer alguna concesión, seguramente lo expondría antes del fin del programa.
Cuando llegó al otro extremo de la viña, decidió acercarse a examinar el vibrador sísmico.
Ascendió por el monte. No había carretera, sólo una senda bastante trillada a través de la arboleda. Los vehículos no podían pasar por allí para ir a la aldea. A unos cuatrocientos metros de las casas, llegó a un claro cubierto de barro. Estacionados bajo los árboles permanecían su viejo Barracuda, un herrumbroso minibús Volkswagen, que era todavía más viejo, el Subaru naranja de Melanie y la camioneta de la comuna, una Ford Ranger verde oscuro. Desde allí, una pista forestal serpenteaba a través del bosque, monte arriba y abajo, desaparecía bajo un corrimiento de barro, cruzaba el río, hasta que por fin alcanzaba la carretera del condado, asfaltada y de doble dirección. Dieciséis kilómetros hasta la población más próxima, Silver City.
Una vez al año, la comuna en pleno se pasaba un día haciendo rodar barriles colina arriba, entre los árboles, hasta el claro, donde los cargaban en la camioneta de Paul Beale, que los transportaba a la planta embotelladora de Napa. Era el gran día de su calendario, y por la noche se daban una fiesta y se tomaban libre el día siguiente para celebrar el éxito del año. La ceremonia tenía efecto ocho meses después de la vendimia, así que estaba prevista para dentro de unos días. Priest había resuelto celebrar la fiesta al día siguiente de que el gobernador indultase al valle.
A la vuelta del traslado del vino, Paul Beale acarrearía alimentos para la despensa de la comuna y abarrotaría de suministros la tienda gratuita: ropas, golosinas, cigarrillos, objetos de escritorio, libros, compresas, pasta dentífrica… todo lo que pudieran necesitar. El sistema operaba sin dinero. Sin embargo, Paul llevaba la contabilidad y al final de cada ejercicio anual depositaba el excedente en una cuenta cuya existencia y saldo sólo conocían Priest y Star.
A partir del claro, Priest anduvo kilómetro y medio por la pista forestal, rodeando los charcos formados por el agua de lluvia y franqueando los pequeños montículos formados por matorrales, ramas y árboles caídos. Luego salió de la pista forestal y avanzó por un sendero invisible a través de la arboleda.
No había allí huellas de neumáticos porque Priest había rastrillado cuidadosamente la alfombra de agujas de pino que constituían el piso del bosque. Llegó a una pequeña hondonada y se detuvo.
Todo lo que veía era una pila de vegetación: ramas rotas y árboles jóvenes arrancados de raíz y amontonados para formar una pila de tres metros y medio de altura como para una hoguera. Tenía que trepar hasta lo alto de la pila y separar parte de aquella maleza para confirmar que, efectivamente, el camión seguía bajo su camuflaje.
No es que temiera que alguien pudiese ir allí en busca del camión. Ricky Granger, contratado por la Ritkin Seismic en los campos petrolíferos de Texas del Sur, no tenía absolutamente ninguna relación, fácil de rastrear, con aquel remoto viñedo del condado de Sierra (California). Sin embargo, a veces se daba el caso de que un par de excursionistas de mochila perdían el norte y entraban en los terrenos de la comuna —como sucedió con Melanie— y si eso ocurría, desde luego iban a quedarse verdaderamente extrañados de encontrar aparcada en los bosques aquella enorme y carísima maquinaria. Así que Priest y los comedores de arroz trabajaron como esclavos durante dos horas para ocultar el camión. Priest estaba bastante seguro de que era imposible divisarlo desde el aire. Dejó a la vista una rueda y aplicó un puntapié al neumático, como suele hacer el comprador desconfiado de un coche de segunda mano. Había matado a un hombre por aquel vehículo. Pensó brevemente en la bonita esposa y en los hijos de Mario y se preguntó si habrían comprendido ya que Mario no iba a volver nunca a casa. Luego apartó de su mente aquella idea.
Deseaba tranquilizarse, tener la certeza de que el camión estaba listo para ponerse en marcha a la mañana siguiente. Sólo mirarlo le puso nervioso. Experimentaba el apremiante impulso de partir de inmediato, hoy, ahora, sólo para aliviar la tensión. Pero había dado una fecha límite y atenerse a la cronología era importante.
La espera resultaba insoportable. Pensó en subir a la cabina y encender el motor, sólo para asegurarse de que todo estaba bien, pero sería una estupidez. Los nervios se la estaban jugando. El camión respondería como era debido. Valía más que se mantuviera alejado y que lo dejase en paz hasta el día siguiente.
Separó otra sección de la maleza de cobertura y miró la plancha de acero que martilleaba la tierra.
Si el proyecto de Melanie funcionaba, la vibración desataría un terremoto. El plan tenía algo de pura justicia. Utilizaban la energía almacenada de la tierra como amenaza para obligar al gobernador a cuidar el medio ambiente. La Tierra salvando a la Tierra. A Priest eso le pareció en cierto sentido tan justo que casi era sagrado.
Spirit soltó un ladrido bajo, como si hubiera oído algo. Sería probablemente un conejo, pero Priest, inquieto, volvió a poner en su sitio las ramas que había apartado y emprendió el regreso.
Caminó entre los árboles hasta la pista forestal y se volvió de cara a la aldea.
Se detuvo en mitad del camino y enarcó las cejas, perplejo. En la ida había saltado allí por encima de una rama caída. Esa rama la habían apartado a un lado. Spirit no ladró a los conejos. Alguien andaba por los alrededores. Él no había oído a nadie, pero la densa vegetación sofocaba casi automáticamente todos los ruidos. ¿Quién sería? ¿Le siguió alguien? ¿Le habrían visto cuando miraba el vibrador sísmico?
Durante el regreso a casa, Spirit dio muestras de agitación. Al llegar a la vista del círculo del aparcamiento, Priest contempló el motivo.
En el claro fangoso, parado junto al Barracuda, había un coche de la policía.
A Priest el corazón le dio un vuelco.
¡Tan pronto! ¿Cómo era posible que hubieran dado tan pronto con su pista?
Se quedó mirando el coche patrulla.
Era un Ford Crown Victoria de color blanco con una franja verde a lo largo del costado, una estrella plateada de seis puntas pintada en la portezuela, y en el techo cuatro antenas y una hilera de giróscopos con luces azul, rojo y naranja.
Tranquilo. Podía haber sucedido cualquier cosa.
Puede que el policía no estuviese allí por el vibrador. Tal vez un impulso de ociosa curiosidad llevó al polizonte a avanzar pista forestal adelante: nunca había ocurrido antes, pero era posible. Existían montones de otras razones posibles. Acaso andaba a la busca de un turista que se había extraviado. Quizá un ayudante del sheriff trataba de dar con un sitio secreto donde encontrarse con la esposa del vecino.
Cabía la posibilidad de que ni siquiera supiesen que allí había una comuna. Si Priest se escabullera adentrándose otra vez en el bosque…
Demasiado tarde. En el preciso instante en que la idea brotaba en su cabeza, un policía apareció por detrás del tronco de un árbol.
Spirit ladró furiosamente.
—¡Calla! —le ordenó Priest, y el perro guardó silencio.
El representante de la ley vestía el uniforme verdegris de los ayudantes del sheriff, con una estrella sobre la parte izquierda de la pechera de su cazadora, sombrero de vaquero y pistola al cinto.
Vio a Priest y agitó el brazo.
Priest titubeó y luego, despacio, levantó la mano y correspondió al saludo.
Después, de mala gana, anduvo hasta el coche.
Odiaba a los polizontes. La mayoría eran ladrones, perdonavidas y psicópatas. Se aprovechaban del uniforme y de su posición para ocultar el hecho de que eran delincuentes peores que las personas a quienes arrestaban. Pero se obligaría a mostrarse cortés, lo mismo que si fuese un estúpido ciudadano de un barrio residencial que imaginaba que la policía estaba allí para protegerle.
Respiró con naturalidad, relajó los músculos del rostro, sonrió y dijo:
—¿Qué tal?
El agente iba solo. Era joven, unos veinticinco o treinta años, con pelo corto de tono castaño claro. Su cuerpo, bajo el uniforme, era ya un tanto voluminoso: dentro de diez años, tendría barriga cervecera.
—¿Hay residencias cerca de aquí? —preguntó el policía.
Priest sintió la tentación de mentirle, pero un segundo de reflexión le hizo saber que era excesivamente arriesgado. El ayudante del sheriff no tendría más que recorrer cuatrocientos metros en la dirección adecuada para darse de manos a boca con las casas y al comprender que le habían engañado se despertarían sus sospechas. Así que Priest le dijo la verdad.
—No está muy lejos del Lagar de Silver River.
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
No era casual. En la guía telefónica, su número y dirección eran los de Paul Beale en Napa.
Ninguno de los miembros de la comuna se censaba con vistas a votar en las elecciones. Ninguno de ellos pagaba impuestos, dado que carecían de ingresos. Siempre se mantuvieron en el anonimato. Star tenía horror a la publicidad, un miedo que se remontaba a la época en que el movimiento hippie acabó destruido a causa de la sobreexposición a los medios de comunicación. Pero a muchos de los integrantes de la comuna no les faltaba motivo para ocultarse. Algunos tenían deudas, a otros los buscaba la policía, Oaktree era desertor, Song huyó de un tío suyo que abusaba sexualmente de ella, y el marido de Aneth la golpeaba brutalmente y había jurado que, si ella le abandonaba, iría a buscarla adondequiera que pudiese estar.
La comuna continuaba actuando como refugio y varios de los recién llegados eran también fugitivos. La única forma de que alguien pudiera enterarse de algo respecto al lugar era a través de una persona como Paul Beale, que vivió allí una temporada y después volvió al mundo exterior.
Pero todos se mostraban excepcionalmente cautos en lo concerniente a compartir el secreto.
Ningún policía había estado nunca allí.
—¿Cómo es que jamás tuve noticia de este lugar? —dijo el poli—. Llevo diez años de comisario del sheriff.
—Es un sitio muy pequeño —respondió Priest.
—¿Es usted el propietario?
—No, sólo un jornalero.
—Así, ¿qué hacen aquí? ¿Fabrican vino?
Ah, chico, vaya gigante intelectual.
—Sí, en resumen viene a ser algo así. —El policía no captó el sarcasmo. Priest continuó—: ¿Qué le ha traído a estos andurriales a una hora tan temprana de la mañana? Que yo sepa no hemos tenido ningún delito por aquí desde que Charlie se emborrachó y votó por Jimmy Carter.
Sonrió. No había ningún Charlie: trataba de hacer alguna clase de chiste que estuviese al alcance de las entendederas de un poli.
Pero aquél siguió con cara de palo.
—Busco a los padres de una jovencita que dice llamarse Flower. Un pánico espantoso se apoderó de Priest y de repente se sintió frío como una tumba.
—¡Oh, Dios mío!, ¿qué ha pasado?
—La chica está bajo arresto.
—¿Se encuentra bien?
—No sufre ninguna clase de lesión, si es eso lo que quiere usted decir.
—Gracias a Dios. Pensé que iba a informarme de que tuvo un accidente. —El cerebro de Priest empezó a recobrarse del susto—. ¿Cómo es que se encuentra en la cárcel? ¡Creí que estaba aquí, dormida en su cama!
—Es evidente que no. ¿Qué relación tiene usted con ella?
—En ese caso tendrá que acompañarme a Silver City.
—¿Silver City? ¿Cuánto tiempo lleva allí?
—Sólo ha pasado la noche. No queríamos retenerla tanto tiempo, pero se empeñó en no darnos su dirección. Hasta hace cosa de una hora no se vino abajo.
A Priest se le rompió el corazón al imaginar a su niña en manos de la justicia, tratando de mantener el secreto de la comuna, hasta que su voluntad se quebró. Las lágrimas afluyeron a sus ojos.
—Con todo —prosiguió el policía—, ha sido usted horrorosamente difícil de encontrar. Al final, conseguí arrancarles las señas a un grupo de malditos pistoleros estrafalarios, que están a cosa de ocho kilómetros de aquí, valle abajo.
Priest asintió.
—Los Álamos.
—Sí. Tenían un letrero condenadamente grande que decía: «No reconocemos la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos». Imbéciles.
—Los conozco —dijo Priest.
Eran vigilantes de ultraderecha que se habían adueñado de una vieja granja en un lugar solitario, la conservaban con armas de fuego de gran potencia y soñaban con rechazar a tiro limpio una invasión china. Desgraciadamente, eran los vecinos más cercanos de la comuna.
—. ¿Por qué está Flower bajo custodia? ¿Hizo algo malo?
—Ése es el motivo corriente —dijo el policía, irónico.
—¿Qué es lo que hizo?
—La pillaron robando en una tienda.
—¿En una tienda? ¿Por qué iba a hacer semejante cosa una niña que puede tomar lo que quiera en un establecimiento gratuito? ¿Qué fue lo que robó?
—Una fotografía grande, en color, de Leonardo DiCaprio.
A Priest le entraron unos deseos locos de sacudir al policía un puñetazo en pleno rostro, pero eso no habría ayudado a Flower, así que lo que hizo, en cambio, fue agradecer al hombre el molestarse en llegar hasta allí y prometerle que la madre de Flower se presentaría en la oficina del sheriff de Silver City en el plazo de una hora, para recoger a su hija. Satisfecho, el polizonte se marchó.
Priest fue a la cabaña de Star. Además de vivienda, era la clínica de la comuna. Star no poseía ninguna formación facultativa, pero sí había adquirido bastantes conocimientos de medicina a través de su padre, que era médico, y de su madre, enfermera. Desde niña se acostumbró a las urgencias médicas e incluso ayudaba en los partos. Su cuarto estaba lleno de cajas de vendas, tubos de ungüentos y pomadas, aspirinas, específicos contra la tos y anticonceptivos.
Cuando Priest la despertó y le transmitió la mala noticia, se puso histérica. Odiaba a la policía casi tanto como él. En los sesenta, los agentes la habían golpeado con sus porras, camellos secretos infiltrados le vendieron droga adulterada y, en una ocasión, la violaron detectives de una comisaría. Saltó de la cama y empezó a chillar y a golpear a Priest. Éste la agarró por las muñecas e intentó tranquilizarla.
—¡Tenemos que ir allí y sacarla! —gritó Star.
—Exacto —convino Priest—. Pero vístete primero, ¿de acuerdo?
Ella dejó de forcejear.
—Vale.
Mientras Star se ponía los vaqueros, Priest dijo:
—A ti te detuvieron cuando tenías trece años, me dijiste.
—Sí, un sargento viejo y asqueroso con un cigarrillo que le colgaba de la comisura de la boca, me puso las manos en las tetas y dijo que de mayor iba a ser una chavala de bandera.
—A Flower no le haremos ningún favor si entras allí hecha una furia y haces que te arresten a ti también —señaló Priest. Star se dominó.
—Tienes razón, Priest. Por ella, tenemos que hacerles la rosca a esos cabrones. —Se pasó el peine por el pelo y se contempló en un espejito—. Está bien. Aquí me tienes, dispuesta a comer mierda.
Priest siempre fue de la opinión de que para tratar con la policía era mejor ir vestido de modo convencional. Despertó a Dale y le pidió su traje azul oscuro. Ahora era propiedad comunal y Dale se lo había puesto recientemente para ir al juzgado, cuando su mujer, de la que llevaba veinte años separado, decidió divorciarse de él. Priest se embutió el traje encima de la ropa de trabajo y se anudó la corbata verde salmón, una corbata que tenía veinte años. Los zapatos estaban viejísimos, así que volvió a calzarse las sandalias. Luego, Star y él subieron al Barracuda.
Al llegar a la carretera del condado, Priest comentó:
—¿Cómo es que ninguno de nosotros se dio cuenta anoche de que Flower no estaba en casa?
—Yo fui a darle las buenas noches, pero Pearl me dijo que Flower había ido al retrete.
—¡El mismo cuento me largó a mí! ¡Pearl debía de estar enterada de lo ocurrido y trató de encubrirla!
Pearl, la hija de Dale y Poem, tenía doce años y era la mejor amiga de Flower.
—Volví más tarde, pero habían apagado ya todas las velas, el barracón estaba a oscuras, y no quise despertarlas. Ni por lo más remoto imaginé que…
—¿Por qué ibas a hacerlo? Esa condenada niña ha pasado todas las noches de su vida en el mismo sitio… No había razón alguna para pensar que estuviese en otro.
Llegaron a Silver City. La oficina del sheriff se encontraba junto al juzgado. Entraron en un sombrío vestíbulo decorado con amarillentos recortes de periódico relativos a antiguos asesinatos. Había una mesa de recepción detrás de una ventanilla con timbre e intercomunicador. Un ayudante del sheriff con camisa caqui y corbata verde les preguntó:
—¿En qué puedo servirles?
—Me llamo Stella Higgins —dijo Star— y tienen ustedes aquí a mi hija.
El polizonte les dirigió una dura mirada. Priest supuso que los estaba evaluando, al tiempo que se preguntaba qué clase de padres eran.
—Un momento, por favor —dijo, y desapareció. Priest habló a Star en voz baja:
—Me parece que lo mejor será que nos mostremos como unos respetables ciudadanos cumplidores de las leyes, horrorizados por el hecho de que su hija se encuentre en dificultades con la policía. Tenemos un respeto profundo por los representantes de la ley y el orden. Lamentamos haber causado quebraderos de cabeza a un personal tan esforzado en el cumplimiento del deber.
—¡Joder! —exclamó Star, tensa.
Se abrió una puerta y el ayudante del sheriff los hizo entrar.
—Señor y señora Higgins —dijo. Priest no le corrigió—. Tengan la bondad de acompañarme.
Los condujo a una sala de conferencias de alfombra gris y agradable mobiliario moderno.
Flower esperaba allí.
Algún día iba a ser tan formidable y voluptuosa como su madre, pero a los trece años no era más que una jovencita larguirucha y desgarbada. En aquel momento aparecía hosca y llorosa a la vez. Pero no sufría daño alguno. Star la abrazó en silencio y luego Priest hizo lo propio.
—¿Has pasado la noche en la cárcel, cielo? —dijo Star.
Flower denegó con la cabeza.
—En una casa —respondió.
El policía explicó:
—California es muy estricta. A los delincuentes juveniles no se les puede encarcelar bajo el mismo techo que albergue a los presos adultos. Así que en la ciudad tenemos un par de personas dispuestas a hacerse cargo de los delincuentes jóvenes y albergarlos durante la noche. Flower estuvo en casa de la señorita Waterlow, una maestra de escuela de la localidad que es también hermana del sheriff.
—¿Todo fue bien? —le preguntó Priest a Flower.
La niña asintió, aturdida.
Priest empezó a sentirse mejor. Diablos, cosas peores les pasan a los chicos.
—Siéntense, por favor, señor y señora Higgins —invitó el policía—. Soy el encargado de la vigilancia de quienes están en libertad condicional y parte de mi labor consiste en tratar con los delincuentes juveniles.
Se sentaron.
—A Flower se la acusa de haber robado un cartel por valor de 9,99 dólares en el Silver Disc Music Store.
Star miró a su hija.
—No lo entiendo —expresó—. ¿Por qué tenías que robar un cartel de una maldita estrella de cine?
Flower se volvió súbitamente gritona.
—Lo quería y nada más, ¿vale? —chilló—. ¡Lo quería y punto!
Luego estalló en lágrimas.
Priest se dirigió al policía:
—Quisiéramos llevarnos a nuestra hija a casa lo antes posible. ¿Qué es preciso hacer?
—Señor Higgins, debo señalarle que la pena máxima por lo que ha hecho Flower sería la de privación de libertad hasta la edad de veintiún años.
—¡Santo Dios! —exclamó Priest.
—Sin embargo, confiaría en que no se aplicase un castigo tan duro por ser la primera vez en que se incurre en ese delito. Dígame, ¿se ha encontrado Flower anteriormente en semejantes dificultades?
—Lo que ha hecho, ¿ha sido una sorpresa para usted?
—Sí.
—Nos ha dejado de piedra —confirmó Star.
El ayudante del sheriff trató de determinar cómo era la vida hogareña de la familia y si cuidaban bien a Flower. Priest respondió a la mayoría de las preguntas, dando la impresión de que eran simples trabajadores agrícolas. No dijo nada de su existencia comunal ni de sus creencias. El policía quiso saber dónde asistía Flower al colegio y Priest le explicó que en el lagar había una escuela para hijos de trabajadores.
Al hombre parecieron satisfacerle las respuestas. Flower tuvo que firmar la promesa de que se presentaría en el juzgado cuatro semanas después, a las diez de la mañana. El funcionario pidió que ratificase la firma uno de los padres y Star lo hizo. No tuvieron que pagar ninguna fianza.
Estuvieron fuera de allí en menos de una hora.
Al salir de la oficina del sheriff, Priest dijo:
—Esto no te convierte en mala persona, Flower. Hiciste una tontería, pero seguimos queriéndote tanto como siempre. Tenlo presente. Y hablaremos de todo esto cuando lleguemos a casa.
Regresaron al lagar. Durante un rato, Priest no pudo pensar en otra cosa que no fuese en su hija y en cómo era, pero ahora que estaba de vuelta, sana y salva, empezó a reflexionar sobre las implicaciones adicionales del arresto de Flower. Hasta entonces, la comuna no había atraído sobre sí la atención de la policía. No hubo ningún robo porque no reconocían la propiedad privada. A veces se organizaban peleas a puñetazo limpio, pero los miembros de la comuna zanjaban tales situaciones por sí mismos. Nadie había muerto nunca allí. Nunca llamaron por teléfono a la policía. Nunca violaron las leyes, salvo las relativas a las drogas y en cuanto a eso eran de lo más discreto. Pero el lugar estaba ahora en el mapa.
Y era el peor momento posible para que eso sucediera. Nada podía hacer, aparte de tomar precauciones extra. Resolvió no cargar la culpa sobre Flower. A la edad de la niña, él era un ladrón profesional de dedicación completa con una lista de antecedentes que se remontaba hasta los tres años de edad. Si algún padre podía entenderlo, ese padre era él.
Encendió la radio del coche. A las horas en punto daban boletines de noticias. La última se refería a una amenaza de terremoto.
—El gobernador Mike Robson se ha reunido esta mañana con agentes del FBI para tratar el tema del grupo terrorista El martillo del Edén, que ha amenazado con provocar un terremoto —declamó el locutor—. Un portavoz del Bureau ha declarado que todas las amenazas se toman en serio, pero que no se formularían más comentarios hasta después de la reunión.
El gobernador anunciaría su decisión después de reunirse con el FBI, supuso Priest. Deseó que la emisora de radio hubiese dado la hora de la reunión.
Llegaron a casa a media mañana. El coche de Melanie no estaba en el círculo de aparcamiento: había llevado a Dusty a San Francisco, para que el niño pasara el fin de semana con su padre.
En el lagar, el ambiente estaba bastante alicaído. La mayoría de los miembros de la comuna escardaban en el viñedo, trabajando sin las acostumbradas canciones y risas. Delante de la cocina, Holly, madre de Ringo y Smiler, los hijos de Priest, freía cebollas, con aire lúgubre, mientras Slow, siempre sensible a la atmósfera reinante, parecía asustado mientras desenterraba patatas tempranas en la huerta. Hasta Oaktree, el carpintero, se mostraba excesivamente tranquilo mientras, inclinado sobre su banco de trabajo, aserraba un tablón.
Al ver regresar a Priest y Star con Flower, todos se apresuraron a rematar lo que estaban haciendo y dirigirse al templo. Cada vez que surgía una crisis se reunían para debatirla. Si era un asunto de menor importancia, podía esperar hasta el fin de la jornada, pero aquél era demasiado trascendente para aplazarlo.
Priest y su familia caminaban hacia el templo cuando Dale y Poem, con su hija Pearl, los interceptaron.
Dale, hombrecillo menudo, de pelo corto y bien cuidado, era el integrante más convencional del grupo. Era una persona clave, dado que, como experto vinicultor, controlaba la mezcla de los caldos de todas las añadas. Pero Priest tenía a veces la sensación de que trataba a la comuna como si fuese cualquier otra aldea. Dale y Poem habían sido los primeros en construir una cabaña familiar. Poem era una mujer de piel morena y acento francés. Tenía una vena libidinosa —Priest estaba bien enterado, se había acostado con ella varias veces—, pero con Dale se convirtió en una mujer más bien domesticada. Dale era uno de los pocos que concebiblemente podía adaptarse de nuevo a la vida normal si tuviera que abandonar la comuna. Priest sabía que para la mayor parte de los demás, eso no era posible: puede que acabaran en la cárcel, ingresados en alguna institución pública o muertos.
—Hay algo que deberías ver —dijo Dale.
Priest captó un rápido intercambio de miradas entre las chicas. Flower lanzó un fulminante vistazo acusador a Pearl, que parecía asustada y culpable.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Star.
Dale los condujo a una cabaña vacía. La utilizaban como sala de estudio para los chicos mayores. Había allí una mesa tosca, unas cuantas sillas y un armario que contenía libros y lápices. El techo tenía una trampilla que daba a un espacio hueco bajo el tejado. La trampilla estaba abierta y debajo de ella se erguía una escalera de tijera.
Priest tuvo la espantosa impresión de que sabía ya lo que se avecinaba.
Dale encendió una vela y subió por la escalera. Priest y Star le siguieron. En el espacio de debajo del tejado, iluminado por la vacilante llama de la vela, vieron el escondite secreto de las niñas: una caja llena de piezas de bisutería barata, artículos de maquillaje, prendas de moda y revistas para adolescentes.
—Todas las cosas que les habíamos enseñado a considerar inútiles —dijo Priest sosegadamente.
—Se iban a Silver City haciendo autostop —explicó Dale—. Lo han hecho tres veces en las últimas cuatro semanas. Se llevaban esas ropas y se las ponían en lugar de los vaqueros y las camisas de trabajo cuando llegaban allí.
—¿Y qué hacían en Silver City?
—Vagar por las calles, hablar con los chicos y robar en las tiendas.
Priest introdujo la mano en la caja y sacó una estrecha camiseta de manga corta, azul con una franja color naranja. Era de nilón, delgado y de mala calidad. La clase de prenda que despreciaba; no ofrecía calor ni protección, sólo servía para cubrir la belleza del cuerpo humano con una capa de fealdad.
Con la camiseta en la mano, se retiró escalera abajo. Star y Dale le siguieron.
Las dos chicas parecían mortificadas.
—Vayamos al templo y tratemos esto con el grupo —dijo Priest.
Cuando llegaron allí ya se habían concentrado todos los miembros de la comuna, incluidos los niños. Permanecían sentados con las piernas cruzadas, a la espera.
Priest se sentó en el centro, como siempre. Los debates eran democráticos, teóricamente, y la comuna no tenía jefes, pero en la práctica Priest y Star dominaban todas las reuniones. Priest dirigiría el diálogo hacia los resultados que le interesaban, normalmente por el sistema de plantear preguntas más que por el procedimiento de exponer un punto de vista. Si una idea le gustaba, promovería la discusión de sus beneficios; si quería apabullar una propuesta, preguntaba cómo podían tener la certeza de que iba a funcionar. Y si percibía que el talante de la reunión le era contrario, fingía dejarse persuadir para luego darle la vuelta a la decisión más adelante.
—¿Quién quiere empezar? —preguntó.
Habló Aneth. Con sus cuarenta y tantos años, pertenecía al tipo maternal, y creía en la comprensión hacia los otros más que en la condena.
—Tal vez deberían empezar Flower y Pearl —dijo—, explicándonos por qué deseaban ir a Silver City.
—Para conocer gente —manifestó Flower, desafiante.
Aneth sonrió.
—¿Chicos, quieres decir?
Flower se encogió de hombros.
—Bueno —continuó Aneth—, supongo que eso es comprensible…, pero ¿por qué teníais que robar?
—¡Para tener una presencia bonita!
Star exhaló un suspiro de indignación.
—¿Qué tienen de malo vuestras ropas normales?
—Mamá, sé seria —dijo Flower, en tono burlón.
Star se inclinó sobre ella y le propinó una bofetada.
Flower se quedó boquiabierta. Una marca roja apareció en su mejilla.
—No te atrevas a hablarme así —advirtió Star—. Te acaban de pillar robando y he tenido que ir a sacarte de la cárcel, de modo que no me hables como si la estúpida fuera yo.
Pearl rompió a llorar.
Priest suspiró. Debió haberlo visto venir. No había nada malo en la ropa de la tienda gratuita. Tenían vaqueros azules, negros o marrones; camisas de trabajo de mahón; camisetas de manga corta blancas, grises, rojas y amarillas; botas y sandalias; gruesos jerséis de lana para el invierno; chaquetones impermeables para trabajar bajo la lluvia. Pero todos llevaban prendas idénticas y eso era así desde hacía años. Como era lógico, los chicos querían algo distinto. Treinta y cinco años atrás, Priest había robado una cazadora tipo Beatles en una tienda llamada Rave, de la calle de San Pedro.
Poem se dirigió a su hija:
—Pearl, cherie, ¿no te gusta tu ropa?
—Quería ir vestida igual que Melanie —contestó Pearl entre sollozos.
—¡Ah! —articuló Priest, y en ese momento lo comprendió todo.
Melanie seguía vistiendo las prendas con las que había llegado: blusas escotadas que mostraban el canalillo, minifaldas y pantalones cortos muy cortos, zapatos elegantes y gorras que eran auténticas monadas. Nada tenía de extraño que las chicas la hubiesen adoptado como un modelo digno de imitar.
—Será cuestión de hablar con Melanie —dijo Dale.
Su voz tenía un tono aprensivo. A casi todos ellos les entraba cierto nerviosismo a la hora de expresar algo que pudiera considerarse una crítica hacia Priest.
Priest comprendió que debía activar la defensa. Fue él quien llevó allí a Melanie, que además era su amante. Y Melanie resultaba fundamental para su proyecto. Era la única en condiciones de interpretar los datos del disco de Michael, que ya estaban copiados en el ordenador portátil de la mujer. De ninguna manera podía Priest permitir que se revolvieran contra ella.
—Nunca hemos obligado a nadie a cambiar su modo de vestir cuando se une a nosotros —dijo—. Al principio continúan llevando la ropa con la que vinieron, ésa ha sido siempre la norma.
Alaska tomó la palabra. Antigua maestra de escuela, había ingresado en la comuna diez años atrás, en compañía de Juice, su amante, después de que en el pueblo donde residían las condenasen al ostracismo cuando se declararon lesbianas.
—No es sólo su forma de vestir —dijo Alaska—. Tampoco trabaja gran cosa.
Juice manifestó su acuerdo asintiendo con la cabeza.
—La he visto fregar cacharros y cocer galletas en la cocina —argumentó Priest.
Alaska no parecía tenerlas todas consigo, pero insistió:
—Algunas tareas domésticas ligeras. Pero no trabaja en la viña. Es una transeúnte, Priest.
Star vio a Priest sometido al ataque y optó por ponerse de su lado.
—Hemos tenido muchas personas así. ¿Os acordáis de cómo era Holly durante los primeros días? Holly había sido un poco como Melanie, una muchacha guapa que de entrada se sintió atraída por Priest y luego por la comuna.
Holly sonrió tristemente.
—Lo reconozco. Escurría el bulto. Pero no tardó en remorderme la conciencia al ver que no arrimaba el hombro como los demás. Nadie me dijo nada. Solamente comprendí que sería más feliz aportando el grano de arena que me correspondía.
Terció Garden. Antiguo drogata, tenía veinticinco años, pero aparentaba cuarenta.
—Melanie ejerce una mala influencia. Habla a los chicos de programas de televisión, de discos de música pop y basura por el estilo.
—No cabe duda —manifestó Priest— de que es preciso tener una charla con Melanie acerca de esto cuando vuelva de San Francisco. Sé que se va a llevar un gran disgusto al enterarse de lo que han hecho Flower y Pearl.
Dale no se sentía satisfecho.
—Lo que nos joroba a un montón de nosotros…
Priest frunció el ceño. Aquello sonaba como si un grupo de miembros de la comuna hubiera estado cabildeando a sus espaldas.
«¡Jesús! ¿Voy a verme con una rebelión a gran escala entre manos?» Dejó que el disgusto se percibiera en su voz.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que os joroba a un montón de vosotros?
Dale tragó saliva.
—Su teléfono móvil y su ordenador.
El valle carecía de líneas eléctricas, así que había pocos aparatos que funcionasen con electricidad; en consecuencia, se había desarrollado en la comuna una especie de puritanismo acerca de cosas como la televisión y las cintas de vídeo. Para enterarse de las noticias, Priest tenía que escuchar la radio de su automóvil. Se miraba mal cualquier ingenio eléctrico. El equipo de Melanie, que se recargaba en la biblioteca pública de Silver City a base de enchufarlo a una toma utilizada normalmente por la aspiradora, provocaba miradas de desaprobación. Ahora, varias personas asintieron con la cabeza, manifestando así su respaldo a la protesta de Dale.
Existía un motivo especial para que Melanie conservara su móvil y su ordenador. Pero Priest no podía explicárselo a Dale. Éste no era comedor de arroz. Aunque Dale era miembro de pleno derecho del grupo y llevaba allí varios años, Priest no estaba seguro de que el proyecto del terremoto contase con su beneplácito. Podía armarla.
Priest comprendió que había que cortar aquello. Se estaba saliendo de madre. A los descontentos se les podía convencer uno por uno, pero no en un debate colectivo, donde se reforzaban uno a otro.
Sin embargo, antes de que pudiese decir algo, intervino Poem:
—Priest, ¿hay algo en marcha? Algo que no nos has contado. La verdad es que no acabo de entender por qué Star y tú habéis estado ausentes dos semanas y media.
Song acudió en apoyo de Priest:
—¡Vaya, esa sí que es una pregunta cargada de desconfianza!
Priest se dio cuenta de que el grupo se estaba dividiendo. Era la inminente perspectiva de tener que dejar el valle. No se vislumbraba el menor indicio del milagro al que él había aludido. Veían que su mundo se desmoronaba, concluía.
—Creí que se lo habíamos dicho a todos —declaró Star—. Falleció un tío mío, cuyos asuntos estaban embrolladísimos y como yo era su único pariente tuve que ir a ayudar a los abogados a poner orden en el follón.
Suficiente.
Priest sabía cómo sofocar una protesta.
—Tengo la impresión de que estamos discutiendo estas cosas en un mal ambiente —manifestó en tono terminante—. ¿Estáis todos de acuerdo conmigo?
Todos lo estaban, naturalmente. La mayoría asintieron.
—¿Qué vamos a hacer sobre el particular? —Priest miró a su hijo de diez años, un chico serio de ojos oscuros—. ¿Qué dices tú, Ringo?
—Que meditemos aquí todos juntos —contestó el niño. Era la respuesta que hubiera aportado cualquiera de ellos.
Priest lanzó una mirada circular.
—¿Aprobáis todos la idea de Ringo?
La aprobaron.
—Aprestémonos, pues, a ello.
Cada uno adoptó la postura que le pareció más cómoda. Unos se tendieron de espaldas, otros encogieron el cuerpo doblándolo en posición fetal, uno o dos se acostaron como si se dispusieran a echar un sueñecito. Priest y unos cuantos permanecieron sentados, con las piernas cruzadas, las manos sueltas sobre las rodillas, los ojos cerrados y la cara levantada hacia el cielo.
—Relajar el dedo meñique del pie izquierdo —silabeó Priest con voz sosegada y penetrante—. Después el cuarto dedo, luego el tercero, a continuación el segundo y, después, el dedo gordo. Relajar todo el pie… y el tobillo… y después la pantorrilla. —Mientras recorría, despacio, el resto del cuerpo, una paz contemplativa fue descendiendo sobre la estancia. La respiración de las personas se hizo más lenta y regular, los cuerpos se fueron quedando cada vez más quietos y los rostros adquirieron gradualmente la tranquilidad de la meditación.
Por último, Priest pronunció una lenta y profunda sílaba:
—Om.
Al unísono, la congregación respondió:
—Omm…
«Mi gente.»
«Ojalá puedan vivir siempre aquí.»