4

El martes, Judy se despertó temprano y lo primero que hizo fue preguntarse si tendría empleo.

El día anterior había dicho: «Me largo». Pero entonces estaba iracunda y desilusionada. Hoy tenía la certeza de que no deseaba abandonar el FBI. La perspectiva de pasarse el resto de su existencia defendiendo criminales, en vez de arrestarlos, le deprimía. ¿Cambió de idea demasiado tarde? Anoche había dejado una nota encima de la mesa de Brian Kincaid. ¿Aceptaría sus disculpas? ¿O se empeñaría en dar por efectiva su dimisión?

Bo llegó a las seis de la mañana y Judy le calentó un poco de pho, la sopa de fideos que los vietnamitas toman para desayunar. A continuación la muchacha se vistió con sus mejores galas, un traje sastre azul, de Armani, de falda corta. Era un buen día para lucir algo mundano, aparatoso y sexy, todo a la vez. «Si me van a dar el retiro, también puedo presentarme como alguien a quien van a echar de menos.»

Mientras conducía rumbo a la oficina, iba rígida a causa de la tensión. Aparcó en el garaje del sótano del Edificio Federal y cogió el ascensor hasta la planta del FBI. Se encaminó directamente al despacho del agente especial comisionado.

Sentado tras su enorme mesa escritorio, Brian Kincaid lucía camisa blanca y tirantes rojos. Alzó la cabeza y le dio unos «Buenos días» rezumantes de frialdad.

—Buenos d… —Judy tenía la boca seca. Tragó saliva y volvió a intentarlo—: Buenos, días, Brian. ¿Viste mi nota?

—Sí, la vi.

Era evidente que no tenía la menor intención de facilitarle las cosas. A Judy no se le ocurría nada que decir, de modo que se limitó a mirarle y esperar.

Al cabo de un momento, Kincaid dijo:

—Se aceptan tus disculpas.

El alivio la hizo sentirse débil.

—Gracias.

—Puedes llevar tus objetos personales al despacho de la brigada de Terrorismo Nacional.

—Muy bien. —Hay destinos peores, reflexionó Judy. En la brigada de Terrorismo Nacional conocía a varias personas que le parecían estupendas. Empezó a relajarse.

—Pon manos a la obra en seguida en el caso de El martillo del Edén. Necesitamos tener algo que contarle al gobernador. Judy se quedó sorprendida.

—¿Ves al gobernador?

—A su secretario de gabinete. —Comprobó una nota que tenía encima de la mesa—. Un tal Albert Honeymoon.

—He oído hablar de él.

Honeymoon era la mano derecha del gobernador. Judy comprendió que el caso había adquirido una gran importancia.

—Hazme llegar tu informe mañana por la noche.

Eso apenas le dejaba tiempo para adelantar algo, dado lo poco que tenía para empezar. Al día siguiente era miércoles.

—Pero la fecha tope es el viernes.

—La entrevista con Honeymoon es el jueves.

—Tendré algo concreto que darle.

—Puedes dárselo personalmente. El señor Honeymoon insiste en ver a lo que llama el agente que está en el filo. Tenemos que estar en la oficina del gobernador, en Sacramento, a las doce del mediodía.

—¡Estupendo! ¡Vale!

—¿Alguna pregunta?

Judy dijo que no con la cabeza.

—Me meteré a fondo en ello.

Al salir, se sentía contenta de haber recobrado el empleo, pero un tanto abatida por la noticia de que debía informar directamente al edecán del gobernador. No era probable que en dos días pudiese capturar a los individuos que estaban detrás de la amenaza, de forma que estaba prácticamente condenada a informar de un fracaso.

Vació su mesa de la brigada del Crimen Organizado Asiático y trasladó sus cosas pasillo adelante hacia Terrorismo Nacional. Su nuevo supervisor, Matt Peters, le señaló una mesa. Conocía a todos los agentes, quienes la felicitaron por su éxito en el caso de los hermanos Foong, aunque lo hicieron sin levantar demasiado la voz: todos estaban enterados de su trifulca con Kincaid el día anterior. Peters nombró a un agente joven para que colaborase con ella en el caso de El martillo del Edén. Se trataba de Raja Jan, un indio de hablar rápido y con una licenciatura en administración comercial. Tenía veintiséis años. Judy se sintió complacida. Aunque inexperto, el muchacho era inteligente y perspicaz.

Le hizo un breve resumen del caso y le encargó que fuese a echar una mirada a los de la Campaña pro California Verde.

—¿Qué buscamos?

—Una pareja: un hombre, obrero no cualificado, de unos cuarenta y cinco años, posiblemente analfabeto, y una mujer con estudios y que es muy probable esté dominada por el hombre. Pero no creo que los encontremos allí. Sería demasiado fácil.

—¿Alternativas…?

—Lo más útil que puedes hacer es conseguir los nombres de todos los directivos de la organización, mercenarios o voluntarios, y luego los pasas por el ordenador a ver si alguno de ellos tiene antecedentes delictivos o historial subversivo.

—Eso está en el bote —dijo Raja—. ¿Qué vas a hacer tú?

—Voy a empollar sismología.

Judy había vivido un terremoto importante.

El movimiento sísmico de Santa Rosa causó daños por valor de seis millones de dólares —no mucho, tal como son estas cosas— y sus efectos se sintieron en una zona relativamente reducida de treinta mil kilómetros cuadrados. La familia Maddox residía entonces en el condado de Marin, al norte de San Francisco, y Judy estaba en primer curso. En realidad fue un temblor limitado, ahora lo sabía. Pero por aquel entonces tenía seis años y le pareció el fin del mundo.

Primero se produjo un ruido como el de un tren; ella se despertó inmediatamente y echó una mirada a su alrededor por todo el dormitorio, a la claridad de las primeras luces del amanecer, en busca del origen de aquel ruido y con un susto de muerte en el cuerpo.

Luego la casa empezó a estremecerse. La lámpara del techo, con su pantalla orlada de rosa, se bamboleaba con furiosas oscilaciones. En la mesita de noche, Los mejores cuentos de hadas saltaron en el aire como si fuera un libro mágico y al caer quedaron abiertos por «Pulgarcito», el relato que Bo le había leído por la noche. El cepillo del pelo y las piezas de su juego infantil de maquillaje bailaban sobre la superficie de formica del tocador. Su caballo de madera se balanceaba desbocadamente, sin que ningún jinete lo montase. Una hilera de muñecas se cayó del estante, como si quisieran zambullirse en la alfombra, y Judy pensó que estaban vivas, igual que los juguetes de una fábula. Por fin, recuperó la voz y se apresuró a chillar:

—¡Papá!

Oyó maldecir a su padre en la habitación contigua y luego el pesado tableteo de sus pies sobre el piso. El ruido y los temblores iban en aumento, de mal en peor, y oyó a su madre llorar. Bo se llegó a la puerta del cuarto de Judy e hizo girar el pomo, pero la hoja de madera no estaba dispuesta a abrirse.

Judy oyó otro golpe sordo, cuando su padre la sacudió con el hombro, pero la puerta aguantó.

La ventana de Judy saltó hecha pedazos y los trozos de cristal cayeron hacia dentro y aterrizaron en la silla donde se encontraban las ropas escolares de la niña, esmeradamente dobladas, listas para que se las pusiera por la mañana: falda gris, blusa blanca, jersey verde de cuello en V, ropa interior azul marino y calcetines blancos. El caballo de madera se zarandeó con tal violencia que acabó abatiéndose sobre la casa de muñecas, hundiendo su tejado. Judy comprendió que el propio tejado de la casa podía romperse con la misma facilidad. El cuadro de un muchacho mexicano de mejillas sonrosadas se soltó de su gancho de la pared, voló por el aire y golpeó a Judy en la cabeza. Ella gritó de dolor.

Entonces, la cómoda echó a andar.

Era una cómoda vieja, de madera de pino y parte frontal redondeada que su madre había comprado en una tienda de muebles de segunda mano y luego pintó de blanco. Tenía tres cajones y sus cortas patas terminaban en algo semejante a garras de león. Al principio parecía bailar allí donde estaba, nerviosamente, sobre sus cuatro patas. Luego se desplazó de un lado a otro, como alguien que titubea inquieto ante el umbral de una puerta. Por último, las patas arrancaron hacia Judy.

La niña volvió a gritar.

La puerta del dormitorio empezó a temblar y Bo intentó echarla abajo.

La cómoda se acercó a Judy unos centímetros, a través del cuarto. Judy confió en que la alfombra detuviera su avance, pero el mueble, con sus garras de león, empujó la alfombra.

La cama sufrió tal sacudida que arrojó a Judy al suelo.

La cómoda siguió avanzando hasta llegar a unos centímetros de Judy y allí se detuvo. Los cajones de en medio se abrieron como bocas dispuestas a tragársela. Judy chilló con toda la fuerza de sus pulmones.

La puerta se hizo astillas y Bo irrumpió en la alcoba. Y en aquel momento cesaron las sacudidas.

Treinta años después, Judy aún podía vivir de nuevo el terror que entonces se apoderó arrebatadamente de ella mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor. Durante años, a partir de entonces, el miedo le impidió cerrar la puerta de su cuarto; y los terremotos aún la asustaban. En California, sentir que el suelo se mueve a causa de un movimiento sísmico menor es de lo más corriente, pero Judy no se había acostumbrado. Y cuando notaba una sacudida de la tierra o veía en la televisión imágenes de edificios que se derrumbaban, el espanto que se deslizaba por sus venas como una droga no era el temor a morir aplastada o abrasada, sino el pánico ciego de una niña cuyo mundo empieza de súbito a desmoronarse.

Aún tenía los nervios de punta aquella noche cuando entró en el refinado ambiente del Masa’s, engalanada con un vestido negro de seda y falda tubo, y un collar de perlas que Don Riley le había regalado por Navidad, cuando aún vivían juntos. Don pidió un borgoña llamado Corton Charlemagne. Se bebió la mayor parte: a Judy le encantaba su sabor a nueces, pero no se sentía a gusto del todo bebiendo alcohol cuando llevaba en el bolso de charol una pistola semiautomática cargada con proyectiles de nueve milímetros.

Le contó a Don que Brian Kincaid había aceptado sus disculpas y le permitió retirar su dimisión.

—No le quedaba más remedio —repuso Don—. Negarse a ello hubiera sido lo mismo que despedirte. Y habría resultado verdaderamente nefasto para él perder uno de sus mejores elementos el día de su estreno como agente especial comisionado.

—Quizá tengas razón —convino Judy, pero pensó que a Don le era fácil opinar sabiamente tras el hecho consumado.

—Seguro que la tengo.

—Recuerda, Brian es un BC.

BC significaba «Bésame el Culo», o sea, «Ahí me las den todas», y se aplicaba a la persona que se había arreglado el derecho a una pensión tan generosa que podía retirarse cómodamente en el momento en que le conviniese.

—Sí, pero también tiene su amor propio. Imagínate que tiene que explicar en alguna parte de la sede del FBI las razones por las que tuvo que dejarte marchar. «Es que ella me mandó a "tomar por culo"», dice Kincaid. Y Washington le responde: «¿Así que usted es un sacerdote? ¿Nunca había oído antes a un agente decir "a tomar por culo"?». —Don sacudió la cabeza—. Kincaid hubiera quedado como un jumento de no aceptar tus disculpas.

—Supongo que sí.

—Sea como fuere, me alegro infinito de que podamos volver a trabajar juntos pronto. —Alzó su copa—. ¡Por muchos brillantes procesamientos realizados por el formidable equipo de Riley y Maddox! Entrechocaron las copas y tomaron un sorbo de vino. Mientras cenaban comentaron el caso de los hermanos Foong, pasaron revista a los errores que habían cometido, a las sorpresas que proporcionaron a la defensa, a los momentos de tensión y de triunfo.

Cuando tomaban café, Don preguntó:

—¿Me echas de menos?

Judy arrugó el entrecejo. Decir que no hubiera sido cruel y, de todas formas, tampoco era cierto. Pero tampoco deseaba darle falsos motivos de ánimo.

—Echo de menos algunas cosas —reconoció—. Me gustaba cuando te mostrabas divertido y ocurrente.

También echaba en falta un cuerpo cálido en la cama, a su lado, durante la noche, pero no iba a decírselo.

—Yo echo de menos hablar de mi trabajo y escuchar detalles del tuyo —confesó Don.

—Supongo que ahora comento mi trabajo con Bo.

—También a él le echo de menos.

—Le caes de fábula. Cree que eres el esposo ideal…

—¡Lo soy! ¡Lo soy!

—… para alguien que es policía.

Don se encogió de hombros.

—Me conformaré con eso.

Judy sonrió.

—Quizá Bo y tú deberíais casaros. Jo, jo.

Don pagó la cuenta.

— Hay algo muy serio que quiero decirte, Judy.

—Te escucho.

—Creo que estoy preparado para ser padre.

Por alguna razón, eso la irritó.

—¿Qué se supone que he de hacer sobre eso…, gritar hurra y abrirme de piernas?

Don se vio cogido por sorpresa.

—Quiero decir que…, bueno, pensé que querías que nos comprometiéramos.

—¿Comprometernos? Don, lo único que pedía era que te abstuvieses de follar a tu secretaria, ¡pero te era imposible dominarte! Don pareció mortificado.

—Está bien, no nos pongamos nerviosos. Sólo intento decirte que he cambiado.

—¿Y ahora se espera de mí que vuelva corriendo a tus brazos como si nada hubiese ocurrido?

—Creo que no te entiendo.

—Probablemente nunca me entenderás. —La evidente desolación del hombre la suavizó—. Vamos, te llevaré a tu casa.

Cuando vivían juntos siempre era ella la que conducía de vuelta, cada vez que cenaban fuera.

Salieron del restaurante sumidos en un silencio incómodo.

—Pensé que por lo menos podíamos hablarlo —dijo Don, una vez en el automóvil.

Don, el abogado, negociando.

—Podemos hablar. «¿Pero cómo voy a decirte que mi corazón está frío?»

—Lo que pasó con Paula… fue el peor error de mi vida.

Judy le creyó. No estaba ebrio, sólo lo suficientemente achispado para expresar sinceramente lo que sentía. La muchacha suspiró. Deseaba que Don fuese feliz. Le apreciaba y verle sufrir la consternaba. También le dolía a ella. Parte de su ser deseaba darle lo que Don quería.

—Pasamos buenos ratos juntos —dijo Don. Le acarició el muslo por encima de la seda del vestido.

—Si empiezas a sobarme mientras conduzco —dijo Judy—, te echo del coche.

Don sabía que era capaz de hacerlo.

—Lo que tú digas.

Apartó la mano.

Un momento después, Judy lamentó haber sido tan brusca. No resultaba tan malo tener la mano de un hombre sobre el muslo. En la cama, Don no era el mejor amante del mundo…, ponía entusiasmo, pero carecía de imaginación. Sin embargo, era mejor que nada, y desde que lo había dejado, nada era lo único que Judy tenía. «¿Por qué no tengo un hombre? No quiero envejecer sola. ¿Hay algo malo en mí?» «Rayos, no.»

Minutos después frenaba delante del edificio donde vivía Don.

—Gracias, Don —dijo—. Por una gran acción judicial y una gran cena.

Él se inclinó para besarla. Judy le ofreció la mejilla, pero Don la besó en la boca y ella no quiso armarla y le dejó. El beso se prolongó hasta que Judy retiró la cara.

—Pasa un momento —dijo Don—. Te prepararé un capuchino.

Los ojos implorantes de Don estuvieron a punto de quebrantar la voluntad de Judy. ¿Qué tendría aquello de malo?, se preguntó. Podría guardar su pistola en la caja de seguridad de Don, tomar una larga copa de brandy y pasar la noche en los brazos de un hombre que la adoraba.

—No —rechazó con firmeza—. Buenas noches.

Don la contempló durante un momento, que fue prolongándose con la desdicha colmándole los ojos. Judy volvió la cabeza, incómoda, triste, pero resuelta.

—Buenas noches —articuló Don por último.

Se apeó y cerró la portezuela.

Judy se alejó. Al mirar por el retrovisor vio a Don de pie en la acera, con la mano medio levantada en gesto como de despedida. Pasó una luz roja, dobló una esquina y luego, por fin, se sintió otra vez sola.

Cuando llegó a casa, Bo estaba viendo el programa de Conan O’Brien y riendo entre dientes.

—Con este tipo me troncho —dijo.

Estuvieron viendo el monólogo hasta la interrupción de los anuncios, momento en que Bo apagó el televisor.

—Hoy he resuelto un asesinato. ¿Qué te parece?

Judy sabía que eran varios los casos sin solucionar que Bo tenía encima de la mesa.

—¿Cuál? —quiso saber.

—La violación-asesinato de Telegraph Hill.

—Un tipo que ya está en la cárcel. Le habían detenido poco antes por acosar a unas chicas en el parque. Tuve un presentimiento respecto a él y registré su piso. Tenía un par de esposas de la policía como las que se encontraron en el cadáver, pero negó haber cometido el asesinato y no pude romper su resistencia. Hoy recibí del laboratorio las pruebas de ADN. Coinciden con el semen del cuerpo de la víctima. Se lo dije y confesó. Bingo.

—¡Buen trabajo!

Le dio un beso en la coronilla.

—¿Qué me cuentas de ti?

—Bueno, aún conservo el empleo, pero queda por ver si mi carrera tiene porvenir.

—Lo tiene, vamos.

—No sé. Si me degradan por meter a los hermanos Foong en la cárcel, ¿qué me harán cuando tenga un fracaso?

—Has sufrido un revés. Esto es sólo provisional. Lo superarás, te lo prometo.

Judy sonrió, mientras recordaba la época en que pensaba que no había nada que su padre no fuese capaz de hacer.

—Bueno, no he adelantado mucho en mi caso.

—De cualquier modo, anoche opinabas que era una porquería de asunto.

—Hoy no estoy tan segura. El análisis lingüístico demuestra que esa gente es peligrosa, quienquiera que sea.

—Pero no pueden apretar el disparador de un terremoto.

—No lo sé.

Bo enarcó las cejas.

—¿Lo crees posible?

—Me he pasado casi todo el día tratando de averiguarlo. He hablado con tres sismólogos y he obtenido tres respuestas distintas. —Los científicos son así.

—Lo que realmente deseaba era que me asegurasen con absoluta y contundente certeza que no podía ser. Pero uno dijo que era «improbable», otro declaró que la posibilidad era «evanescentemente pequeña» y el tercero manifestó que bien podía llevarse a cabo con una bomba nuclear.

—¿Podrían esa gente…? ¿Cómo se llaman?

El martillo del Edén.

—¿Podrían tener un ingenio nuclear?

—Es posible. Son inteligentes, centrados, serios. Pero, entonces, ¿por qué iban a hablar de terremotos? ¿Por qué no amenazarnos con su bomba?

—Sí —articuló Bo pensativamente—. Eso sería igualmente aterrador y mucho más creíble.

—Claro que quién sabe cómo funciona el cerebro de esos individuos.

—¿Cuál es tu siguiente paso?

—Tengo que entrevistarme con un sismólogo más, un tal Michael Quercus. Los otros dicen que es una especie de disidente, pero que es la máxima autoridad respecto a las causas de los terremotos. Judy ya había tratado de verse con Quercus. A última hora de la tarde había llamado al timbre de su casa. Por el telefonillo de la entrada, el hombre le dijo que telefonease previamente para concertar una cita.

—Quizá no me ha oído —insistió Judy—. Soy del FBI.

—¿Significa eso que no tiene que concertar citas?

Judy maldijo en voz baja. Era una funcionaria representante de la ley, no la maldita suplente de un vendedor a domicilio.

—Por regla general, sí —dijo por el intercomunicador—. La mayoría de las personas comprenden que nuestro trabajo es demasiado importante para demorarlo con esperas.

—No, no comprenden eso —replicó Quercus—. La mayoría de las personas les tienen miedo y por eso les dejan entrar en sus casas sin cita previa. Llámeme. Mi número está en la guía.

—Estoy aquí por una cuestión de seguridad pública, profesor. Me han dicho que es usted un experto que puede proporcionarme una información de importancia fundamental y que contribuirá a ayudarnos en nuestra tarea de proteger a las personas. Lamento no haber tenido la ocasión de telefonearle para concertar una cita, pero ahora que estoy aquí, le quedaría agradecidísima si me concediera unos minutos.

No tuvo ninguna contestación y Judy comprendió que Quercus había colgado.

La muchacha regresó a su despacho hecha una hidra. No concertaba citas: los agentes raramente lo hacían. Preferían sorprender a la gente con la guardia baja. Casi todas las personas a las que entrevistaban tenían algo que ocultar. Cuanto menos tiempo se les concediera, más probabilidades había de que cometiesen una equivocación reveladora. Pero Quercus fue sulfurantemente correcto: ella no tenía derecho alguno a invadirle.

Tragándose el orgullo Judy le telefoneó y concertó una cita para el día siguiente.

Optó por no contarle a Bo nada de aquello.

—Lo que de verdad necesito —dijo— es alguien que me explique esa ciencia de manera que pueda formarme mi propia opinión sobre si realmente un terrorista puede provocar un terremoto.

—Y lo que también necesitas es dar con esos sujetos de El martillo del Edén y reventarlos por lanzar amenazas. ¿Has adelantado algo en ese terreno?

Judy dijo que no con la cabeza.

—Envié a Raja a interrogar a todos los miembros de la Campaña pro California Verde. Ninguno encaja con el perfil, nadie tiene antecedentes criminales o historial subversivo; la verdad es que no hay nada sospechoso en ninguno de ellos.

Bo asintió.

—Que los delincuentes digan la verdad acerca de quiénes han sido y de lo que han hecho siempre resultó improbable. No te desanimes. Sólo llevas en el caso día y medio.

—Cierto, pero eso sólo me deja a dos días de la fecha límite. Y el jueves he de ir a Sacramento para informar a la oficina del gobernador.

—Será mejor que mañana empieces temprano. Bo se levantó del sofá.

Subieron juntos la escalera. Judy hizo un alto ante la puerta de su dormitorio.

—¿Te acuerdas de aquel terremoto de cuando yo tenía seis años?

Bo asintió.

—No fue gran cosa, según el promedio de California, pero te quedaste medio muerta del susto.

—Pensé que era el fin del mundo —sonrió Judy.

—La sacudida debió de mover un poco la casa, porque la puerta de tu habitación quedó tan atrancada que casi me rompí el hombro para derribarla.

—Pensé que fuiste tú quien hizo que cesaran las sacudidas. Lo creí durante años.

—Luego le cogiste un pánico cerval a aquella maldita cómoda que tanto le gustaba a tu madre. No la querías en casa.

—Estaba segura de que se moría de ganas de comerme.

—Al final, la hice leña. —De pronto, Bo pareció triste—. Me gustaría dar marcha atrás y volver a vivir todos aquellos años.

La muchacha comprendió que pensaba en su esposa, la madre de Judy.

—Sí —dijo.

—Buenas noches, niña. —Buenas noches, Bo.

La mañana del miércoles, cuando cruzaba el puente de la Bahía, camino de Berkeley, Judy se preguntó qué aspecto tendría Michael Quercus. Su actitud irritable daba a entender que era un profesor cascarrabias, jorobado y andrajoso, que oteaba el mundo, siempre enojado, a través de unas gafas que no paraban de caérsele nariz abajo. O tal vez fuese un gato académico gordo, vestido con traje diplomático, permanentemente dispuesto a camelarse a las personas susceptibles de donar dinero a la universidad y despectivamente indiferente con todo aquél a quien no pudiera sacar algún provecho.

Aparcó a la sombra de un magnolio, en la avenida de Euclides. Mientras pulsaba el timbre de la puerta le asaltó la horrible sensación de que acaso Michael Quercus tuviera a punto otra excusa para despedirla; pero cuando dio su nombre, sonó un zumbido y se abrió la puerta. Subió dos tramos de escalera hasta el apartamento de Quercus. Estaba abierto. Judy entró. Era un lugar pequeño y barato: el ejercicio de su profesión no debía aportarle mucho dinero. Atravesó un vestíbulo y se encontró en una estancia que era una combinación de gabinete de trabajo y sala de estar.

Michael Quercus estaba sentado a su escritorio, vestido con pantalones caquis, botas de andarín y polo azul marino. No era ni profesor cascarrabias ni gordo gato académico, Judy lo captó al instante. Era un guaperas resultón: alto, bien proporcionado, apuesto, con pelo negro, rizado, y sexualmente atractivo. La muchacha lo definió de una ojeada, considerándolo uno de esos ciudadanos atléticos, gallardos, seguros de sí que piensan que tienen patente de corso para hacer cuanto les venga en gana.

También él se quedó sorprendido. Puso unos ojos como platos y preguntó:

—¿Usted es la agente del FBI?

Judy le dio un apretón de manos firme.

—¿Esperaba usted a alguien más?

Él se encogió de hombros.

—No se parece a Efrem Zimbalist.

Zimbalist era el actor que interpretaba el papel del inspector Lewis Erskine en la larguísima serie de televisión titulada El FBI.

—Llevo diez años siendo agente —dijo Judy amablemente—. ¿Es usted capaz de calcular el número de personas que han hecho ya ese comentario supuestamente chistoso?

Ante la sorpresa de Judy, Quercus puso en su rostro una amplia sonrisa.

—Vale —dijo—. Me ganó por la mano.

«Eso está mejor.»

Judy vio la foto enmarcada que había encima de la mesa. Era el retrato de una bonita pelirroja con un niño en brazos. A la gente le gusta hablar de sus hijos.

—¿Quién es? —preguntó.

—Nadie importante. ¿Quiere ir al grano?

«Olvídate de amabilidades.»

Judy le tomó la palabra y expuso la cuestión sin más:

—Necesito saber si un grupo terrorista puede desencadenar un terremoto.

—¿Han recibido alguna amenaza?

«Se supone que soy yo quien hace las preguntas.»

—¿No se ha enterado? Lo han dicho por la radio. ¿No escucha a John Truth?

Quercus denegó con la cabeza.

—¿Es grave?

—Eso es lo que he de establecer.

—Conforme. Bueno, la concisa contestación es sí.

Surcó el ánimo de Judy un escalofrío de temor. Quercus parecía muy seguro. Ella había confiado en recibir la respuesta contraria.

—¿Cómo podrían hacerlo? —preguntó.

—Se toma una bomba nuclear, se sitúa en el fondo del pozo profundo de una mina y se hace estallar. Con eso la broma está gastada. Claro que es probable que usted quiera un guion más realista.

—Sí. Imaginemos que usted quiere provocar un terremoto.

—Ah, yo podría hacerlo.

Judy se preguntó si no estaría fanfarroneando.

—Explique cómo.

—Muy bien. —Bajó la mano por detrás de la mesa y cogió una corta tabla de madera y un ladrillo de los que se emplean en la construcción de edificios. Evidentemente, los tenía allí con vistas a aquel propósito. Puso la tabla sobre la mesa y el ladrillo encima de la tabla. Luego fue levantando poco a poco un extremo de la tabla, hasta que el ladrillo empezó a deslizarse por el desnivel hacia la superficie de la mesa—. El ladrillo resbala cuando la fuerza de gravedad supera a la fricción que lo retiene inmóvil —dijo—. ¿Todo le resulta comprensible hasta ahora?

—Claro.

—Una falla como la de San Andrés está en un punto donde dos bloques adyacentes de la corteza terrestre se mueven en distintas direcciones. Imagínese dos icebergs que se topan al paso. Dejan de moverse de modo uniforme: quedan atascados. Luego, al inmovilizarse mutuamente, la presión va aumentando, despacio pero firmemente, a lo largo de decenios.

—¿Y cómo desemboca en terremoto?

—Sucede algo que libera toda esa energía almacenada. —Volvió a levantar el extremo de la tabla. En esa ocasión se detuvo antes de que el ladrillo empezara a resbalar—. Varias secciones de la falla de San Andrés se encuentran en esta misma situación: a punto de deslizarse, en cualquier década a partir de ahora. Tome esto.

Le tendió a Judy una regla de plástico transparente, de treinta centímetros.

—De un golpe seco en la tabla, delante del ladrillo. Judy lo hizo y el ladrillo empezó a deslizarse.

Quercus lo sujetó y el ladrillo se detuvo.

—Cuando la tabla está inclinada, basta un pequeño golpecito para que el ladrillo se mueva. Y en el punto donde la falla de San Andrés está sometida a una presión tremenda, un simple codazo puede ser suficiente para que los bloques se separen. Y entonces resbalan… y toda esa energía reprimida sacude la tierra.

Quercus podía ser irritante, pero cuando la emprendía con su tema escucharle era toda una delicia. Tenía las ideas claras y se explicaba con amena desenvoltura, sin condescendencia. A pesar del ominoso cuadro que estaba pintando, Judy comprendió que disfrutaba hablando con él, y no sólo porque era tan atractivo físicamente.

—¿Es eso lo que ocurre en la mayoría de los terremotos?

—Así lo creo, aunque hay otros sismólogos que puede que no estén de acuerdo. Hay vibraciones naturales que repercuten a través de la corteza terrestre de vez en cuando. La mayor parte de los terremotos probablemente los desencadenan la vibración adecuada en el lugar preciso y en el momento oportuno.

«¿Cómo voy a explicar todo esto al señor Honeymoon? Va a querer simples respuestas sí o no.»

—¿Cómo ayuda esto a los terroristas?

—Necesitan una regla y necesitan saber dónde golpear. —¿Cuál es el equivalente, en la vida real, de la regla? ¿Una bomba nuclear?

—No les hace falta nada tan potente. Con el envío de una onda de choque a través de la corteza terrestre tendrían suficiente. Si conocen el punto exacto donde la falla es vulnerable, pueden conseguirlo con una carga de dinamita, situada con precisión.

—Cualquiera puede echarle el guante a la dinamita si de verdad la quiere.

—La explosión tendría que ser subterránea. Supongo que perforar un pozo sería un reto para un grupo terrorista.

Judy se preguntó si aquel hombre perteneciente a la clase obrera que había imaginado Simon Sparrow sería un operario que manejaba una máquina perforadora. Sin duda, aquellos obreros necesitarían un permiso especial. Una rápida consulta al Departamento de Vehículos de Motor podía proporcionarle una relación de todos cuantos existían en California. No podían ser muchos.

—Evidentemente —prosiguió Quercus—, tendrían que disponer de un equipo de perforación, aptitudes y alguna clase de pretexto para conseguir el permiso correspondiente.

Esos problemas no eran insuperables.

—¿Es realmente tan sencillo? —preguntó Judy.

—Oiga, no le aseguro que vaya a funcionar. Le digo que es posible. Nadie puede estar seguro hasta que lo intenta. Puedo ofrecerle un vistazo al modo en que estas cosas suceden, pero será usted quien habrá de calcular los riesgos.

Judy asintió. Había empleado casi las mismas palabras la noche anterior al decirle a Bo lo que necesitaba. Quercus podía comportarse como un imbécil en ocasiones, pero como diría Bo, todos necesitan un imbécil de vez en cuando.

—¿De modo que todo consiste en saber dónde colocar la carga?

—Sí.

—¿Quién dispone de esa información?

—Las universidades, los geólogos del estado… yo. Todos nosotros intercambiamos y compartimos información.

—¿Alguien puede hacerse con ella?

—No es secreta, aunque necesitaría poseer algunos conocimientos científicos para interpretar los datos.

—Lo que significa que en el grupo terrorista tendría que haber un sismólogo.

—Sí. Podría ser un estudiante.

Judy pensó en la mujer con formación superior, de treinta años, que se encargaba de teclear a máquina, según la teoría de Simon. Podía ser una estudiante de licenciatura. ¿Cuántos estudiantes de geología había en California? ¿Cuánto tiempo llevaría entrevistarlos a todos?

—Y aún queda otro factor —continuó Quercus—: las mareas terrestres. Los océanos se mueven por las mareas y bajo la influencia gravitatoria de la Luna, y la tierra sólida está sometida a las mismas fuerzas. Dos veces al día hay una ventana sísmica, cuando la línea de la falla se encuentra bajo una tensión extra ocasionada por las mareas; es entonces cuando existen más probabilidades —o resulta más fácil— de que se desencadene el terremoto. Ésa es precisamente mi especialidad. Soy la única persona que ha realizado cálculos extensivos de las ventanas sísmicas de las fallas de California.

—¿Podría alguien haber conseguido esos datos a través de usted?

—Bueno, mi negocio consiste en venderlos. —Emitió una sonrisa triste—. Pero, como puede apreciar, mi negocio no me está enriqueciendo. Tengo un contrato con una compañía de seguros, que es la que me paga el alquiler, pero por desgracia eso es todo. Mis teorías acerca de las ventanas sísmicas han hecho de mí una especie de disidente y la corporativa nación de Estados Unidos odia a los disidentes.

La nota de cáustica autodesaprobación resultaba sorprendente y a Judy empezó a gustarle aquel hombre un poco más.

—Puede que alguien haya tomado la información sin que usted lo sepa. ¿Le han robado últimamente?

—Nunca.

—¿Es posible que algún amigo o pariente haya copiado los datos?

—No creo. Nadie permanece en esta habitación sin que yo esté presente.

Judy cogió la fotografía de encima de la mesa.

—¿Es su esposa o su novia?

Pareció molesto y le quitó la foto de la mano.

—Estoy separado de mi mujer y no tengo novia.

—¿Ah, sí? —dijo Judy. Tenía ya cuanto necesitaba de él. Se levantó—. Le agradezco el tiempo que me ha dedicado, profesor.

—Llámeme Michael, por favor. Me ha encantado hablar con usted.

Eso sorprendió a Judy.

—Capta las cosas rápido —añadió Michael—. Lo cual lo hace más divertido.

—Bien… bueno…

Michael Quercus la acompañó hasta la puerta del piso y le estrechó la mano. El hombre tenía manos grandes, pero asombrosamente cordiales.

—Cualquier cosa más que desee saber, me encantará ayudarla.

Judy se arriesgó a lanzarle una pulla.

—Siempre y cuando solicite previamente una cita, ¿no? Él no sonrió.

—Exacto.

De vuelta por la bahía, Judy comprendió que el peligro estaba claro. Era concebible que un grupo terrorista estuviese en condiciones de provocar un terremoto. Necesitarían datos seguros sobre los puntos de tensión existentes en la línea de la falla, y quizá sobre ventanas sísmicas, pero todo eso podía obtenerse. Debían contar con alguien que interpretase los datos. Y necesitaban algún medio para enviar ondas de choque a través de la tierra. Ésa sería la tarea más difícil, pero no se trataba de un imposible.

A Judy le esperaba la nada agradable misión de comunicarle al ayudante de campo del gobernador que todo aquel asunto era espantosamente posible.