El martes por la mañana, el sol derramaba sus rayos sobre la I-80. El Plymouth Barracuda 1971 de Priest rodaba hacia San Francisco, con el motor rugiendo de tal modo a noventa kilómetros por hora que parecía ir a ciento cincuenta.
Había comprado el coche, flamante, en la época de máxima prosperidad de su empresa. Luego, cuando el negocio del almacén de bebidas se vino abajo y los del Impuesto sobre la Renta estaban a punto de arrestarle, huyó con lo puesto —un traje azul de grandes solapas y pantalones anchos— y el automóvil. Aún conservaba ambos.
Durante su etapa hippie, el único coche que tuvo fue un escarabajo Volkswagen. Star solía decirle que, al volante de aquel reluciente Barracuda, parecía un chulo de busconas, así que le aplicaron una decoración pintoresca, con un toque exótico: planetas en el techo, flores en la tapa del maletero y, en el capó, una diosa hindú con ocho brazos que se extendían sobre los guardabarros, todo en colores púrpura, rosa y turquesa. Al cabo de veinticinco años, los colores habían ido esfumándose hasta quedar reducidos a una abigarrada mezcla de tonos castaños, pero todavía era posible distinguir el dibujo si uno miraba de cerca y forzaba la vista. Y ahora el coche era una pieza de coleccionista.
Habían partido a las tres de la madrugada y Melanie fue durmiendo todo el camino. Estaba echada en el asiento con la cabeza en el regazo de Priest, dobladas sus fabulosamente largas piernas sobre la raída tapicería negra. Mientras conducía, Priest jugueteó con el pelo de la mujer. Lo llevaba al estilo de los años sesenta —largo y caído por los lados, con raya al medio— aunque Melanie nació por la época en que los Beatles se separaron.
El niño también dormía, tendido a todo lo largo del asiento posterior, con la boca abierta. Spirit, el perro pastor alemán de Priest, descansaba a su lado. El animal estaba quieto, pero cada vez que Priest volvía la cabeza para mirarlo, Spirit tenía un ojo abierto.
Priest estaba preocupado.
Se dijo a sí mismo que debía sentirse tranquilo y bien. Era como en los viejos tiempos. Durante su juventud siempre tenía algo en marcha, un timo, un proyecto, un plan para ganar o para robar dinero, para montar una partida o para iniciar algún disturbio. Luego descubrió la paz. A veces tenía la impresión de que la vida se había hecho demasiado pacífica. Robar el vibrador sísmico dio nueva vida a su vieja personalidad. Se sentía ahora más pletórico de vitalidad, con una chica bonita al lado y un torneo de ingenio en perspectiva, de lo que se había sentido en muchos años.
Al mismo tiempo, estaba inquieto.
Llevaba arriesgando el cuello desde el principio. Se jactó de que podía doblegar a su voluntad al gobernador de California y había prometido causar un terremoto. Si fallaba, estaría acabado. Perdería todo lo que le era más querido y, si le atrapaban, estaría en la cárcel hasta la vejez.
Pero era un tío extraordinario. Siempre supo que no era como los demás. A él no se le aplicaban las reglas. Hacía cosas que no se le pasaban por la cabeza a nadie más.
Y ya había cubierto la mitad del trayecto hacia su meta. Había robado un vibrador sísmico. Mató a un hombre para conseguirlo, pero salió bien librado del asesinato: no se había producido ninguna repercusión, aparte alguna pesadilla en la que Mario salía de la camioneta incendiada, con la ropa en llamas y la sangre manando de su destrozada cabeza, mientras avanzaba tambaleándose hacia Priest.
El camión se encontraba ahora oculto en un valle solitario de las estribaciones de Sierra Nevada. Aquel mismo día, Priest iba a averiguar el punto exacto donde lo emplazaría para provocar el terremoto.
Y el marido de Melanie iba a proporcionarle esa información.
Según Melanie, Michael Quercus sabía más que nadie en el mundo acerca de la falla de San Andrés. Tenía los datos acumulados en su ordenador. Y Priest albergaba la intención de sustraerle el disco de seguridad donde los guardaba.
Además de asegurarse de que Michael nunca se enteraría de lo sucedido.
Para ello necesitaba a Melanie. Y ése era el motivo de su preocupación. Sólo conocía a la mujer desde unas pocas semanas atrás. En ese espacio de tiempo él se había convertido en la persona dominante de la vida de Melanie, lo sabía; pero era la primera vez que la sometía a una prueba como aquélla. Y Melanie estuvo seis años casada con Michael. Podía lamentar repentinamente haber abandonado a su esposo; podía darse cuenta súbitamente de lo mucho que echaba de menos el lavavajillas y el televisor; podía comprender de pronto el peligro y la ilegalidad de lo que ella y Priest estaban haciendo; era de todo punto imposible adivinar lo que podía pasarle a alguien tan melancólico, confuso y turbado como Melanie.
En el asiento de atrás se despertó su hijo, de cinco años. Spirit, el perro, fue el primero en moverse y Priest oyó el roce de sus uñas sobre el plástico del asiento. Luego se produjo un bostezo infantil. Dustin, más conocido por el nombre de Dusty, era un niño desventurado. Padecía múltiples alergias. Priest aún no había presenciado ninguno de sus ataques, pero se los describió Melanie: Dusty estornudaba de modo incontrolable, los ojos parecían salírsele de las órbitas y la piel se le cubría de sarpullidos que con su picazón no le dejaban vivir. Melanie iba provista de específicos potentes, pero que sólo en parte aliviaban los síntomas.
Dusty empezó a quejarse en aquel momento.
—Mamá, tengo sed —dijo.
Melanie se despertó. Se incorporó en el asiento, se estiró y Priest lanzó una ojeada al perfil de los senos bajo la estrechez de la ceñida camiseta de manga corta que vestía. Melanie se volvió y dijo:
—Bebe un poco de agua, Dusty, tienes ahí una botella.
—No quiero agua —gimió Dusty—. Quiero naranjada.
—No llevamos naranjada —contestó Melanie.
Dusty rompió a llorar.
Melanie era una madre nerviosa, que siempre temía estar haciendo las cosas mal. Obsesiva respecto a la salud de su hijo, se mostraba excesivamente solícita, pero al mismo tiempo, la tensión la inducía a ser irritable con él. Estaba segura de que el padre iba a intentar, tarde o temprano, arrebatarle al niño, por lo que le aterraba la posibilidad de hacer algo que permitiese a Michael acusarla de ser una mala madre.
Priest se hizo cargo de la situación.
—¡Eh, vaya! —intervino—. ¿Qué rayos es eso que viene detrás de nosotros?
Se las arregló para que su voz sonase verdaderamente asustada.
Melanie volvió la cabeza.
—No es más que un camión.
—Eso es lo que tú crees. Va disfrazada de camión pero la verdad es que se trata de una nave espacial Centauro, de combate, armada con misiles de fotones. Dusty, necesito que des tres golpecitos en la ventanilla trasera para que se levante el blindaje de nuestra armadura magnética invisible. ¡Rápido!
Dusty tamborileó sobre la ventanilla.
—Ahora sabremos que disparan sus misiles si vemos que centellean luces anaranjadas por sus portillas de protección. Será mejor que no pierdas de vista eso, Dusty.
El camión se les acercaba a gran velocidad y, unos segundos después destelló su luz intermitente de la izquierda y se dispuso a adelantarles.
—¡Está disparando! ¡Está disparando! —gritó Dusty.
—Está bien. ¡Procuraré mantener en su sitio la armadura acorazada magnética mientras tú respondes a su fuego! ¡Esa botella de agua se ha convertido en nuestra pistola de rayos láser!
Dusty apuntó al camión con la botella y emitió una serie de ziusss, ziusss, equivalentes al ruido de disparos. Spirit se incorporó al juego ladrando furiosamente al camión mientras les adelantaba. Melanie se echó a reír.
Cuando el camión aflojó la marcha y se desvió al carril derecho, delante de ellos, Priest comentó:
—¡Ufff! Hemos tenido una suerte tremenda al salir de ésta enteros. Me parece que, de momento, han abandonado la idea de atacarnos.
—¿No habrá más astronaves Centauro? —preguntó Dusty, anhelante.
—Vigilad Spirit y tú por la ventanilla de atrás y si veis alguna, me avisáis, ¿vale?
—Vale.
Melanie sonrió.
—Gracias —dijo en tono sosegado—. Eres estupendo con él. «Soy estupendo con todo el mundo: hombres, mujeres, niños y animales de compañía. Tengo carisma. No nací con él… lo aprendí. Es sólo un modo de conseguir que las personas hagan lo que uno quiere. Desde persuadir a una esposa fiel a que cometa adulterio hasta lograr que un niño quejica deje de lloriquear. Todo lo que uno necesita es encanto.»
—Indícame qué salida hay que tomar —dijo Priest.
—No tienes más que buscar las señalizaciones que digan «a Berkeley».
Melanie ignoraba que él no sabía leer.
Minutos después abandonaban la autopista para entrar en la frondosa urbe universitaria. Priest se percató de que la tensión de Melanie aumentaba. Conocía toda la indignación que provocaba en ella la sociedad y que su desencanto con la vida se concentraba sobre aquel hombre al que había dejado seis meses atrás. Señaló el camino a Priest, a través de las intersecciones, hacia la avenida de Euclides, una calle de casas modestas y edificios de apartamentos alquilados probablemente a estudiantes de grado y profesores jóvenes.
—Sigo pensando que debería ir sola —dijo Melanie.
Eso estaba fuera de toda discusión. Melanie no era lo bastante resuelta. Priest no podía confiar en ella cuando estaba a su lado, así que mucho menos si la dejaba sola.
—No —negó.
—Quizá yo… Priest se permitió mostrar un fogonazo de enojo.
—¡No!
—Está bien, está bien —se apresuró a echarse atrás Melanie. Se mordió el labio.
—¡Eh! —exclamó Dusty, animado—. ¡Ahí es donde vive papá!
—Exacto, cariño —dijo Melanie. Señaló un bajo edificio de apartamentos, de estuco, y Priest aparcó delante.
Melanie se volvió hacia Dusty, pero Priest se le adelantó.
—Dusty se queda en el coche.
—No estoy muy segura de que…
—Tiene al perro.
—Puede asustarse.
Priest se revolvió para hablar con Dusty.
—Eh, teniente, necesito que tú y el alférez Spirit montéis guardia en nuestra astronave mientras el primer oficial Mamá y yo entramos en el puerto espacial.
—¿Voy a ver a papá?
—Claro que sí. Pero me gustaría hablar primero con él durante unos minutos. ¿Crees que puedes encargarte de la misión de guardia?
—¡Apuesta a que sí!
—En la nave espacial tienes que decir: «¡Sí, señor!», no «Apuesta a que sí».
—¡Sí, señor!
—Muy bien. Adelante.
Priest se apeó del coche. Melanie hizo lo propio, pero seguía sin tenerlas todas consigo.
—Por el amor de Dios, no permitas que Michael sepa que dejamos al chico en el automóvil —dijo. Priest no contestó. «Puedes tener todo el miedo que quieras a Michael, nena, pero a mí me la trae floja.»
Melanie recogió el bolso de encima del asiento y se lo colgó al hombro. Recorrieron la senda que conducía a la puerta del edificio. Melanie pulsó el timbre de la entrada y mantuvo el dedo sobre él. Su marido era un ave nocturna, le había dicho a Priest. Le gustaba trabajar por la noche e irse a la cama de madrugada. Por eso habían decidido presentarse allí antes de las siete de la mañana. Priest confiaba en que tuviera el cerebro lo bastante legañoso y empapado de sueño como para no caer en la cuenta de que a lo mejor aquella visita tenía un propósito oculto. Si recelaba algo, escamotearle el disco podía resultar imposible.
Mientras aguardaban a que Michael respondiese, Priest recordó que Melanie había dicho que su marido era un obseso del trabajo. Se pasaba los días recorriendo California de punta a punta, para comprobar los instrumentos que medían los pequeños movimientos geológicos de la falla de San Andrés y de las otras, y las noches introduciendo los datos en su ordenador.
Pero lo que al final impulsó a Melanie a dejarle fue un incidente con Dusty. El niño y ella eran vegetarianos desde hacía dos años y sólo comían alimentos orgánicos o adquiridos en las tiendas de productos saludables. Melanie estaba convencida de que una dieta rigurosa reducía las reacciones alérgicas de Dusty, aunque Michael era escéptico. Luego, un día, se enteró de que Michael había comprado a Dusty una hamburguesa. Para ella, eso fue como si hubiese envenenado al niño. Aún se estremecía de indignación cada vez que contaba la historia. Se fue de casa aquella noche y se llevó a Dusty consigo.
Priest pensaba que era muy posible que Melanie tuviera razón en lo referente a las reacciones de alergia. La comuna venía siendo vegetariana desde el principio de la década de los setenta, cuando el vegetarianismo era una excentricidad. Por aquellas fechas, Priest había dudado de la valía de la dieta, pero estaba a favor de una disciplina que los separaba del mundo exterior. Cultivaban sus uvas sin recurrir a los productos químicos, simplemente porque no disponían de dinero para adquirir sulfatadoras, de modo que hicieron de la necesidad virtud y llamaron orgánico a su vino, lo que resultó ser un magnífico argumento de venta. Pero lo que no podía evitar era darse perfecta cuenta de que, al cabo de un cuarto de siglo de vida de comuna, formaban un grupo notablemente sano. Era muy raro que surgiese allí una emergencia médica que no pudiesen atender por sí mismos: Priest dudaba de que eso hubiera sucedido más de una vez al año, por término medio. De modo que ahora estaba convencido. Sin embargo, a diferencia de Melanie, no era nada obsesivo respecto a la dieta. Aún le gustaba el pescado y, de vez en cuando, aunque involuntariamente, tomaba carne en la sopa, o se comía un bocadillo, sin que luego le importara lo más mínimo. Pero si Melanie descubría que la tortilla de champiñones se había preparado con grasa de tocino, no tenía inconveniente en tirarla.
Por el intercomunicador llegó una voz malhumorada:
—¿Quién es?
—Melanie.
Se produjo un zumbido y la puerta se abrió. Priest siguió a Melanie al interior de la casa y escaleras arriba. Había un apartamento abierto en la primera planta. Michael Quercus estaba de pie en el umbral.
A Priest le sorprendió su aspecto. Se había esperado un tipo enclenque, probablemente calvo, con aire de profesor y ropas oscuras. Quercus se andaría por los treinta y cinco años. Alto y atlético, de pelo negro, corto y rizado, y mejillas cubiertas por la sombra de una barba espesa. Se cubría sólo con una toalla ceñida en torno a la cintura, por lo que Priest tuvo ocasión de ver sus anchos y musculosos hombros y su vientre liso. «Deben de haber formado una pareja espléndida.»
Al llegar Melanie al rellano, Michael dijo:
—Me has tenido preocupadísimo… ¿dónde diablos has estado esta temporada?
—¿Puedes ponerte algo de ropa encima? —repuso Melanie.
—No me dijiste que ibas a venir acompañada —replicó Michael fríamente. Continuó en el quicio de la puerta—. ¿Vas a contestar a mi pregunta?
Priest observó que el hombre apenas podía dominar la rabia que tenía acopiada.
—He venido para explicártelo —declaró Melanie. Disfrutaba con la indignación de Michael. Un matrimonio que se había ido al traste—. Te presento a mi amigo Priest. ¿Podemos entrar? Michael lanzó a Priest un vistazo preñado de cólera.
—Esto hubiera tenido que ser jodidamente mejor, Melanie. Michael le dio la espalda y entró en el apartamento.
Melanie y Priest le siguieron a un corto pasillo. Michael abrió la puerta del cuarto de baño, cogió de la percha una bata azul de algodón y se la puso, sin prisas. Se quitó la toalla y se ató el cinturón de la bata. Después los condujo a la sala de estar.
Saltaba a la vista que aquel salón era su cuarto de trabajo. Además de un sofá y un televisor, había allí una pantalla y un teclado de ordenador, así como una hilera de máquinas electrónicas cuyas luces titilaban en un estante. En alguna parte de aquellas cajas de color gris claro se almacenaba la información que Priest necesitaba. Se sintió torturado. No había modo de conseguirla sin ayuda. Dependía de Melanie.
Una de las paredes la ocupaba un mapa enorme.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Priest.
Michael se limitó a lanzarle una ojeada con expresión de «¿qué coño estás mirando?» y se abstuvo de contestar. Lo hizo Melanie.
—Es la falla de San Andrés. —Señaló—. Empieza en el faro de Punta Arena, a ciento sesenta kilómetros de aquí, en el condado de Mendocino, desciende hacia el sur y el este, deja atrás Los Ángeles y sigue tierra adentro hasta San Bernardino. Una grieta en la corteza terrestre de mil ciento y pico kilómetros de longitud.
Melanie había explicado a Priest en qué consistía el trabajo de Michael. La especialidad de éste era el cálculo de presiones en distintos puntos a lo largo de las fallas sísmicas. En parte era cuestión de medir con exactitud los pequeños movimientos de la corteza terrestre y en parte se trataba de estimar la energía acumulada, sobre la base del tiempo transcurrido desde el último terremoto. La labor de Michael le había valido premios académicos. Pero un año antes había abandonado la universidad para fundar un negocio propio, una consultoría que asesoraba a empresas constructoras y a compañías de seguros respecto a los riesgos de movimientos sísmicos.
Melanie era un genio de los ordenadores y había ayudado a Michael a concebir su proyecto.
Melanie había programado la computadora para que grabase una copia de seguridad entre las cuatro y las seis de la mañana, cuando Michael dormía. A Priest le había explicado que todo lo que contenía el disco duro del ordenador se copiaba en un disco óptico. Todo, cada vez se repetían los datos antiguos y se incluían los nuevos. Cuando por la mañana encendía la pantalla del monitor, Michael sacaba el disco y lo guardaba en una caja a prueba de fuego. Así, en el caso de que el ordenador se averiase o se incendiara la casa, Michael no perdería sus preciosos datos.
A Priest le maravilló que aquella información sobre la falla de San Andrés pudiera conservarse en un disco tan pequeño, pero claro que los libros también eran un misterio para él. Lo importante era que, con el disco de Michael, Melanie estaría en condiciones de decirle a Priest dónde tenía que situar el vibrador sísmico.
Lo único que cabía hacer ahora era conseguir que Michael permaneciese fuera del salón el tiempo suficiente para que Melanie pudiera arrancar el disco de la unidad óptica.
—Dime una cosa, Michael —empezó Priest. Abarcó el mapa y los ordenadores con un movimiento de la mano—. Todos estos cacharros, ¿cómo te hacen sentirte?
Casi todas las personas a las que dedicaba la Mirada y les formulaba una pregunta personal se sentían aturulladas. A veces, su desconcierto era tal que le daban una contestación reveladora. Pero Michael pareció inmune. Se limitó a mirar a Priest con semblante inexpresivo y a decir:
—No me hacen sentirme de ninguna manera. —Luego se volvió hacia Melanie—. Y ahora, ¿vas a explicarme por qué desapareciste?
«Capullo arrogante.»
—Es muy sencillo —respondió ella—. Una amiga nos ofreció a Dusty y a mí un refugio que tiene en las montañas. —Priest le había advertido que no precisara qué montañas—. Le quedaban unos días de alquiler y podíamos utilizar la cabaña. —Su tono de voz indicaba que se le escapaba por qué tenía que explicar algo tan sencillo—. No podíamos permitirnos un lugar de vacaciones, así que aproveché la oportunidad.
Fue entonces cuando Priest la conoció. Dusty y ella habían estado vagando por el bosque y acabaron perdiéndose. Melanie era chica de ciudad y no sabía orientarse por el sol. Priest andaba por allí, a solas, había salido a pescar salmones rojos. Era una perfecta tarde de primavera, soleada y tibia. Fumaba un porro, sentado a la orilla de una corriente, cuando oyó llorar a un niño.
Se dio cuenta de que no era ningún chico de la comuna, cuyas voces hubiera reconocido. Guiándose por el sonido, encontró a Dusty y a Melanie. Ella estaba al borde de las lágrimas.
—Gracias a Dios —exclamó al ver a Priest—, ¡pensé que iba a morir aquí!
Priest estuvo contemplándola un buen rato. Era una mujer un poco sobrenatural, de largo pelo rojo y ojos verdes, pero con sus pantalones cortos y su blusa sin espalda, parecía lo bastante buena como para comérsela. Resultaba mágico, tropezarse con una damisela afligida en medio de aquellas soledades. De no ser por el niño, Priest hubiera intentado trabajársela allí, en aquel momento, sobre la mullida alfombra de agujas de pino caídas, al lado de la corriente chapaleante del río.
Fue entonces cuando le preguntó si era de Marte.
—No —contestó Melanie—, de Oakland.
Priest sabía dónde estaba la cabaña de vacaciones. Cogió su caña de pescar y acompañó a Melanie por el bosque, por las veredas y crestas que tan familiares le eran. Fue un largo paseo y, por el camino, conversó con ella, le hizo preguntas amables, le dedicó frecuentes sonrisas cargadas de simpatía, le sonsacó y se enteró de todo lo concerniente a Melanie.
Era una mujer en serios apuros.
Había abandonado a su marido para irse con el bajo guitarrista de un conjunto de rock; pero el bajista la despachó al cabo de unas semanas. Melanie no tenía a nadie a quien recurrir: su padre estaba muerto y su madre vivía en Nueva York con un individuo que había intentado meterse en la cama con Melanie la única noche que ella durmió en el apartamento de la pareja. Agotó la hospitalidad de sus amistades y consumió todo el dinero que podían prestarle. Su carrera profesional era una calamidad absoluta y trabajaba en un supermercado, apilando cajas, con Dusty confiado todo el día al cuidado de una vecina. Vivía en un cuchitril tan saturado de polvo y suciedad que producía al niño constantes ataques de alergia. Necesitaba trasladarse a un lugar con aire limpio, pero no conseguía encontrar trabajo fuera de la ciudad. Estaba desesperada, en un callejón sin salida. Trataba de calcular la dosis exacta de una sobredosis de somníferos para acabar con su vida y la de Dusty cuando una amiga le ofreció aquella cabaña de vacaciones.
A Priest le gustaban las personas en dificultades. Sabía tratarlas y hacer buenas migas con ellas.
Para que se convirtieran en esclavos de uno, sólo había que ofrecerles lo que necesitaban. Priest se sentía incómodo con los tipos autosuficientes y seguros de sí: resultaban demasiado difíciles de dominar.
Para cuando llegaron a la cabaña era hora de cenar. Melanie preparó pasta y ensalada y luego acostó a Dusty. Cuando el niño se hubo dormido, Priest la sedujo sobre la alfombra. Melanie se mostró frenética de deseo. El sexo liberó toda la carga emocional reprimida dentro de su ánimo e hizo el amor como si aquélla fuera la última oportunidad de disfrutarlo. Le arañó la espalda, le mordió en los hombros y le hundió dentro de sí como si anhelara engullírselo. Fue el encuentro más excitante que Priest podía recordar.
Ahora, el desdeñoso y apuesto profesor estaba quejándose.
—Eso fue hace cinco semanas. ¡No puedes coger a mi hijo y desaparecer durante un mes sin una sola llamada telefónica!
—Podías haberme llamado tú.
—¡Ni siquiera sabía dónde estabas!
—Tengo un móvil.
—Ya lo probé. Pero no obtuve respuesta.
—Cortaron el servicio porque no pagaste el recibo. Se daba por supuesto que tenías que pagarlo, lo acordamos así.
—¡Me retrasé un par de días, eso es todo! Deben haberlo reanudado.
—Bueno, sospecho que llamaste cuando estaba cortado.
Priest empezó a impacientarse, aquella disputa familiar no le acercaba al disco. «Llévate a Michael fuera del cuarto, de una forma o de otra, como sea.» Les interrumpió con la sugerencia:
—¿Por qué no nos tomamos un café?
Quería que Michael se fuera a la cocina a prepararlo. Michael agitó el pulgar por encima del hombro.
—¡Sírvete tú mismo! —dijo en tono brusco.
«Mierda.»
Michael volvió a encararse con Melanie.
—La causa por la que no pude ponerme en contacto contigo no tiene importancia. No pude. Por eso te correspondía a ti llamar antes de llevarte a Dusty de vacaciones.
—Atiende, Michael —articuló Melanie—, hay algo que aún no te he dicho.
Michael parecía exasperado, luego suspiró y dijo:
—Siéntate, ¿por qué no lo has hecho?
Él se sentó tras su escritorio.
Melanie ocupó un extremo del sofá, con las piernas doblabas bajo el cuerpo, de un modo tan natural que hizo pensar a Priest que era su asiento acostumbrado. Priest se posó en el brazo del sofá, puesto que no quería quedar más bajo que Michael. «No tengo ni idea de cuál es la máquina en la que está la unidad de disco. ¡Venga, Melanie, quita de en medio a ese maldito marido tuyo!»
El tono de voz de Michael indicaba que no era la primera vez que vivía con Melanie escenas de aquel tipo.
—Está bien, suelta tu rollo —dijo Michael cansinamente—. ¿De qué se trata esta vez?
—Voy a trasladarme a las montañas, de modo permanente. Voy a vivir con Priest y un grupo de personas.
—¿Dónde?
Priest contestó a aquella pregunta. No deseaba que. Michael supiese dónde vivían.
—Está en el condado Del Norte.
Era la región de secoyas del extremo norte de California. Lo cierto era que la comuna estaba en el condado de Sierra, en las estribaciones de la Sierra Nevada, cerca de la frontera oriental del estado. Ambas zonas se encontraban lejos de Berkeley. Michael se sintió ultrajado.
—¡No puedes llevar a vivir a Dusty a ochocientos kilómetros de su padre!
—Hay una razón —insistió Melanie—. En las últimas cinco semanas, Dusty no ha tenido una sola reacción de alergia. En las montañas está completamente sano, Michael.
—Probablemente se debe al agua y al aire puros —añadió Priest—. Nada de contaminación.
Michael se mostró incrédulo.
—Es el desierto, no la montaña, lo que les conviene normalmente a las personas que padecen alergias.
—¡No me vengas con eso de normalmente! —saltó Melanie, exaltada—. No puedo ir al desierto…, no tengo un centavo. ¡Ése es el único lugar que puedo permitirme donde Dusty puede gozar de buena salud!
—¿Paga Priest el alquiler?
«Adelante, tonto del culo, habla de mí como si no estuviera presente; y yo seguiré follándome a tu cojonuda esposa.»
—Es una comuna —dijo Melanie.
—¡Jesús, Melanie! ¿Entre qué clase de gente has caído ahora? ¡Primero un guitarrista yonqui…
—Un momento, Blade no era ningún yonqui…
—… y ahora una comuna hippie dejada de la mano de Dios!
Melanie se había enzarzado hasta tal punto en la disputa que había olvidado el motivo por el que fueron allí. «El disco, Melanie, ¡el puñetero disco!» Priest volvió a interrumpirles.
—¿Por qué no le preguntas a Dusty qué le parece esto, Michael?
—Pienso hacerlo.
Melanie le disparó a Priest una mirada de desesperación. Priest no le hizo maldito caso.
—Dusty está ahí fuera, en mi coche.
Michael se puso rojo de rabia.
—¿Has dejado a mi hijo ahí fuera en el coche?
—No le pasa nada, mi perro está con él.
Michael fulminó a Melanie con la mirada.
—¿Qué leche pasa contigo? —gritó.
—¿Por qué no sales a buscarle? —sugirió Priest.
—No me hace falta tu jodido permiso para ir a buscar a mi hijo. Dame las llaves del coche.
—No está cerrado —dijo Priest sosegadamente. Michael salió como un relámpago furioso.
—¡Te advertí que no le dijeses que Dusty estaba fuera! —lamentó Melanie—. ¿Por qué tuviste que decírselo?
—Para que saliera de esta condenada habitación —dijo Priest—. Ahora, coge ese dichoso disco.
—¡Pero le has puesto furioso!
—Ya estaba furioso antes. —Priest comprendía que aquello no era bueno. Melanie podía asustarse demasiado para hacer lo que era preciso hacer. Priest se levantó. La tomó de la mano, la obligó a ponerse en pie y le dirigió la Mirada—. No tienes por qué asustarte de él. Ahora estás conmigo. Me cuidaré de ti. Tranquila. Recita tu mantra.
—Pero…
—Dilo.
—Lat hoo, dat soo.
—Sigue repitiéndolo.
—Lat hoo, dat soo, lat hoo, dat soo.
Se fue calmando.
—Ahora coge el disco.
Melanie asintió. Sin dejar de entonar el mantra en voz baja, se inclinó sobre la fila de aparatos del estante. Pulsó una tecla y salió de una ranura una pieza cuadrada y plana, de plástico.
Priest ya había observado que, en el mundo de los ordenadores, los «discos», los «disquetes», siempre eran cuadrados. Melanie abrió su bolso y sacó otro disco de aspecto similar.
—¡Mierda! —exclamó.
—¿Qué? —preguntó Priest, inquieto—. ¿Qué ocurre?
—¡Ha cambiado de marca!
Priest miró los dos discos. A él le parecían idénticos.
—¿Dónde está la diferencia?
—Mira, el mío es un Sony, pero el de Michael es un Philips.
—¿Lo notará?
—Puede.
—Maldita sea.
Era vital que Michael no supiese que habían robado sus datos.
—Probablemente se pondrá a trabajar en cuanto nos vayamos. Expulsará el disco para colocarlo en alguna de sus cajas a prueba de fuego y, si los mira, verá que son diferentes.
—Y seguro que lo relacionará con nosotros.
Cundió el pánico en el ánimo de Priest. Todo se estaba convirtiendo en mierda.
—Podría comprar un disco Philips y volver otro día —propuso Melanie.
Priest dijo que no con la cabeza.
—No quiero repetir esto. Es posible que volvamos a fallar. Y el tiempo se nos agota. La fecha tope es dentro de tres días. ¿Guarda discos de reserva?
—Debería. A veces, los discos se estropean. —Miró a su alrededor—. Me pregunto dónde estarán.
Se quedó allí, en medio del cuarto, sumida en la impotencia. A Priest le hubiera costado muy poco ponerse a chillar de frustración. Se había temido algo como aquello. Melanie estaba completamente hecha pedazos y sólo tenían un par de minutos como máximo. Tenía que tranquilizarla y rápido.
—Melanie —dijo, esforzándose para que su voz sonase en tono bajo y sosegante—, tienes dos discos en la mano. Guárdalos en el bolso.
Ella obedeció automáticamente.
Melanie lo hizo.
Priest oyó cerrarse la puerta del edificio. Michael volvía ya. Priest notó que el sudor empezaba a brotarle en la nuca.
—Piensa; cuando vivías aquí, ¿tenía Michael un armario en el que guardaba sus objetos de escritorio?
—Sí, bueno, una cajonera.
—¿Y bien? «¡Despierta, chica!» ¿Dónde está?
Melanie señaló una cajonera barata, blanca, adosada a la pared.
Priest tiró del cajón superior. Vio un paquete de tacos de papel amarillo, una caja de bolígrafos baratos, un par de resmas de cuartillas, algunos sobres… y una caja de discos abierta.
Oyó la voz de Dusty. Parecía llegar del vestíbulo.
Con dedos temblorosos, sacó un disquete del paquete lo tendió a Melanie.
—¿Servirá éste?
—Sí, es Philips.
Priest cerró el cajón. Melanie se quedó paralizada, con el disco en la mano.
«¡Por el amor de Dios, Melanie, haz algo!»
Dusty decía:
—¿Sabes una cosa, papá? En las montañas no estornudo.
La atención de Michael se concentraba en Dusty.
—¿Cómo es eso? —dijo.
Melanie recobró la compostura. Cuando Michael se agachaba para dejar a Dusty en el sofá, ella se inclinó sobre la disquetera y deslizó el disco dentro de ella. La máquina dejó oír un leve chasquido, como una serpiente que cerrase las mandíbulas sobre una rata.
—¿No estornudabas? —le preguntó Michael a Dusty—. ¿Ni una vez?
—Ajá.
Melanie se enderezó. Michael no había visto lo que acababa Melanie de hacer. Priest cerró los ojos. El alivio fue abrumador. Se habían salido con la suya. Tenían los datos de Michael… y éste nunca lo sabría.
—¿Ese perro no te hace estornudar? —insistió Michael.
—No, Spirit es un perro limpio. Priest le obliga a bañarse en el río y, cuando sale, ¡se sacude y es como una tempestad! —Dusty rio a gusto, encantado con el recuerdo.
—¿Está bien? —dijo su padre.
—Ya te lo dije, Michael —confirmó Melanie.
Le temblaba un poco la voz, pero Michael no pareció notarlo.
—Conforme, conforme —expresó en tono conciliatorio—. Si eso es en beneficio de la salud de Dusty, llegaremos a un acuerdo.
A Melanie pareció habérsele quitado un peso de encima.
—Gracias.
Priest se permitió una sombra de sonrisa. Todo había salido bien. Su plan había dado un paso decisivo hacia delante.
Ahora no tenían más que confiar en que la computadora de Michael no se estropease. Si eso ocurría y Michael intentaba recuperar los datos del disco óptico, descubriría que estaba vacío. Pero Melanie dijo que las averías eran muy raras en aquellos aparatos. Probablemente no iba a estropearse durante el día. Y por la noche la computadora volvería a grabarlo todo en el disco virgen y Michael supondría que lo hizo sobre los datos que tenía antes. Al día siguiente sería imposible saber que se había producido un cambiazo en la disquetera.
—Bueno, al menos has tenido el detalle de venir aquí a tratar el asunto —dijo Michael—. Te lo agradezco.
Priest sabía que Melanie hubiese preferido tratar el asunto por teléfono. Pero su traslado a la comuna era una excusa perfecta para visitar a Michael. Melanie y él nunca hubieran podido hacer una visita al marido de la muchacha sin despertar en él alguna desconfianza. Pero, así, ni por asomo se le ocurriría a Michael preguntarse por qué habían ido a verle.
A decir verdad, Michael no era un tipo receloso, Priest estaba seguro. Era muy inteligente, pero bastante cándido. No tenía ninguna aptitud natural para mirar bajo la superficie y ver lo que realmente se albergaba en el corazón de otro ser humano.
Priest, por su parte, disponía de esa habilidad. Melanie decía:
—Te traeré a Dusty, para que lo veas, con toda la frecuencia que desees. No tendré inconveniente en bajar aquí.
La vista de Priest llegaba al fondo del corazón de Melanie. Se mostraba amable con Michael, ahora que él le había proporcionado lo que ella deseaba —la mujer ladeaba la cabeza y le dirigía la más agradable de sus sonrisas—, pero no le amaba, ya no.
Michael era distinto. Se sentía furioso con ella por haberle abandonado, eso era evidente. Pero Melanie aún le importaba. Para él, la relación no había concluido, no del todo. Una parte de Michael aún deseaba que Melanie volviese. Se lo hubiera pedido, pero era demasiado orgulloso.
Priest sintió celos.
«Te odio, Michael.»