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En el Edificio Federal del número 450 de la avenida Golden Gate de San Francisco, Judy Maddox, agente del FBI, esperaba sentada en una sala de tribunal de la planta decimoquinta.

El mobiliario de los juzgados era de color oro. A las nuevas salas se las amueblaba así desde siempre. Por regla general, carecían de ventanas, de modo que los arquitectos decoradores intentaban hacerlas más luminosas mediante el empleo de tonos claros. Ésa era la teoría de Judy Maddox. Se pasaba mucho tiempo esperando en las salas de audiencia. Les sucedía lo mismo a la mayor parte de los representantes de la ley.

Estaba preocupada. Solía ocurrirle a menudo en los tribunales. Se dedicaban meses de trabajo, a veces años, a preparar un caso, pero luego no había forma de saber cómo iba a acabar cuando llegaba a los tribunales. La defensa podía estar inspirada o resultar incompetente, el juez podía ser un hombre sensato y perspicaz o un vejestorio estúpido y senil, el jurado podían componerlo un conjunto de ciudadanos inteligentes y responsables o una partida de tontorrones de baja estofa quienes, precisamente ellos, deberían estar entre rejas.

Se procesaba aquel día a cuatro acusados: John Parton, Ernest Díaz El Recaudador, Foong Lee y Foong Ho. Los hermanos Foong eran dos maleantes de alto copete, los otros dos, sus ejecutivos. En colaboración con la tríada de Hong Kong habían organizado una red de blanqueo de dinero procedente de la industria de la droga de California del Norte. A Judy le había costado un año descubrir su sistema operativo y otro año encontrar las pruebas con que demostrarlo.

Cuando tuvo que perseguir por Asia a los delincuentes contó con una gran ventaja: su aspecto oriental. El padre de Judy era un irlandés de ojos azules, pero la muchacha había heredado más rasgos físicos de su difunta madre, que era vietnamita. Esbelta de figura y morena de pelo, Judy tenía ojos ligeramente oblicuos. A los malhechores chinos de mediana edad que Judy estuvo investigando ni por lo más remoto se les pasó por la cabeza que aquella preciosa chica medio asiática pudiera ser un agente estrella del FBI.

Judy trabajaba con un ayudante de fiscal al que conocía extraordinariamente bien. Se llamaba Don Riley y habían vivido juntos hasta hacía un año. Riley tenía treinta y seis años, la misma edad que ella, y era experto, enérgico y tan vivo como un látigo.

Judy había pensado que tenían un caso a prueba de bomba. Pero los inculpados contrataron los servicios del bufete de jurisconsultos criminalistas mas sobresaliente de la ciudad, quienes llevaron a cabo una defensa enérgica y hábil. Los abogados defensores socavaron la credibilidad de los testigos que, inevitablemente, procedían del mundo criminal, explotaron ingeniosamente las pruebas documentales reunidas por Judy y sembraron la confusión y el desconcierto entre el jurado. Ahora, ni Judy ni Don podían adivinar qué saldría de todo ello.

Judy tenía un motivo especial para sentirse preocupada respecto al caso. Su jefe inmediato, el supervisor de la brigada del Crimen Organizado Asiático, estaba a punto de retirarse y ella había presentado su candidatura al puesto. El director general de la oficina de San Francisco, el agente especial comisionado, o AEC, apoyaría su solicitud, Judy no lo ignoraba. Pero tenía un rival: Marvin Hayes, otro agente de altos vuelos en su grupo de edad. Y Marvin también contaba con un respaldo poderoso: su mejor amigo era el adjunto del agente especial comisionado (AAEC), responsable de todo el crimen organizado y de las brigadas del crimen de guante blanco.

Los ascensos los concedía una junta de expedientes, pero la opinión del AEC y del AAEC tenía un peso específico importante. En aquellos momentos, la competición entre Judy y Marvin Hayes iba muy igualada.

Ella deseaba aquel empleo. Quería ascender lo más alto y lo más deprisa posible en el FBI. Era una buena agente, sería una extraordinaria supervisora y el día menos pensado se convertiría en el mejor subagente especial supremo que la oficina hubiera tenido nunca. Se sentía orgullosa del FBI, pero sabía que era capaz de mejorarlo, mediante la rápida introducción de nuevas y más efectivas técnicas basadas en el empleo de sistemas de dirección modernos y racionalizados y —lo más importante de todo— desembarazándose previamente de agentes como Marvin Hayes.

Hayes era el tipo de agente de la ley trasnochado, propio de otra época: perezoso, brutal y sin escrúpulos. No había metido en la cárcel a tantos malhechores como Judy, pero había realizado arrestos mucho más espectaculares. Se le daba estupendamente introducirse tortuosamente en las investigaciones atractivas y desaparecer taimadamente para eludir un caso con tendencia al sur de la nada.

El agente especial comisionado le había insinuado a Judy que el cargo sería suyo, con preferencia sobre Marvin, si ganaba el caso aquel día.

Acompañaban a Judy en el tribunal la mayor parte de los miembros del equipo del caso Foong: el supervisor, los demás agentes que habían colaborado con ella, un intérprete, la secretaria de la brigada y dos detectives del Departamento de Policía de San Francisco. Con gran sorpresa, observó que ni el AAEC ni el AEC estaban presentes. Se trataba de un caso notable y el resultado era importante para ambos. La estremeció un ramalazo de inquietud. Se preguntó si en la oficina estaba ocurriendo algo de lo que no tenía noticia. Decidió salir y efectuar una llamada. Pero antes de que hubiese llegado a la puerta entró el ujier y anunció que los miembros del jurado se disponían a ocupar sus puestos. Judy volvió a sentarse.

Segundos después regresaba Don, apestando a tabaco: no había parado de darle a los cigarrillos desde que se separaron. Le aplicó a Judy un apretoncito en el hombro, en plan de apoyo moral. Ella le sonrió. Estaba guapo, con su esmerado corte de pelo al cepillo, su traje azul oscuro, su camisa blanca abotonada y su corbata granate de Armani. Pero no había química, ningún entusiasmo: ya no le apetecía despeinarle, deshacerle el nudo de la corbata y deslizar la mano por debajo de la camisa. Volvieron los abogados de la defensa, los acusados se dirigieron al banquillo, entró el jurado y, por último, el juez emergió de su despacho y ocupó su asiento.

Judy cruzó los dedos por debajo de la mesa. Se levantó el ujier.

—Miembros del jurado, ¿han alcanzado un veredicto? Descendió un silencio total. Judy se dio cuenta de que estaba golpeando el suelo con la puntera de un zapato. Dejó de hacerlo.

El presidente del jurado, un tendero chino, se puso en pie. Judy había dedicado muchas horas a preguntarse si simpatizaría con los acusados porque dos de ellos eran chinos o si los odiaría por deshonrar a su raza. Con voz sosegada, el hombre dijo:

—Tenemos un veredicto.

—¿Y cómo consideran a los acusados… culpables o inocentes?

—Culpables de los cargos.

Hubo un segundo de silencio, mientras la noticia calaba. Judy oyó a su espalda un gruñido procedente del banquillo de los acusados. Contuvo el impulso de lanzar un grito de júbilo. Miró a Don, que le dedicaba una amplia sonrisa. Los carísimos abogados defensores removían papeles y evitaban que sus miradas se cruzasen. Dos reporteros se levantaron y salieron presurosos de la sala, rumbo a los teléfonos.

El juez, un hombre delgado, de rostro agrio y edad que rondaría la cincuentena, dio las gracias al jurado y suspendió la vista hasta el momento de dictar sentencia, una semana después.

Lo conseguí, pensó Judy. He ganado el caso, he metido en la cárcel a dos criminales y tengo el ascenso en el bolsillo. Agente especial supervisor Judy Maddox, estrella ascendente de sólo treinta y seis años.

—Todo el mundo en pie —instó el ujier. El magistrado se retiró.

Don se abrazó a Judy.

—Hiciste un trabajo fantástico —elogió ella—. Gracias.

—Me pasaste un gran caso —respondió él.

Judy comprendió que Don estaba deseando besarla, así que retrocedió un paso.

—Bueno, los dos lo hicimos estupendamente —dijo.

Se volvió hacia sus colegas y procedió a saludarles a todos uno por uno, estrechando manos, repartiendo abrazos y agradeciéndoles su labor. Se acercaron entonces los abogados defensores. El mayor de los dos era David Fielding, socio de la firma de Brooks Fielding. Era un caballero de aire distinguido y aproximadamente sesenta años.

—Enhorabuena, señora Maddox, ha sido un triunfo bien merecido —declaró.

—Gracias —repuso Judy—. Fue más apretado de lo que esperaba. Creí que lo tenía amarrado hasta que usted empezó a actuar. El hombre aceptó el cumplido con una inclinación de su perfectamente arreglada cabeza.

—Su preparación ha sido intachable. ¿Tiene usted formación de jurídica?

—Fui a la Escuela de Derecho de Stanford.

—Pensé que era licenciada. En fin, si alguna vez se cansa del FBI, venga a verme, por favor. En mi firma, antes de un año estaría ganando tres veces el salario que cobra ahora.

Judy se sintió halagada, pero también tratada con cierta indulgencia, lo que la indujo a replicar no sin agudeza:

—Es una oferta muy atractiva, pero quiero encarcelar delincuentes, no mantenerlos en libertad.

—Alabo su idealismo —dijo David Fielding afablemente, y dio media vuelta para hablar con Don.

Judy comprendió que había sido mordaz. Era un defecto suyo, lo sabía. Pero, al diablo, malditas las ganas que tenía de trabajar en Brooks Fielding.

Recogió su cartera. Se moría por compartir su victoria con el agente especial comisionado. La oficina de campo del FBI en San Francisco estaba en el mismo edificio de los juzgados, dos plantas más abajo. Cuando se disponía a marchar, Don la cogió de un brazo.

—¿Cenas conmigo? —preguntó—. Debemos celebrarlo.

Judy no tenía ningún compromiso.

—Desde luego.

—Reservaré mesa y luego te llamaré.

Al abandonar la sala, recordó la sensación que había tenido un poco antes, la de que él estaba a punto de besarla; deseó haber inventado alguna excusa para eludir la cena.

Cuando entró en el vestíbulo de la oficina del FBI volvió a preguntarse por qué ni el AEC ni el AAEC acudieron a la sala del tribunal para estar presentes cuando se pronunciara el veredicto. En la oficina no había ningún síntoma de actividad desacostumbrada. Los alfombrados pasillos estaban tranquilos. El robot cartero, un carrito motorizado, zumbaba de puerta en puerta, siguiendo su ruta predeterminada. Para ser una agencia de fuerzas de la ley, tenían unos locales lujosos. La diferencia entre la oficina del FBI y una comisaría de la policía era como la diferencia entre la sede de una sociedad anónima y la planta de una fábrica. Se encaminó al despacho del agente especial comisionado. Milton Lestrange siempre había sentido cierta debilidad por ella. Fue uno de los primeros promotores de los agentes femeninos, que ahora constituían el diez por ciento de la nómina. Algunos agentes especiales comisionados ladraban las órdenes como generales del ejército, pero Milt siempre se mostraba sosegado y cortés.

En cuanto entró en la antesala supo que algo iba mal. Evidentemente, la secretaria de Milt había estado llorando.

—Linda, ¿qué te ocurre? —se interesó Judy.

La secretaria, una mujer de edad mediana, por regla general fría y eficiente, estalló en lágrimas.

Judy se le acercó con intención de consolarla, pero Linda la alejó con un movimiento del brazo y señaló la puerta del despacho interior.

Judy la franqueó.

Era una estancia de grandes proporciones, con mobiliario de alto precio, espacioso escritorio y mesa de conferencias de madera pulimentada. Sentado al otro lado del escritorio de Lestrange, sin chaqueta y con la corbata suelta, estaba el AAEC Brian Kincaid, hombre gigantesco, de enorme tórax y tupida cabellera blanca. Alzó la cabeza e invitó:

—Pasa, Judy.

—¿Qué diablos está ocurriendo? —preguntó ella—. ¿Dónde está Milt?

—Tengo malas noticias —anunció Kincaid, aunque su expresión no era nada triste—. Milt está en el hospital. Le han diagnosticado cáncer de páncreas.

—¡Oh, Dios mío! Judy se sentó.

Lestrange había ido al hospital el día anterior, para someterse a un reconocimiento de rutina, explicó Kincaid, pero indudablemente sabía que algo no le funcionaba.

—Tendrán que operarle —continuó Kincaid—, una especie de puente intestinal, y tardará bastante en volver, en el mejor de los casos.

—¡Pobre Milt! —Parecía un hombre en plenitud de facultades: en forma, fuerte, un buen jefe. Ahora le habían diagnosticado una enfermedad mortal. Judy deseaba poder hacer algo para reconfortarle, pero se sentía indefensa—. Supongo que Jessica está con él —comentó. Jessica era la segunda esposa de Milt.

—Sí, y su hermano está ya en camino, vuela desde Los Ángeles. Aquí, en la oficina…

—¿Qué hay de su primera esposa?

Kincaid pareció irritado.

—No sé nada de ella. Hablé con Jessica.

—Alguien debería decírselo. Veré si puedo conseguir una autorización de visita para ella.

—Bueno. —Kincaid estaba impaciente por dejar las cuestiones personales y hablar del trabajo—. Aquí, en la oficina, hay algunos cambios, inevitablemente. En ausencia de Milt he tenido que actuar como agente especial comisionado.

A Judy se le cayó el alma a los pies.

—Felicidades.

Judy se esforzó en que su tono fuese neutral.

—Te traslado al departamento de Terrorismo Nacional.

De entrada, Judy se quedó sencillamente perpleja.

—¿Para qué?

—Creo que allí te desenvolverás bien. —Kincaid tomó el teléfono y habló a Linda—. Dile a Matt Peters que venga y se presente de inmediato ante mí.

Peters era el supervisor de Terrorismo Nacional.

—Pero acabo de ganar mi caso —protestó Judy, indignada—. ¡Hoy he puesto entre rejas a los hermanos Foong!

—Bien hecho. Pero eso no cambia mi decisión.

—Espera un momento. Sabes que presenté mi candidatura al cargo de supervisora de la brigada del Crimen Organizado Asiático. Si se me traslada ahora de la brigada, todo indicará que tuve alguna clase de problema.

—Opino que necesitas aumentar tu experiencia.

—Y yo opino que lo que quieres es conceder a Marvin el despacho asiático.

—Tienes razón. Creo que Marvin es el mejor preparado para ese empleo.

Qué idiota, pensó Judy, furiosa. Le nombran jefe y lo primero que hace es utilizar sus nuevas potestades para ascender a un camarada.

—No puedes hacer esto —dijo Judy—. Tenemos unas normas de igualdad de oportunidades de empleo.

—Adelante, presenta una queja —desafió Kincaid—. Marvin está más cualificado que tú.

—He encarcelado a muchísimos más malhechores que él.

Kincaid la obsequió con una sonrisa complacida y jugó su carta de triunfo.

—Pero él ha servido dos años en el cuartel general de Washington.

Tenía razón, pensó Judy, desesperanzada. Ella no había trabajado nunca en la sede central del FBI.

Y aunque la experiencia en el cuartel general no era requisito imprescindible, la misma se consideraba aconsejable en un supervisor. De forma que era inútil presentar una reclamación basada en la igualdad de oportunidades de empleo; Todo el mundo sabía que ella era mucho mejor agente pero, sobre el papel, Marvin parecía llevarle ventaja.

Judy contuvo las lágrimas. Durante dos años se había entregado en cuerpo y alma al trabajo, acababa de conseguir una importante victoria sobre el crimen organizado y ahora iba aquel miserable y le birlaba la recompensa.

Entró Matt Peters. Era un hombre rechoncho, de unos cuarenta y cinco años, calvo, vestido con camisa de manga corta y corbata. Al igual que Marvin Hayes, estaba bastante ligado a Kincaid.

Judy empezó a sentirse cercada.

—Te felicito por haber ganado tu caso —saludó Peters a Judy—. Me alegrará mucho tenerte en mi brigada.

—Gracias.

A Judy no se le ocurrió otra cosa que decir.

—Matt tiene una nueva misión para ti —informó Kincaid.

Peters llevaba una carpeta bajo el brazo y se la tendió a Judy.

—El gobernador ha recibido una amenaza terrorista por par te de un grupo que dice llamarse El martillo del Edén.

Judy abrió la carpeta, pero a duras penas conseguía discernir las palabras. Temblaba de rabia, sacudida por una abrumadora sensación de insignificancia. Para encubrir sus emociones dirigió la conversación hacia el caso.

—¿Qué es lo que piden?

—Que se congele la construcción de nuevas centrales eléctricas en California.

—¿Centrales nucleares?

—De toda clase. Nos dan cuatro semanas para acceder a su petición. Dicen ser la rama radical de la Campaña pro California Verde.

Judy se esforzó en concentrarse. California Verde era un grupo de presión medioambiental auténtico, con sede en San Francisco. Costaba trabajo creer que hicieran algo como aquello. Pero tales organizaciones eran muy capaces de atraer chalados.

—¿En qué consiste la amenaza?

—Un terremoto.

Judy levantó la vista de la carpeta.

—Te estás quedando conmigo.

Matt movió negativamente su cabeza calva.

Al estar furiosa y alterada, Judy no se molestó en dulcificar el tono de sus palabras.

—Eso es una estupidez —dijo sin rodeos—. Nadie puede provocar un terremoto. También pueden amenazarnos con una nevada de un metro.

Matt se encogió de hombros.

—Compruébalo con tus propios ojos.

Judy sabía que todos los políticos célebres recibían amenazas a diario. El FBI no investigaba los mensajes que enviaban los perturbados, a menos que en ellos se apreciara algo especial.

—¿Cómo se comunicó la amenaza?

—Apareció en un boletín electrónico de Internet, el primero de mayo. Todo figura en la carpeta.

Judy le miró a los ojos. No estaba dispuesta a aceptar tonterías.

—Hay algo que no me has dicho. Esta amenaza no tiene credibilidad ninguna. Hoy estamos a veinticinco. Hemos hecho caso omiso del mensaje durante tres semanas y media. ¿Y ahora, de súbito, a cuatro días de la fecha tope, nos preocupamos?

John Truth vio el boletín electrónico…, supongo que mientras navegaba por Internet. Quizá andaba loco por encontrar un nuevo tema sensacionalista. De todas formas, presentó la amenaza en su programa del viernes por la noche y consiguió una barbaridad de llamadas.

—Lo capto. —John Truth era un polémico locutor radiofónico de programas de entrevistas. Los presentaba en una emisora de San Francisco, pero todas las estaciones de California conectaban y lo retransmitían en directo. La indignación de Judy aumentó—. John Truth ha presionado al gobernador para que adopte alguna medida respecto al mensaje terrorista. El gobernador ha respondido ordenando al FBI que investigue. Así que tenemos que emprender una investigación sobre algo en lo que en realidad nadie cree.

—Más o menos.

Judy respiró hondo. Se dirigió a Kincaid, no a Peters, porque sabía que aquello era cosa del primero.

—Esta oficina ha estado veinte años intentando pescar a los hermanos Foong. Hoy los he mandado a la cárcel. —Levantó la voz—. ¿Y ahora vas y me enchufas una mierda de caso como éste?

Kincaid parecía muy complacido consigo mismo.

—Si quieres seguir en el FBI, tendrás que aprender a poner al mal tiempo buena cara.

—¡Ya he aprendido, Brian!

—No grites.

—Ya he aprendido —repitió Judy en tono más bajo—. Hace diez años, cuando era una pipiola inexperta y mi supervisor no sabía hasta qué punto podía fiarse de mí, me asignaban cosas como ésta… y las aceptaba con alegría, cumplí las misiones meticulosamente y ¡demostré con creces que merezco condenadamente bien que se me confíen trabajos de verdad!

—Diez años no son nada —dijo Kincaid—. Yo llevo aquí exactamente veinticinco.

Judy intentó razonar con él.

—Mira, acaban de ponerte al frente de este despacho. Tu primera disposición es asignar a uno de tus mejores agentes un cometido que debería encargársele a un novato. Todo el mundo se enterará de lo que has hecho. Y la gente creerá que estás corroído por alguna clase de resentimiento.

—Tienes razón. Acaban de nombrarme para este cargo. Y tú ya me estás diciendo cómo lo tengo que desempeñar. Vuelve al trabajo, Maddox.

Ella se le quedó mirando. No era posible que la despachara así, por las buenas.

—Esta reunión ha terminado —dijo Kincaid.

Judy no podía aceptarlo. Hervía de indignación.

—No es sólo esta reunión lo que ha acabado —dijo Judy. Se levantó—. Que te den por culo, Kincaid.

Una expresión atónita apareció en el rostro de Kincaid.

—Me largo —declaró Judy.

Y, dicho y hecho, se fue.

—¿Eso dijiste? —preguntó el padre de Judy.

—Sí. Sabía que no te iba a gustar.

—En eso tenías razón, desde luego.

Tomaban té verde sentados en la cocina. El padre de Judy era detective de la policía de San Francisco. Realizaba una gran cantidad de tareas secretas. Robusto y corpulento, se conservaba en magníficas condiciones físicas para su edad, tenía brillantes ojos verdes y pelo cano recogido en cola de caballo.

Estaba a dos pasos de una jubilación que le aterraba. La policía era su vida. Le hubiera gustado poder seguir en el cuerpo hasta los setenta. Le horrorizó la idea de que su hija se retirase cuando no tenía por qué hacerlo.

Los padres de Judy se habían conocido en Saigón. Su padre estaba en el ejército por las fechas en que a las tropas estadounidenses aún se les llamaba «consejeros». Su madre procedía de una familia vietnamita de clase media. El abuelo de Judy había sido contable en el ministerio de Finanzas de Vietnam del Sur. El padre de Judy llevó a su novia a Estados Unidos y Judy nació en San Francisco. De niña llamaba a sus padres Bo y Me, el equivalente vietnamita de papá y mamá. Los policías lo oyeron y el padre de Judy se convirtió en Bo Maddox.

Judy le adoraba. La muchacha contaba trece años cuando su madre falleció en un accidente de automóvil. Desde entonces, Judy estuvo muy unida a Bo. A raíz de su ruptura con Don Riley, un año atrás, Judy se mudó a casa de su padre y desde entonces no había habido razón alguna para trasladarse de allí.

—Has de reconocer que no lo pierdo a menudo —suspiró Judy.

—Sólo cuando es importante de verdad.

—Pero ahora que le he dicho a Kincaid que me voy, supongo que lo haré.

—Después del exabrupto que le soltaste, sospecho que tendrás que hacerlo.

Judy se levantó y volvió a servir té para ambos. La furia aún hervía en su interior.

—Es que es un maldito imbécil.

—Tiene que serlo, porque ha perdido un buen agente. —Bo tomó un sorbo de té—. Pero tú todavía eres más tonta… has perdido un buen trabajo.

—Hoy me han ofrecido otro mejor.

—¿Dónde?

—En Brooks Fielding, el bufete de abogados. Podría ganar tres veces el sueldo que me pagan en el FBI.

—¡Manteniendo delincuentes fuera de la cárcel! —exclamó Bo, indignado.

—Todo el mundo tiene derecho a una buena defensa.

—¿Por qué no te casas con Don Riley y tenéis hijos? Los nietos me procurarán algo que hacer cuando esté retirado.

Judy hizo una mueca. No le había contado a Bo la auténtica historia de su ruptura con Don. La simple verdad era que Don había tenido una aventura. Al sentirse culpable, se lo confesó a Judy.

Fue una simple cana al aire con una compañera y Judy se esforzó en perdonarle, pero sus sentimientos hacia Don ya no fueron los mismos a partir de entonces. Nunca volvió a experimentar el deseo apremiante de hacer el amor con él. Tampoco se sintió atraída por ninguna otra persona. En alguna parte de su interior se había accionado un conmutador y el impulso sexual se apagó.

Bo tampoco conocía ese detalle. Consideraba a Don Riley el marido perfecto para Judy: apuesto, inteligente, afortunado y profesional de las fuerzas de la ley.

—Don me pidió que saliéramos a cenar para celebrar el éxito —dijo Judy—. Pero creo que cancelaré la cita.

—Supongo que debo ser lo bastante sensato como para no decirte con quién has de casarte —expuso Bo con una sonrisa tristona. Se puso en pie—. Vale más que me vaya. Esta noche tenemos una redada.

A Judy no le gustaba que Bo trabajase por la noche.

—¿Has comido algo? —preguntó, inquieta—. ¿Te preparo unos huevos antes de que te marches?

—No, gracias, cariño. Luego tomaré un bocadillo. —Se puso la cazadora de cuero y la besó en la mejilla—. Te quiero.

—Adiós.

En el momento en que se cerraba la puerta, sonó el teléfono. Se trataba precisamente de Don.

—Tengo mesa para dos en Masa’s —anunció. Judy suspiró. Masa’s era un tanto fastuoso.

—Don, me duele dejarte compuesto y sin salida, pero preferiría que lo dejásemos.

—¿Lo dices en serio? Prácticamente tuve que ofrecerle al maître el cuerpo de mi hermana para conseguir una mesa con tan poca antelación.

—No estoy de humor para celebrar nada. Hoy han pasado cosas muy desagradables en la oficina. —Le refirió que a Lestrange le habían diagnosticado un cáncer y que Kincaid le asignó a ella una misión estúpida—. Así que me voy del Bureau.

Don se quedó de piedra.

—¡No me lo creo! ¡Adoras el FBI!

—Antes.

—¡Eso es espantoso!

—No tan espantoso. De todas formas, ya va siendo hora de que gane algo de dinero. En la escuela de Derecho yo era una figura. Saqué siempre mejores notas que un par de colegas que hoy por hoy están ganando fortunas.

—Claro, se ayuda a un asesino a salir absuelto, se escribe un libro para contarlo, se cobra un millón de dólares… ¿Eres tú? ¿Estoy hablando con Judy Maddox? ¿Oiga?

—No lo sé, Don, pero con todo esto en la cabeza, malditas las ganas que tengo de ir a la ciudad.

Hubo una pausa. Judy comprendió que Don se estaba sometiendo resignadamente a lo inevitable. Al cabo de un momento, Don dijo:

—Está bien, pero tengo que recibir una compensación. ¿Mañana?

Judy no se sentía con fuerzas para seguir discutiendo.

—Claro —dijo.

—Gracias.

Judy colgó.

Encendió el televisor y echó un vistazo al interior del frigorífico, pensando en cenar algo. Pero no tenía hambre. Sacó un bote de cerveza y lo abrió. Estuvo mirando la televisión cosa de tres o cuatro minutos antes de darse cuenta de que era un programa en español. Llegó a la conclusión de que no le apetecía la cerveza. Apagó el televisor y vació la cerveza en el fregadero.

Pensó en ir al Everton’s, el bar favorito de los agentes del FBI. Le gustaba rondar por allí, bebiendo cerveza, comiendo hamburguesas e intercambiando anécdotas. Pero no estaba segura de que fuese bien acogida, sobre todo si Kincaid estaba allí. Empezaba a sentirse como una intrusa.

Decidió escribir su currículo. Iría a la oficina y lo redactaría allí. Mejor salir a hacer algo que quedarse sentada en casa, reconcomiéndose en solitario hasta ponerse mal de los nervios.

Cogió la pistola, luego titubeó. Los agentes estaban de servicio las veinticuatro horas del día y se veían obligados a ir armados, salvo en los tribunales, dentro de las cárceles o en la oficina. «Pero yo ya no soy agente, no tengo que ir armada.» Después cambió de idea. «Diablos, si veo que se está cometiendo un robo y tengo que mirar para otro lado y seguir adelante porque me dejé el arma en casa, voy a sentirme bastante imbécil.»

Era el arma oficial corriente del FBI, una pistola SIG-Sauer P228. Normalmente llevaba un cargador de trece cartuchos, pero Judy siempre movía el cerrojo e introducía en la cámara la primera bala, después quitaba la palanca y añadía un cartucho extra, con lo que el arma contaba con catorce balas. También tenía una escopeta Remington modelo 870 con cinco recámaras. Como todos los agentes, hacía prácticas de armas de fuego una vez al mes, por regla general en el campo de tiro del sheriff, en Santa Rita. Se comprobaba su puntería cuatro veces al año. El curso de calificación nunca le causó problemas, tenía buen ojo, mano firme y reflejos rápidos.

Como la mayoría de los agentes, nunca disparaba su arma salvo durante los ejercicios.

Los agentes del FBI eran investigadores. Su formación era alta y estaban bien pagados. No llevaban uniforme de combate. Era perfectamente normal que se pasaran sus veinticinco años en el FBI sin que nunca se vieran enzarzados en un tiroteo o ni siquiera en una pelea a puñetazos. Pero tenían que estar preparados para tal contingencia. Judy guardó el arma en el bolso que llevaría colgado del hombro. Vestía el ao dai, prenda tradicional vietnamita semejante a una blusa larga, con pequeño cuello alzado y cortes laterales. Se lo ponía siempre encima de los pantalones holgados Era la vestimenta de calle, informal, que solía llevar, no sólo por su comodidad, sino también porque sabía que le sentaba maravillosamente: la tela blanca permitía ver y resaltaba su pelo negro, cuya melena le llegaba a los hombros y el cutis color de miel. Y la blusa ajustada favorecía su figura menuda. Normalmente no iba vestida así a la oficina, pero ya era bastante tarde y, de todas formas, no importaba; había dimitido.

Salió. Su Chevrolet Monte Carlo estaba aparcado junto al bordillo. Era un coche del FBI y no lamentaría perderlo. Cuando fuese abogado defensor conseguiría algo más emocionante: un pequeño automóvil deportivo europeo, quizá, un Porsche o un MG.

El domicilio de su padre estaba en las cercanías de Richmond. No era una casa señorial, pero un policía honrado nunca se hace rico. Judy tomó la Geary Expressway hacia el centro urbano. Había quedado atrás la hora punta y el tránsito era fluido, así que llegó al Edificio Federal en pocos minutos. Aparcó en el garaje subterráneo y cogió el ascensor hasta la planta duodécima.

Ahora que iba a dejar el Bureau, la oficina adquiría para ella una familiaridad acogedora que la llenó de nostalgia. La alfombra gris, los cuartos ordenadamente numerados, los escritorios, archivos y computadoras, todo venía a indicar que se trataba de una organización poderosa, con infinidad de recursos, segura y aplicada. A aquella hora avanzada había pocas personas trabajando. Judy entró en la oficina de la brigada del Crimen Organizado Asiático. La sala estaba vacía. Encendió la luz, se sentó a su mesa y pulsó el botón de arranque de su ordenador.

Se le quedó en blanco el cerebro cuando se dispuso a redactar su historial.

No había mucho que decir acerca de su vida, antes de que ingresara en el FBI: sólo cursos escolares y académicos y dos tediosos años en el departamento jurídico de la Mutual American Insurance. Necesitaba presentar una relación clara de sus diez años en el Bureau, que mostrase cómo había triunfado y progresado. Pero en vez de un relato expuesto con orden y concierto, su memoria sólo producía series inconexas de escenas retrospectivas: el violador en serie que, en el banquillo de los acusados, le había dado las gracias por haberle encerrado en la cárcel, donde no podría seguir haciendo daño; una empresa denominada Inversiones de la Sagrada Biblia que había estafado sus ahorros a docenas de viudas de edad; aquella vez en que se encontró en una habitación a solas con un individuo que había secuestrado a dos niños pequeños y al que convenció para que le entregara el arma…

No era cuestión de mencionar a Brooks Fielding aquellas hazañas. Querían a Perry Mason, no a Wyatt Earp.

Decidió escribir primero la carta de dimisión oficial.

Puso la fecha y luego tecleó: «Al Agente Especial Comisionado en Funciones».

Escribió: «Estimado Brian: La presente tiene por objeto confirmar mi dimisión». Dolía.

Había entregado diez años de su vida al FBI. Otras mujeres se habían casado y tenido hijos, fundaron negocios propios, escribieron una novela o se embarcaron para dar la vuelta al mundo.

Ella se había entregado a la tarea de convertirse en un agente formidable. Y ahora lo arrojaba todo por la ventana. La idea hizo que las lágrimas afloraran a sus ojos. «¿Qué clase de idiota soy, sentada aquí sola en mi oficina llorándole a mi maldito ordenador?»

En aquel momento entró Simon Sparrow.

Era un hombre de músculos impresionantes, con bigote y pelo muy corto. Tenía un año o dos más que Judy. Igual que ella, iba vestido con sencillez: pantalones caqui y camisa deportiva de manga corta. Tenía un doctorado en lingüística y se había pasado cinco años en el Centro de Ciencias del Comportamiento de la Academia del FBI en Quantico (Virginia). Su especialidad era el análisis de amenazas.

Judy le caía bien a Simon y a Judy le caía bien Simon. Con los miembros masculinos de la oficina hablaba de los temas de que solían hablar los hombres, fútbol americano, armas y coches, pero cuando estaba a solas con Judy advertía y comentaba las prendas de vestir y las alhajas de la muchacha tal como lo haría una amiga.

Llevaba una carpeta en la mano.

—Tu amenaza de terremoto es fascinante —dijo, y le brillaron los ojos de entusiasmo.

Judy se sonó la nariz. Con toda seguridad había visto que Judy estaba trastornada, pero Simon Sparrow tenía suficiente delicadeza como para fingir que no se daba cuenta.

—Iba a dejar esto en tu mesa —continuó—, pero me alegro de haberte pillado aquí.

Evidentemente, se había quedado a trabajar hasta tarde para acabar su informe, y Judy no quiso echar un jarro de agua fría sobre su ilusión diciéndole que se iba.

—Toma asiento —indicó, mientras se calmaba.

—¡Enhorabuena por haber ganado hoy tu caso!

—Gracias.

—Debes de estar exultante.

—Sí, debería. Pero inmediatamente después tuve una agarrada con Brian Kincaid.

—Ah, ése. —Simon desdeñó al jefe con un aleteo de la mano—. Si le presentas excusas con cierta habilidad, tendrá que perdonarte. No puede permitirse el lujo de perderte, eres demasiado buena.

Un comentario inesperado. Normalmente, Simon se hubiera mostrado más compasivo que otra cosa. Casi daba la impresión de que estaba enterado del asunto con anterioridad. Pero si tenía noticia de la pelotera, sabría también que ella dimitió. En cuyo caso, ¿por qué le llevaba el informe? Intrigada, Judy dijo:

—Háblame de tu análisis de la amenaza.

—Durante un rato me ha despistado. —Le tendió una copia impresa del mensaje aparecido originalmente en el boletín electrónico de Internet—. Quantico también estuvo desorientado —añadió Simon.

Judy comprendió que habría consultado automáticamente al Centro de Ciencias del Comportamiento.

Judy ya había visto antes el mensaje: estaba en la carpeta que Matt Peters le había tendido aquel mismo día. Lo volvió a examinar.

1.° de Mayo

Al gobernador del estado

¡Hola!

Dice que le preocupa la contaminación y los problemas medioambientales, pero jamás ha hecho nunca nada sobre el particular; así que vamos a hacérselo nosotros.

La sociedad de consumo está envenenando el planeta porque son ustedes demasiado codiciosos, ¡y tienen que parar ya! Somos El martillo del Edén, la rama radical de la Campaña pro California Verde.

Le conminamos a que anuncie el bloqueo inmediato de la construcción de plantas de energía. Nada de nuevas centrales nucleares. Punto. ¡Porque si no…!

Porque si no ¿qué?, se preguntará.

Porque si no provocaremos un terremoto exactamente dentro de cuatro semanas a partir de hoy.

¡Está avisado! ¡Hablamos en serio!

El martillo del Edén

No decía gran cosa, pero Judy no ignoraba que Simon profundizaría en cada palabra y en cada coma hasta extraer su verdadero significado.

—¿Qué deduces de esto? —preguntó Simon. Judy reflexionó unos segundos.

—Veo un ingenuo estudiante con el pelo grasiento de brillantina, vestido con una camiseta de manga corta Guns n’Roses descolorida a fuerza de lavadas, que está sentado delante de su ordenador y no para de fantasear con la ilusión de que obligará al mundo a obedecerle y dejará de pasar olímpicamente de él, como siempre han hecho.

—Bueno, no te has equivocado de medio a medio, pero casi —dijo Simon, con una sonrisa—. Es un hombre de cuarenta y tantos años, escasa cultura y bajos ingresos.

Judy sacudió la cabeza, maravillada. Siempre la dejaban estupefacta las conclusiones que sacaba Simon de evidencias que ella ni siquiera vislumbraba.

—¿Cómo lo sabes?

—El vocabulario y la estructura fraseológica. Mira el saludo. Las personas pudientes no empiezan una carta con un «¡Hola!», ponen «Estimado señor». Y los licenciados universitarios suelen evitar las negaciones dobles como la implícita en esa repetición de adverbios de «jamás ha hecho nunca nada».

Judy asintió.

—De modo que estás buscando a Joe Proletario, obrero de cuarenta y cinco años. Eso suena bastante sencillo. ¿Qué es lo que ahora te desconcierta?

—Indicaciones contradictorias. Otros elementos del mensaje sugieren que se trata de una mujer joven, de clase media. No hay una sola falta de ortografía. En la primera frase figura un punto y coma, lo que indica cierta educación gramatical. Y la prodigalidad de signos de exclamación sugiere que ha intervenido una mujer… lo siento Judy, pero es así.

—¿Cómo sabes que es joven?

—Las personas de edad tienden a emplear mayúsculas en frases como «gobernador del estado» y a separar con un guión voces formadas por dos palabras como «medioambientales». Además, el empleo del ordenador y de Internet sugiere alguien joven e instruido.

Judy observó a Simon. ¿Trataba de despertar su interés para que cambiase de opinión y no dimitiera? Si tal era su intención, no le iba a funcionar. Una vez tomaba una decisión, Judy aborrecía cambiar de idea. Pero le fascinaba el misterio que Simon acababa de presentar.

—¿Estás a punto de decirme que este mensaje lo ha escrito alguien con doble personalidad?

—No. Más sencillo que todo eso. Lo escribieron dos personas: el hombre dictaba, la mujer tecleaba.

—¡Ingenioso!

Judy empezaba a ver la imagen de dos individualidades detrás de la amenaza. Como un perro que olfatea le pieza, estaba tensa, alerta, con la inminencia de la caza vibrándole ya en las venas.

«Venteo a esas personas, quiero saber dónde están, tengo la seguridad de que puedo atraparlas.»

«Pero he dimitido.»

—Me pregunto por qué el hombre dictaba —dijo Simon—. Sería lo más natural del mundo si se tratase de un alto ejecutivo con secretario, pero éste es una persona corriente.

Simon hablaba con naturalidad, como si expusiera una simple especulación, pero Judy sabía que sus intuiciones eran a menudo inspiradas.

—¿Alguna teoría?

—Me pregunto si no será analfabeto.

—Es posible que sea simplemente perezoso.

—Cierto. —Simon se encogió de hombros—. Tengo un presentimiento.

—Está bien —dijo Judy—. Tienes una linda muchacha universitaria que, vete a saber cómo, se ha dejado esclavizar por un chico del arroyo. La Pequeña Caperucita Roja Montada y el Gran Lobo Malo. Es probable que la chica esté en peligro, ¿pero lo está alguien más? La amenaza de un terremoto no parece real.

Simon sacudió la cabeza.

—Creo que tenemos que tomarla en serio. Judy no pudo reprimir la curiosidad.

—¿Por qué?

—Como sabes, analizamos las amenazas según su motivación, intención y selección de objetivo.

Judy asintió. Ésa era la cuestión básica.

—La motivación es emocional o funcional. En otras palabras, el autor de la amenaza, ¿la perpetra porque eso le hace sentirse a gusto o porque quiere conseguir algo?

Judy pensó que la respuesta era bastante evidente.

—A primera vista, la impresión es que esa gente tiene una meta específica. Quieren que el estado suspenda la construcción de centrales eléctricas.

—Exacto. Lo cual significa que en realidad no desean causar daño a nadie. Confían en lograr su propósito sin tener que cumplir la amenaza.

—En cambio, las de tipo emocional significarían la muerte de personas.

—Exacto. Lo siguiente, la motivación es política, criminal o fruto de un trastorno mental.

—Política en este caso, al menos en la superficie.

—Correcto. Las ideas políticas pueden ser un pretexto para un acto esencialmente loco, pero aquí no tengo esa sensación, ¿tú sí?

Judy comprendió a dónde quería ir a parar.

—Tratas de decirme que esas personas son racionales. ¡Pero la amenaza de provocar un terremoto es demente!

—Luego volveremos a eso, ¿vale? Por último, la selección de objetivo puede ser específica o aleatoria. El intento de matar al presidente es específico; volverse loco con una ametralladora en Disneylandia es aleatorio. Tomar en serio la amenaza de terremoto sólo por discutir, sería evidentemente matar a un montón de personas de manera indiscriminada, así que es aleatorio.

Judy se inclinó hacia delante.

—Está bien, tienes intención funcional, motivación política y objetivo aleatorio. ¿Qué te dice eso?

—El libro indica que o pretenden negociar o buscan publicidad. Opino que tratan de negociar. Si buscas en publicidad no habrían optado por enviar el mensaje a través de un oscuro boletín electrónico de Internet: habrían ido a la televisión o a los periódicos. Pero no han hecho tal cosa. De modo que creo que sencillamente querían comunicarse con el gobernador.

—Si creen que el gobernador lee sus mensajes son bastante ingenuos.

—De acuerdo. Esa gente manifiesta una extraña combinación de ignorancia y compleja aparatosidad. —Pero van en serio.

—Sí, y tengo otra razón para creerlo. Su exigencia —congelación de nuevas centrales de energía— no es la clase de pretexto que elegiría cualquiera. Demasiado realista. Si quisieras llamar la atención, recurrirías a algo más llamativo, como la prohibición del aire acondicionado en Beverly Hills.

—Entonces, ¿qué diablos son estas gentes?

—No lo sabemos. La pauta del terrorista típico suele ser la de la intensificación paso a paso. Empieza con llamadas telefónicas y cartas anónimas amenazadoras; luego escribe a los periódicos y a las cadenas de televisión; después empieza a rondar por los edificios gubernamentales, con sus fantasías a cuestas. Para cuando aparece por la Casa Blanca en visita especial de sábado por la noche, con una bolsa de la compra de plástico, ya tenemos en la computadora del FBI un montón de cosas sobre su obra. Pero con este grupo no pasa eso. He cotejado su huella lingüística con la de todas las amenazas terroristas archivadas en Quantico, pero no coincide con ninguna. Este grupo es nuevo.

—Así que no sabemos nada sobre ellos.

—Sabemos mucho. Viven en California, evidentemente.

—¿Cómo lo sabes?

—El mensaje va dirigido «Al gobernador del estado». Si residieran en otro estado, lo habrían remitido «Al gobernador de California».

—¿Qué más?

—Son estadounidenses, y no hay indicio alguno que señale a un determinado grupo étnico: su lenguaje no muestra rasgos característicamente negros, asiáticos o hispanos.

—Olvidas un detalle.

—¿Cuál?

—Están locos.

Simon denegó con la cabeza.

—¡Venga, Simon! —exclamó Judy—. Creen que pueden ocasionar un terremoto. ¡Tienen que estar chalados!

—No sé nada de sismología —insistió Simon, tenaz—, pero entiendo bastante de psicología y no me siento nada cómodo con la hipótesis de que estas personas no están en su sano juicio. Son cuerdos, hablan en serio y están concentrados en sus planes. Lo que significa que son peligrosos.

—No lo acepto.

Simon se levantó.

—Estoy hecho polvo. ¿Te apetece una cerveza?

—Esta noche, no, Simon… pero gracias. Y gracias también por el informe. Eres el mejor.

—Puedes apostar a que sí. Hasta luego.

Judy puso los pies encima del escritorio y se contempló los zapatos con aire pensativo. Ahora estaba segura de que Simon había pretendido persuadirla para que no dimitiese. Kincaid podía creer que se trataba de un caso de pacotilla, pero, a juzgar por lo que Simon había dicho, era muy posible que El martillo del Edén representase una amenaza auténtica, que fuera un grupo al que verdaderamente había que rastrear, localizar e inutilizar.

En cuyo caso, la carrera de Judy Maddox en el FBI no estaba necesariamente acabada. Podía convertir en sonado triunfo una misión que se le encomendaba como un insulto. Eso la haría parecer brillante, al mismo tiempo que ridiculizaría a Kincaid, presentándolo como un imbécil. La perspectiva era seductora.

Bajó una pierna y miró el monitor. Como llevaba un rato sin tocar las teclas, se había conectado automáticamente el protector de pantalla. Era una fotografía de Judy, a la edad de siete años, con huecos donde faltaban los dientes caídos y una pinza de plástico que evitaba que el pelo le cayera sobre la frente. Estaba sentada en las rodillas de su padre. Bo era todavía agente de patrulla y llevaba el uniforme de policía de San Francisco. Ella le había quitado la gorra y trataba de ponérsela en su propia cabeza. La foto la había tomado su madre.

Se imaginó a sí misma trabajando para Brooks Fielding, conduciendo un Porsche y entrando en los tribunales para defender a personas como los hermanos Foong.

Tocó la barra espaciadora y el protector de pantalla desapareció. En su lugar vio las palabras que había escrito antes: «Estimado Brian: La presente tiene por objeto confirmar mi dimisión». Sus manos revolotearon velozmente sobre el teclado. Al cabo de una larga pausa, dijo en voz alta:

—¡Qué diablos…!

Luego borró la frase y escribió: «Quisiera disculparme por mi desconsideración…».