Un hombre llamado Priest inclina sobre la frente el ala del sombrero vaquero y recorre con la mirada la polvorienta llanura del desierto de Texas del Sur.
Los achaparrados y espinosos arbustos de mezquite y artemisa extienden su tonalidad verde pálido en todas direcciones, hasta donde alcanza la vista. Frente a él, han abierto a través de la vegetación un camino de tres metros de anchura, de piso sembrado de surcos, baches y rodadas. Los operarios hispanos que llevan los mandos de las excavadoras que trazan brutalmente sus rectas líneas llaman senderos a aquellos caminos. A un lado, a intervalos exactos de cuarenta y cinco metros, una bandera indicadora de plástico rosa ondula en lo alto de un pequeño poste de alambre. Un camión avanza lentamente por el sendero.
Priest tenía que robar aquel camión.
Contaba once años de edad cuando robó su primer vehículo, un flamante Lincoln Continental 1961 color blanco nieve, aparcado, con las llaves en el salpicadero, delante del Roxy Theatre de Broadway Sur, en Los Ángeles. Por aquellas fechas, Priest atendía por el nombre de Ricky y apenas podía ver al frente por encima del volante. Estaba tan asustado que le faltó muy poco para orinarse pantalones abajo, pero recorrió diez manzanas de distancia y, pletórico de orgullo, entregó las llaves a Jimmy Riley Cara de Cerdo, quien le dio cinco pavos, llevó a su novia a dar un paseo y estrelló el coche en la Autopista de la Costa del Pacífico. Así fue como Ricky se convirtió en miembro de la banda de Cara de Cerdo.
Pero este camión no es un vehículo cualquiera.
Mientras Priest observaba, la potente maquinaria montada detrás de la cabina fue bajando lentamente hasta el suelo una maciza plancha de acero de cincuenta y cinco centímetros cuadrados de superficie. Hubo una pausa y a continuación se produjo un ruido sordo y grave. Alrededor del camión se levantó una nube de polvo cuando la plancha procedió a batir rítmicamente la tierra. Priest notó que el suelo se estremecía bajo sus pies.
Aquello era un vibrador sísmico, una máquina que remitía ondas de trepidación a través de la corteza terrestre. Priest no era hombre muy instruido; salvo en el arte de robar coches, su educación dejaba mucho que desear, pero sí era la persona más lista que había conocido y sabía muy bien cómo funcionaba el vibrador. Era algo muy parecido al radar y al sonar. Las ondas de trepidación se reflejaban en los elementos de la tierra —como la roca o el líquido— y después salían rebotadas de nuevo hacia la superficie, donde las captaban instrumentos de escucha llamados geófonos u orejones.
Priest trabajaba en el equipo de orejones. Habían plantado más de mil geófonos a intervalos medidos con precisión, en una cuadrícula de 2,58 kilómetros cuadrados. Cada vez que el vibrador soltaba una sacudida, los orejones recogían los reflejos, que un supervisor registraba a continuación en el remolque donde operaba, conocido por el nombre de la perrera. Todos los datos se introducían posteriormente en una supercomputadora situada en Houston, para trazar con ellos un mapa tridimensional de lo que había bajo la superficie de la tierra. El mapa se vendería después a una compañía petrolera.
Las vibraciones elevaron su tono y produjeron un ruido semejante al de los potentes motores de un transatlántico que cobrase velocidad; luego, el ruido se interrumpió bruscamente. Priest corrió por el sendero en dirección al camión; entornó los párpados frente a la polvareda. Abrió la puerta y trepó a la cabina. Al volante estaba un hombre robusto, de negra pelambrera y unos treinta años de edad.
—¡Hola, Mario! —saludó Priest, al tiempo que se acomodaba en el asiento contiguo al del conductor.
—¡Hola, Ricky!
Richard Granger era el nombre que figuraba en el permiso de conducir profesional (clase B) de Priest. El permiso era falso, pero el nombre era auténtico.
Llevaba un cartón de cajetillas de Marlboro, la marca de cigarrillos que fumaba Mario. Echó el cartón encima del salpicadero.
—Mira, te he traído algo.
—Eh, hombre, no tenías por qué comprarme cigarrillos.
—Siempre te estoy gorreando tabaco.
Tomó el paquete que estaba abierto encima del cuadro de mandos, lo sacudió para que asomara un cigarrillo y se puso éste entre los labios.
Mario sonrió.
—¿Por qué no compras para ti?
—Rayos, no. No puedo permitirme el lujo de fumar.
—Estás loco, tío —rio Mario.
Priest encendió el cigarrillo. Siempre había tenido la rara habilidad de llevarse bien con la gente, de caer simpático a los demás. En las calles donde se había criado, cualquier fulano te sacudía si no le entrabas por el ojo derecho, y Priest había sido un chico canijo con cierta gracia. Desarrolló en seguida una provechosa intuición respecto a lo que el prójimo deseaba de él —deferencia, afecto, sentido del humor, lo que fuera— y la costumbre de proporcionárselo al instante. En el yacimiento petrolífero, lo que mantenía unido al personal era el humor: normalmente burlón, a veces ingenioso, con frecuencia obsceno.
Aunque sólo llevaba allí quince días, Priest se había ganado la confianza de sus compañeros. Pero aún no sabía a ciencia cierta cómo iba a robar el vibrador sísmico. Y no le quedaba más remedio que hacerlo en el curso de las horas inmediatas, porque según los planes el camión se trasladaba al día siguiente a un nuevo emplazamiento, a mil ciento veinte kilómetros de distancia, cerca de Clovis, en Nuevo México.
El plan que tenía esbozado, más o menos nebulosamente, estribaba en pedirle a Mario que le llevase con él durante un trecho. El viaje duraría dos o tres días: el camión pesaba dieciocho toneladas y su velocidad media en carretera vendría a ser de unos sesenta y cinco kilómetros por hora. En algún punto del trayecto se las arreglaría para emborrachar a Mario, o algo por el estilo, y luego se largaría con el camión. Había albergado la esperanza de que se le ocurriría algún plan mejor, pero hasta entonces le había fallado la inspiración.
—Mi coche está en las últimas —dijo—. ¿Tendrías inconveniente en llevarme mañana hasta San Antonio?
Mario se mostró sorprendido.
—¿No vas a ir a Clovis?
—No. —Indicó el desolado paisaje del desierto con un movimiento circular de la mano—. Echa un vistazo a eso —dijo—. Es una preciosidad, hombre, marcharme de aquí nunca se me pasó por la cabeza.
Mario se encogió de hombros. En aquel ramo no era nada insólito tropezarse con transeúntes incapaces de quedarse quietos en un sitio.
—Desde luego, te llevaré un trecho. —Llevar pasajeros iba en contra de las normas de la empresa, pero los conductores lo hacían constantemente—. Nos encontraremos en el vertedero.
Priest asintió. El vertedero de basuras era una yerma hondonada, en las afueras de Liberty, el pueblo más cercano, llena de tocadiscos oxidados, televisores destrozados y colchones infestados de parásitos. Allí, nadie vería a Mario recogerle, a menos que algún par de mozalbetes hubieran ido a entretenerse matando serpientes con un rifle del 22.
—¿A qué hora?
—Pongamos a las seis.
—Llevaré café.
Priest necesitaba aquel camión. Su vida dependía de él. Le hormigueaban las palmas de las manos por el deseo de agarrar a Mario en aquel mismo instante, arrojarlo fuera del vehículo y emprender la marcha sin más. Pero no era una buena idea. En primer lugar, Mario era casi veinte años más joven que Priest y resultaba harto posible que no estuviera dispuesto a dejarse expulsar del camión tan fácilmente. Por otra parte, era imprescindible que tardasen unos días en descubrir el robo. Priest necesitaba trasladar el vehículo hasta California y esconderlo antes de que se alertara a los policías de la nación para que buscasen un vibrador sísmico robado.
La radio emitió un bip, indicando que el supervisor de la perrera había comprobado los datos de la última vibración sin percibir ningún problema. Mario levantó la plancha, metió la primera y el camión avanzó cuarenta y cinco metros, hasta detenerse con exactitud junto a la siguiente bandera indicadora rosa. Después volvió a bajar la plancha hasta el suelo y envió la señal de dispuesto.
Priest le observó atentamente, tal como hiciera antes varias veces, asegurándose de que recordaba el orden en que Mario accionaba las palancas y movía los interruptores. Si después se olvidaba de algo, no tendría a quién preguntar.
Aguardaron la siguiente señal de radio de la perrera, que iniciaría la siguiente vibración. Eso lo podía hacer el conductor del camión, pero, por regla general, los supervisores preferían llevar ellos el mando e iniciar el proceso por control remoto. Priest acabó el cigarrillo y arrojó la colilla por la ventana. Mario señaló con un movimiento de cabeza el coche de Priest, aparcado a unos cuatrocientos metros, en la carretera de doble carril.
—¿Ésa es tu mujer?
Priest miró hacia allí. Star se había apeado del sucio Honda Civic color azul claro y, apoyada en el capó, se abanicaba el rostro con un sombrero de paja.
—Sí —dijo.
—Deja que te enseñe una foto. —Mario se sacó del bolsillo de sus vaqueros una vieja cartera de cuero. Extrajo de ella un retrato y se lo tendió a Priest. Manifestó, orgulloso—: Ésta es Isabella.
Priest vio una bonita joven mexicana, de veintipocos años, con un vestido amarillo y una cinta del mismo color en el pelo. Llevaba un niño en la cadera y, de pie a su lado, había un chico de morena cabellera y aire tímido.
—¿Tus hijos?
Mario asintió.
—Ross y Betty.
Priest resistió el impulso de sonreír al oír los nombres ingleses. Ross y Betty.
—Unos chicos muy guapos. —Pensó en sus propios hijos y a punto estuvo de hablarle de ellos a Mario, pero se detuvo justo a tiempo—. ¿Dónde viven?
—En El Paso.
El germen de una idea brotó en la mente de Priest.
—¿Vas a verlos a menudo?
Mario denegó con la cabeza.
—No hago más que trabajar y trabajar, hombre. Estoy ahorrando para comprarles una casa. Una casa bonita, con una gran cocina y piscina en el jardín. Se lo merecen.
La idea floreció. Priest contuvo su agitación interna y mantuvo la voz en tono normal, de conversación intrascendente.
—Sí, una casa estupenda, para una familia estupenda, ¿no?
—Eso es lo que pienso.
La radio emitió otra vez su bip y el camión empezó a estremecerse. El ruido era como un tronar sordo, pero más regular. Se iniciaba con una nota de bajo profundo e iba elevándose de manera paulatina hacia el agudo. Se interrumpió al cabo de catorce segundos exactos.
En medio del silencio que sucedió, Priest chasqueó los dedos.
—Vaya, tengo una idea… No, quizá no.
—¿Qué?
—No sé si funcionaría.
—¿Qué es, hombre, qué es?
—Sólo pensaba, ¿sabes?, tu esposa es tan bonita y tus chicos tan majos que no me parece bien que no los veas con frecuencia.
—¿Ésa es tu idea?
—No. Mi idea es que yo podría conducir este camión a Nuevo México mientras tú vas a hacerles una visita, eso es todo. —Era importante no mostrarse demasiado deseoso, se dijo Priest—. Pero supongo que eso no saldría bien —añadió en tono de «claro que a quién le importa un rábano».
—No, hombre, eso no es posible.
—Probablemente no. Veamos, si salimos temprano por la mañana y vamos juntos hasta San Antonio, podría dejarte allí en el aeropuerto y seguramente al mediodía estarías en El Paso. Podrías jugar con los chicos, cenar con tu mujer, pasar la noche, coger un avión al día siguiente y yo te recogería en el aeropuerto de Lubbock… ¿A qué distancia está Lubbock de Clovis?
—A ciento cincuenta, quizá ciento sesenta kilómetros.
—Podríamos estar en Clovis esa noche o, lo más tarde, a la mañana siguiente, y de ninguna manera se enteraría nadie de que no estuviste al volante todo el camino.
—Pero tú quieres ir a San Antonio.
Mierda. Priest no había pensado el plan en conjunto; improvisaba.
—Eh, bueno, nunca he estado en Lubbock —dijo alegremente—. Allí es donde nació Buddy Holly.
—¿Quién diablos es Buddy Holly?
Priest canturreó:
—«Te quiero, Peggy Sue.» Buddy Holly murió antes de que tú nacieses, Mario. A mí me gustaba más que Elvis. Y no me preguntes quién era Elvis.
—¿Conducirías toda esa longaniza por mí?
Priest se preguntó con cierta inquietud si Mario recelaba o simplemente se sentía agradecido.
—Claro que sí —le aseguró Priest—. Siempre y cuando me dejes fumar tus Marlboros.
Mario sacudió la cabeza, maravillado.
—Eres un tipo de todos los diablos, Ricky. Pero no sé…
No recelaba, pues. Pero era aprensivo y lo más probable es que fuera contraproducente apremiarle para que tomase una decisión. Priest enmascaró su frustración exteriorizando indiferencia.
—Bueno, piénsalo —dijo.
—Si algo sale mal… No quiero perder mi empleo.
—Tienes razón. —Priest aquietó su impaciencia—. Te diré lo que vamos a hacer: hablaremos de ello más tarde. ¿Piensas ir al bar esta noche?
—Claro.
—¿Por qué no me dices entonces lo que hayas decidido?
—Vale, hecho.
La radio emitió otra señal indicadora de que todo estaba en orden y Mario tiró de la palanca que levantaba la plancha del suelo.
—Tengo que volver al equipo de orejones —dijo Priest—. Tenemos que enrollar unos cuantos kilómetros de cable antes de que caiga la noche—. Devolvió la foto familiar y abrió la portezuela—. Te lo garantizo, hombre, si yo tuviese una chica tan preciosa, no dejaría la maldita casa.
Sonrió, saltó al suelo y cerró de golpe la portezuela.
El camión continuó hasta la siguiente bandera de marca y Priest se alejó, con sus botas de vaquero levantando nubecillas de polvo.
Mientras avanzaba por el sendero hacia donde tenía aparcado el coche, vio a Star pasear de un lado a otro, impaciente y preocupada.
Había sido famosa una vez, fugazmente. En la cúspide de la era hippie vivía en el barrio de Haight— Ashbury de San Francisco. Por aquel entonces, Priest no la conocía —se pasó la última parte de los sesenta ganando su primer millón— pero había oído las historias. Star fue una belleza imponente, alta, de pelo moreno, formas generosas y figura de reloj de arena. Había grabado un disco, recitando poesía sobre un fondo de música psicodélica interpretada por una orquesta llamada Llueven Margaritas Frescas. El álbum tuvo un éxito relativo y Star fue una celebridad durante un tiempo.
Pero lo que realmente alcanzó la categoría de leyenda fue su insaciable promiscuidad sexual. Practicó el sexo con toda persona de la que se encaprichase momentáneamente: ardientes muchachos de doce años y sorprendidos maduros con los sesenta más que cumplidos, mozos que creían ser maricas y jovencitas que ignoraban que eran lesbianas, amigos a los que conocía desde mucho antes y desconocidos totales a los que encontraba en la calle.
Eso ocurrió largo tiempo atrás. Ahora se encontraba a unas cuantas semanas de su cincuenta cumpleaños y surcaban su cabellera numerosas hebras grises. Su figura continuaba siendo generosa, aunque ya no tenía figura de reloj de arena: pesaba ochenta y un kilos. Pero aún ejercía un extraordinario magnetismo sexual. Cuando entraba en un bar, los hombres se le quedaban mirando. Incluso en aquel momento, inquieta y acalorada, imprimía a sus andares un contoneo provocativamente erótico mientras iba y venía de una punta a otra del viejo automóvil barato, una invitación que lanzaba el movimiento de la carne por debajo del delgado vestido de algodón, y Priest experimentó el urgente deseo de tomarla allí mismo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Star cuando le tuvo al alcance del oído.
Priest siempre era optimista.
—Parece prometedor —dijo.
—Eso no me convence —repuso ella, escéptica. La experiencia le decía que era mejor no tomar las palabras de Priest en su valor facial.
Priest le contó la oferta que había hecho a Mario.
—Lo bonito del asunto es que Mario cargará con toda la culpa —añadió.
—¿Y eso?
—Piensa un poco. Llega a Lubbock, me busca, no estoy allí y tampoco está el camión. Lo primero que supone es que se la han jugado. ¿Qué hace? ¿Va a recorrer todo el camino hasta Clovis y contarle a la compañía que ha perdido el camión? No creo. En el mejor de los casos, le despedirán. En el peor, puede que lo acusen de haber robado el camión y lo metan en la cárcel. Apuesto a que no irá a Clovis. Volverá a coger el avión, regresará a El Paso, pondrá a su mujer y a los chicos en el coche y desaparecerá. En cuyo caso la policía tendrá la seguridad de que robó el camión. Y Ricky Granger ni siquiera alcanzará la categoría de sospechoso.
Star enarcó las cejas.
—Es un plan formidable, pero ¿morderá el anzuelo?
—Creo que sí.
Aumentó la ansiedad de la mujer. Golpeó con la mano plana el polvoriento techo del automóvil.
—¡Mierda, tenemos que hacernos con ese maldito camión!
Priest estaba tan preocupado como ella, pero lo ocultaba tras un aire de confianza absoluta.
—Lo tendremos. Si no es por este procedimiento, será por otro.
Star se puso el sombrero de paja y se apoyó de espaldas en el coche.
—Quisiera tener la certeza de ello.
Él le acarició la mejilla.
—¿Le apetece dar un paseo, señora?
—Sí, por favor. Lléveme a mi habitación del hotel, que tiene aire acondicionado.
—La carrera tiene un precio.
La mujer puso ojos como platos en gesto de fingida inocencia.
—¿Habré de hacer alguna cochinada, señor?
Priest hundió la mano por el escote.
—Sí.
—¡Ah, coño! —exclamó, sin perder un segundo en subirse las faldas del vestido y recogérselas en torno a la cintura.
No llevaba bragas.
Priest Sonrió y se desabrochó la bragueta de los vaqueros.
—¿Qué pensará Mario si nos ve? —preguntó Star.
—Tendrá envidia —respondió Priest, mientras la penetraba.
Eran casi de la misma estatura y se encajaban con una facilidad hija de la larga práctica.
Ella le besó en la boca.
Unos momentos después oyeron un vehículo que se acercaba por la carretera. Ambos levantaron la mirada, sin interrumpir lo que estaban haciendo. Era una camioneta, con tres peones en el asiento delantero. Los hombres vieron la fiesta que estaba en marcha y, al pasar, lanzaron gritos y vivas por las abiertas ventanillas.
Star los saludó agitando la mano.
—¡Hola, chicos!
Priest soltó una estentórea carcajada, en el momento en que se corría.
La crisis había entrado en su fase final y decisiva exactamente tres semanas antes.
Estaban sentados a la larga mesa de la cocina, tomando su comida del mediodía, un guiso de lentejas y verduras sazonado con especias, que acompañaban con pan recién salido del horno, cuando Paul Beale entró con un sobre en la mano.
Paul embotellaba el vino que elaboraba la comuna de Priest, pero hacía más que eso. Era su enlace con el exterior, los capacitaba para tratar con el mundo y a la vez los mantenía a distancia. Calvo y barbudo, vestido con cazadora de cuero, su amistad con Priest se remontaba a su época de rufianes de catorce años, borrachines de los barrios bajos de Los Ángeles, allá por la década de los sesenta. Priest supuso que Paul había recibido la carta aquella mañana y que se apresuró a subir de inmediato al coche y condujo hasta allí desde Napa. También supuso lo que decía la carta, pero aguardó a que Paul lo explicase.
—Es de la Oficina de Administración de Tierras —anunció Paul—. Dirigida a Stella Higgins. —Tendió la carta a Star y se sentó en el extremo de la mesa opuesto al que ocupaba Priest. Stella Higgins era el verdadero nombre de Star, el nombre bajo el que había arrendado aquel terreno al Departamento de Interior en el otoño de 1969.
Alrededor de la mesa, todos permanecieron en silencio. Hasta los chiquillos se callaron, percibiendo el miedo y desánimo que impregnaba la atmósfera.
Star rasgó el sobre y sacó de él una sola hoja. La leyó de un vistazo.
—El siete de junio —dijo.
—Dentro de cinco semanas y dos días, a partir de hoy —detalló Priest. Esa clase de cálculos le salía automáticamente.
Varias personas gimieron desesperadas. Una mujer llamada Song rompió a llorar quedamente. Uno de los hijos de Priest, Ringo, el de diez años, preguntó:
—¿Por qué, Star, por qué?
Priest captó la atención de Melanie, la recién llegada. Era una mujer alta y delgada, de veintiocho años, asombrosamente guapa: piel clara, larga cabellera de color paprika y cuerpo de modelo. Junto a ella estaba sentado su hijo Dusty, de cinco años.
—¿Qué…? —dijo Melanie con voz sobresaltada—. ¿De qué se trata?
Todo el mundo conocía lo que se avecinaba, pero era demasiado deprimente para comentarlo y nadie se lo había dicho a Melanie.
—Tenemos que abandonar el valle —dijo Priest—. Lo siento, Melanie.
Star leyó de la carta:
—«La parcela citada más arriba resultará peligrosa para la residencia humana a partir del 7 de junio. Por consiguiente el alquiler queda cancelado en dicha fecha, de acuerdo con la cláusula nueve, parte B, párrafo segundo, de su contrato de arrendamiento.»
Melanie se puso en pie. Su piel blanca se puso colorada y su bonito rostro se contrajo con súbita rabia.
—¡No! —chilló—. ¡No pueden hacerme esto…, acabo de encontraros! No me lo creo, es mentira. —Proyectó su furia sobre Paul—. ¡Embustero! —aulló—. ¡Embustero hijo de mala madre! Su hijo empezó a llorar.
—¡Eh, basta ya! —repuso Paul, indignado—. ¡Aquí no soy más que el maldito cartero!
Todos empezaron a gritar al mismo tiempo.
En dos zancadas, Priest se puso al lado de Melanie. La rodeó con el brazo y le habló sosegadamente al oído.
—Estás asustando a Dusty —dijo—. Siéntate, ya. Tienes perfecto derecho a cabrearte, todos nosotros estamos cabreados como fieras.
—Dime que no es verdad —pidió ella.
Priest la empujó suavemente hasta sentarla.
—Es verdad, Melanie —articuló—. Es verdad.
Cuando se hubieron calmado, Priest dijo:
—Venga, todo el mundo, vamos a fregar los cacharros y a volver al trabajo.
—¿Por qué? —dijo Dale. Era el vinicultor. No se trataba de uno de los fundadores, sino que acudió allí cuando se desilusionó con el mundo comercial. Después de Priest y Star, era la persona más importante del grupo—. No estaremos aquí para la vendimia —añadió—. Tenemos que irnos dentro de cinco semanas. ¿Por qué trabajar?
Priest clavó en él la mirada, la fijeza visual hipnótica que sólo dejaba de intimidar a los poseedores de la más poderosa fuerza de voluntad. Dejó que el silencio se enseñoreara de la habitación, para que todos pudieran oírle. Por último dijo:
—Porque a veces los milagros suceden.
Una ordenanza local prohibía en la ciudad de Shiloh (Texas) la venta de bebidas alcohólicas, pero al otro lado de la línea límite de la urbe había un bar llamado Bomba Volante, en el que se servía cerveza de barril barata, tocaba una banda de música country y las camareras vestían ceñidos jeans azules y calzaban botas vaqueras.
Priest entró solo. No quería que Star mostrase su cara y correr así el riesgo de que la recordasen posteriormente. No le hizo ninguna gracia que ella hubiese tenido que ir a Texas. Pero necesitaba que alguien le ayudase a llevar a casa el vibrador sísmico. Conducirían día y noche, turnándose al volante, recurriendo a las drogas para mantenerse despiertos. Querían estar en casa antes de que alguien echase de menos la máquina.
Lamentaba la indiscreción de aquella tarde. Mario había visto a Star desde una distancia de cuatrocientos metros y tres peones a bordo de una camioneta tuvieron ocasión de echarle una ojeada al paso; sólo fue un vistazo fugaz, pero Star destacaba lo suyo y probablemente aquellos hombres podrían dar una descripción, aunque fuera poco precisa, de la mujer blanca, alta, corpulenta, de larga cabellera morena…
Priest había cambiado de aspecto tras su llegada a Liberty. Se había dejado crecer la barba y el bigote, y su pelo largo lo mantenía sujeto mediante una trenza que ocultaba bajo la copa del sombrero.
No obstante, si todo salía según el plan, nadie pediría descripciones de él o de Star.
Cuando llegó al Bomba Volante, Mario ya estaba allí, sentado a una mesa con cinco o seis miembros de la cuadrilla de orejones y el jefe de la partida, Lenny Petersen, que controlaba el equipo de explotación sísmica.
Sin mostrar la menor prisa, Priest pidió una Lone Star de cuello largo y permaneció un rato de pie en el mostrador, bebiendo la cerveza a gollete y charlando con la camarera, antes de acercarse pausadamente a la mesa de Mario.
Lenny era un individuo calvo, de nariz roja. Había dado trabajo a Priest dos fines de semana atrás. Priest se pasó la velada en el bar, bebiendo moderadamente, haciéndose amigo del equipo, asimilando nociones de la jerga propia de la explotación sísmica y riéndole con sonoras carcajadas las gracias a Lenny. A la mañana siguiente encontró a Lenny en la oficina del yacimiento y le pidió trabajo.
—Te contrataré a prueba —dijo Lenny.
Era cuanto Priest necesitaba.
Trabajaba duro, aprendía rápido, sabía llevarse bien con el personal y en pocos días le aceptaron como miembro fijo del equipo.
Ahora, cuando tomó asiento, oyó a Lenny articular con su moroso acento de Texas:
—De modo, Ricky, que no vienes con nosotros a Clovis.
—Eso es —confirmó Priest—. El tiempo que hace aquí me gusta demasiado para animarme a marchar.
—Bueno, a mí sólo me gustaría decir, con absoluta sinceridad, que ha sido un verdadero privilegio y un soberano placer conocerte, incluso aunque haya durado tan poco tiempo.
Los demás sonrieron. Aquella clase de tomadura de pelo verbal era tópica. Miraron a Priest, a la espera de su respuesta. Priest adoptó expresión solemne y correspondió:
—Lenny, eres tan bondadoso y tan sumamente encantador con un servidor que no tengo más remedio que pedírtelo una vez más: ¿Quieres casarte conmigo?
Todos soltaron la carcajada. Mario palmeó a Priest en la espalda.
Lenny dio la impresión de sentirse algo turbado.
—Sabes que no puedo casarme contigo, Ricky —repuso—. Ya te dije la razón. —Hizo una pausa con vistas a crear efecto dramático y todos se inclinaron hacia delante para no perderse el chiste—. Soy lesbiana.
Las risas constituyeron un rugido. Priest aceptó la derrota con una sonrisa triste y pidió una ronda de cerveza para la mesa.
La conversación derivó hacia el béisbol. A la mayoría les gustaban los Houston Astros, pero Lenny era de Arlington y seguidor de los Texas Rangers. A Priest los deportes le tenían sin cuidado, así que se limitó a esperar, impaciente, y a formular de vez en cuando algún comentario neutral. Estaban de un talante expansivo. Habían concluido el trabajo a su debido tiempo, les pagaron bien y era noche de viernes. Priest fue sorbiendo su cerveza despacio. Nunca bebía más de la cuenta, detestaba perder el control. Observó a Mario, que bebía su cerveza. Cuando Tammy, su camarera, llevó otra ronda, Mario contempló con ojos anhelantes la turgencia de los pechos de la joven, bajo la camisa a cuadros. «Sigue deseándolo, Mario… Mañana por la noche podrías estar en la cama con tu esposa.» Una hora después, Mario fue a los servicios.
Priest le siguió. «Al diablo con la espera, es hora de decidirse.»
De pie junto a Mario, expuso:
—Creo que esta noche Tammy lleva ropa interior negra.
—¿Cómo lo sabes?
—He podido echarle un pequeño vistazo cuando se inclinó sobre la mesa. Me encanta ver un sostén de encaje.
Mario suspiró.
Priest continuó:
—¿Te gusta la mujer con ropa interior negra?
—Roja —manifestó Mario con decisión.
—Sí, el rojo también es bonito. Dicen que, cuando una mujer se pone ropa interior de color rojo, indica que realmente te desea.
—¿Eso es cierto? —Se había acelerado un poco la respiración de Mario, cuyo aliento olía a cerveza.
—Sí, lo he oído en alguna parte. —Priest lo dejó—. Mira, tengo que irme. Mi mujer me está esperando en el motel.
Con una sonrisa, Mario se secó el sudor del entrecejo.
—Os vi a los dos esta tarde, hombre.
Priest sacudió la cabeza con gesto de burlona disculpa.
—Es mi debilidad. No puedo decir que no a una cara bonita.
—Lo estabais haciendo, ¡allí, en la maldita carretera!
—Sí. Bueno, cuando te pasas una temporada sin ver a tu mujer, a ella le entran unas ganas frenéticas del asunto, ¿entiendes lo que quiero decir?
«¡Vamos, Mario, capta la jodida idea!»
—Sí, ya sé. Oye, respecto a mañana…
Priest contuvo la respiración.
—Ejem, si sigue en pie tu propuesta de ayer…
«¡Sí! ¡Sí!»
—Tiremos adelante.
Priest resistió la tentación de abrazarle.
Mario preguntó en tono cargado de ansiedad:
—Aún quieres hacerlo, ¿verdad?
—Desde luego. —Priest pasó un brazo por los hombros de Mario y ambos salieron de los aseos—. Eh, ¿para qué están los amigos? ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Gracias, hombre. —Había lágrimas en los ojos de Mario—. Eres un tío estupendo, Ricky.
Fregaron los cuencos de barro y las cucharas de madera en una gran tina de agua caliente y los secaron con un paño hecho con la tela de una camisa de trabajo vieja.
—En fin —le dijo Melanie a Priest—, ¡tendremos que volver a empezar en otro sitio! Conseguir un terreno, construir cabañas de madera, plantar viñas, hacer vino. ¿Por qué no? Eso es lo que llevas haciendo todos estos años.
—Así es —dijo Priest.
Colocó su cuenco en un estante y echó la cuchara en la caja de los cubiertos. Durante unos momentos volvió a ser joven, fuerte como un toro, con unas energías inagotables y con la convicción de que podía resolver cualquier problema que la vida le plantease. Recordaba los olores únicos de aquellos días: el de la madera recién aserrada; el del cuerpo joven de Star, sudoroso cuando excavaba la tierra; el característico del humo de su propia marihuana, que cultivaba en un claro del bosque; el dulzarrón de las uvas al prensarlas. Después regresó al presente y se sentó a la mesa.
—Todos estos años —repitió—. Arrendamos esta tierra al gobierno prácticamente por nada y luego se olvidaron de nosotros.
—En veintinueve años —señaló Star—, ni una sola vez nos subieron el alquiler.
—Deforestamos el bosque —prosiguió Priest— con el esfuerzo de treinta o cuarenta personas jóvenes que se mostraron dispuestas a trabajar gratis doce o catorce horas diarias en pro de un ideal.
—Todavía me duele la espalda cuando me acuerdo —sonrió Paul Beale.
—Nos proporcionó las cepas, de regalo, un viticultor del valle de Napa que deseaba animar a los jóvenes a hacer algo constructivo en vez de pasarse el día dándole a la droga.
—El viejo Raymond Delavalle —apuntó Paul—. Ya ha muerto, que Dios le bendiga.
—Y, lo que es más importante, no nos importaba y fuimos capaces de vivir durante cinco años en estado de pobreza, medio muertos de hambre, durmiendo en el suelo, con las suelas de los zapatos agujereadas, hasta que recogimos la primera cosecha en condiciones de poder venderse.
Star levantó a un niño que se arrastraba por el suelo, le limpió los mocos y dijo:
—Y no teníamos críos de los que preocuparnos.
—Exacto —confirmó Priest—. Si pudiéramos reproducir todas esas circunstancias, podríamos empezar de nuevo.
Melanie no se sentía satisfecha.
—¡Tiene que haber alguna solución!
—Pues, bien, la hay —dijo Priest—. Se le ha ocurrido a Paul. Paul asintió con la cabeza.
—Se puede crear una sociedad anónima, pedir a un banco un préstamo de un cuarto de millón de dólares, contratar mano de obra y convertirnos en otro grupo de voraces capitalistas a la búsqueda de márgenes de beneficio.
—Y eso —dijo Priest—, sería exactamente lo mismo que darnos por vencidos.
Aún estaba oscuro cuando Priest y Star se levantaron en Liberty el sábado por la mañana. Priest compró café en el restaurante barato contiguo al motel. A su vuelta, Star estudiaba un mapa de carreteras a la luz de la lámpara de lectura.
—Deberías dejar a Mario en el Aeropuerto Internacional de San Antonio entre las nueve y media y las diez de la mañana —dijo la mujer—. Luego sales de la ciudad y tomas la Interestatal 10.
Priest no miró el atlas. Los mapas le desorientaban. Buscaría la Interestatal 10 guiándose por las señales de tráfico.
—¿Dónde nos encontraremos?
Star hizo los cálculos.
—Debería ir una hora por delante de ti. —Apoyó el índice en un punto de la página—. En la Interestatal 10, aquí, hay un lugar llamado Leon Springs, a unos veinticinco kilómetros del aeropuerto. Aparcaré en un sitio desde donde esté segura de que ves el coche.
—Parece potable.
Estaban tensos y nerviosos. Robar el camión de Mario no era más que el primer paso del plan, pero era fundamental, todo lo demás dependía de eso.
A Star le preocupaban los detalles prácticos.
—¿Qué vamos a hacer con el Honda?
Priest había comprado aquel coche por mil dólares tres semanas atrás.
—Venderlo va a resultar difícil. Si vemos un establecimiento de compraventa de coches usados, a lo mejor sacamos quinientos por él. Si no, ya encontraremos a lo largo de la Interestatal 10 alguna arboleda densa donde abandonarlo.
—¿Podemos permitírnoslo?
—El dinero te hace pobre.
Priest citó una de las Cinco Paradojas de Baghram, el gurú cuyo pensamiento regía sus vidas.
Priest conocía hasta el último céntimo el dinero con el que contaban, pero mantenía en la ignorancia a todos los demás. La mayor parte de los miembros de la comuna no sabían siquiera que hubiese una cuenta bancaria. Y nadie tenía idea tampoco del efectivo de emergencia de Priest: diez mil dólares en billetes de a veinte, pegados con cinta adhesiva en la parte interior de la vieja y maltratada guitarra acústica que colgaba de un clavo en la pared de la cabaña.
Star se encogió de hombros.
—En veinticinco años, jamás me he preocupado. No voy a empezar ahora.
Se quitó las gafas de leer.
—Estás muy mona con las gafas —le sonrió Priest.
Star le dirigió una mirada de soslayo y le formuló una pregunta sorpresa:
—¿Tienes intención de encontrarte con Melanie?
Priest y Melanie eran amantes.
Él tomó la mano de Star.
—Claro —confesó.
—Me gusta verte con ella. Melanie te hace feliz.
Por el cerebro de Priest centelleó un recuerdo. Melanie estaba tumbada boca abajo, cruzada sobre la cama, dormida, con el sol matinal irrumpiendo oblicuo en la cabaña. Él tomaba café, sentado, regalándose la vista con la contemplación de la blancura de la piel de la muchacha, de la curva de su espalda perfecta, del espectáculo que ofrecía la enmarañada madeja de su larga cabellera pelirroja. En cuestión de segundos, Melanie percibiría el aroma del café, se daría media vuelta, abriría los ojos y entonces él se metería de nuevo en la cama y le haría el amor. Pero de momento se conformaba con deleitarse de antemano, imaginando cómo la acariciaría y la pondría boca arriba, saboreando aquel instante delicioso como se paladea una copa de buen vino.
La imagen se desvaneció y encontró frente a sus ojos el rostro de cuarenta y nueve años de Star, en un motel barato de Texas.
—No te sentirás infeliz a causa de Melanie, ¿verdad? —preguntó Priest.
—El matrimonio es la mayor infidelidad —respondió Star, citando otra de las Paradojas.
Priest asintió. Fidelidad era algo que nunca se exigieron el uno al otro. En los primeros días fue Star quien desdeñó la idea de comprometerse con un amante. Luego, cuando alcanzó los treinta y empezó a calmarse, Priest había puesto a prueba la tolerancia de Star pavoneándose y pasándole por delante de los ojos una serie de muchachas. Pero durante los últimos años, aunque ambos creían en el principio del amor libre, ninguno de ellos se había aprovechado de ello.
De forma que Melanie representó para Star algo así como una conmoción. Pero todo estaba bien. De cualquier modo, sus relaciones estaban demasiado asentadas. A Priest no le seducía que alguien pudiera suponer que era capaz de predecir lo que él iba a hacer. Amaba a Star, pero la mal disimulada inquietud que veía en las pupilas de la mujer le proporcionaba una agradable sensación de dominio.
Star jugueteó con el vaso de plástico que contenía su café.
—Me pregunto qué opinará Flower de todo esto.
Flower era su hija; tenía trece años y era la chica de mayor edad de la comuna.
—No se ha criado en una familia nuclear —dijo Priest—. No hemos hecho de ella una esclava de las convenciones burguesas. Ése es el sentido de una comuna.
—Sí —convino Star, pero eso no bastaba—. Es sólo que no quiero que te pierda, ni más ni menos.
Priest le acarició la mano.
—Eso no sucederá.
—Gracias.
Star le dio un apretón en los dedos.
—Tenemos que irnos —dijo Priest, y se puso en pie.
Sus escasas pertenencias iban en tres bolsas de plástico de comestibles. Priest las cogió, las sacó fuera y las llevó al Honda. Star le siguió.
Habían pagado la cuenta la noche anterior. La oficina estaba cerrada y nadie les observó mientras Star se ponía al volante y se alejaban bajo la grisácea claridad del amanecer.
Shiloh era una localidad con dos calles y un semáforo en el punto donde esas dos calles se cruzaban. No eran muchos los vehículos que circulaban a aquella hora, sobre todo en sábado por la mañana. Star pasó el semáforo y salió de la ciudad. Llegaron al vertedero unos minutos antes de las seis.
No había ninguna señal junto a la carretera, ninguna valla ni portillo, sólo el rastro que habían dejado los neumáticos de los camiones al aplastar las plantas de artemisa. Star siguió aquel camino por encima de una ligera elevación. El vertedero estaba en una depresión del terreno, oculto a la carretera. Se detuvo junto a un montón de basura que ardía sin llama. Ni el menor rastro de Mario ni de su vibrador sísmico.
Priest adivinaba que Star aún se sentía inquieta. Pensó, preocupado, que no había conseguido tranquilizarla. Y aquel día, precisamente aquel día, distraerse era algo que Star no podía permitirse. Necesitaba estar alerta, despiertos los cinco sentidos, por si algo se torcía.
—Flower no va a perderme —dijo Priest.
—Eso es bueno —replicó Star, cauta.
—Vamos a seguir juntos, los tres. ¿Sabes por qué?
—Dímelo tú.
—Porque nos queremos.
Comprobó que el alivio diluía la tensión del semblante de Star. Contuvo las lágrimas.
—Gracias —dijo.
Priest se tranquilizó. Había dado a Star lo que necesitaba.
Ahora se sentiría bien. La besó.
—Mario llegará de un momento a otro. Ponte ya en movimiento. Adelántate unos kilómetros.
—¿No quieres que aguarde aquí hasta que se presente?
—No debe echarte una mirada de cerca. No sabemos lo que nos reserva el futuro y no quiero que pueda identificarte.
—Vale.
Priest se apeó del coche.
—Eh —advirtió Star—, no te olvides del café de Mario. Le tendió la bolsa de papel.
—Gracias.
Priest tomó la bolsa y cerró la portezuela del coche.
Star dio media vuelta, trazando un amplio círculo, y se alejó a gran velocidad. Las ruedas levantaron una nube de polvo del desierto de Texas.
Priest miró en torno. Le pareció asombroso que una población tan pequeña pudiera producir tal cantidad de desechos. Vio bicicletas retorcidas y cochecitos de niño de aspecto bastante nuevo, sofás llenos de manchas, frigoríficos de modelo antiguo y por lo menos diez carritos de supermercado. Aquello era un páramo dedicado a envases y paquetes: cajas de cartón para aparatos estereofónicos, piezas de poliéster protector que parecían esculturas abstractas, bolsas de papel y de polietileno, envoltorios de papel de plata y un montón de envases de plástico que contuvieron sustancias que Priest jamás había utilizado: productos para el aclarado, hidratantes, acondicionadores, suavizantes, toner para fax. Vio un castillo de cuento de hadas fabricado a base de plástico rosa, a todas luces un juguete infantil, y le maravilló la despilfarradora extravagancia de tan primorosa construcción.
En el valle del Silver River nunca hubo desperdicios así. No usaban coches para niños ni frigoríficos y en muy raras ocasiones compraban algo que se presentara envasado. Los niños empleaban la imaginación para construirse un castillo de cuento de hadas con materiales que sacaban de un árbol, de una cuba o de una pila de maderos.
Un sol rojizo y nebuloso se elevó por encima de la loma y creó con el cuerpo de Priest una sombra alargada que fue a proyectarse sobre el herrumbroso armazón de una cama. Eso trajo a su memoria la salida del sol sobre las blancas cumbres de Sierra Nevada y un agudo ramalazo de nostalgia puso en su espíritu el lacerante anhelo del aire fresco y puro de las montañas.
«Pronto, pronto.»
Relució algo a sus pies. Un brillante objeto metálico medio enterrado en el suelo. Con la puntera de la bota arrancó ociosamente la tierra seca y se agachó para recogerlo. Era una pesada llave inglesa Stillson. Parecía nueva. Priest pensó que a Mario podía serle útil: tenía el tamaño adecuado para aplicarse a la maquinaria a gran escala del vibrador sísmico. Claro que, lógicamente, el camión iría equipado con un juego completo de herramientas, incluidas las llaves que encajasen en todas las tuercas que se emplearan en su construcción. Mario no necesitaría ninguna llave inglesa desechada. Vivían en la sociedad del despilfarro.
Priest dejó caer la llave.
Oyó acercarse un vehículo, pero no sonaba como si fuese un camión grande. Alzó la cabeza. Al cabo de un momento, una camioneta de color castaño franqueaba el altozano y descendía, rebotando y traqueteando, por el firme irregular de la carretera. Era una Dodge Ram, con el parabrisas resquebrajado: el vehículo de Mario. Priest sufrió una punzada de intranquilidad. ¿Qué significaba aquello? Se suponía que Mario iba a presentarse con el vibrador sísmico. Su vehículo particular lo conduciría hacia el norte uno de sus compadres, a menos que hubiera decidido venderlo allí y comprar otro en Clovis. Algo iba mal.
—Mierda —dijo—. Mierda.
Reprimió su rabia y frustración mientras Mario frenaba y se apeaba de la camioneta.
—Te he traído café —dijo Priest, al tiempo que le alargaba la bolsa de papel—. ¿Qué ocurre?
Mario no abrió la bolsa. Sacudió la cabeza tristemente.
—No puedo hacerlo, tío.
«Mierda.»
—Agradezco de veras lo que te brindas a hacer por mí —prosiguió Mario—, pero tengo que decir que no.
«¿Qué demonios pasa aquí?»
Priest rechinó los dientes y se las arregló para que su voz denotara indiferencia.
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea, compañero?
—Anoche, después de que te fueses del bar, Lenny me soltó un rollo de aquí te espero, tío, acerca de lo mucho que cuesta el camión, de que no hay que llevar pasajeros, ni coger autostopistas…
También me dijo lo mucho que confía en mí y todo eso.
«Me imagino a Lenny, ese borrachín sensiblero cara de mierda, metiéndote la paliza… Seguro que te ha puesto al borde de las lágrimas, Mario, soplagaitas hijo de perra.»
—Ya sabes lo que son las cosas, Ricky. Éste es un empleo que me viene de perlas… se trabaja muy duro y durante muchas horas, pero te pagan bastante bien. No quiero perder este trabajo.
—Eh, no hay problema —dijo Priest, con forzada ligereza—. Con tal de que me lleves a San Antonio. «Ya se me ocurrirá algo durante el trayecto.» Mario denegó con la cabeza.
—Será mejor que no lo haga, después de lo que Lenny ha dicho. No voy a llevar a nadie a ninguna parte en ese camión. Por eso he venido aquí en mi propio coche, para poder llevarte de vuelta a la ciudad.
«¿Y qué se supone que voy a hacer ahora? ¡Por los clavos de Cristo!»
—Entonces, ejem, ¿qué dices? ¿Vienes? «¿Y luego qué?»
Priest había construido un castillo de humo y ahora lo veía rielar y disiparse al soplo de la leve brisa de la conciencia culpable de Mario. Se había pasado quince días en aquel desierto abrasador y polvoriento, llevando a cabo un trabajo estúpido e inútil, y había despilfarrado cientos de dólares en billetes de avión, cuentas de hotel y asquerosas comidas rápidas.
No disponía de tiempo para repetir la operación. La fecha tope estaba sólo a dos semanas y un día. Mario frunció el entrecejo.
—Venga, hombre, vámonos.
—No voy a abandonar este lugar —le había dicho Star a Priest el día en que llegó la carta. Estaba sentada junto a él sobre la alfombra de agujas de pino, al borde de la viña, durante el descanso de media tarde. Bebían agua fresca y comían uvas de los grandes racimos que habían crecido aquel año—. Éste no es un simple viñedo, esto no es sólo un valle, esto no es sólo una comuna, esto es toda mi vida. Llegamos aquí, hace tantos años, porque creíamos que la sociedad que crearon nuestros padres se había adulterado, corrompido y emponzoñado. ¡Y teníamos razón, por el amor de Dios! —Su rostro enrojeció al dejar que aflorase la pasión y Priest pensó que seguía siendo preciosa—. No tienes más que mirar el mundo exterior. —Star levantó la voz—. Violencia, indignidad, contaminación, presidentes que mienten y quebrantan la ley, disturbios, crimen y pobreza. Mientras tanto, hemos vivido aquí en paz y armonía, año tras año, sin dinero, sin rivalidades sexuales, sin normas conformistas. Dijimos que lo único que se necesita es amor y nos llamaron ingenuos, pero teníamos razón y eran ellos los que estaban equivocados. Sabemos que hemos dado con el estilo de vida…, lo hemos demostrado. —Su voz se había tornado muy precisa, lo que traicionaba sus orígenes de ancestral casa bien. Su padre procedía de una familia adinerada, pero decidió pasar toda su vida ejerciendo la medicina en un barrio pobre. Star había heredado su idealismo—. Haré cuanto esté en mi mano para salvar nuestra casa y nuestro modo de vivir —continuó—. Moriré por ello, si es preciso para que nuestros hijos puedan continuar viviendo aquí. —Su voz era ya tranquila, pero vocalizaba las palabras con claridad y hablaba con implacable determinación. Añadió—: Mataré por ello. ¿Me entiendes, Priest? ¡Haré cualquier cosa, lo que sea!
—¿Me has oído? —preguntó Mario—. ¿Quieres que te lleve a la ciudad o no?
—Claro —dijo Priest.
«Claro que sí, rajado malnacido, gallina cobarde, maldita escoria de la tierra, quiero que me lleves.» Mario dio media vuelta.
Los ojos de Priest cayeron sobre la llave inglesa Stillson que había soltado pocos minutos antes.
Un nuevo plan se desplegó en su cerebro, completamente formado ya.
Cuando Mario hubo dado tres pasos en dirección a su vehículo, Priest se agachó y recogió la llave inglesa.
Tendría unos cuarenta y cinco centímetros de longitud y pesaría dos kilos o dos kilos y cuarto. La mayor parte de su peso se concentraba en la cabeza con sus mandíbulas ajustables para cerrarse sobre tornillos y tuercas hexagonales. Era de acero.
Su mirada pasó por encima de Mario, a lo largo del camino que conducía a la carretera. Nadie a la vista.
Ningún testigo.
Priest dio el primer paso hacia delante justo en el momento en que la mano de Mario se disponía a abrir la portezuela de la camioneta.
Y un súbito y desconcertante fogonazo se produjo en la mente de Priest: la fotografía de una guapa mexicana con un vestido amarillo, un niño en brazos y otro a su lado. Y durante una décima de segundo su resolución vaciló mientras caía sobre su ánimo el peso aplastante del dolor que iba a llevar a sus vidas.
Luego tuvo una visión aún peor: un estanque de agua negra que ascendía despacio para anegar un viñedo y ahogar a los hombres, mujeres y niños que cuidaban las cepas.
Corrió hacia Mario, con la llave inglesa enarbolada por encima de la cabeza.
Mario abría la portezuela del vehículo. Debió de captar algo por el rabillo del ojo, porque cuando Priest casi se le echaba encima, lanzó repentinamente un rugido asustado y abrió del todo la portezuela, que le sirvió de parcial escudo protector.
Priest dio un empujón a la portezuela, que volvió violentamente hacia Mario. Era una portezuela amplia y pesada: golpeó de lado a Mario. Ambos hombres trastabillaron. Mario perdió pie y cayó de rodillas, con la cara hacia la camioneta. Su gorra de béisbol de los Houston Astros fue a parar al suelo. Priest cayó hacia atrás, quedó sentado sobre el suelo pedregoso y la llave inglesa se le escapó de la mano. Aterrizó en un recipiente de plástico de Coke, de dos litros, contra el que rebotó y salió despedida cosa de un metro.
—Estás loco… —jadeó Mario.
Se incorporó apoyado en una rodilla y alargó la mano en busca de algo a que agarrarse para levantar su pesado cuerpo. La mano izquierda se cerró en torno al marco de la portezuela. Al tiempo que Mario se ponía en pie, Priest —aún con las posaderas en el suelo— estiró la pierna y con el talón asestó una fuerte patada a la portezuela. Pilló violentamente los dedos de Mario y salió despedida de nuevo hacia atrás. Mario emitió un grito de dolor, cayó sobre una rodilla y se desplomó contra el costado de la camioneta.
Priest se levantó de un salto.
La llave inglesa despedía destellos de plata bajo el sol de la mañana. La recogió. Miró a Mario y su corazón se llenó de furia y odio hacia el hombre que había destrozado su plan y puesto en peligro su modo de vida. Se acercó a Mario y levantó la herramienta.
Mario estaba medio vuelto hacia él. La expresión de su joven rostro manifestaba una perplejidad infinita, como si no entendiera lo que ocurría. Abrió la boca y, mientras Priest impulsaba hacia abajo la llave inglesa, articuló en tono interrogativo:
—¿Ricky…?
La pesada cabeza de la llave produjo un desagradable chasquido sordo al quebrar la cabeza de Mario. Su pelo oscuro era espeso y lustroso, pero en él no se apreció ninguna diferencia. Rasgado el cuero cabelludo, el cráneo se partió y la llave inglesa se hundió en la suave masa encefálica de debajo.
Pero Mario no murió. Priest empezó a asustarse.
Mario tenía los ojos abiertos y enfocados sobre él. La expresión desconcertada, defraudada, apenas se alteró. Parecía que estaba intentando acabar la frase que había empezado. Alzó una mano como si quisiera llamar la atención de alguien.
Priest retrocedió un paso, asustado.
—¡No! —exclamó.
—Hombre… —dijo Mario.
El pánico se apoderó de Priest. Volvió a levantar la llave inglesa.
—¡Muere, cabrón! —gritó, a la vez que golpeaba a Mario de nuevo.
En esa ocasión, la llave se hundió más. Retirarla fue como sacar algo hundido en barro blando. Priest sintió una oleada de náuseas al ver la materia gris manchando las mandíbulas ajustables de la herramienta. Se le revolvió el estómago, tragó saliva con esfuerzo y se sintió mareado.
Mario cayó lentamente hacia atrás y acabó desplomado, inmóvil, contra la rueda trasera. Sus brazos colgaron inertes y las mandíbulas permanecieron entreabiertas, pero seguía con vida. Con los ojos clavados en los de Priest. La sangre le brotaba de la cabeza, le descendía por la cara y luego entraba por el cuello desabrochado de su camisa a cuadros. Su mirada aterró a Priest.
—¡Muérete! —suplicó Priest—. ¡Por el amor de Dios, Mario, haz el favor de morirte!
No sucedió nada.
Priest se retiró, andando de espaldas. Los ojos de Mario parecían implorarle que rematase el trabajo, pero Priest no podía darle otro golpe. No había lógica alguna en esa abstención; simplemente no podía levantar la llave inglesa.
Y entonces Mario se movió. Abrió la boca, su cuerpo se puso rígido y el estallido de un grito ahogado brotó de su garganta. Eso hizo perder los nervios a Priest. También él chilló; después corrió hasta Mario y le golpeó una y otra vez, en el mismo punto, casi sin distinguir a su víctima a través del celaje de terror que enturbiaba su vista.
Se interrumpieron los gritos y pasó el arrebato. Priest retrocedió y dejó caer la llave en el suelo.
El cadáver de Mario descendió lentamente, de costado, hasta que el amasijo de lo que había sido su cabeza llegó al suelo. La grisácea masa encefálica rezumó sobre el reseco piso.
Priest cayó de rodillas y cerró los ojos.
—¡Dios todopoderoso, perdóname! —murmuró.
Siguió arrodillado allí, tembloroso. Temía que, si levantaba los párpados, acaso viera el alma de Mario remontarse en el aire.
Para aquietar su mente recitó el mantra:
—Ley, tor, purdoykor…
No quería decir nada: precisamente por eso, concentrarse intensamente en él producía un efecto tranquilizador. Su ritmo era el de los pareados de una canción de parvulario que Priest recordaba de la infancia:
Uno, dos, tres, cuatro, cinco
Una vez pesqué un pez vivo
Seis, siete, ocho, nueve, diez
Y luego fui y lo solté otra vez.
Cuando lo entonaba para sus adentros, a menudo pasaba del mantra a la canción. También funcionaba.
Mientras las sílabas familiares le iban serenando, pensaba en el proceso de respiración: el aire entraba por las ventanas de la nariz, a través de los conductos nasales alcanzaba la parte posterior de la boca, pasaba luego por la garganta, descendía al pecho y penetraba por último en las más remotas ramificaciones pulmonares, para después repetir todo el trayecto en sentido inverso: pulmones, garganta, boca, nariz, ventanas de la nariz y de nuevo al aire libre. Cuando se concentraba plenamente en el ciclo de la respiración, ninguna otra cosa le llegaba al cerebro: ni visiones, ni pesadillas, ni recuerdos.
Al cabo de unos minutos, se puso en pie, frío el corazón, instalada en el semblante una expresión decidida. Se había purificado, purgado de emociones: no experimentaba ningún remordimiento ni compasión. El asesinato pertenecía al pasado y Mario no era más que un pedazo de basura que había que tirar.
Recogió su sombrero de vaquero, le sacudió el polvo y se lo colocó en la cabeza.
Encontró la caja de herramientas de la camioneta detrás del asiento del conductor. Sacó un destornillador y lo empleó para retirar las placas de la matrícula, la delantera y la posterior. Se adentró en el vertedero y las enterró debajo de una masa de basura que ardía sin llama. Luego volvió a dejar el destornillador en la caja de herramientas.
Se inclinó sobre el cadáver. Con la mano derecha a guisa de gancho cogió el cinturón del pantalón vaquero de Mario. La mano izquierda agarró la camisa a cuadros. Levantó del suelo el cadáver. Se le escapó un gruñido cuando el esfuerzo le provocó un tirón en la espalda: Mario pesaba lo suyo.
La portezuela de la camioneta continuaba abierta. Priest balanceó en el aire el cuerpo de Mario un par de veces, atrás y adelante, creando la adecuada cadencia, y luego con un fuerte impulso lo arrojó al interior de la cabina. Quedó estirado sobre el asiento corrido, con los pies asomando por el hueco de la puerta y la cabeza colgando por el borde lateral de la parte del pasajero. La sangre goteaba de la cabeza.
Priest lanzó la llave inglesa detrás del cadáver.
Quería extraer gasolina del depósito de la camioneta. Y para hacerlo por el sistema de sifón necesitaba un tubo largo y estrecho.
Levantó el capó, localizó el sistema conductor del líquido del limpiaparabrisas y rasgó el tubo de plástico flexible por el que se trasladaba ese líquido desde el depósito hasta la boquilla del limpiaparabrisas. Cogió la botella de dos litros de Coke que había visto antes, dio un rodeo en torno a la camioneta y desenroscó la tapadera del depósito de gasolina. Introdujo la cánula de plástico flexible en el depósito, chupó hasta notar el sabor de la gasolina y entonces insertó el extremo del tubo en la botella de Coke. Se fue llenando de gasolina poco a poco.
La gasolina continuó derramándose por el suelo mientras Priest regresaba a la puerta de la camioneta y vaciaba la botella de Coke sobre el cuerpo sin vida de Mario.
Oyó el ruido de un coche.
Priest contempló el cadáver empapado de gasolina, tendido en la cabina de la camioneta. Si se presentaba alguien en aquel preciso instante, nada podría alegar ni hacer para encubrir su culpabilidad.
Le abandonó su calma rígida. Empezó a estremecerse, la botella de plástico se le escapó de entre los dedos y se agachó en el suelo como un chiquillo asustado. Estremecido, miró hacia el camino que enlazaba con la carretera. ¿Sería algún hijo de vecino madrugador que iba a desprenderse de un lavavajillas que se había quedado anticuado, la casa de muñecas de plástico a la que no hacía caso su hija, crecidita ya, o los trajes pasados de moda de un abuelo difunto? El ruido del motor fue aumentando de volumen a medida que el coche se acercaba, y Priest cerró los ojos.
—Ley, tor, purdoykor…
El ruido empezó a desvanecerse. El vehículo había pasado de largo por la entrada y se perdía carretera adelante. No era más que tránsito.
Se sintió estúpido. Se levantó, recuperó el dominio de sí.
—Ley, tor, purdoykor…
Pero el susto le metió la prisa en el cuerpo.
Llenó otra vez la botella de Coke y derramó la gasolina sobre el asiento de plástico y todo el interior de la cabina. Utilizó el resto del combustible para formar un reguero por el piso hasta la parte de atrás de la camioneta y por último volcó lo que quedaba junto a la tapa del depósito. Arrojó la botella dentro de la cabina y retrocedió.
Vio en el suelo la gorra de los Houston Astros de Mario. La recogió y la tiró también dentro de la cabina, junto al cadáver. Se sacó del bolsillo de los vaqueros una carterita de cerillas, frotó una, la utilizó para encender las demás y luego arrojó la carterita en llamas a la cabina de la camioneta. Se retiró de allí rápidamente.
Se produjo el fiusss de una llamarada, se formó una nube de humo y en cuestión de un segundo el interior de la cabina quedó convertido en un horno. Un instante después las llamas serpentearon por el suelo hacia el punto donde el tubo seguía vaciando gasolina del depósito. Hubo otra explosión, el depósito reventó y la camioneta se bamboleó sobre sus ruedas. Se incendiaron los neumáticos traseros y destellaron las llamas sobre el chasis engrasado.
Impregnó el aire un olor nauseabundo, casi como el de carne achicharrada. Priest soltó un taco y se mantuvo a prudente distancia.
Al cabo de unos segundos, el resplandor perdió intensidad. Los neumáticos, los asientos y el cuerpo de Mario continuaron incinerándose lentamente.
Priest esperó un par de minutos, sin hacer otra cosa que contemplar las llamas; luego se aventuró a acercarse, tratando de respirar superficialmente para que el hedor no le llegara a las fosas nasales. Echó un vistazo al interior de la cabina de la camioneta. El cadáver y la tapicería del asiento se habían integrado, solidificándose en una repugnante masa negra de ceniza y plástico fundido. Cuando aquello se enfriase, no sería más que otro trasto tirado a la basura y al que algunos mozalbetes habrían prendido fuego.
Se daba perfecta cuenta de que no se había desembarazado de todo rastro de Mario. Una mirada por encima no revelaría nada, pero si los polizontes examinaban bien la camioneta, probablemente encontrarían la hebilla de la correa de Mario, los empastes de su dentadura y tal vez los huesos carbonizados. Algún día, comprendió Priest, Mario podía volver para obsesionarle. Pero había hecho todo lo posible para ocultar la evidencia de su crimen.
Ahora tenía que robar el camión de Mario con el maldito vibrador sísmico.
Dio la espalda al cadáver en plena cremación y echó a andar.
En la comuna del valle del Silver River había un grupo interno llamado «los comedores de arroz». Eran siete, los únicos que quedaban de los que sobrevivieron al desesperado invierno de 1972-1973, cuando una ventisca los dejó incomunicados y durante tres largas semanas no tuvieron nada que comer, salvo arroz moreno hervido con nieve derretida. El día en que llegó la carta, los comedores de arroz prolongaron la velada hasta muy tarde, sentados en la cocina, dedicados a beber vino y fumar marihuana.
Song, que a los quince años, en 1972, se había fugado de casa, repetía una frase musical de blues a la guitarra acústica. Algunos miembros del grupo construían guitarras durante el invierno. Se reservaban para sí las que mejor les parecían y Paul Beale llevaba el resto a una tienda de San Francisco, donde las vendían a precio tirando a astronómico. Con su voz de contralto, íntima, densa de humo, Star la acompañaba, improvisando la letra: «No voy a subir a ese tren de perversión…». Star tenía la voz más provocativamente lúbrica del mundo, siempre la había tenido.
Melanie estaba sentada con ellos, aunque no era comedora de arroz, porque Priest no se decidió a echarla y los demás nunca ponían en tela de juicio las decisiones de Priest. La muchacha lloraba en silencio; gruesos lagrimones le descendían por las mejillas. No cesaba de lamentarse:
—Acabo de encontraros.
—No nos hemos dado por vencidos —le dijo Priest—. Tiene que haber algún modo de conseguir que el gobernador de California cambie su maldita idea.
Oaktree, el carpintero, un negro musculoso de la misma edad que Priest, dijo en tono reflexivo:
—¿Sabes una cosa? No es tan difícil fabricar una bomba nuclear. —Había estado en la infantería de marina, pero desertó después de matar a un oficial en el curso de unos ejercicios de entrenamiento, y desde entonces no se había movido de la comuna—. Si tuviese un poco de plutonio, podría hacerla en un día. Chantajearíamos al gobernador: le amenazaríamos con mandar Sacramento al infierno si no hicieran lo que queremos.
—¡No! —se opuso Aneth. Estaba criando un niño. El chaval tenía tres años; Priest pensaba que ya era hora de destetarlo, pero Aneth era de la opinión de que mientras la criatura quisiera mamar ella debía darle el pecho—. Con bombas no puedes salvar al mundo.
Star dejó de cantar.
—No tratamos de salvar al mundo. Renuncié a eso en 1969, cuando la prensa mundial convirtió el movimiento hippie en una payasada. Lo único que deseo ahora es salvar esto, lo que tenemos aquí, nuestra vida, para que nuestros hijos puedan vivir en paz y amor.
Priest, que ya había considerado y rechazado la idea de fabricar una bomba nuclear, dijo:
—La parte problemática es agenciarse el plutonio.
Aneth se quitó el niño del pecho y le palmeó en la espalda.
—Olvidadlo —lijo—. No quiero tener nada que ver con ese asunto. ¡Es funesto!
Star reanudó su canción:
—Tren, tren, tren de perversión…
—Podría conseguir empleo en una planta de energía nuclear —siguió Oaktree en sus trece—, idear el modo de burlar su sistema de seguridad.
—Lo primero que te pedirán es el historial —dijo Priest—. ¿Y qué les vas a decir que estuviste haciendo durante los últimos veinticinco años? ¿Investigación nuclear en Berkeley?
—Les contaría que he estado viviendo con una pandilla de tipos estrafalarios que ahora tienen la imperiosa necesidad de volar Sacramento, de modo que he ido allí para hacerme con un poco de jodida radiactividad, tío.
Los demás se echaron a reír. Oaktree se arrellanó en el asiento y unió su voz a la de Star, coreando la canción:
—No, no, no voy a subir a ese tren de perversión…
Priest frunció el ceño ante el carácter frívolo que había adquirido el ambiente. No podía sonreír. Su corazón estaba lleno de cólera. Pero sabía muy bien que las ideas brillantes a veces surgen de las discusiones despreocupadas, así que lo dejó correr. Aneth besó a su retoño en lo alto de la cabeza.
— Podríamos secuestrar a alguien —propuso.
—¿A quién? —preguntó Priest—. El gobernador probablemente lleva seis guardaespaldas.
—¿Qué os parece su mano derecha, ese tal Albert Honeymoon?
Hubo un murmullo de apoyo: todos odiaban a Honeymoon.
—O al presidente de la Coastal Electric.
Priest asintió. Eso podía funcionar.
Conocía aquella clase de asuntos. Hacía mucho tiempo que dejó de frecuentar las calles, pero recordaba las normas de un golpe sonado: planificar la operación minuciosamente, aparentar frialdad, conmocionar al objetivo de tal modo que apenas pueda pensar, actuar con celeridad y salir de estampida. Pero algo le inquietaba.
—Es demasiado… como poco llamativo —dijo—. Pongamos que se secuestra a un sujeto de campanillas. ¿Y qué? Si lo que pretendes es asustar al personal, no es cosa de andarse por ahí con sigilo, hay que ponérselos por corbata de verdad a la gente.
Se contuvo, no quiso decir más. «Cuando se tiene a alguien de rodillas, lloriqueando, cagándose por las patas abajo, implorando, suplicándole a uno que no siga haciéndole daño, entonces es cuando uno expone lo que quiere; y el tipo en cuestión se siente tan agradecido que le encanta que le digas lo que tiene que hacer para que el dolor se interrumpa.» Claro que esa clase de explicación era la que no podía dársele a una persona como Aneth.
En ese punto, Melanie volvió a intervenir.
Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la silla de Priest. Aneth le ofreció el grueso porro que circulaba entre los presentes. Melanie se secó las lágrimas, le dio una profunda calada al canuto, se lo pasó a Priest y, tras exhalar una nubecilla de humo, dijo:
—¿Sabéis?, en California hay diez o quince lugares donde las fallas de la corteza terrestre están sometidas a tan tremenda, digamos, presión, que bastaría un simple codazo de nada o golpecito por el estilo para que las placas tectónicas se desplazasen, y entonces, ¡buuum! Es como un gigante posándose encima de un guijarro. No es más que un guijarro pequeño, pero el gigante es tan grande que su caída estremece la tierra.
Oaktree dejó de cantar para decir:
—Melanie, nena, ¿de qué coño estás hablando?
—Estoy hablando de un terremoto —contestó Melanie.
Oaktree se echó a reír.
—Viaja, viaja en ese tren de perversión…
Priest no se rio. Algo le decía que aquello era importante.
—¿Qué es lo que pretendes decir, Melanie? —preguntó con sosegada intensidad.
—Olvidad el secuestro, olvidad las bombas nucleares —repuso Melanie—. ¿Por qué no amenazar al gobernador con un terremoto?
—Nadie puede provocar un terremoto —dijo Priest—. Haría falta una cantidad de energía inmensa para hacer que la tierra se moviera.
—Ahí es donde te equivocas. Es posible conseguirlo con una pequeña cantidad de energía, si se aplica la potencia en el sitio apropiado.
—¿Cómo sabes tú todo eso? —inquirió Oaktree.
—Lo estudié. Tengo un máster en sismología. A estas horas debería estar dando clases en una universidad. Pero me casé con mi profesor y ése fue el fin de mi carrera. No me admitieron para el doctorado.
Su tono era amargo. Priest ya había hablado con ella del asunto y sabía que Melanie alimentaba un profundo resentimiento. Su marido formaba parte de la comisión universitaria que la rechazó. El hombre se había visto obligado a retirarse de la reunión mientras se debatía el caso de Melanie, cosa que a Priest le parecía natural, pero ella opinaba que, de una forma o de otra, su marido debió asegurarse previamente de que Melanie alcanzaría el éxito. Priest suponía que tal vez Melanie no estaba lo suficientemente capacitada para el estudio a nivel doctoral…, pero ella creería cualquier cosa antes que eso. Así que le dijo que seguramente a la comisión le aterró tanto su combinación de belleza e inteligencia que conspiraron para rechazarla. Melanie le adoraba por hacerla creer eso.
—Mi esposo —que no tardó en convertirse en mi ex esposo desarrolló la teoría del disparador de tensión de terremotos. En ciertos puntos, a lo largo de la línea de la falla, la presión se abre camino y aumenta, durante decenios, hasta alcanzar un nivel muy alto. Entonces sólo se necesita una vibración relativamente débil sobre la corteza terrestre para desalojar las placas, soltar toda esa energía acumulada y originar un terremoto.
Priest se sintió cautivado. Intercambió una mirada con Star. Ella asintió sombríamente. Creía en lo heterodoxo. Para ella era artículo de fe el que toda teoría curiosa acababa resultando realidad, que el estilo de vida no convencional sería el más feliz y que el plan más insensato triunfaría en toda la línea allí donde las propuestas más razonables se vendrían abajo.
Priest examinó, el rostro de Melanie. Tenía un aire como de otro mundo. Su piel clara, sus sorprendentes ojos verdes y su cabellera pelirroja le conferían un aspecto de belleza extraterrestre. Las primeras palabras que Priest le dirigió fueron: «¿Eres de Marte?».
¿Hablaba Melanie con verdadero conocimiento de causa? Estaba colocada, pero a veces la gente tiene las ideas más creativas cuando se encuentran flipados.
—Si es tan fácil —dijo Priest—, ¿cómo es que no lo han hecho ya?
—Oh, yo no he dicho que sea fácil. Tienes que ser sismólogo para saber con exactitud dónde está la falla bajo presión crítica. El cerebro de Priest se había lanzado a toda velocidad. Cuando uno se encuentra en un apuro serio, la única salida, a veces, consiste en hacer algo peregrino, tan absolutamente imprevisto que el enemigo se quede paralizado por la sorpresa.
—¿Cómo se provocaría una vibración en la corteza terrestre? —le preguntó a Melanie.
—Eso sería la parte peliaguda —respondió ella.
Viaja, viaja, viaja…
Voy a viajar en ese tren de perversión…
Mientras regresaba a pie a la ciudad de Shiloh, Priest se sorprendió a sí mismo pensando obsesivamente en el homicidio: en el modo en que la llave inglesa se hundió en la blanda masa encefálica de Mario, en la expresión del rostro del hombre, en la sangre goteando sobre el estribo. Aquello no era bueno. Debía mantenerse tranquilo y alerta. Aún no tenía el vibrador sísmico que iba a salvar a la comuna. Se dijo que matar a Mario había sido la parte sencilla. A continuación venía la de poner la venda sobre los ojos de Lenny. ¿Pero cómo?
El ruido de un coche le devolvió de pronto al presente inmediato.
El vehículo llegaba por detrás de él, en dirección al pueblo. Por aquella zona nadie iba andando. La mayoría de las personas darían por supuesto que el coche sufrió una avería. Algunos se detendrían y se ofrecerían a llevarle.
Priest se estrujó las meninges tratando de pensar una razón que explicase por qué iba a pie a la ciudad, a las seis y media de la mañana.
No se le ocurrió nada.
Probó a invocar al dios que le había inspirado la idea de asesinar a Mario, pero los dioses guardaron silencio.
No había ningún lugar del que pudiese haber partido en ochenta kilómetros a la redonda… excepto el único sitio al que no podía aludir, el vertedero donde yacían las cenizas de Mario encima del asiento de la incendiada camioneta.
El coche redujo la velocidad al aproximarse.
Priest resistió la tentación de echarse el sombrero sobre los ojos.
¿Qué hago aquí?
—Salí a dar un paseo por el desierto para observar la naturaleza.
Sí, la artemisa y las serpientes de cascabel.
—El coche me ha dejado tirado.
¿Dónde? No veo ningún coche.
—Fui a orinar.
¿Tan lejos?
Aunque el aire de la mañana era fresco, Priest empezó a sudar.
El automóvil le adelantó despacio. Era un Chrysler Neon último modelo, pintado de color verde metálico y con matrícula de Texas. Dentro iba una persona, un hombre. Vio que el conductor le observaba por el retrovisor, examinándole a conciencia. Podría tratarse de un policía libre de servicio…
El pánico se apoderó de Priest y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el impulso de dar media vuelta y echar a correr. El coche se detuvo y dio marcha atrás. El conductor bajó el cristal de la ventanilla de su lado. Era un joven asiático con traje de hombre de negocios.
—¿Eh, amigo, le llevo?
«¿Qué le digo? "No, gracias, me encanta pasear."»
—Estoy más bien cubierto de polvo —dijo Priest, y bajó la mirada hacia los vaqueros. «Me caí de culo cuando trataba de matar a un hombre.»
—¿Y quién no lo está por estos pagos?
Priest subió al coche. Le temblaban las manos. Se puso el cinturón de seguridad, sólo para hacer algo que le permitiese disimular su nerviosismo.
Cuando el automóvil arrancó, el conductor dijo:
—¿Qué rayos hacía paseando por aquí?
«Acabo de asesinar a mi amigo Mario con una llave Stillson.» En el último segundo se le ocurrió a Priest una historia:
—Tuve una pelotera con mi mujer —explicó—. Paré el coche, me apeé y eché a andar. No esperaba que ella se pusiera al volante y siguiera adelante sola.
Dio las gracias a los dioses, cualesquiera que fuesen, de que le hubieran concedido la inspiración. Sus manos dejaron de temblar.
—Igual era la señora de aspecto atractivo y pelo moreno que iba en el Honda de color azul con el que me crucé veinticinco o treinta kilómetros más atrás.
«¡Jesucristo! ¿Quién eres tú, el Hombre Memoria?»
El automovilista sonrió.
—Cuando uno atraviesa el desierto, todo coche es interesante —explicó.
—No, no era ésa —dijo Priest—. Mi esposa conduce mi maldita camioneta.
—No he visto ninguna camioneta.
—Bueno. Quizá no fue tan lejos.
—Probablemente habrá aparcado en el camino de alguna granja y estará llorando a lágrima viva y deseando tenerle de vuelta.
Priest sonrió aliviado. El tipo se había tragado el cuento. El coche llegó a las afueras de la ciudad.
—¿Qué me dice de usted? —preguntó Priest—. ¿Cómo anda por ahí tan temprano un sábado por la mañana?
—No me he peleado con mi mujer, precisamente voy a casa para estar con ella. Vivo en Laredo. Soy viajante de novedades de cerámica, platos decorativos, figuritas, letreros que dicen «Cuarto del Bebé», objetos muy bonitos.
—¿De veras? «Vaya manera de desperdiciar tu vida.»
—Los vendemos principalmente en las boticas.
—La de Shiloh no estará abierta todavía.
—De todas formas, hoy no trabajo. Claro que puedo quedarme a desayunar. ¿Alguna recomendación? Priest hubiera preferido que el viajante cruzara el pueblo sin detenerse, para que no tuviera ocasión de citar al individuo barbudo que había recogido cerca del vertedero. Pero tenía la certeza de que, cuando pasara por la calle Mayor, vería el Lazy Susan’s, por lo que mentir resultaba inútil.
—Hay un restaurante.
—¿Qué tal es la comida?
—La sémola es buena. El restaurante está pasado el semáforo. Puede dejarme allí.
Minutos después el coche frenó en un espacio libre, en batería, delante del establecimiento de Susan. Priest dio las gracias al vendedor de novedades y se apeó.
—Que le aproveche el desayuno —deseó, mientras se alejaba. «Y no te pongas a hablar con nadie de la localidad, por los clavos de Cristo.»
A una manzana del restaurante estaba la oficina local de Ritkin Seismic, la pequeña firma de exploración sísmica para la que había estado trabajando. La oficina era un gran remolque estacionado en un solar. El vibrador sísmico de Mario permanecía aparcado en el solar, junto al Pontiac Grand Am rojo arándano de Lenny.
Priest hizo un alto y contempló el camión durante unos segundos. Era un vehículo de diez ruedas, con neumáticos todo terreno como armadura de dinosaurio. Bajo una capa de polvo de Texas, la pintura era azul brillante. Se moría de ganas por saltar a la cabina y emprender la marcha. Miró la poderosa maquinaria montada en la parte de atrás, el potente motor y la maciza plancha de acero, los depósitos y mangueras, las válvulas e indicadores. «Podría tener esto en marcha en cuestión de un minuto, no hace falta ninguna llave.» Pero si lo robaba ahora, al cabo de unos minutos todos los miembros de la Patrulla de Carreteras de Texas estarían tras él. Era cosa de tener paciencia. «Voy a hacer que tiemble la tierra y nadie va a impedírmelo.»
Entró en el remolque.
Reinaba allí la actividad. Dos supervisores de brigadas se inclinaban sobre un ordenador, mientras de la impresora emergía lentamente un mapa en color de la zona. Aquél era el día señalado para recoger todo el equipo de campo y emprender el traslado a Clovis. Un topógrafo discutía por teléfono, en español, y la secretaria de Lenny, Diana, repasaba una lista.
Priest pasó al despacho interior por una puerta abierta de par en par. Lenny bebía café, con un auricular telefónico pegado a la oreja. Tenía los ojos inyectados en sangre y la cara llena de manchas, consecuencia de la bebida de la noche anterior. Saludó a Priest con una inclinación de cabeza apenas perceptible.
Priest permaneció junto a la puerta, a la espera de que Lenny terminase. Tenía el corazón en la boca. Sabía a grandes rasgos lo que iba a decir. Pero ¿picaría Lenny el anzuelo? Todo dependía de ello.
Un minuto después, Lenny colgó el teléfono y dijo:
—¡Hola!, Ricky… ¿has visto a Mario esta mañana? —Su tono era de enojo—. Debería estar aquí hace media hora.
—Sí, le he visto —respondió Priest—. No me gusta un pelo traerte malas noticias tan temprano esta jodida mañana, pero te ha dejado en la estacada.
—¿Qué estás diciendo?
Priest contó la historia que había acudido a su cerebro, en un fogonazo de inspiración, una décima de segundo antes de recoger la llave inglesa e irse hacia Mario.
—Echaba tanto de menos a su mujer y a sus hijos, que montó en su vieja camioneta y se largó de la ciudad.
—¡Maldición! ¡Mierda! ¡Eso es una faena! ¿Cómo te has enterado?
—Me crucé con él en la calle, a primera hora de la mañana, camino de El Paso.
—¿Por qué rayos no me llamó?
—Demasiado embarazoso eso de decirte que te abandonaba.
—Bueno, espero que siga adelante después de cruzar la frontera y no se detenga hasta haberse metido en el maldito océano.
Lenny se frotó los ojos con los nudillos. Priest empezó a improvisar.
—Escucha, Lenny, tiene una familia joven, no seas demasiado duro con él.
—¿Duro? ¿Hablas en serio? Ha pasado a la historia.
—Necesita el empleo de verdad.
—Y yo necesito que alguien conduzca su cacharro todo el condenado camino hasta Nuevo México.
—Está ahorrando para comprar una casa con piscina.
Lenny se tornó sarcástico.
—Déjalo, Ricky, me estás haciendo llorar.
—Prueba esta solución. —Priest tragó saliva y se esforzó que su voz sonase natural—. Conduciré ese jodido camión hasta Clovis si me prometes readmitir a Mario en su empleo. Contuvo la respiración.
Lenny contempló a Priest, sin pronunciar palabra.
—Mario no es mal chico, eso te consta —prosiguió Priest. «¡No farfulles, no te muestres nervioso, trata de parecer relajado!»
—¿Tienes permiso de conducir comercial, clase B? —quiso saber Lenny.
—Desde los veintiún años.
Priest sacó la cartera, extrajo de ella el permiso de conducir y lo echó encima de la mesa. Era falsificado. Star tenía otro como aquél. También era una falsificación. Paul Beale sabía dónde conseguir esas cosas.
Lenny lo comprobó y después alzó la mirada y comentó, receloso:
—Así, ¿qué es lo que buscas? Tenía entendido que no deseabas ir a Nuevo México.
«¡No jodas la marrana, Lenny, di sí o no!»
—De pronto me he dado cuenta de que otros quinientos pavos me vendrían de perlas.
—No sé…
«Hijo de puta, maté a un hombre por esto, ¡vamos!»
—¿Lo harías por doscientos?
«¡Sí! ¡Gracias! ¡Gracias!» Simuló titubear.
—Doscientos es muy poco por tres días de trabajo.
—Son dos días, quizá dos y medio. Te daré doscientos cincuenta.
«¡Lo que tú digas! ¡Con tal de que me des las llaves!»
—Oye, lo haré de todas formas, me pagues lo que me pagues, porque Mario es un tipo estupendo y quiero ayudarle. Así que dame lo que verdaderamente creas que vale el trabajo.
—Está bien, madrecita astuta, trescientos. —Has hecho un buen trato.
«Y yo me he hecho con el vibrador sísmico.»
—Eh, gracias por echarme una mano —dijo Lenny—. Te lo agradezco de veras.
Priest procuró no sonreír con aire triunfal.
—Apuesta a que sí.
Lenny abrió un cajón, sacó una hoja de papel y la arrojó sobre la mesa.
—Rellena este impreso para el seguro. Priest se quedó petrificado.
No sabía leer ni escribir. Contempló el formulario, aterrado.
—Vamos, cógelo, por el amor de Dios —instó Lenny, impaciente—, no es ninguna serpiente de cascabel. «¡No lo entiendo, lo siento, esos garabatos y esas rayas del papel no paran de saltar y bailar, y no hay manera de que se estén quietos!»
Lenny dirigió la vista a la pared y habló a una audiencia invisible:
—Hace un minuto hubiera jurado que este hombre estaba completamente despierto.
—Ley, tor, purdoykor…
Priest alargó el brazo lentamente y tomó el impreso.
—Vamos, ¿qué tiene eso de difícil? —dijo Lenny.
—Ejem, estaba pensando en Mario —se excusó Priest—. ¿Crees que estará bien?
—Olvídate de Mario. Rellena el impreso y ponte en marcha. Quiero ver ese camión en Clovis.
—Sí. —Priest se puso en pie—. Lo haré fuera.
—Muy bien, déjame ir solucionando mis otros cincuenta y siete putos problemas.
Priest salió del despacho de Lenny a la oficina principal.
«Has vivido esta misma escena cientos de veces antes de ahora, tranquilízate, sabes cómo afrontarlo.»
Se apartó del hueco de la puerta de Lenny. Nadie se fijó en él; todo el mundo se ocupaba en lo suyo. Miró el formulario. «Las mayúsculas sobresalen, como árboles entre los matojos. Si sobresalen hacia abajo, entonces es que tengo el impreso al revés.»
Tenía el formulario al revés. Le dio la vuelta.
A veces había una X grande, impresa con línea más gruesa, o escrita a lápiz o con tinta roja, para indicar el sitio donde había que poner el nombre; pero aquel formulario no tenía esa señal que facilitara las cosas. Priest sabía escribir su nombre, más o menos bien. Le costaba un poco y se daba cuenta de que eran una especie de trazos raros, pero sabía hacerlo.
Sin embargo, era incapaz de escribir ninguna otra cosa.
De chico había sido tan listo que nunca necesitó saber leer ni escribir. Sumaba mentalmente más deprisa que nadie, aunque no diferenciaba los números sobre el papel. Su memoria era infalible. Siempre se las ingeniaba para que los demás hiciesen lo que él quería, sin tener que escribir una palabra. En el colegio se las arregló para eludir la lectura en voz alta. Cuando se trataba de una redacción, siempre conseguía que otro chico se la hiciese, pero, si alguna vez le fallaba, tenía mil excusas y, al final, los maestros acababan por encogerse de hombros y alegar que si un chico no quería trabajar, ellos no podían obligarle. Se ganó fama de perezoso y cuando vislumbraba una crisis inminente, hacía novillos.
Posteriormente, consiguió llevar las riendas de un próspero negocio de venta de licores al por mayor. Nunca escribió una carta, sino que lo concertaba todo por teléfono o personalmente. Llevó en la cabeza docenas de números hasta que pudo permitirse contratar una secretaria que hiciese las llamadas por él. Conocía la cantidad exacta de dinero que había en caja y el saldo preciso del banco. Si un agente de ventas le presentaba un formulario de pedido, Priest le decía: «Te diré lo que me hace falta y tú llenas el impreso». Tenía un contable y un abogado para entendérselas con el gobierno. A los veintiún años ya había ganado un millón de dólares. Para cuando conoció a Star lo había perdido todo y se unió a la comuna… no porque fuese analfabeto, sino porque defraudó a sus clientes, no pagó sus impuestos a Hacienda y pidió dinero prestado a la Mafia.
Rellenar un impreso de seguro tenía que ser fácil.
Se sentó ante la mesa de la secretaria de Lenny y le dedicó una sonrisa.
—Pareces cansada esta mañana, dulzura —saludó.
Ella suspiró. Era una rubia llenita de treinta y pocos años, casada con un jornalero y con tres hijos adolescentes. Se le daba muy bien rechazar con rápidos desaires las vulgares insinuaciones de los hombres que frecuentaban el remolque, pero Priest sabía que era sensible a las atenciones corteses.
—Ricky, no sabes lo que se me ha venido encima esta mañana, quisiera tener dos cerebros.
Priest recurrió a su expresión cabizbaja.
—Una mala noticia… Iba a pedirte un favor.
Diana vaciló, para acabar esbozando una sonrisa triste.
—¿De qué se trata?
—Tengo una letra fatal y me gustaría que rellenases este formulario por mí. No sabes lo que lamento molestarte cuando estás tan ocupada.
—Bueno, te propongo un trato. —Diana señaló una bien dispuesta pila de cajas de cartón etiquetadas que estaban contra la pared—. Te ayudaré con el impreso si me cargas todos esos archivos en la furgoneta Chevy Astro de color verde que hay fuera.
—Eso está hecho —dijo Priest, agradecido. Le dio el formulario.
Diana lo miró.
—¿Vas a conducir el vibrador sísmico?
—Sí. Mario tuvo un ataque de añoranza y se fue a El Paso. La mujer arrugó el entrecejo.
—Eso no es propio de él.
—Claro que no. Espero que todo le vaya bien.
Diana se encogió de hombros y tomó la pluma.
—Ahora, para empezar, tu nombre completo, fecha y lugar de nacimiento.
Priest le dio la información y ella fue rellenando los espacios en blanco del formulario. Era coser y cantar. ¿Por qué tuvo que dominarle el pánico? Sólo porque no se había esperado el impreso. Lenny le había sorprendido y, por un momento, el miedo se apoderó de él.
Era todo un experto en disimimular su ineptitud en cuanto a la letra. Incluso utilizaba las bibliotecas. Así fue como se enteró de lo relativo a los vibradores sísmicos. Había ido a la biblioteca central, situada en la Calle 1, en el centro de Sacramento: un lugar grande y ajetreado, donde existían muchas probabilidades de que nadie recordara luego su rostro. En recepción se informó de que la sección de ciencias estaba en la segunda planta. Allí sufrió el primer ramalazo de zozobra al ver los largos pasillos entre estanterías y las hileras de personas sentadas ante pantallas de ordenador. Pero en seguida vio una bibliotecaria de aspecto amable y de aproximadamente su misma edad.
—Estoy buscando datos sobre exploración sísmica —la abordó, con su sonrisa más radiante—. ¿Podrías ayudarme?
La muchacha le llevó al estante adecuado, seleccionó un libro y, mediante un poco de estímulo, dio con el capítulo pertinente.
—Me interesa el modo en que se generan las ondas de choque —explicó—. Me pregunto si este libro lleva esa información.
La bibliotecaria hojeó el libro con él.
—Parece haber tres sistemas —dijo—. Una explosión subterránea, el martilleo dejando caer un gran peso y el vibrador sísmico.
—¿Vibrador sísmico? —preguntó Priest y sus ojos apuntaron un asomo de parpadeo brillante—. ¿Qué es eso?
La bibliotecaria le señaló una fotografía. Priest observó la imagen, fascinado.
La bibliotecaria dijo:
—Tiene casi todo el aspecto de un camión.
Para Priest, aquello fue como un milagro.
—¿Puedo fotocopiar algunas de estas páginas? —inquirió.
—Naturalmente.
Si uno es lo bastante hábil, siempre encuentra el modo de conseguir que otra persona realice la tarea de leer y escribir. Diana acabó de rellenar el impreso, trazó una X grande junto a la línea de puntos y tendió el papel a Priest.
—Firma aquí —indicó.
Priest tomó la pluma y escribió trabajosamente. La «R» de Richard era como el perfil de una corista de abultadas prominencias pectorales y una pierna levantada. Luego la «G» de Granger, parecida a un podón de hoja curvada y mango corto. Después de «RG», sólo una línea ondulada como una culebra. No era muy bonito, pero la gente lo aceptaba. Infinidad de personas firmaban con un garabato ininteligible, lo había visto: las firmas no tenían por qué ser claras, gracias a Dios.
Ésa era la razón por la que su permiso falsificado tenía que estar extendido a su verdadero nombre: era el único que sabía trazar.
Levantó la cabeza. Diana le contemplaba con curiosidad, extrañada de lo despacio que escribía. Al percatarse de ello, Priest enrojeció y miró para otro lado.
Le devolvió el impreso.
—Gracias por tu ayuda, Diana, te lo agradezco en el alma.
—A mandar. Te conseguiré las llaves del camión en cuanto Lenny suelte el teléfono.
Las llaves se guardaban siempre en el despacho del jefe. Priest se acordó de que había prometido a Diana trasladarle las cajas. Cogió una y la llevó afuera. La furgoneta verde estaba en la explanada, con las puertas posteriores abiertas. Cargó la caja y volvió a buscar otra.
Cada vez que entraba en la oficina, lanzaba un vistazo a la mesa. El formulario continuaba allí, pero no había llave alguna visible.
Cuando acabó de cargar las cajas, volvió a tomar asiento delante de Diana. La secretaria hablaba por teléfono con alguien, acerca de reservas en un motel de Clovis.
Priest apretó los dientes. Casi había llegado al objetivo, tocaba las llaves con la punta de los dedos ¡y allí estaba escuchando tonterías sobre habitaciones de motel! Se obligó a permanecer bien quieto en la silla.
Por último, Diana colgó.
—Le pediré esas llaves a Lenny —dijo. Llevó el impreso al despacho interior. Entró un grueso maquinista de excavadora llamado Chew.
El remolque tembló con el impacto de sus botazas de trabajo contra el piso.
—Eh, Ricky —saludó—. No sabía que estuvieses casado.
Se echó a reír. Los demás hombres que estaban en la oficina levantaron la cabeza, interesados.
«Mierda, ¿a qué viene esto?» —¿Dónde has oído cosa semejante?
—Hace un rato te vi apearte de un coche delante de casa de Susan. Luego desayuné con el viajante que te trajo.
«¡Maldita sea! ¿Qué te contó?»
Del despacho de Lenny salió Diana con un llavero en la mano. Priest deseaba cogérselo, pero fingió estar más interesado en charlar con Chew.
—¿Sabes? —continuó Chew—. La tortilla del oeste de Susan es algo fantástico. —Levantó la pierna y soltó un cuesco, entonces alzó la mirada y vio a la secretaria de pie en el umbral, a la escucha—. Dispénsame, Diana. De todas formas, el mozo explicaba que te había recogido cerca del vertedero.
«¡Rayos!»
—Dijo que paseabas por el desierto solo a las seis y media de la mañana porque te habías peleado con tu esposa, detuviste el coche y te apeaste. —Chew miró a su alrededor, a los hombres que le rodeaban, para asegurarse de que tenía toda su atención—. ¡Que ella se puso al volante y se largó, dejándote allí!
Chew puso en su cara una sonrisa de oreja a oreja mientras los demás reían.
Priest se puso en pie. No deseaba que el personal recordase que se encontraba cerca del vertedero el día en que Mario desapareció. Necesitaba matar aquella conversación cuanto antes. Puso cara de sentirse dolido.
—Bueno, Chew, voy a decirte una cosa. Si por casualidad me entero alguna vez de cualquier detalle sobre tus asuntos privados, especialmente algo que sea un poco embarazoso, te prometo que no vendré a proclamarlo a voces por esta oficina. ¿Qué opinas de eso?
—No sabía que fueras tan susceptible —dijo Chew.
Los demás parecieron avergonzados. Nadie quiso seguir hablando de aquel asunto.
Sucedió un silencio incómodo. A Priest no le hacía ninguna gracia salir de la oficina en medio de una atmósfera desagradable, así que dijo:
—Rayos, Chew, sin rencores. Chew se encogió de hombros. —No pretendía ofender, Ricky. La tensión se suavizó.
Diana entregó a Priest las llaves del vibrador sísmico. Priest cerró la mano sobre el llavero.
—Gracias —dijo, e hizo todo lo posible para que el júbilo no aflorase en su voz. Se moría de ganas de salir de allí y verse tras el volante—. Adiós, a todos. Nos veremos en Nuevo México.
—Conduce con cuidado, a partir de ahora, ¿has oído? —le recomendó Diana, mientras Priest llegaba a la puerta.
—Ah, así lo haré, descuida —respondió Priest—. Cuenta con ello.
Salió de la oficina. El sol ya estaba alto y el día empezaba a ser caluroso. Resistió la tentación de bailar una danza de la victoria alrededor del camión. Subió a la cabina y accionó el encendido. Comprobó los indicadores. Mario debió de llenar el depósito la noche anterior. El camión estaba a punto para lanzarse a la carretera.
No pudo borrar de su semblante la sonrisa mientras salía de la explanada.
Abandonó la ciudad, aplicando las marchas, y se dirigió hacia el norte, tras la ruta que Star había emprendido en el Honda. Al acercarse al desvío del vertedero le asaltó una sensación extraña. Se imaginó a Mario al borde de la carretera, con la masa encefálica gris rezumando por el boquete de la cabeza. Era una idea estúpida, supersticiosa, pero no podía quitársela de encima. Se le revolvió el estómago. Durante un momento se sintió débil, demasiado débil para conducir. Pero luego se repuso.
Mario no era el primer hombre que había matado.
Jack Kassner fue un policía que robó a la madre de Priest. La madre de Priest era prostituta. Sólo contaba trece años cuando le alumbró. En la época en que Ricky tenía quince años, su madre trabajaba con otras tres mujeres en un piso situado encima de una polvorienta librería de la calle Séptima del barrio de mala nota del centro de Los Ángeles. Jack Kassner era un detective de la brigada antivicio que una vez al mes se presentaba para cobrar el dinero de su extorsión. De paso, solía disfrutar de una mamada gratuita. Un día vio a la madre de Priest sacar el dinero del soborno de una caja que tenía en la habitación de atrás. Aquella noche, la brigada antivicio irrumpió por sorpresa en el piso y Kassner robó mil quinientos dólares, que en los años sesenta era un montón de dinero. A la madre de Priest no le importó pasarse unos días en chirona, pero le destrozó perder el dinero que había ahorrado. Kassner les dijo a las mujeres que, si presentaban denuncia, las acusaría de tráfico de drogas y se pasarían en la cárcel un par de años.
Kassner pensó que no corría ningún peligro, que nada podrían hacerle tres mujeres de vida alegre y un adolescente. Pero a la noche siguiente, cuando se hallaba en los servicios del bar Blue Light de Broadway, desbebiendo unas cuantas cervezas, el pequeño Ricky Granger le clavó un cuchillo de quince centímetros, afilado como una navaja barbera, que atravesó fácilmente la chaqueta negra de mohair y la blanca camisa de nilón, para hundírsele en los riñones. Kassner sufrió un enorme dolor, pero su mano no llegó a tocar la pistola. Ricky le asestó varias cuchilladas más, con rapidez, mientras el polizonte yacía en el mojado suelo de cemento del lavabo de caballeros, vomitando sangre; luego, el muchacho lavó la hoja bajo el grifo y se marchó.
Al volver la vista atrás, Priest se maravillaba de la gélida seguridad en sí mismo de sus quince años. La operación sólo le llevó quince o veinte segundos, pero en ese breve espacio de tiempo alguien pudo entrar en los servicios. Sin embargo, no sintió miedo, ni lástima, ni culpa.
Pero después empezó a aterrarle la oscuridad.
Por aquellas fechas no pasaba mucho tiempo a oscuras. Normalmente las luces del piso de su madre permanecían encendidas toda la noche. Pero a veces se despertaba antes del amanecer, en una noche sin movimiento, como por ejemplo la del lunes, y se encontraba con que todos dormían y las luces estaban apagadas; entonces se apoderaba de él un pánico irracional y empezaba a tantear por el cuarto, a tropezar con seres peludos y a tocar extrañas superficies frías y húmedas, hasta que daba con el interruptor de la luz y luego permanecía sentado en el borde de la cama, jadeante y sudoroso, mientras se recuperaba despacio y comprendía que la superficie fría y húmeda era el espejo y el ser peludo su chaqueta con forro de lana.
Tuvo miedo de la oscuridad hasta que encontró a Star. Recordó una canción que había sido un éxito el año en que la conoció y empezó a cantarla: «Humo sobre las aguas…». El conjunto era Deep Purple, se acordaba muy bien. Todo el mundo ponía su álbum en el tocadiscos aquel verano.
Era una buena canción apocalíptica para entonarla al volante de un vibrador sísmico.
Humo sobre las aguas
Fuego en el cielo.
Dejó atrás la entrada del vertedero y siguió adelante, hacia el norte.
—Lo haremos esta noche —había dicho Priest—. Comunicaremos al gobernador que se producirá un terremoto dentro de cuatro semanas, a partir de esta fecha.
Star se mostraba dubitativa.
—Ni siquiera tenemos la certeza de que esto sea posible. Quizá deberíamos disponer antes todos los preparativos, tener puestos en fila todos los patos, y entonces lanzar el ultimátum.
—¡Rayos, no! —protestó Priest. La sugerencia le irritó. Sabía que al grupo había que dirigirlo. Necesitaba que todos se sintieran comprometidos. Tenían que arrojarse a un limbo, correr un riesgo y comprender que no era posible retroceder. De otro modo, al día siguiente habrían encontrado razones para sentirse asustados y echarse atrás.
Ahora estaban inflamados. La carta había llegado aquel día y la desesperación y la cólera los dominaba a todos. Star estaba inflexiblemente decidida; Melanie, furiosa; Oaktree, listo para declarar la guerra; Paul Beale regresaba a su condición de rufián de barrio bajo. Song apenas había despegado los labios, pero era la benjamina desamparada del grupo y se mostraría de acuerdo con lo que decidiesen los demás. Sólo Aneth se oponía, pero su resistencia sería endeble porque era una persona débil. Se apresuraría a plantear rápidas objeciones, pero las retiraría con idéntica celeridad. El propio Priest albergaba la fría certidumbre de que si aquel lugar dejaba de existir, su vida habría acabado.
—Pero un terremoto puede provocar la muerte de personas —alegó Aneth.
—Te diré cómo me imagino que van a salir las cosas —explicó atentamente Priest—. Supongo que lo que tenemos que hacer es originar un temblor de tierra insignificante e inofensivo en algún punto del desierto, sólo para demostrar que podemos cumplir lo que decimos. Luego, cuando amenacemos con provocar un segundo terremoto, el gobernador negociará.
Aneth volvió a dedicar toda su atención al niño.
—Estoy con Priest —declaró Oaktree—. Hagámoslo esta noche.
—¿Cómo vamos a presentar la amenaza? —cedió Star.
—Una carta o una llamada telefónica anónimas —dijo Priest—. Pero tiene que ser imposible seguir su rastro.
—Podríamos insertarlo en un boletín electrónico de Internet —propuso Melanie—. Si utilizamos mi ordenador portátil y mi teléfono móvil, no hay posibilidad de que alguien encuentre la pista.
Priest no había visto un ordenador hasta que llegó allí Melanie. Lanzó una mirada interrogativa a Paul Beale, que lo sabía todo sobre tales aparatos. Paul asintió con la cabeza.
—Buena idea —aprobó.
—Está bien —dijo Priest—. Adelante con tu plan.
Melanie salió.
—¿Qué firma le pondremos al mensaje? —preguntó Star—. Necesitamos un nombre.
—Algo que simbolice a un grupo amante de la paz al que se ha acosado hasta obligarle a adoptar medidas extremas —dijo Song.
—Ya lo sé —manifestó Priest—. Podemos llamarnos El martillo del Edén.
Era casi la medianoche del primero de mayo.
Priest se puso tenso al llegar a los suburbios de San Antonio. En el plan original, Mario hubiera debido conducir el camión hasta el aeropuerto. Pero Priest estaba ahora solo al entrar en el laberinto de autovías que circundaban la urbe, y empezó a sudar. No sabía interpretar el mapa.
Cuando tenía que conducir por una carretera desconocida, siempre llevaba a Star como copiloto. Ella y los otros comedores de arroz estaban enterados de que no entendía los mapas de carreteras. La última vez que condujo solo por una carretera extraña fue a finales del otoño de 1972, cuando salió huyendo de Los Ángeles y acabó, por accidente, en la comuna del valle del Silver River. Entonces le tenía sin cuidado su destino. Lo cierto era que morir hubiera representado la felicidad. Pero ahora quería vivir.
Hasta le resultaba difícil entender las señales de tráfico. Si se detenía y se concentraba un poco, era capaz de distinguir la diferencia entre «este» y «oeste» o entre «norte» y «sur». Pese a su notable capacidad para hacer cálculos mentales, no podía leer los números sin fijarse bien en ellos y pensar largamente. Con gran esfuerzo, le era posible reconocer las señales que indicaban la Ruta 10: un palo con un círculo. Pero había allí una barbaridad de señales de circulación que para él no significaban nada y confundían el cuadro.
Se esforzó en conservar la calma. Pero era difícil. Le gustaba tener la situación bajo control. Le enloquecía la sensación de desvalimiento y perplejidad que se abatía sobre él cuando perdía el rumbo. Sabía por la situación del sol hacia dónde estaba el norte. Cuando temía haberse perdido, paraba en la estación de servicio o en el centro comercial más próximo y preguntaba. Aborrecía hacerlo, porque la gente reparaba en el vibrador sísmico —era un artilugio imponente y la maquinaria posterior tenía un aspecto la mar de intrigante— y existía el peligro de que lo recordasen posteriormente. Pero tenía que correr el riesgo.
Y las indicaciones que le daban no siempre le resultaban útiles. Los empleados de las estaciones de servicios solían decir cosas como: «Sí, fácil, siga la autopista de Corpus Christi hasta que vea el letrero de la Base Brooks de las Fuerzas Aéreas».
A la fuerza, Priest se veía obligado a conservar la calma, a seguir preguntando y a disimular su frustración y ansiedad. Interpretaba el papel del camionero simpaticote, pero de cortas luces, la clase de persona de la que nadie se acordaría a la mañana siguiente. A su debido tiempo logró salir de San Antonio por la carretera adecuada y elevó sus preces de agradecimiento a cualesquiera dioses que pudiesen estar escuchando.
Minutos después, al atravesar un pueblo, experimentó el alivio de ver el Honda azul aparcado frente a un restaurante McDonald’s.
Abrazó a Star, agradecido.
—¿Qué infiernos ha pasado? —La voz de Star rezumaba preocupación—. ¡Te esperaba hace un par de horas!
Decidió no contarle que había matado a Mario.
—Me perdí en San Antonio —dijo.
—Ya me lo temía. Cuando pasé por allí me sorprendió lo complicado que es el sistema de autopistas libres de peaje. —Supongo que no es ni la mitad de malo que el de San Francisco, lo que pasa es que el de San Francisco lo conozco.
—Bueno, la cuestión es que ya estás aquí. Pide un café y hazme el favor de tranquilizarte.
Priest tomó una hamburguesa de alubias y le regalaron un payaso de plástico, que se guardó cuidadosamente en el bolsillo para su hijo Smiler, que tenía seis años.
Al reanudar la marcha, Star se puso al volante del camión. Tenían intención de cubrir ininterrumpidamente todo el trayecto hasta California. Les llevaría por lo menos dos días y dos noches, si no más. Uno dormiría mientras el otro iba al volante. Llevaban anfetaminas para combatir la somnolencia.
Dejaron el Honda en el aparcamiento del McDonald’s. Cuando arrancaron, Star alargó a Priest una bolsa de papel con la inscripción:
«Tengo un regalo para ti».
Dentro había un par de tijeras y una máquina de afeitar eléctrica, de pilas.
—Ya puedes despedirte de esa maldita barba —dijo Star.
Priest sonrió. Movió el espejo retrovisor para encarárselo y emprendió la tarea. Le crecía el pelo rápido y compacto y la espesa barba, así como el bigote, le redondeaban la cara. Su verdadero rostro fue reapareciendo poco a poco. Con las tijeras, recortó la barba hasta reducirla a un corto rastrojo y a continuación recurrió a la maquinilla de afeitar para rematar el trabajo. Por último, se quitó el sombrero de vaquero y se deshizo la trenza.
Arrojó el sombrero por la ventanilla y contempló el reflejo de su imagen. Se echó el pelo hacia atrás desde la despejada frente y la melena cayó en ondas alrededor del rostro demacrado. Su nariz era afilada como la hoja de un cuchillo y tenía las mejillas hundidas. Sin embargo, era de sus ojos de lo que solían hablar. De color castaño oscuro, casi negros, la gente comentaba que poseían un vigor y una firmeza que en ocasiones llegaban a ser hipnóticos. Priest sabía que no eran los ojos en sí, sino la intensidad de la mirada, susceptible de cautivar a una mujer: le daba la impresión de que se concentraba poderosamente en ella y sólo en ella. También acostumbraba a ejercer la misma influencia sobre los hombres. Practicó ahora la mirada ante el espejo.
—Apuesto y guapo demonio.
Star lo dijo riendo, pero en tono amable, afectuoso.
—Y listo también —añadió Priest.
—Supongo que sí. De todas formas, nos conseguiste esta máquina.
Priest asintió.
—Y aún no has visto nada.