El soldado llegó ruidosamente por el pasillo.
—¡Métase ahí dentro! —ordenó con voz agria y dura.
Estaban frente a frente, contemplándose. En las pequeñas cabinas inferiores, que también servían de celdas para prisioneros, no había puerta, sino un campo de fuerza que se extendía de un lado a otro, y de arriba abajo. Biron podía sentirlo con la mano. Al principio ofrecía escasa resistencia, algo así como una goma que se tensa hasta casi el límite, y que entonces deja de ceder, como si aquella presión inicial la convirtiese en acero.
Biron la sintió en su mano, y sabía que si bien detendría por completo la materia, sería tan transparente como el espacio al haz energético de un látigo neurónico. Y el guardia sostenía uno.
—Tengo que ver al comisario Aratap —dijo Biron.
—¿Y por eso está alborotando? —El guardia no estaba de muy buen humor. El servicio nocturno no era muy estimado y, además, estaba perdiendo en las cartas—. Lo haré saber cuando se enciendan las luces.
—No es posible esperar —dijo Biron desolado—. Es importante.
—Tendrá que esperar. ¿Se echa para atrás o quiere un poco de látigo?
—Mire —dijo Biron—, este hombre que está conmigo es Gillbret oth Hinriad.
Está enfermo, quizá moribundo. Si se muere un Hinriaden una nave tyrannia porque no me quiere dejar hablar con el que manda, no lo pasará muy bien.
—¿Qué tiene?
—No lo sé. ¿Quiere apresurarse? ¿O está cansado de vivir? El guardia musitó algo y se fue.
Biron le siguió con la mirada hasta donde lo permitió la oscura luz purpúrea.
Aguzó el oído, tratando de captar el aumento de pulsación de las máquinas, el cual indicaría que la concentración de energía iba aumentando para llegar al punto álgido preliminar de un salto, pero no pudo oír absolutamente nada.
Se dirigió a Gillbret, le cogió por el cabello y le inclinó suavemente la cabeza hacia atrás. Los ojos le miraron desde una cara contorsionada. No había en ellos señal alguna de reconocimiento. Sólo había miedo.
—¿Quién es usted?
—Soy yo, Biron. ¿Cómo se encuentra? Gillbret permaneció silencioso durante un rato, como si las palabras tardaran en llegarle. Al fin habló en un tono inexpresivo.
—¿Biron? —Le recorrió un estremecimiento y pareció animarse un poco—. ¡Biron! ¿Van a saltar? ¡La muerte no hará daño, Biron! Biron dejó caer aquella cabeza. No podía estar enojado con Gillbret. Dada la información que tenía, o que creía tener, había sido un gran gesto, ya que le estaba perjudicando.
Pero él se sentía agitado por una intensa frustración. ¿Por qué no le dejaban hablar con Aratap? ¿Por qué no le dejaban salir? Se encontró junto a una pared, y la golpeó con los puños. Si hubiese habido una puerta, la hubiera podido demoler; si hubiese habido barras, las hubiese podido apartar, o arrancarlas de sus encajes.
Pero lo que había era un campo de fuerza que nada podía destruir. Volvió a gritar.
Se oyeron nuevamente pisadas. Se abalanzó hacia la puerta abierta pero infranqueable. No podía mirar para ver lo que se acercaba por el pasillo. Lo único que podía hacer era esperar. El guardia apareció de nuevo. Le acompañaba un oficial.
—Apártese del campo —aulló—. Retroceda con las manos por delante.
Biron se retiró. El látigo neurónico del otro le apuntaba firmemente.
—El hombre que está con usted no es Aratap —dijo Biron—. Quiero hablar al comisario.
—Si Gillbret oth Hinriad está enfermo, no necesita ver al comisario —dijo el oficial—. Lo único que necesita es ver a un médico.
El campo de fuerza había desaparecido. Al abrirse el contacto se produjo un chispazo azul. El oficial entró y Biron pudo ver en su uniforme la insignia del grupo médico.
Biron se plantó delante de él.
—Está bien. Ahora escúcheme. Esta nave no tiene que saltar. El comisario es el único que puede disponerlo, y tengo que hablarle. ¿No lo comprende? Usted es un oficial; usted puede hacer que le despierten.
El doctor extendió un brazo para apartar a Biron, y éste lo abatió de un puñetazo. El doctor dio un agudo grito.
—Guardia, saque de aquí a este hombre —ordenó.
El guardia se adelantó, y Biron se lanzó contra él. Ambos cayeron al suelo; Biron se arrastró junto al cuerpo del guardia, mano sobre mano, sujetando primero el hombro y luego la muñeca del hombre que trataba de golpearle con el látigo.
Durante un instante permanecieron inmóviles, tensos, el uno junto al otro, hasta que Biron pudo ver de reojo un movimiento: el oficial médico se separaba apresuradamente de él para hacer sonar la alarma.
Biron, con su mano libre, agarró al oficial por un tobillo. El guardia se debatía y casi se liberó, mientras el oficial pateaba furiosamente a Biron, pero éste, con las venas del cuello y de las sienes hinchadas, tiraba desesperadamente con ambas manos.
El oficial se desplomó, gritando con voz ronca. El látigo del guardia cayó al suelo con un ruido áspero.
Biron se lanzó sobre él, rodaron juntos y acabó por levantarse sobre sus rodillas apoyándose en una mano; en la otra tenía el látigo.
—¡Ni una palabra! —dijo con voz ronca—. Ni una palabra. Suelte todo lo que lleva encima.
El guardia, al mismo tiempo que se levantaba, con la túnica hecha jirones, lanzó una mirada de odio y dejó caer un corto bastoncillo de plástico reforzado de metal. El doctor iba desarmado. Biron recogió el bastón.
—Lo siento, pero no tengo con qué amordazarles, ni tiempo para hacerlo.
El látigo restalló levemente una vez, dos veces. Primero el guardia y luego el doctor quedaron rígidos en agónica inmovilidad, y cayeron con las piernas y los brazos grotescamente doblados, proyectados fuera del cuerpo, en la misma actitud en que estaban cuando fueron alcanzados por el látigo.
Biron se volvió a Gillbret, que le observaba con sorda indiferencia y vacuidad.
—Lo siento —dijo Biron—, pero usted también, Gillbret.
El látigo chasqueó por tercera vez. Aquella vacua expresión quedó congelada cuando Gillbret cayó y quedó tendido sobre un lado.
El campo de fuerza seguía interrumpido y Biron salió al pasillo. Estaba vacío.
Era la «noche» de la nave espacial, y solamente la guardia nocturna estaría levantada.
No tenía tiempo para encontrar a Aratap. Tendría que ir directamente a la sala de máquinas. Comenzó a avanzar hacia la parte de proa.
Un hombre en traje de mecánico pasó apresuradamente por su lado.
—¿Cuándo es el próximo salto? —preguntó Biron al pasar.
—Dentro de media hora —respondió el mecánico por encima del hombro.
—¿Voy bien para la sala de máquinas?
—Sí. Suba por la rampa. —El hombre se volvió repentinamente y preguntó—: ¿Quién es usted? No respondió. El látigo chasqueó por cuarta vez. Biron siguió avanzando.
Quedaba media hora.
Mientras subía por la rampa oyó ruido de hombres. La luz que había delante era blanca y no púrpura. Vaciló. Luego se guardó el látigo en el bolsillo. Estarían ocupados y no habría razón para que sospechasen de él.
Entró rápidamente. Los hombres parecían pigmeos que se afanaban entre los grandes convertidores de materia en energía. La sala estaba llena de aparatos esféricos, cien mil ojos que proclamaban su información a todo aquel que mirase. Una nave de aquel tamaño, casi del tipo de las grandes naves de pasajeros, era muy diferente del pequeño crucero tyrannio a que se había acostumbrado. Allí las máquinas eran casi automáticas. Aquí eran lo suficientemente grandes como para suministrar energía a una ciudad, y requerían considerable vigilancia.
Se encontraba en un balcón con barandilla que rodeaba la sala de máquinas. En un rincón había una pequeña cabina donde dos hombres maniobraban con rápidos dedos las computadoras.
Se apresuró en aquella dirección, mientras los mecánicos pasaban junto a él sin mirarle, y cruzó la puerta.
Los dos que estaban junto a las computadoras le miraron.
—¿Qué ocurre? —preguntó uno que ostentaba las insignias de teniente—. ¿Qué está usted haciendo aquí arriba? Vuelva a su puesto.
—Escúcheme —dijo Biron—. Han producido un cortocircuito en los hiperatómicos. Tienen que ser reparados.
—Espere —dijo el otro—. Yo he visto a este hombre. Es uno de los prisioneros.
Sujétalo, Lancy.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta externa. Biron saltó por encima de la mesa y de las computadoras, agarró el cinturón de la túnica del hombre que estaba ante los controles y le empujó hacia atrás.
—Exacto —dijo—. Soy uno de los prisioneros. Soy Biron de Widemos. Y lo que digo es verdad. Ha sido establecido un cortocircuito en los hiperatómicos. Si no me cree, compruébelo.
El teniente se dio cuenta de que estaba contemplando un látigo neurónico.
—No es posible hacerlo, señor —dijo con cautela—, sin orden del oficial del día, o del comisario. Eso supondría alterar los cálculos del salto, y nos retrasaría bastantes horas.
—Consiga, pues, la autorización. Comunique con el comisario.
—¿Puedo usar el comunicador?
—Apresúrese.
El brazo del teniente se dirigió hacia la boca del intercomunicador, pero cuando había llegado a mitad de camino se precipitó con rapidez sobre la hilera de botones en el extremo del banco. Resonaron los timbres por toda la nave.
El bastón de Biron llegó demasiado tarde. Descendió con dureza sobre la muñeca del teniente. Éste la apartó rápidamente, sujetándola y gimiendo, pero las señales de alarma seguían sonando.
Por todas las entradas se precipitaban los guardas en dirección al balcón. Biron salió apresuradamente de la sala de mandos, mirando en ambas direcciones, y al fin saltó por encima de la barandilla.
Descendió a plomo, aterrizó con las rodillas dobladas y cayó dando vueltas.
Rodó lo más rápidamente que pudo a fin de evitar convertirse en un blanco. Oyó el suave zumbido de un fusil de aguja junto a su oído, pero un instante después se encontraba a la sombra de una de las máquinas.
Se levantó medio encorvado. La pierna derecha le dolía agudamente. En un punto tan cercano al casco de la nave, la gravedad era elevada, y la caída había sido larga. Se había causado un serio esguince en la rodilla; eso significaba que la carrera había terminado. Si ganaba, tendría que ser desde donde se encontraba.
—¡No disparéis! —gritó—. Estoy desarmado.
Primero el bastón y luego el látigo que había quitado al guardia cayeron al centro de la sala de máquinas. Allí quedaron, proclamando su impotencia a la vista de todos.
—¡He venido a preveniros! Hay un cortocircuito en los hiperatómicos. Un salto significaría la muerte de todos nosotros. Os pido solamente que comprobéis los motores. Quizá perderéis unas cuantas horas, si es que estoy equivocado; pero salvaréis vuestras vidas si tengo razón.
—Bajad y agarradle —dijo alguien.
—¿Es que vais a vender vuestras vidas en vez de escuchar? —aulló Biron.
Oyó el ruido cauteloso de muchas pisadas y retrocedió. Luego escuchó un ruido por encima de él. Un soldado descendía por la máquina y se estaba acercando a él.
Biron esperó. Todavía podía usar sus brazos.
En aquel instante se oyó una voz que venía de arriba, tan potente que penetraba hasta el último rincón de aquella enorme sala.
—Vuelvan a sus puestos. Detengan los preparativos para el salto. Comprueben los hiperatómicos.
Era Aratap, que hablaba por medio del sistema de comunicación general. Luego llegó la orden:
—Tráiganme a ese joven.
Biron permitió que le agarrasen. Había dos soldados a cada lado, los cuales le sujetaban como si esperasen que fuese a estallar. Trataron de hacerle andar de un modo natural, pero cojeaba mucho.
Aratap estaba a medio vestir. Sus ojos parecían diferentes, desvaídos, penetrantes, desenfocados. A Biron se le ocurrió entonces que aquel hombre llevaba lentes de contacto.
—Ha armado usted un jaleo terrible, Farrill —dijo Aratap.
—Era necesario para salvar la nave. Haga salir a esos guardias.
Con tal de que examinen las máquinas, no tengo intención de hacer nada más.
—Se quedarán de momento. Por lo menos hasta que tenga noticias de los maquinistas.
Esperaron, silenciosamente, mientras transcurrían los minutos, hasta que se iluminó con luz roja el círculo de vidrio deslustrado encima del resplandeciente letrero que decía «Sala de máquinas».
Aratap abrió el contacto.
—¡Informen! Las palabras llegaron tajantes y rápidas:
—Los hiperatómicos del banco C están completamente en cortocircuito. Se están efectuando las reparaciones.
—Vuelvan a calcular el salto para dentro de seis horas. Se volvió a Biron y dijo tranquilamente:
—Tenía Tazón.
Hizo un ademán y los guardas saludaron, giraron sobre sus talones y salieron con una suave precisión.
—Los detalles, por favor —dijo Aratap.
—Durante su estancia en la sala de máquinas, Gillbret oth Hinriad pensó que sería una buena idea establecer un cortocircuito. Ese hombre no es responsable por sus acciones y no debe ser castigado por ellas.
—Hace años que no se le considera responsable —asintió Aratap—. Esta parte de los hechos quedará entre usted y yo. No obstante, siento interés y curiosidad por conocer sus razones para evitar la destrucción de la nave. ¿Seguro que usted no teme morir por una buena causa?
—No existe tal causa —dijo Biron—. No existe el mundo de la rebelión. Ya se lo he dicho antes, y lo repito. Lingane era el centro de la rebelión, y eso ha sido ya comprobado. Lo único que me interesaba era encontrar al asesino de mi padre, y que la señorita Artemisa escapara de un matrimonio que no deseaba. En cuanto a Gillbret, está loco.
—Y, sin embargo, el autarca creía en la existencia de ese misterioso planeta. ¡Las coordenadas que me dio deben ser de algo!
—Su creencia se basa en los sueños de un loco. Gillbret soñó algo hace veinte años. Tomando eso como base, el autarca calculó cinco posibles planetas como emplazamiento de ese mundo irreal. No son más que tonterías.
—A pesar de ello —dijo el comisario—, hay algo que me perturba.
—¿Qué es?
—Que esté usted procurando convencerme con tanto atan. Evidentemente, ya descubriré todo eso una vez haya dado el salto. Piense que es posible que en su desesperación uno de ustedes haya comprometido la seguridad de la nave, y que el otro la haya salvado, como un complicado método para convencerme de que no es necesario que siga buscando el mundo de la rebelión. Yo podría llegar a la conclusión de que si tal mundo realmente existe, usted hubiese dejado que la nave se volatilizase, puesto que es joven y románticamente capaz de morir de un modo que hubiera considerado heroico. Puesto que ha arriesgado su vida para evitar que eso sucediese, Gillbret está loco, no existe el mundo de la rebelión, y puedo regresar sin investigar nada más. ¿Le resulta todo esto demasiado complicado?
—No le comprendo.
—Y como nos ha salvado la vida, recibirá la consideración debida en la corte del Khan. Y habrá salvado su vida y su causa. No, querido joven, no estoy dispuesto a creer tan fácilmente lo que es tan evidente. A pesar de todo, daremos el salto.
—No tengo nada que objetar.
—Tiene usted sangre fría —dijo Aratap—. Es lástima que no haya nacido uno de los nuestros. —Lo decía como un cumplido. Prosiguió—: Ahora volveremos a llevarle a su celda, y conectaremos nuevamente el campo de fuerza. Es, simplemente, una precaución.
Biron asintió con un movimiento de cabeza.
Cuando regresaron a la cabina de los prisioneros, el guardia que había sido derribado por Biron ya no estaba allí, pero el doctor sí. Se hallaba inclinado sobre el cuerpo todavía semiinconsciente de Gillbret.
—¿Está aún sin sentido? —preguntó Aratap, Al oír aquella voz, el doctor se levantó de un salto.
—Los efectos del látigo han desaparecido, comisario, pero ese hombre no es joven y ha estado muy agitado. No sé si se recobrará.
Biron se sintió horrorizado. Se puso de rodillas, sin hacer caso de su agudo dolor, y extendió una mano hasta tocar delicadamente el hombro de Gillbret.
—Gil —murmuró. Y observó con ansiedad aquella húmeda y pálida cara.
—¡Apártese, hombre! —dijo el oficial médico mirándole con malhumor. De su bolsillo interior sacó su negra cartera de médico—. Por lo menos la aguja hipodérmica no se ha roto —gruñó. Se inclinó sobre Gillbret, manteniendo en su mano la jeringa llena de un fluido incoloro. La aguja penetró hasta el fondo y el émbolo presionó automáticamente. El doctor la apartó y esperó.
Los ojos de Gillbret parpadearon y luego se abrieron. Por unos instantes miraron sin ver. Cuando al fin habló, su voz no era más que un susurro.
—No puedo ver, Biron, no puedo ver. Biron volvió a acercarse.
—Está bien, Gil. Descanse.
—No quiero descansar. —Trató de alzarse—. Biron, ¿cuándo van a dar el salto?
—¡Pronto! ¡Pronto!
—Entonces, quédate conmigo. No quiero morir solo.
Sus dedos se agitaron levemente y luego se relajaron. La cabeza cayó hacia atrás. El médico se inclinó un momento y se incorporó de nuevo.
—Llegamos demasiado tarde; ha muerto. Los ojos de Biron se llenaron de lágrimas.
—Lo siento, Gil —dijo—, pero usted no lo sabía. No lo comprendió.
Los otros no le oyeron.
Aquéllas fueron horas difíciles para Biron. Aratap se había negado a permitirle que asistiese a la ceremonia de entierro de un cuerpo en el espacio; sabía que en algún punto de la nave, el cuerpo de Gillbret sería desintegrado en un horno atómico, y lanzado al espacio, donde sus átomos irían a mezclarse para siempre con las tenues nubéculas de materia interestelar.
Artemisa e Hinrik estarían allí. ¿Comprenderían? ¿Comprendería ella que sólo había hecho lo que no tenía más remedio que hacer? El doctor le había inyectado un extracto cartilaginoso que aceleraría la curación de los desgarrados ligamentos, y apenas si notaba ya el dolor en su rodilla, pero en todo caso aquello no era sino dolor físico, y podía despreciarlo.
Sintió aquella perturbación interna que indicaba que la nave había saltado, y comenzaron para él sus peores horas.
Antes había tenido la seguridad de que su análisis era correcto. Tenía que serlo.
Pero, ¿y si se había equivocado? ¿Y si ahora se encontraban en el centro mismo de la rebelión? Se informaría a Tyrann y la armada se reuniría. Y él moriría sabiendo que pudo haber salvado la rebelión, y que en cambio arriesgó su vida para perderla.
Fue durante aquellas negras horas cuando volvió a pensar en el documento, el documento que en otra ocasión no había conseguido obtener.
Era rara la manera como la cuestión del documento aparecía y se desvanecía.
Se le mencionaba y luego se le olvidaba. Se buscaba alocadamente el mundo de la rebelión, y en cambio no se hacía nada por encontrar el misterioso documento.
¿Se daba quizá menos importancia a lo que debía importar más? Biron pensó que por lo visto Aratap estaba dispuesto a acercarse al centro de la rebelión con una sola nave. ¿Por qué tenía tanta confianza? ¿Podía desafiar a un planeta con una sola nave? El autarca había dicho que el documento había desaparecido hacía años, pero si era así, ¿quién lo tenía? Quizá los tyrannios. Quizá tuviesen un documento cuyo secreto permitiese a una nave destruir un mundo.
Si era así, poco importaba dónde estuviese el mundo de la rebelión, ni tampoco si existía o dejaba de existir.
Pasó el tiempo y luego entró Aratap. Biron se levantó.
—Hemos llegado a la estrella en cuestión —dijo Aratap—. Efectivamente, allí hay una estrella. Las coordenadas que nos dio el autarca estaban bien.
—¿Y qué?
—Pero no hay necesidad de explorarla en busca de planetas. Mis investigadores astrales me dicen que esa estrella fue una nova hace menos de un millón de años. Si entonces tenía planetas, fueron destruidos. Ahora es una enana blanca, y no puede tenerlos.
Biron le miró sorprendido.
—De modo que…
—De modo que tenía usted razón. El mundo de la rebelión no existe.