Simok Aratap sopesaba cuidadosamente las personalidades de los cuatro a los que se enfrentaba y sintió que se despertaba en él cierta excitación. Aquello sería jugar fuerte. Los hilos de la trama iban terminando su tejido. Se alegraba de que el comandante Andros ya no estuviese con él y de que los cruceros tyrannios también se hubiesen ido.
Se había quedado solo con su nave capitana, su tripulación y él mismo. Serían suficientes. Odiaba lo que no se podía manejar. Habló con suavidad:
—Permitan que les ponga al corriente, señora mía y caballeros. La nave del autarca ha sido abordada por un pequeño destacamento y es ahora escoltada a Tyrann por el comandante Andros. Los hombres del autarca serán juzgados de acuerdo con la ley, y si son condenados recibirán el castigo a su traición. Son conspiradores de rutina, y serán tratados por procedimientos rutinarios. Pero, ¿qué; haré yo con ustedes? Sentado a su lado estaba Hinrik de Rhodia; sus facciones arrugadas expresaban una desolación total.
—Considere que mi hija es una muchacha —dijo—. La arrastraron sin que se diese cuenta. Artemisa, diles que fuiste…
—Su hija será probablemente puesta en libertad —interrumpió Aratap—. Al parecer, un noble tyrannio de elevado rango desea casarse con ella, y es evidente que eso será tenido en cuenta.
—Me casaré con él, si dejáis en libertad a los demás. Biron se levantó a medias, pero Aratap le hizo señas de que se sentase.
—¡Por favor, señorita! —dijo sonriendo el comisario tyrannio—. Reconozco que acepto los regateos. Pero yo no soy el Khan, sino sólo uno de sus servidores. De modo que cualquier regateo que acepte tendrá que ser ampliamente justificado en mi patria.
Así, pues, ¿qué es exactamente lo que me ofrece?
—Mi consentimiento al matrimonio.
—No es usted quien debe ofrecerlo. Su padre lo ha otorgado ya, y eso es suficiente. ¿Tiene usted algo más? Aratap estaba esperando la lenta erosión de sus voluntades de resistencia. El hecho de que no le gustase su papel no le impedía desempeñarlo con eficiencia. Así, por ejemplo, era posible que en aquel momento la muchacha comenzase a llorar, lo cual ejercería efectos saludables sobre el joven. Era evidente que habían sido amantes.
Se preguntaba si el viejo Pohang todavía la querría en tales circunstancias. Por fin pensó que probablemente la aceptaría. La transacción aún favorecería al viejo. Pensó que la muchacha era muy atractiva.
La chica mantenía su entereza. No se hundía. «Muy bien» —pensó Aratap—; «además tiene fuerte voluntad. No todo será diversión para Pohang».
—¿También desea pedir clemencia para su primo? —preguntó Aratap a Hinrik.
—Que nadie lo haga —gritó Gillbret—. No quiero nada de ningún tyrannio.
Proseguid. Ordenad que me fusilen.
—¿Está usted histérico? —dijo Aratap—. Ya sabe que no puedo ordenar que le fusilen sin previo juicio.
—Es mi primo —murmuró Hinrik.
También eso será tenido en cuenta. Ustedes, los nobles, tendrán que aprender algún día que no pueden presumir demasiado de su utilidad para nosotros. No sé si su primo ha aprendido ya su lección.
Las reacciones de Gillbret le satisfacían. Aquel individuo, por lo menos, deseaba sinceramente la muerte. La frustración de su vida le era demasiado penosa. Había, pues, que mantenerle vivo, lo cual sería suficiente para quebrantarle.
Se detuvo pensativamente ante Rizzet. Éste era uno de los hombres del autarca, y ante tal idea se sintió levemente embarazado. Al principio de la persecución había prescindido del autarca como factor a considerar, en virtud de lo que parecía una lógica irrefutable. Pues bien, resultaba estimulante equivocarse a veces; así, la confianza en sí mismo se mantenía dentro de ciertos limites, y no se caía en la arrogancia.
—Es usted un necio que sirvió a un traidor —dijo Aratap—. Hubiese estado mejor con nosotros. Rizzet se sonrojó.
—Si hubiese usted tenido una reputación militar —prosiguió Aratap—, me temo que esto le hubiese destruido. No es usted un noble, y las consideraciones de Estado no intervendrán en su caso. Se le juzgará en público, y se sabrá que ha sido el instrumento de un instrumento. ¡Lástima!
—Pero supongo que estaba a punto de proponer un trato —dijo Rizzet.
—¿Un trato?
—Evidencia para el Khan, por ejemplo. Sólo tiene usted un cargamento. ¿No le interesaría conocer el resto del mecanismo de la revuelta? Aratap movió ligeramente la cabeza.
—No. Tenemos al autarca; será suficiente como fuente de información. Incluso sin él, sólo necesitamos hacer la guerra a Lingane; estoy seguro de que después quedará bien poco de la revuelta. No habrá ningún trato de esa especie.
Ahora le tocaba el turno al joven. Aratap le había dejado para el final porque era el más inteligente de todos. Pero era joven, y los jóvenes con frecuencia resultaban ser poco peligrosos. Les faltaba paciencia.
Biron fue el primero en hablar.
—¿Cómo nos siguió? ¿Es que trabaja para ustedes?
—¿El autarca? En este caso, no. Me parece que el pobre hombre estaba tratando de hacer doble juego, con el éxito acostumbrado en los inexpertos.
—Los tyrannios tienen una invención que permite seguir a las naves por el hiperespacio —terció Hinrik con una absurda ansiedad infantil.
Aratap se volvió rápidamente.
—Si su excelencia se abstiene de interrumpir, le quedaré agradecido.
Hinrik se encogió de hombros al oír sus palabras. En realidad no importaba. De ahora en adelante, ninguno de los cuatro sería peligroso, pero no tenía ningún deseo de reducir las incertidumbres de la mente del joven.
—Bien —dijo Biron—. Consideremos los hechos. No nos tiene aquí porque le gustemos. ¿Por qué no estamos en camino hacia Tyrann con los demás? Porque no sabe como arreglárselas para matarnos. Dos de nosotros son Hinriads. Yo soy Widemos. Rizzet es un oficial de renombre de la armada lingania. Y el quinto que tiene entre sus manos, su querido y favorito cobarde traidor, es aún autarca de Lingane. No puede matar a ninguno de nosotros sin escandalizar los Reinos, desde Tyrann hasta el mismo borde de la Nebulosa. Tiene que intentar llegar a alguna especie de acuerdo con nosotros, porque es lo único que puede hacer.
—No está del todo equivocado —dijo Aratap—. Permítame que le muestre el proceso. Le seguimos, y ahora no importa cómo. Me parece que puede descartar la imaginación excesivamente activa del director. Se detuvieron ustedes cerca de tres estrellas sin desembarcar en ningún planeta. Llegaron a una cuarta estrella, y encontraron un planeta en donde desembarcar. Nosotros también desembarcamos, les observamos y esperamos. Pensamos que habría algo que mereciese la espera, y no nos equivocamos. Usted se peleó con el autarca, y ambos transmitieron sin limitación. Ya sé que lo hacían por razones propias, pero también nos sirvió a nosotros. Les oímos.
»El autarca dijo que sólo quedaba por visitar el último planeta intranebular, y que aquél debía ser el mundo de la rebelión. Ya ve que eso es interesante. Un mundo de rebelión. Comprenderá que se haya despertado mi curiosidad. ¿Dónde se debe encontrar ese quinto y último planeta? Dejó que el silencio perdurase. Se sentó y les contempló de modo desapasionado, primero a uno, luego al otro.
—No existe tal mundo de rebelión —dijo Biron.
—Entonces, ¿no buscabais nada?
—No buscábamos nada.
—Eso es ridículo.
Biron se encogió de hombros con un gesto de cansancio.
—Usted sí que es ridículo si espera otra contestación.
—Fíjese en que ese mundo de rebelión debe ser el centro del pulpo —dijo Aratap—. Encontrarlo es la única razón de conservarles vivos. Cada uno de ustedes tiene algo que ganar. Señora, podría liberarla de su matrimonio. Señor Gillbret, podríamos montarle un laboratorio, y dejarle que trabaje en paz. Sí, sabemos de usted más de lo que se figura. —Aratap se volvió apresuradamente; la cara de aquel hombre hacía extrañas muecas, y se iba a echar a llorar, lo cual sería desagradable—. Coronel Rizzet, le evitaríamos la humillación del consejo de guerra y la certeza de su convicción, y el ridículo y la pérdida de prestigio que conllevaría. Y usted, Biron Farrill, sería nuevamente ranchero de Widemos. En su caso podríamos incluso revocar la sentencia de su padre.
—¿Y darle nuevamente la vida?
—¡Restaurar su honor!
—Su honor está en las mismas acciones que le llevaron a su convicción y a su muerte —dijo Biron—. No está en poder de ustedes aumentarlo ni disminuirlo.
—Uno de ustedes cuatro me dirá dónde encontrar este mundo que buscan —dijo Aratap—. Uno de ustedes será razonable. El que sea ganará lo que le he prometido. Los demás serán cazados, apresados, ejecutados, lo que sea peor para cada uno. Debo advertirles que si tengo que ser sádico también puedo serlo. —Esperó un momento y preguntó—: ¿Quién será? Si no habla, lo hará el otro. Lo habrán perdido todo y yo tendré igualmente la información que deseo.
—No sirve de nada —dijo Biron—. Lo está preguntando todo muy meticulosamente, pero de nada le servirá. No existe tal mundo de rebelión.
—El autarca afirma que existe.
—Entonces pregúnteselo al autarca.
Aratap arrugó la frente. Aquel joven llevaba su audacia más allá de lo razonable.
—Me siento inclinado a tratar con uno de ustedes —dijo.
—Ya ha tratado usted con el autarca en otras ocasiones. Hágalo nuevamente.
No deseamos comprar nada de lo que usted puede vendernos. —Biron miró en derredor y preguntó—: ¿No es así? Artemisa se le acercó aún más y su mano se cerró lentamente sobre el hombro del muchacho. Rizzet se limitó a asentir, y Gillbret murmuró:
—¡Así es!
—Ustedes mismos lo han decidido —dijo Aratap, y apretó con un dedo el botón adecuado.
La muñeca derecha del autarca estaba inmovilizada por medio de una ligera funda metálica, sujeta magnéticamente a la banda metálica situada alrededor de su abdomen. La parte izquierda de su cara estaba hinchada y era de un color azulado, salvo por una cicatriz irregular mal curada que la cruzaba y formaba una costura rojiza. Después del primer movimiento que había liberado su brazo sano de la presión del guarda que estaba a su lado, permaneció inmóvil delante de ellos.
—¿Qué quiere?
—Se lo diré dentro de un momento —dijo Aratap—. Primero quiero que piense usted en su audiencia. Fíjese en quienes tenemos aquí. Por ejemplo, aquí está el joven a quien quiso usted matar, y que, no obstante, vivió lo bastante para lisiarle y destruir sus planes, a pesar de que usted era un autarca y él no era sino un exiliado.
Era difícil saber si la mutilada cara del autarca se había ruborizado; no movió ni un solo músculo. Aratap prosiguió sin tratar de averiguarlo.
—Éste es Gillbret oth Hinriad, quien salvó la vida del joven y lo llevó a usted —dijo con calma y casi indiferencia—. Y ésta es la señorita Artemisa, a quien según me dicen hizo usted la corte de una manera encantadora y, sin embargo, le traicionó a usted por amor al joven. Éste es el coronel Rizzet, su ayudante militar de más confianza, quien también le traicionó. ¿Qué debe a esas personas, autarca?
—¿Qué quiere? —repitió el autarca.
—Información. Démela y volverá a ser autarca. En la corte del Khan se tendrán favorablemente en cuenta sus relaciones anteriores con nosotros. De lo contrario…
—¿De lo contrario?
—De lo contrario la obtendré de ellos, ¿comprende? Ellos se salvarán y usted será ejecutado. Por eso le pregunto si les debe algo, para que tenga la oportunidad de salvar sus vidas empeñándose obstinadamente.
La cara del autarca se torció dibujando una sonrisa.
—Ellos no pueden salvar su vida a mi costa. No saben la situación del mundo que usted busca; pero yo sí.
—No he dicho cuál es la información que busco, autarca.
—Sólo hay una cosa que pueda usted buscar. —Su voz se hizo más opaca, casi desconocida—. Si decido hablar, ¿dice usted que entonces mi autarquía quedará como antes?
—Mejor guardada, naturalmente —dijo Aratap con deferencia.
—Si le cree, no conseguirá sino añadir traición sobre traición, y al final le matarán igualmente —gritó Rizzet.
El guardia se adelantó, pero Biron se le anticipó, lanzándose sobre Rizzet y arrastrándole hacia atrás a la fuerza.
—No seas necio —musitó—. No puedes hacer nada.
—No me importa ni la autarquía ni yo mismo, Rizzet —dijo el autarca. Se volvió a Aratap—: ¿Morirán éstos? Por lo menos debe prometérmelo. —Su horriblemente desfigurada faz se retorció de un modo salvaje. Señaló a Biron y añadió—: Sobre todo, ése.
—Si éste es su precio, trato hecho.
—Si yo pudiese ser su verdugo, le eximiría de toda otra obligación para conmigo. Si mi dedo pudiese controlar su desintegración, sería una compensación parcial. Pero si eso no puede ser, por lo menos le diré lo que él no quisiera que le dijese. Le daré ro, zeta y fi en parsecs y radianes: 7352,43, 1,7836, 5,2112. Estos tres puntos determinan la posición del mundo en la galaxia. Ahora ya los tiene.
—Así es, en efecto —dijo Aratap mientras tomaba nota. Rizzet consiguió desasirse y gritó:
—¡Traidor! ¡Traidor! Biron, sorprendido, perdió su presa sobre el linganio y cayó al suelo.
—¡Rizzet! —gritó inútilmente. Rizzet, con las facciones distorsionadas, luchó un instante con el guardia. Otros guardias iban entrando ya, pero Rizzet tenía ahora el demoledor. Con manos y rodillas luchaba contra los soldados tyrannios. Biron se lanzó contra aquel montón de cuerpos uniéndose a la lucha; asió a Rizzet por la garganta, ahogándole, arrastrándole hacia atrás.
—¡Traidor! —exclamó Rizzet con voz ahogada, tratando de seguir apuntando, mientras el autarca procuraba desesperadamente apartarse a un lado.
¡Al fin disparó! Luego le desarmaron y lo arrojaron al suelo, donde quedó boca arriba.
Pero el hombro derecho y la mitad del pecho del autarca habían desaparecido.
Su antebrazo pendía grotescamente de su funda magnetizada. Los dedos, la muñeca y el codo terminaban en una negra ruina. Por un instante pareció como si los ojos del autarca centelleasen, mientras que el cuerpo conservaba aún un absurdo equilibrio, luego se apagaron, y cayó al suelo, donde no quedó sino un residuo carbonizado.
Artemisa sollozaba ocultando la cara en el pecho de Biron. Éste hizo un esfuerzo para mirar una vez, con firmeza y sin vacilación, el cuerpo del asesino de su padre, y luego apartó la mirada. Hinrik, desde un distante rincón de la habitación, musitaba y se reía solo.
Aratap era el único que conservaba la calma.
—Llévense el cadáver —dijo.
Así lo hicieron, y luego chamuscaron el suelo con un rayo calorífico suave para eliminar la sangre. Sólo quedaron algunas marcas aisladas de carbonización.
Ayudaron a Rizzet a levantarse. Los apartó con ambas manos y, furioso, se volvió a Biron.
—¿Qué estaba haciendo? ¡Casi me hizo errar el tiro!
—¡Ha caído en la celada de Aratap! —dijo Biron con voz cansada.
—¿Celada? ¿Es que no maté al bandido?
—Ahí estaba la celada. Le hizo un favor.
Rizzet no respondió, y Aratap tampoco dijo nada. Escuchaba con cierta complacencia. El cerebro de aquel joven funcionaba bien.
—Si Aratap oyó lo que nos dijo haber oído —dijo Biron—, sabía que solamente Jonti tenía la información que quería. Jonti así lo dijo, y con énfasis, cuando se enfrentó con nosotros después de la lucha. Era evidente que Aratap nos estaba interrogando para quebrantarnos, hacer que obrásemos alocadamente cuando llegase la hora. Yo estaba preparado para enfrentarme con el impulso irracional con que él contaba. Usted no lo estaba.
—Había supuesto que sería usted quien lo hiciese —interrumpió Aratap con suavidad.
—Yo le hubiese apuntado a usted —dijo Biron. Se volvió nuevamente a Rizzet—: ¿No ve que él no quería vivo al autarca? Los tyrannios son como serpientes. Quería la información del autarca; no quería pagar por ella; no se podía arriesgar a matarle.
Usted lo hizo por él.
—Correcto —dijo Aratap—. Y tengo la información. De improviso resonó un clamor de timbres. Rizzet comenzó a hablar.
—Bueno. Si le hice un favor, también me lo hice a mí mismo.
—No del todo —dijo el comisario—, puesto que nuestro joven amigo no ha llevado lo suficientemente lejos el análisis. Verá; se ha cometido un nuevo crimen. Si su único crimen hubiese sido traición a Tyrann, eliminarle a usted hubiese sido cuestión delicada desde el punto de vista político. Pero ahora que el autarca de Lingane ha sido asesinado, podrá usted ser juzgado, condenado y ejecutado por la ley de Lingane, y no será necesario que Tyrann tome parte alguna en ello. Eso será muy conveniente, pues…
Entonces se interrumpió, ceñudo. Había oído el clamor de los timbres, y se dirigió hacia la puerta. Con un pie hizo funcionar el mecanismo de apertura.
—¿Qué ocurre? Un soldado saludó.
—Alarma general, señor. Compartimientos de almacenaje.
—¿Fuego?
—No se sabe aún, señor.
«¡Gran Galaxia!», exclamó Aratap para sus adentros, y retrocedió entrando de nuevo en la habitación.
—¿Dónde está Gillbret? En aquel momento se dieron cuenta de la ausencia de Gillbret.
—Le encontraremos —dijo Aratap.
Lo encontraron en la sala de máquinas, escondido tras las gigantescas estructuras, y le llevaron medio a rastras a la cabina del comisario.
—No se puede uno escapar de una nave —dijo secamente Aratap—. No le sirvió de nada hacer sonar la alarma general. Incluso así el tiempo de confusión es limitado.
Me parece que ya basta. Hemos conservado con nosotros el crucero que usted robó, Farrill, mi propio crucero, a bordo. Será utilizado para explorar el mundo de la rebelión. Tan pronto como se haya calculado el salto partiremos hacia los puntos de referencia proporcionados por el llorado autarca. Será una aventura de una clase como no es corriente que se presente en el transcurso de una tranquila generación como la nuestra.
En su mente se presentó de repente la imagen de su padre al mando de un escuadrón, conquistando mundos. Se alegraba de que Andros se hubiese ido. La aventura sería exclusivamente suya.
Después de aquello fueron separados. A Artemisa la dejaron con su padre, y a Rizzet y Biron los enviaron en direcciones opuestas. Gillbret se debatía y chillaba.
—¡No quiero quedarme solo! ¡No quiero estar incomunicado! Aratap suspiró. Los libros de historia decían que el abuelo de aquel hombre había sido un gran gobernante. Resultaba degradante tener que presenciar una escena así.
—Pónganle con uno de los otros —dijo de mal talante.
Pusieron a Gillbret con Biron. No hablaron entre sí hasta que llegó la «noche» a bordo de la nave del espacio, cuando las luces se tornaron de un color púrpura oscuro.
Era lo suficientemente claro para que se les pudiese vigilar por medio del sistema televisor de los guardas, pero lo bastante oscuro para que se pudiese dormir.
Pero Gillbret no dormía.
—Biron —murmuró—. Biron.
—¿Qué quiere? —preguntó Biron, saliendo de un semisueño.
—Biron, ya lo he hecho. Está arreglado, Biron.
—Trate de dormir, Gil —dijo Biron.
—Pero es que lo he arreglado, Biron. Aratap puede ser listo, pero yo lo soy más. ¿Verdad que es divertido? No tienes por qué preocuparte, Biron. No te preocupes.
Lo he arreglado.
Mientras hablaba sacudía febrilmente a Biron. Éste se irguió y se sentó.
—¿Qué le ocurre?
—Nada, nada. Lo he arreglado.
Gillbret sonreía pícaramente, como un muchacho que ha hecho una travesura.
—¿Qué es lo que ha arreglado? —Biron se levantó, y cogiendo al otro por los hombros hizo que también se levantase—. Contésteme.
—Me encontraron en la sala de máquinas. —Las palabras le salían a borbotones—. Creían que me escondía, pero no era así. Hice sonar la alarma del almacén porque tenía que estar solo unos cuantos minutos, muy pocos. Biron: he puesto en cortocircuito los hiperatómicos.
—¿Qué?
—Fue sencillo, tardé un minuto. Y no se darán cuenta. Lo hice con mucha astucia. No se enterarán hasta que traten de dar el salto, y entonces todo el combustible se convertirá en energía gracias a una reacción en cadena, y la nave, nosotros, Aratap y todo lo que se sabe del mundo de la rebelión no será sino una tenue expansión de vapor de hierro.
Biron retrocedía, abriendo los ojos.
—¿Hizo eso?
—Sí. —Gillbret ocultó la cabeza entre las manos y se balanceó hacia delante y hacia atrás—. Moriremos, Biron. Y no temo morir, pero no quiero morir solo. Solo no.
Tenía que ser con alguien. Me alegro de estar contigo. Quiero estar con alguien cuando muramos. Pero no sufriremos. Será rápido… No hará daño. No hará… daño.
—¡Idiota! ¡Loco! —estalló Biron—. De no haber sido por esto, todavía podríamos haber triunfado.
Gillbret no le oyó. Sus oídos estaban llenos de sus propias lamentaciones. Lo único que Biron pudo hacer fue precipitarse hacia la puerta.
—¡Guardia! —gritó—. ¡Guardia! ¿Quedaban horas o solamente minutos?